DIONISIO DE ALEJANDRÍA
Cartas

I
Carta a Basílides, obispo de Astorga

Dionisio a Basílides, mi amado hijo y hermano, compañero mío en el ministerio de las cosas santas y obediente siervo de Dios, saludos en el Señor.

Tú me has enviado, hijo fiel y consumado, para preguntarme cuál es la hora adecuada para terminar el ayuno del día de Pentecostés, pues dices que hay entre los hermanos quienes sostienen que esto debe hacerse al canto del gallo, y otros que sostienen que debe ser al anochecer. En efecto, los hermanos de Roma, como dicen, esperan al gallo, mientras que, respecto a los de aquí, nos dijiste que lo harían antes. Y es tu anhelo, por tanto, que se presente con exactitud la hora y se determine con perfecta exactitud, lo cual es ciertamente una cuestión difícil e incierta. Sin embargo, será reconocido cordialmente por todos, que a partir de la fecha de la resurrección de nuestro Señor, los que hasta entonces han estado humillando sus almas con ayunos, de inmediato deben comenzar a tener su gozo festivo y su alegría.

En lo que me has escrito has hecho ver con mucha claridad y con un conocimiento inteligente de las Sagradas Escrituras que no parece que en ellas se ofrezca una explicación muy exacta de la hora en que resucitó. Pues los evangelistas han dado diferentes descripciones de los grupos que acudieron al sepulcro uno tras otro, y todos han declarado que encontraron al Señor ya resucitado. Fue al final del sábado, como ha dicho Mateo. Era temprano, cuando todavía estaba oscuro, como escribe Juan; era muy de mañana, como dice Lucas; y era muy de mañana, al salir el sol, como nos dice Marcos. Así pues, nadie nos ha indicado con claridad la hora exacta en que resucitó. Sin embargo, se admite que los que acudieron al sepulcro al final del sábado, cuando comenzaba a amanecer hacia el primer día de la semana, ya no lo encontraron acostado.

Descartando que los evangelistas discrepen o se contradigan entre sí, sí que parece haber alguna pequeña dificultad en cuanto al tema de nuestra investigación, si todos están de acuerdo en que la luz del mundo, nuestro Señor, se levantó en esa única noche, mientras que difieren con respecto a la hora, bien podemos tratar con mente sabia y fiel de armonizar sus declaraciones.

La narración de Mateo dice así: "Al final del sábado, al amanecer del primer día de la semana, vinieron María Magdalena y la otra María a ver el sepulcro. Y he aquí que hubo un gran terremoto, y que el ángel del Señor descendió del cielo, y removió la piedra y se sentó sobre ella". Su rostro era como un relámpago, y su vestido blanco como la nieve, y por eso los guardianes temblaron y se quedaron como muertos. Respondiendo el ángel, dijo a las mujeres: "No temáis vosotras, porque yo sé que buscáis a Jesús, el que fue crucificado. No está aquí, pues ha resucitado, como dijo".

Algunos pensarán que esta frase final significa, según el uso común de la palabra, la tarde del sábado; mientras que otros, con una mejor percepción del hecho, dirán que no indica eso, sino una hora avanzada de la noche, ya que la frase al final denota lentitud y extensión de tiempo. Además, como habla de noche, y no de atardecer, ha añadido las palabras, cuando empezaba a amanecer hacia el primer día de la semana. Y las personas que estaban aquí no vinieron todavía, como dicen los otros, trayendo especias, sino para ver el sepulcro; y descubrieron el suceso del terremoto, y al ángel sentado sobre la piedra, y oyeron de él la declaración: "No está aquí, ha resucitado".

En el mismo sentido está el testimonio de Juan, que dice: "El primer día de la semana María Magdalena fue al sepulcro muy de mañana, cuando todavía estaba oscuro, y vio que la piedra del sepulcro había sido quitada". Pero según esto, cuando todavía estaba oscuro, ella había llegado antes.

Lucas dice: "Descansaron el día de reposo, según lo mandado. Pero el primer día de la semana, muy de mañana, vinieron al sepulcro, trayendo las especias aromáticas que habían preparado; y encontraron que la piedra del sepulcro había sido removida". La frase "muy de mañana" indica probablemente el amanecer del primer día de la semana; y así, cuando el propio sábado había pasado por completo, y también toda la noche que lo siguió, y cuando otro día había comenzado, vinieron, trayendo especias aromáticas y mirra, y entonces se hizo evidente que él ya había resucitado mucho antes.

Marcos sigue esto y dice: "Habían comprado especias aromáticas, para poder venir a ungirle. Y muy de mañana, el primer día de la semana, vinieron al sepulcro, al amanecer". Como vemos, este evangelista también ha usado el término "muy de mañana", que es exactamente el mismo que el "muy de mañana" empleado por el anterior. Pero añade "al amanecer". Así que se pusieron en camino, y tomaron el camino primero cuando era muy de mañana, o (como dice Marcos) "cuando era muy temprano"; pero en el camino, y por su permanencia en el sepulcro, pasaron el tiempo hasta que salió el sol. Y entonces el joven vestido de blanco les dijo: "Ha resucitado, no está aquí".

Así las cosas, hacemos la siguiente declaración y explicación a aquellos que buscan un relato exacto de la hora específica, o media hora, o cuarto de hora, en que es apropiado comenzar su regocijo por la resurrección de nuestro Señor de entre los muertos.

A aquellos que son demasiado apresurados y se dan por vencidos incluso antes de la medianoche, los reprendemos como negligentes e intemperantes, y como si casi se desviaran de su curso en su precipitación, porque es palabra de hombre sabio: No es poco en la vida lo que está dentro de un poco. Y a los que resisten y perseveran durante mucho tiempo, y perseveran hasta la cuarta vigilia, que es también el tiempo en que nuestro Salvador se manifestó caminando sobre el mar a los que estaban entonces en alta mar, los recibimos como discípulos nobles y laboriosos.

A los que, por otra parte, se detienen y se reponen en el curso según se sienten impulsados o según sus capacidades, no los presionemos demasiado, porque no todos realizan los seis días de ayuno por igual ni de la misma manera; sino que algunos pasan incluso todos los días como un ayuno, permaneciendo sin comer durante todo el tiempo; mientras que otros sólo ayunan dos, otros tres, otros cuatro, y otros ni siquiera uno.

Y a los que han trabajado penosamente durante estos ayunos prolongados, y luego se han agotado y casi perdidos, se les debe extender el perdón si son un poco precipitados en tomar alimento. Pero si hay quienes no sólo rechazan este ayuno prolongado, sino que al principio se niegan a ayunar en absoluto, y más bien se entregan a los placeres del lujo durante los primeros cuatro días, y luego, cuando llegan a los dos últimos días, es decir, la preparación y el sábado, ayunan con el debido rigor durante estos, y sólo estos, y piensan que hacen algo grande y brillante si aguantan hasta la mañana, no puedo pensar que hayan pasado por el tiempo en igualdad de condiciones con aquellos que han estado practicando lo mismo durante varios días antes. Este es el consejo que, de acuerdo con mi comprensión de la cuestión, les he ofrecido por escrito sobre estos asuntos.

En cuanto a la cuestión de si las mujeres que están separadas de Dios pueden entrar en la casa de Dios, me parece una pregunta superflua. No creo que, si son mujeres creyentes y piadosas, sean tan temerarias como para acercarse a la mesa sagrada o tocar el cuerpo y la sangre del Señor. Ciertamente, la mujer que padecía el flujo de sangre desde hacía doce años no tocó al Señor mismo, sino sólo el borde de su manto, con vistas a su curación. En efecto, orar, cualquiera que sea la situación en que se encuentre una persona, recordar al Señor, en cualquier condición en que se encuentre, y ofrecer peticiones para obtener ayuda, son ejercicios completamente irreprochables. Pero a la persona que no esté perfectamente pura tanto de alma como de cuerpo, se le prohibirá acercarse al lugar santísimo.

Además, los que son competentes y de avanzada edad deben ser jueces de sí mismos en estas cuestiones. En efecto, lo que es conveniente es que se abstengan unos de otros de común acuerdo, a fin de que puedan estar libres por un tiempo para dedicarse a la oración , y luego volver a reunirse, lo han oído de Pablo en su epístola.

En cuanto a los que sufren de flujo involuntario durante la noche, que sigan el testimonio de su propia conciencia y se pregunten si tienen o no dudas sobre este asunto. Y el que duda sobre el asunto de las comidas, nos dice el apóstol, se condena si come. En estas cosas, pues, que todo el que se acerca a Dios tenga buena conciencia y una confianza adecuada en lo que se refiere a su propio juicio. Y en efecto, es para demostrar tu consideración hacia nosotros (pues no eres ignorante, amado), que nos has propuesto estas preguntas, haciéndonos de un mismo sentir, como en verdad lo somos, y de un mismo espíritu contigo.

Yo, por mi parte, he expuesto así mis opiniones en público, no como un maestro, sino sólo como nos conviene debatir con toda sencillez unos con otros. Y cuando hayas examinado esta opinión mía, mi muy inteligente hijo, me escribirás tu opinión sobre estos asuntos y me harás saber lo que te parezca justo y preferible, y si apruebas mi juicio sobre estas cosas. Que te vaya bien, mi amado hijo, mientras sirves al Señor en paz. Para ti es mi oración.

II
Carta a Fabio, obispo de Antioquía

La persecución contra nosotros no comenzó con el edicto imperial, sino que lo precedió un año entero. Y un cierto profeta y poeta, enemigo de esta ciudad, fuera lo que fuese, había previamente incitado y exasperado contra nosotros a las masas de los paganos, inflamándolas de nuevo con el fuego de su superstición nativa. Excitados por él y encontrando plena libertad para perpetrar la maldad, consideraron que esta era la única piedad y servicio a sus demonios (a saber, nuestra matanza).

Primero capturaron a un anciano llamado Metras, y le ordenaron que dijera palabras impías. Como él se negó, le golpearon el cuerpo con palos, le desgarraron la cara y los ojos con cañas afiladas y luego lo arrastraron a los suburbios y allí lo apedrearon.

Luego se llevaron a una mujer llamada Quinta, que era creyente, a un templo de ídolos y la obligaron a adorar al ídolo. Cuando ella se apartó del lugar y mostró cuánto lo detestaba, le ataron los pies y la arrastraron por toda la ciudad por las calles empedradas, golpeándola al mismo tiempo contra las piedras del molino y azotándola, hasta que la llevaron al mismo lugar y allí también la apedrearon.

Entonces, con un impulso, todos se precipitaron sobre las casas de los temerosos de Dios y sobre todas las personas piadosas que cada uno de ellos conocía individualmente como vecinos; se apresuraron a perseguirlas y se las llevaron consigo, las robaron y saquearon, apartando las porciones más valiosas de sus propiedades para sí mismos y esparciendo por todas partes los artículos más comunes y los que estaban hechos de madera, y quemándolos en los caminos, de modo que estas partes presentaron el espectáculo de una ciudad tomada por el enemigo.

Los hermanos simplemente cedieron y se retiraron, y como aquellos de quienes Pablo da testimonio (Hb 10,30), aceptaron el despojo de sus bienes con alegría. No sé si alguno de ellos, o si algún individuo solitario que haya caído por casualidad en sus manos, haya negado al Señor hasta ahora.

También se apoderaron de la admirable virgen Apolonia, ya muy mayor, le arrancaron todos los dientes y le cortaron las mandíbulas. Después, encendiendo un fuego delante de la ciudad, amenazaron con quemarla viva si no repetía con ellos sus expresiones impías. Y aunque ella pareció desaprobar un poco su destino, al ser liberada, saltó ansiosamente al fuego y fue consumida.

También atraparon a un tal Serapión en su propia casa y, después de torturarlo con severas crueldades y de romperle todos los miembros, lo arrojaron de cabeza desde un piso alto al suelo. Y no había camino, ni vía pública, ni siquiera callejón por donde pudiéramos caminar, ni de noche ni de día; porque en todo momento y en todo lugar todos gritaban que si alguien se negaba a repetir sus expresiones blasfemas, debía ser arrastrado de inmediato y quemado.

Estas ficciones se llevaron a cabo rigurosamente de esta manera durante mucho tiempo. Pero cuando la insurrección y la guerra civil, a su debido tiempo, se apoderaron de este pueblo miserable, su crueldad salvaje se desvió de nosotros y la volvió contra ellos mismos. Y nosotros disfrutamos de un pequeño respiro, mientras ellos no tenían tiempo para ejercer su furia contra nosotros.

Pero pronto se nos anunció el cambio de aquel reino más benigno, y grande fue el terror de las amenazas que se nos hicieron sentir. Ya había llegado el edicto, y era de tal tenor que correspondía casi perfectamente a lo que antes nos había insinuado nuestro Señor, presentándonos los horrores más terribles, de modo que, si eso fuera posible, harían tropezar a los mismos elegidos.

Todos se alarmaron mucho, y entre los más notables hubo algunos, y éstos un gran número, que rápidamente se adaptaron al decreto con temor. Otros, que estaban comprometidos con el servicio público, fueron arrastrados a obedecer por las mismas necesidades de sus deberes oficiales; otros fueron arrastrados a ello por sus amigos, y al ser llamados por su nombre se acercaron a los sacrificios impuros e impíos. Otros se rindieron pálidos y temblorosos, como si no fueran a ofrecer sacrificios, sino a ser ellos mismos los sacrificios y víctimas de los ídolos, de modo que fueron objeto de burlas por parte de la gran multitud que rodeaba la escena y dejaron en claro a todos que eran demasiado cobardes para enfrentarse a la muerte o para ofrecer los sacrificios.

Hubo también quienes se apresuraron a los altares con la mayor de las prestezas, afirmando con firmeza que nunca antes habían sido cristianos; de quienes es más cierta la declaración profética de nuestro Señor de que será difícil para ellos ser salvos. De los demás, algunos siguieron a uno u otro de los grupos ya mencionados. Algunos huyeron y algunos fueron apresados. De estos, algunos llegaron tan lejos en mantener su fe como cadenas y prisión. Algunas personas entre ellos soportaron prisión incluso durante varios días, y luego abjuraron de la fe antes de presentarse ante el tribunal de justicia. Mientras que otros, después de resistir a la tortura por un tiempo, se hundieron ante la perspectiva de más sufrimientos.

Pero hubo también otros, firmes y benditos pilares del Señor, que, recibiendo fuerza de él, y obteniendo poder y vigor dignos y proporcionales a la fuerza de la fe que tenían en ellos, demostraron ser testigos admirables de su reino. De éstos, el primero fue Juliano, un hombre que sufría de gota y no podía estar en pie ni caminar, que fue colocado junto con otros dos hombres que lo llevaron. De estos dos personas, uno inmediatamente negó a Cristo; pero el otro, una persona llamada Cronión, y apodado Euno, y junto con él el anciano Juliano mismo, confesaron al Señor, y fueron llevados en camellos por toda la ciudad, que, como sabéis , es muy grande, y fueron azotados en esa posición elevada, y finalmente fueron consumidos en un tremendo incendio, mientras todo el populacho los rodeaba.

Cierto soldado que estaba junto a ellos cuando fueron llevados a ejecución, y que se opuso a la insolencia desenfrenada del pueblo, fue perseguido por los gritos que levantaron contra él. Este valiente soldado de Dios, llamado Besas, fue ordenado y, después de comportarse con la mayor nobleza en ese poderoso combate en nombre de la piedad, fue decapitado.

Otro individuo, que era libio de nacimiento, y que a la vez de nombre y en verdadera bienaventuranza también era un verdadero Macar, aunque el juez intentó mucho persuadirlo de que negara, no cedió y, en consecuencia, fue quemado vivo. Y a estos les sucedieron Epímaco y Alejandro, quienes, después de pasar mucho tiempo encadenados y después de sufrir innumerables agonías y aflicciones del raspador y el azote, también fueron quemados hasta las cenizas en un inmenso fuego.

Junto a todos ellos había cuatro mujeres. Entre ellas estaba Amonaria, una piadosa virgen, que fue torturada por el juez de la manera más implacable durante mucho tiempo, porque declaró claramente desde el principio que no diría nada de lo que él le ordenó repetir; y después de haber cumplido su profesión, fue llevada a la ejecución. Las otras eran la venerable y anciana Mercuria y Dionisia, que había sido madre de muchos hijos, pero no amaba a su prole más que a su Señor. Éstas, cuando el gobernador se avergonzó de someterlas a más tormentos inútiles y verse así golpeado por mujeres, murió a espada, sin más experiencia de torturas. Porque en verdad su campeón Amonaria había recibido torturas por todas ellas.

También fueron entregados Herón, Ater e Isidoro (ambos egipcios), y con ellos Dióscoro, un muchacho de unos 15 años. Y aunque al principio el juez trató de engañar al joven con bellas palabras, pensando que podría seducirlo fácilmente, y luego intentó también obligarlo por la fuerza de las torturas, pensando que podría ceder sin mucha dificultad de esa manera, Dióscoro no se rindió a sus persuasiones ni cedió a sus terrores. A los demás, después de haberles lacerado el cuerpo de la manera más salvaje, y de haber mantenido su firmeza, los entregó también a las llamas.

El juez despidió a Dióscoro, sorprendido por la distinguida apariencia que había tenido en público y por la extrema sabiduría de las respuestas que dio a sus interrogatorios, y declaró que, debido a su edad, le concedía más tiempo para que se arrepintiera. Y este piadoso Dióscoro está entre nosotros ahora, esperando un mayor conflicto y una contienda más prolongada.

Un cierto hombre llamado Nemesión, que también era egipcio, fue acusado falsamente de ser compañero de ladrones; y después de haberse absuelto de esta acusación ante el centurión y haber demostrado que era una calumnia totalmente antinatural, fue denunciado como cristiano y tuvo que presentarse como prisionero ante el gobernador. Este magistrado injusto le infligió un castigo dos veces más severo que el que habían recibido los ladrones, haciéndole sufrir torturas y azotes, y luego entregándolo al fuego entre los ladrones. Así el bendito mártir fue honrado según el modelo de Cristo.

También había un grupo de soldados, entre ellos Amón, Zenón, Ptolomeo e Ingenuo, y junto con ellos un anciano, Teófilo, que habían tomado posición en masa ante el tribunal. Cuando cierta persona estaba siendo juzgada como cristiana y ya se inclinaba a negarlo, estos se quedaron de pie a su alrededor y rechinaron los dientes, hicieron señas con sus rostros, extendieron sus manos y realizaron toda clase de gestos con sus cuerpos. Y mientras la atención de todos se dirigía hacia ellos, antes de que alguien pudiera atraparlos, corrieron rápidamente al tribunal y se declararon cristianos, y causaron tal impresión que el gobernador y sus asociados se llenaron de miedo. Los que estaban siendo juzgados parecían ser los más valientes ante la perspectiva de lo que iban a sufrir, mientras que los jueces mismos temblaban. Entonces, estos salieron con un espíritu elevado de los tribunales y se regocijaron en su testimonio, y Dios mismo los hizo triunfar gloriosamente.

Otros fueron destrozados en gran número por los paganos, en ciudades y aldeas. De uno de ellos daré algunos ejemplos. Isquirión sirvió a uno de los gobernantes en calidad de mayordomo por un salario determinado. Su patrón le ordenó que ofreciera un sacrificio; y como se negó a hacerlo, lo insultó. Cuando persistió en su desobediencia, su amo lo trató con contumelia; y como todavía se resistía, tomó un palo enorme y se lo atravesó en las entrañas y el corazón, y lo mató.

¿Debería mencionar las multitudes de aquellos que tuvieron que vagar por lugares desiertos y por las montañas, y que fueron destrozados por el hambre, la sed, el frío, la enfermedad, los ladrones y las fieras? Los supervivientes de estos son los testigos de su elección y su victoria.

Para terminar, agregaré una circunstancia como ilustración de estas cosas. Había un hombre muy anciano llamado Chaeremón, obispo de la ciudad llamada del Nilo. Huyó con su compañero a la montaña de Arabia y nunca regresó. Los hermanos tampoco pudieron encontrar nada de ellos, a pesar de que hicieron frecuentes búsquedas; nunca pudieron encontrar ni a los hombres ni a sus cuerpos. Muchos fueron llevados como esclavos por los bárbaros sarracenos a esa misma montaña de Arabia. Algunos de ellos fueron rescatados con dificultad, después de pagar una gran suma de dinero, pero otros no han sido rescatados hasta el día de hoy.

He contado estos hechos, hermano, no sin un propósito, sino para que puedas saber cuántos y cuán terribles son los males que nos han sobrevenido; males que también los entenderán mejor aquellos que los han experimentado más.

Así pues, aquellos santos mártires que en otro tiempo estuvieron con nosotros y que ahora están sentados con Cristo, y son partícipes de su reino y participantes con él en su juicio, y que actúan como sus asesores judiciales, recibieron allí a algunos de los hermanos que se habían apartado y que habían llegado a ser acusados de sacrificar a los ídolos. Y como vieron que la conversión y el arrepentimiento de tales podrían ser aceptables a Aquel que no desea en absoluto la muerte del pecador (Ez 33,11) sino más bien su arrepentimiento, demostraron su sinceridad y los recibieron, los reunieron de nuevo, y se reunieron con ellos, y tuvieron comunión con ellos en sus oraciones y en sus fiestas.

¿Qué consejo, pues, hermanos, nos dais con respecto a esto? ¿Qué debemos hacer? ¿Debemos nosotros actuar con la misma decisión y el mismo juicio que los mártires, y mostrar la misma amabilidad con ellos y tratar con la misma bondad a aquellos hacia quienes mostraron tanta compasión? ¿O debemos tratar su decisión como injusta y constituirnos en jueces de su opinión sobre tales temas, y arrojar lágrimas de clemencia y trastornar el orden establecido?

Voy a dar una explicación más detallada de un caso que ocurrió entre nosotros. Había entre nosotros un tal Serapión, un creyente anciano. Había pasado su larga vida sin culpa, pero había caído en el tiempo de la persecución. Este hombre oraba a menudo y pedía la absolución, pero nadie le hacía caso porque había sacrificado a los ídolos. Cayó enfermo, permaneció 3 días consecutivos mudo y sin sentido. Recuperándose un poco al cuarto día, llamó a su nieto y le dijo: "Hijo mío, ¿cuánto tiempo me detienes? Date prisa, te lo ruego, y absuélveme pronto. Llama a uno de los presbíteros a mi lado". Cuando hubo dicho esto, se quedó sin palabras otra vez.

El muchacho corrió hacia el presbítero, pero era de noche y el hombre estaba enfermo, por lo que no pudo venir. Pero como yo había dado una orden de que las personas que estaban a punto de morir, si lo pedían entonces, y especialmente si lo habían pedido con fervor antes, debían ser absueltas, para que pudieran partir de esta vida con una esperanza alegre, le dio al niño una pequeña porción de la eucaristía, diciéndole que la remojara en agua y la dejara caer en la boca del anciano.

El niño regresó con la porción, y cuando se acercó, y antes de que hubiera entrado, Serapión se recuperó de nuevo y dijo: "Has venido, hijo mío, y el presbítero no pudo venir; pero haz rápidamente lo que se te ordenó hacer, y así déjame partir". El niño remojó el bocado en agua y de inmediato lo dejó caer en la boca del anciano. Después de tragar un poco, expiró de inmediato.

¿No quedó este Serapión manifiestamente preservado? ¿No continuó en vida hasta que pudo ser absuelto, y hasta que a través de la limpieza de sus pecados pudiera ser reconocido por las muchas buenas acciones que había realizado?

III
Carta a Hierax, obispo de Leontópolis

¿Qué tiene de extraño que me resulte difícil comunicarme por carta con los que viven en regiones remotas, cuando me parece que ni siquiera razonar conmigo mismo y consultarme con mi propia alma es posible? En efecto, las comunicaciones epistolares son muy necesarias para mí con aquellos que son, por así decirlo, mis propias entrañas, mis más cercanos asociados y mis hermanos, que son uno en alma conmigo y también miembros de la misma Iglesia. Sin embargo, no hay ningún camino por el que pueda transmitir tales mensajes.

En verdad, sería más fácil para uno, no digo simplemente pasar más allá de los límites de la provincia, sino cruzar de este a oeste, que viajar de esta misma Alejandría a Alejandría. Porque el camino más central de esta ciudad es más vasto e intransitable incluso que ese extenso e inexplorado desierto que Israel sólo atravesó en dos generaciones; Y nuestros puertos, lisos y sin olas, se han convertido en una imagen de aquel mar por el que avanzaba el pueblo, cuando se dividía y se alzaba como una muralla a ambos lados, y en cuyo cauce se ahogaban los egipcios. Pues a menudo se han parecido al Mar Rojo, a consecuencia de la matanza perpetrada en ellos.

También el río que fluye junto a la ciudad ha parecido a veces más seco que el desierto sin agua, y más reseco que aquel desierto en el que Israel estuvo tan abrumado por la sed en su camino, que siguió clamando contra Moisés, y el agua se hizo fluir para ellos desde la roca escarpada por el poder de Aquel que es el único que hace cosas maravillosas. Y a veces, nuevamente, ha crecido en tal marea que ha inundado todo el país circundante, los caminos y los campos, como si amenazara con traer sobre nosotros una vez más aquel diluvio de aguas que ocurrió en los días de Noé.

Pero ahora el agua fluye siempre contaminada por la sangre, las matanzas y las luchas de los hombres que se ahogan, como en el pasado, cuando, por causa del faraón, Moisés la convirtió en sangre y la hizo pútrida. ¿Y qué otro líquido podría purificar el agua, que por sí misma purifica todas las cosas? ¿Cómo podría ese océano, tan vasto e intransitable para los hombres, aunque se derramara sobre él, purificar este mar amargo? ¿O cómo podría incluso ese gran río que fluye desde el Edén, aunque descargara los cuatro corazones en los que se divide en el único canal del Gihón, lavar estas contaminaciones? ¿O cuándo este aire, contaminado como está por exhalaciones nocivas que suben por todas partes, se volverá puro de nuevo?

En efecto, la tierra emite tantos vapores, el mar sopla con tanta fuerza, los ríos soplan con tanta fuerza y los puertos emiten tanta niebla, que podríamos pensar que el rocío se debe a los fluidos impuros de los cadáveres que se pudren en todos los elementos subyacentes. Con todo esto, los hombres se quedan asombrados y no saben de dónde vienen esas constantes pestes, o esas terribles enfermedades, o esas múltiples clases de enfermedades fatales, o esa destrucción tan grande y multiforme de vidas humanas, y por qué razón esta poderosa ciudad ya no alberga en su seno a un número tan grande de habitantes, desde los niños tiernos hasta los ancianos muy avanzados, como antes mantenía a los que llamaba ancianos sanos.

Y es que los que tenían entre 40 y 60 años eran mucho más numerosos entonces, y su escaso número no puede ser igualado ahora, ni siquiera cuando los que tienen entre 14 y 80 años se han sumado a la lista y registro de personas que reciben las asignaciones públicas de grano. Los que son más jóvenes en apariencia ahora son, por así decirlo, iguales en edad a los que antaño eran los más ancianos. Sin embargo, aunque así ven que la raza humana disminuye y se desgasta constantemente sobre la tierra, no sienten temor en medio de este creciente y progresivo consumo y aniquilamiento de su propio número.

IV
Carta a Domicio y Dídimo, obispos de Egipto

Sería una tarea superflua para mí nombrar por su nombre a nuestros amigos mártires, que son numerosos y al mismo tiempo desconocidos para vosotros. Sólo tened en cuenta que entre ellos se encuentran hombres y mujeres, tanto jóvenes como ancianos, tanto doncellas como matronas ancianas, tanto soldados como ciudadanos particulares, de todas las clases y de todas las edades, de los cuales algunos han sufrido azotes y fuego, y otros por la espada, y han obtenido la victoria y recibido sus coronas.

En el caso de otros, sin embargo, ni siquiera una vida muy larga ha resultado suficiente para asegurar su apariencia como hombres aceptables al Señor; de hecho, en mi propio caso también, ese tiempo suficiente no ha demostrado ser suficiente hasta el presente. Por eso, él me ha preservado para otro tiempo conveniente, del cual él mismo sabe, como dice: "En un tiempo aceptable te he escuchado, y en un día de salvación te he ayudado" (Is 49,8).

Pero como tú has estado indagando sobre lo que nos ha sucedido y deseas saber cómo nos ha ido, has recibido un informe completo de nuestra suerte: cómo cuando nosotros (es decir, Cayo, yo, Fausto, Pedro y Pablo) fuimos llevados como prisioneros por el centurión y los magistrados, y los soldados y otros asistentes que los acompañaban, vinieron sobre nosotros ciertos grupos de Mareotis, que nos arrastraron con ellos contra nuestra voluntad y, aunque no estábamos dispuestos a seguirlos, nos llevaron por la fuerza; y cómo Cayo, Pedro y yo hemos sido separados de nuestros otros hermanos, y encerrados solos en un lugar desierto y estéril en Libia, a una distancia de 3 días de viaje de Paraetonio.

Los presbíteros Máximo, Dióscoro, Demetrio y Lucio se escondieron en la ciudad y visitaron secretamente a los hermanos. Faustino y Aquila, que son personas de mayor prominencia en el mundo, están vagando por Egipto. Especifico también los diáconos que sobrevivieron a los que murieron en la enfermedad: Fausto, Eusebio y Queremón. De Eusebio hablo como uno a quien el Señor fortaleció desde el principio y calificó para la tarea de desempeñar enérgicamente los servicios debidos a los confesores que están en prisión, y de ejecutar el peligroso oficio de vestir y enterrar los cuerpos de esos perfectos y benditos mártires.

Hasta el día de hoy el gobernador no deja de ejecutar, de manera cruel, a algunos de los que son llevados ante él, mientras que a otros los agobia con torturas y a otros los consume con cárceles y cadenas, ordenando también que nadie se acerque a ellos y vigilando estrictamente para que nadie se acerque a ellos. Sin embargo, Dios imparte alivio a los oprimidos por la tierna bondad y la sinceridad de los hermanos.

V
Carta a Germano, obispo apóstata

Te aseguro delante de Dios, y él sabe que no miento, que no fue por mi propia voluntad, ni sin instrucción divina, que me puse en fuga. Pero en un período anterior, en verdad, cuando se determinó el edicto de persecución bajo Decio, Sabino en ese mismo momento envió a un tal Frumentario para que me buscara. Yo permanecí en la casa durante 4 días, esperando la llegada de este Frumentario. Pero él anduvo examinando todos los demás lugares, los caminos, los ríos, los campos, donde sospechaba que me escondería o iría. Y estaba herido por una especie de ceguera, y nunca se dio cuenta de la casa, porque nunca supuso que me quedaría en casa cuando me perseguían.

Entonces, apenas transcurridos 4 días, Dios me dio instrucciones para que me fuera y me abrió el camino de una manera que no esperaba, mis criados y yo, y un número considerable de los hermanos, logramos salir juntos. Y que esto fue obra de la providencia de Dios, quedó claro por lo que siguió: en lo cual también hemos sido quizás de algún servicio a ciertas partes.

Al ponerse el sol, los soldados me apresaron a mí y a los que estaban conmigo y nos llevaron a Taposiris. Pero, por la providencia de Dios, sucedió que Timoteo no estaba conmigo en ese momento, ni siquiera había sido aprehendido. Cuando llegó al lugar más tarde, encontró la casa desierta, los funcionarios la vigilaban y a nosotros nos habían llevado como esclavos.

¿Y cuál fue el modo en que la Providencia dispuso tan maravillosamente en su caso? De la siguiente manera, según te relato y fueron los hechos reales.

Cuando Timoteo huía muy perturbado, se encontró con un hombre del campo. Este hombre le preguntó el motivo de su prisa, y él le dijo la verdad claramente. Entonces el hombre (que se dirigía en ese momento a participar en ciertas festividades nupciales, pues es costumbre pasar toda la noche en tales reuniones), al enterarse de lo sucedido, siguió su camino hacia el lugar de la celebración y entró y contó las circunstancias a los que estaban sentados en la fiesta.

Con un solo impulso, como si hubiera sido por una consigna dada, todos se levantaron y vinieron todos a toda prisa y con la mayor rapidez. Se apresuraron a llegar hasta nosotros y lanzaron un grito; y como los soldados que nos custodiaban se dieron a la fuga de inmediato, se nos echaron encima, mientras estábamos tendidos sobre los lechos desnudos.

Por mi parte, como Dios sabe, al principio los tomé por ladrones que habían venido a saquearnos y robarnos, y permaneciendo sobre la cama en la que estaba acostado desnudo, salvo por mi ropa interior de lino, les ofrecí el resto de mi vestido que estaba a mi lado. Pero ellos me ordenaron que me levantara y me marchara lo más pronto posible. Entonces comprendí el propósito de su llegada y grité, les supliqué y les imploré que se fueran y nos dejaran en paz; y les rogué que, si querían hacernos algún bien, se anticiparan a los que me tenían cautiva y me cortaran la cabeza.

Mientras yo emitía tales vociferaciones, como saben mis compañeros y socios en todas estas cosas, comenzaron a levantarme por la fuerza. Yo me arrojé de espaldas al suelo, pero me agarraron de las manos y de los pies, me arrastraron y me sacaron. Y me siguieron los que habían sido testigos de todas estas cosas: Cayo, Fausto, Pedro y Pablo. Estos hombres también me tomaron y me sacaron apresuradamente de la pequeña ciudad, me montaron en un asno sin montura y de esa manera me llevaron.

Temo arriesgarme a ser acusado de gran necedad e insensatez, puesto como estoy en la necesidad de relatar la maravillosa dispensación de la providencia de Dios en nuestro caso. Sin embargo, como se dice, es bueno guardar en secreto el secreto de un rey, pero es honorable revelar las obras de Dios (Tb 12,7).

Yo me enfrenté a la violencia de Germano. Pero no fui solo a Emiliano, pues me acompañaban también mi co-presbítero Máximo, los diáconos Fausto, Eusebio y Queremón, y uno de los hermanos que había venido de Roma. Emiliano, entonces, me ordenó: "No celebres asambleas". Pero yo testifiqué abiertamente que adoraba al único Dios verdadero y a ningún otro, y que no podía cambiar de posición ni dejar de ser cristiano. Entonces nos ordenó que nos fuéramos a un pueblo cerca del desierto, llamado Cefro.

Escuchad también las palabras que ambos pronunciamos, tal como han quedado registradas.

Cuando Dionisio, Fausto, Máximo, Marcelo y Queremón fueron llevados ante el tribunal, el prefecto Emiliano dijo: "He razonado con vosotros, en verdad, con libertad de palabra, sobre la clemencia de nuestros soberanos, tal como ellos os han permitido experimentarla, pues os han dado poder para salvaros, si estáis dispuestos a volveros a lo que es conforme a la naturaleza, y a adorar a los dioses que también los mantienen en su reino, y a olvidar lo que es repugnante a la naturaleza. ¿Qué decís entonces a estas cosas? Porque de ninguna manera espero que seáis ingratos con ellos por su clemencia, ya que lo que realmente pretenden es llevaros a mejores caminos".

Dionisio respondió así: "No todos los hombres adoran a todos los dioses, sino que diferentes hombres adoran a diferentes objetos que suponen que son verdaderos dioses. Ahora adoramos al único Dios, que es el Creador de todas las cosas, y la misma Deidad que ha confiado la soberanía en las manos de sus majestades más sagradas Valeriano y Galieno. A él reverenciamos y adoramos; y a él oramos continuamente por el reino de estos príncipes, para que permanezca inquebrantable".

Emiliano, como prefecto, les dijo: "Pero ¿quién os impide adorar también a este dios, si en verdad es un dios, junto con los que son dioses por naturaleza? Porque se os ha ordenado adorar a los dioses, y a aquellos dioses que todos conocen como tales".

Dionisio respondió: "No adoramos a ningún otro".

Emiliano, como prefecto, les dijo: "Veo que sois a la vez ingratos e insensibles a la clemencia de nuestros príncipes. Por lo tanto, no permaneceréis en esta ciudad, sino que seréis enviados a las partes de Libia, y os estableceréis en un lugar llamado Cefro: porque de este lugar he elegido de acuerdo con el mandato de nuestros príncipes. No os será lícito, ni a vosotros ni a ningún otro, celebrar asambleas ni entrar en los lugares llamados cementerios. Y si se ve a alguien que no se ha presentado en el lugar a donde le he ordenado que se reúna, o si se le descubre en alguna asamblea, se preparará para el peligro, pues el castigo requerido no faltará. Id, pues, al lugar a donde se os ha ordenado que vayáis".

Así que nos obligó a marcharnos, no nos concedió la demora ni siquiera de un día, y eso que yo estaba enfermo. ¿Qué oportunidad tenía, entonces, para pensar en celebrar asambleas o en no celebrarlas?

No nos apartamos de la reunión visible de nosotros mismos, con la presencia del Señor. Pero a los que estaban en la ciudad los concentré con mayor celo, como si estuviera presente con ellos, pues estaba ausente en el cuerpo, como dije, pero presente en el espíritu.

En Cefro, una iglesia considerable residía con nosotros, compuesta en parte por los hermanos que nos siguieron desde la ciudad, y en parte por los que se unieron a nosotros desde Egipto. Allí, también, Dios nos abrió una puerta para la palabra. Al principio fuimos perseguidos y apedreados, pero después de un tiempo algunos de los paganos abandonaron sus ídolos y se convirtieron a Dios. Porque por medio nuestro la palabra fue sembrada entre ellos por primera vez, y antes de eso nunca la habían recibido. Como para mostrar que este había sido el propósito mismo de Dios al conducirnos a ellos, cuando hubimos cumplido este ministerio, él nos llevó de nuevo.

Emiliano quería llevarnos a zonas más agrestes y más parecidas a las de Libia, y dio órdenes de que todos los que se encontraban en todas direcciones se dirigieran al territorio mareótico, y asignó aldeas a cada grupo en todo el país. También dio instrucciones de que nos situaran especialmente junto a la vía pública, para que fuéramos también los primeros en ser aprehendidos, pues evidentemente había hecho sus planes y preparativos con vistas a capturarnos a todos fácilmente cuando se le ocurriera hacerlo.

Cuando recibí la orden de partir hacia Cefro, no tenía ni idea de la situación del lugar y apenas había oído su nombre antes; sin embargo, a pesar de todo, me fui con valor y calma. Pero cuando me dijeron que tenía que trasladarme a las partes de Colluthion, los presentes saben cómo me sentí, porque aquí seré mi propio acusador. Al principio, en verdad, me sentí muy molesto y me sentí muy mal; porque aunque estos lugares resultaron ser más conocidos y familiares para nosotros, sin embargo, la gente declaró que la región estaba desprovista de hermanos, e incluso de hombres de carácter, y expuesta a las molestias de los viajeros y a las incursiones de los ladrones . Sin embargo, encontré consuelo cuando los hermanos me recordaron que estaba más cerca de la ciudad.

Cefro nos trajo un gran intercambio con hermanos de todo tipo que vinieron de Egipto, de modo que pudimos celebrar nuestras asambleas sagradas en una escala más amplia. Por otro lado, como la ciudad estaba más cerca, podíamos disfrutar con más frecuencia de la vista de aquellos que eran los realmente amados, y en relación más cercana con nosotros, y los más queridos para nosotros, porque ellos vendrían y descansarían entre nosotros. Como en los suburbios más remotos, allí podían haber reuniones distintas y especiales. Y así resultó.

Germano, tú te jactas de muchas profesiones de fe, y hasta eres capaz de hablar de muchas cosas adversas que te sucedieron. Pero ¿puedes enumerar en tu propio caso tantas sentencias condenatorias como podemos enumerar en el nuestro, y tantas confiscaciones, proscripciones, despojos de bienes, pérdidas de dignidades, desprecios de los honores mundanos, menosprecios de las alabanzas de los gobernadores y consejeros, sujeciones pacientes a las amenazas de los adversarios, a los gritos, peligros y persecuciones, y una vida errante, y la presión de las dificultades y toda clase de problemas, como los que me sucedieron en el tiempo de Decio y Sabino, y también los que he estado sufriendo bajo la severidad actual de Emiliano?

Además, ¿en qué parte del mundo apareciste, Germano? ¿Y qué mención se hace de ti? Yo me aparto de la enorme locura en la que Dios me dejó caer por tu culpa, y me abstengo de dar a los hermanos, que ya tienen pleno conocimiento de estas cosas, un relato particular y detallado de todo lo sucedido.

VI
Carta a Hermammón, obispo cismático

Galo no comprendió la maldad de Decio ni se percató de lo que había provocado su ruina, sino que tropezó con la misma piedra que yacía ante sus ojos, pues cuando su reino estaba en una posición próspera y cuando las cosas se desarrollaban según sus deseos, oprimió a los santos hombres que intercedían ante Dios en favor de su paz y su bienestar. Y en consecuencia, al perseguirlos, persiguió también las oraciones ofrecidas en su propio favor.

A Juan se le revela algo similar: "Se le dio una boca que hablaba grandes cosas y blasfemias, y se le dio poder durante cuarenta y dos meses". En el caso de Valeriano, hay que admirarse de ambas cosas, y sobre todo hay que considerar cuán diferente era su situación antes de estos acontecimientos, cuán apacible y bien dispuesto era hacia los hombres de Dios.

Entre los emperadores que le precedieron, no hubo ninguno que mostrara una disposición tan amable y favorable hacia ellos como él; incluso aquellos que se decía que se habían convertido abiertamente al cristianismo no los recibieron con esa extrema amabilidad y gracia con la que él los recibió al principio de su reinado; y toda su casa estaba entonces llena de piadosos, y era en sí misma una verdadera Iglesia de Dios.

Pero el maestro y presidente de los magos de Egipto lo persuadió a abandonar ese camino, instándolo a matar y perseguir a aquellos hombres puros y santos como adversarios y obstáculos a sus malditos y abominables encantamientos. Porque, en verdad, hay y hubo hombres que, con su simple presencia, y simplemente mostrándose, y simplemente respirando y pronunciando algunas palabras, han sido capaces de disipar los artificios de los malvados demonios. Pero él le metió en la mente practicar los ritos impuros de la iniciación, y los detestables malabarismos, y los sacrificios execrables, y matar a niños miserables, y hacer oblaciones de los hijos de padres infelices, y dividir las entrañas de los recién nacidos, y mutilar y cortar en pedazos a las criaturas creadas por Dios, como si por esos medios pudieran alcanzar la bienaventuranza.

Espléndidas fueron, pues, las ofrendas de gratitud que Macriano les ofreció por el imperio que era objeto de sus esperanzas, pues, aunque antes se le consideraba el fiel tesorero público del soberano, no se preocupaba por nada que fuera razonable en sí mismo o que condujera al bien público, sino que se sometió a esa maldición de la profecía que dice: ¡Ay de aquellos que profetizan de su propio corazón y no ven el bien público! Porque no discernió la providencia que regula todas las cosas ni pensó en el juicio de Aquel que está antes de todo, por todo y sobre todo. Por lo que también se convirtió en enemigo de su Iglesia Católica y, además, se alejó y se alejó de la misericordia de Dios y huyó a la mayor distancia posible de su salvación. Y en esto, de hecho, demostró la realidad del significado peculiar de su nombre.

Valeriano fue instigado a estos actos por este hombre, y por ello quedó expuesto a la contumelia y al oprobio, según la palabra que el Señor dijo a Isaías: "Si ellos han elegido sus propios caminos y sus propias abominaciones en las que se deleitaron sus almas, yo también elegiré sus burlas y pagaré su pecado".

Por su parte Macriano, enloquecido por su pasión por el Imperio, del cual no era digno, y al mismo tiempo sin capacidad para asumir las insignias del gobierno imperial a causa de su cuerpo lisiado, presentó a sus dos hijos como portadores, por así decirlo, de las ofensas de su padre. Porque inequívocamente evidente en su caso era la verdad de aquella declaración hecha por Dios, cuando dijo: "Castigo las iniquidades de los padres sobre los hijos, hasta la tercera y cuarta generación de los que me odian". Porque Macriano amontonó sus propias pasiones malvadas, para las cuales no había podido obtener satisfacción, sobre las cabezas de sus hijos y así borró sobre ellos su propia maldad y les transfirió también el odio que él mismo había mostrado hacia Dios.

Aquel hombre, después de haber traicionado a uno y de haber hecho la guerra al otro de los emperadores que le precedieron, pereció rápidamente, con toda su familia, raíz y rama. Y Galieno fue proclamado y reconocido por todos.

Galieno era a la vez un emperador antiguo y uno nuevo, porque era anterior a ellos, y también los sobrevivió. En este sentido, en efecto, se dice por el Señor a Isaías: "He aquí que las cosas que eran desde el principio han sucedido, y hay cosas nuevas que ahora surgirán". Pues como una nube que intercepta los rayos del sol y lo ensombrece por un momento, lo oscurece y aparece en su lugar, pero de nuevo, cuando la nube ha pasado o se ha derretido, el sol, que había salido antes, vuelve a aparecer y se muestra, así Macriano se adelantó y logró acceso incluso al mismo imperio de Galieno ahora establecido. Pero ahora ya no es eso, porque en realidad nunca lo fue, mientras que este otro Galieno es exactamente lo que era. Y su Imperio, como si hubiera dejado atrás la vejez y se hubiera purgado de la maldad que lo acompañaba, se encuentra en la actualidad en una condición más vigorosa y floreciente, y ahora se lo ve y se lo oye a mayores distancias, y se extiende en todas direcciones.

He repasado los días de los años imperiales porque veo que aquellos hombres más impíos, cuyos nombres pudieron haber sido antaño tan famosos, en poco tiempo se han vuelto anónimos. Pero nuestro príncipe más piadoso y piadoso ha pasado su septenario y ahora está en su 9º año, en el que vamos a celebrar la fiesta.

VII
Carta a Novaciano, obispo herético

Dionisio a su hermano Novaciano, saludos. Si, como dices, te han llevado contra tu voluntad, demostrarás que así ha sido con tu retiro voluntario. Porque hubiera sido un deber haber sufrido cualquier tipo de mal para evitar la división de la Iglesia de Dios. Y un martirio soportado con el fin de evitar una división de la Iglesia no hubiera sido más ignominioso que uno soportado por negarse a adorar a los ídolos. Más aún, en mi opinión, el primero hubiera sido algo más noble que el segundo. Porque en un caso, una persona da tal testimonio simplemente para su propia alma individual, mientras que en el otro caso es un testigo para toda la Iglesia.

No desgarres más a la Iglesia, ni arrastres a más hermanos a la impiedad y a las blasfemias, difundiendo en el mundo una doctrina muy impía acerca de Dios, y muchas calumnias a nuestro misericordiosísimo Señor Jesucristo, como si fuera inmisericorde. No consideres inútil el lavacro sagrado, y lo rechaces, y anules la fe y la confesión que se anteponen al bautismo, alejando por completo de ellos al Espíritu Santo, por si subsiste alguna esperanza de que él permanezca en ellos o de que regrese a ellos.

Si puedes persuadir o constreñir a los hermanos a volver a ser de un solo pensamiento, tu rectitud será superior a tu error; y este último no se te imputará, mientras que el primero será alabado en ti. Pero si no puedes prevalecer hasta ese punto con tus hermanos recusantes, procura salvar tu propia alma. Mi deseo es que en el Señor te vaya bien mientras estudias la paz.

VIII
Carta a Sabelio, presbítero herético

No deben ser considerados piadosos quienes sostienen que la materia es inengendrada, mientras que admiten, en efecto, que está bajo la mano de Dios en lo que se refiere a su ordenación y regulación; pues admiten que, siendo naturalmente pasiva y maleable, cede fácilmente a las alteraciones que Dios le imprime. Pero a ellos les corresponde mostrarnos claramente cómo es posible predicar que lo semejante y lo desemejante subsisten juntos en Dios y en la materia. Pues se hace necesario pensar que uno es superior a otro, y esto es algo que no se puede sostener legítimamente con respecto a Dios. Pues si existe este defecto de generación que se dice que es lo similar en ambos, y si existe este punto de diferencia que se concibe además en los dos, ¿de dónde ha surgido esto en ellos?

Si, en efecto, Dios es lo inengendrado, y si este defecto de generación es, por así decirlo, su misma esencia, entonces la materia no puede ser inengendrada, pues Dios y la materia no son uno y lo mismo. Pero si cada uno de ellos subsiste propiamente e independientemente, es decir, Dios y la materia, y si el defecto de la generación también pertenece a ambos, entonces es evidente que hay algo diferente de cada uno, y más antiguo y superior que ambos.

Pero la diferencia de sus constituciones contrastantes subvierte completamente la idea de que estos pueden subsistir juntos en igualdad, y más aún, que uno de los dos (es decir, la materia) puede subsistir por sí mismo. Porque entonces tendrían que proporcionar una explicación del hecho de que, aunque se supone que ambos son inengendrados, Dios es, sin embargo, impasible, inmutable, imperturbable y enérgico; mientras que la materia es lo opuesto, impresionable, mutable, variable y alterable.

Y ahora, ¿cómo pueden coexistir y unirse armoniosamente estas propiedades? ¿Es que Dios se ha adaptado a la naturaleza de la materia y, por lo tanto, la ha elaborado hábilmente? Pero sería absurdo suponer que Dios trabaja en oro, como los hombres suelen hacerlo, o talla o pule la piedra, o pone su mano en cualquiera de las otras artes por las cuales diferentes clases de materia se hacen capaces de recibir forma y figura.

Pero si, por otro lado, Dios ha modelado la materia según su propia voluntad, y según los dictados de su propia sabiduría, imprimiendo sobre ella las ricas y múltiples formas producidas por su propia operación, entonces esta explicación nuestra es buena y verdadera, y aún más, establece la posición de que el Dios no engendrado es la hipóstasis (la vida y el fundamento) de todas las cosas en el universo. Porque con este hecho del defecto de la generación se une el modo propio de su ser.

Mucho, en verdad, podría decirse para refutar a estos maestros, pero eso no es lo que tenemos ante nosotros en este momento. Y si se los pone al lado de los politeístas más impíos, estos parecerán más piadosos en su discurso.

IX
Carta a los
fieles de Alejandría

A los demás no les parece que la situación actual sea un momento propicio para la fiesta, y, ciertamente, para ellos no es éste un tiempo festivo, ni tampoco lo es ningún otro. Y esto no lo digo sólo en relación con las ocasiones manifiestamente tristes, sino también con todas las ocasiones que la gente pueda considerar como las más alegres. Ahora, ciertamente, todo se ha convertido en luto, y todos los hombres están tristes, y los lamentos resuenan en la ciudad a causa de la multitud de muertos y de los que mueren día tras día. Porque, como está escrito en el caso de los primogénitos de los egipcios, también ahora se ha levantado un gran clamor, pues no hay casa en la que no haya un muerto. ¡Y ojalá esto fuera todo!

Es cierto que antes de esto nos han sobrevenido muchas calamidades terribles. Primero nos expulsaron, y aunque estábamos completamente solos, perseguidos por todos y a punto de ser asesinados, celebramos nuestra fiesta, incluso en ese momento. Y todo lugar que había sido escenario de alguno de los sucesivos sufrimientos que nos sobrevinieron a cualquiera de nosotros, se convirtió en sede de nuestras solemnes asambleas: el campo, el desierto, el barco, la posada, la prisión, todos por igual. Sin embargo, la fiesta más alegre de todas ha sido celebrada por aquellos mártires perfectos que se han sentado a la fiesta en el cielo.

Después de estas cosas, la guerra y el hambre nos sorprendieron. Estas fueron calamidades que, en verdad, nos quemaron con los paganos. Pero también tuvimos que soportar solos los males con los que nos ultrajaron, y al mismo tiempo tuvimos que soportar nuestra parte en las cosas que se hicieron o sufrieron a manos de los demás. Mientras tanto, nuevamente nos regocijamos profundamente en aquella paz de Cristo que él nos impartió sólo a nosotros.

Después de que nosotros y ellos hubiéramos disfrutado juntos de un breve período de descanso, esta peste nos atacó de nuevo; una calamidad verdaderamente más terrible para ellos que todos los demás objetos de terror y más intolerable que cualquier otra clase de problema; y una desgracia que, como declara un escritor de ellos, es la única que prevalece sobre toda esperanza. Para nosotros, sin embargo, no fue así; pero en no menor medida que otros males resultó ser un instrumento para nuestra educación y prueba. Porque de ninguna manera se mantuvo alejada de nosotros, aunque se extendió con mayor violencia entre los paganos.

Ciertamente, muchos de nuestros hermanos, mientras que en su gran amor y bondad fraternal no se ahorraban a sí mismos, sino que se mantenían unidos, visitaban a los enfermos sin pensar en su propio peligro, los atendían asiduamente y los curaban para su curación en Cristo, murieron de vez en cuando con la mayor alegría junto con ellos, cargándose con los dolores derivados de otros, y atrayendo sobre sí las enfermedades de sus vecinos, y voluntariamente asumiendo sobre sí mismos la carga de los sufrimientos de los que los rodeaban. Y muchos que habían curado así a otros de sus enfermedades y les habían devuelto la fuerza, murieron ellos mismos, habiendo transferido a sus propios cuerpos la muerte que pesaba sobre ellos.

Dice el dicho común que "lo que de otro modo parece ser tan sólo una forma cortés de dirigirse a ti, es en realidad una forma directa de aludir a tu propia sentencia", sobre todo si eres la escoria de quien te lo dice. Sí, los mejores de nuestros hermanos han partido de esta vida de esta manera, incluyendo algunos presbíteros, algunos diáconos, y algunos que en el pueblo gozaban de la más alta reputación, de modo que esta misma forma de muerte, en virtud de la distinguida piedad y la fe firme que se exhibieron en ella, parecía no ser en nada inferior al martirio mismo.

Tomaron los cuerpos de los santos sobre sus manos y sobre sus pechos, les cerraron los ojos y la boca, los llevaron en compañía, los acostaron con decoro, los abrazaron, los lavaron y los vistieron con ropas, y poco después se les hizo el mismo servicio, como los que habían sobrevivido a los que habían partido antes.

Pero entre los paganos todo era exactamente al revés, pues rechazaban a todo el que se enfermaba y se mantenían alejados incluso de sus amigos más queridos, y arrojaban a los enfermos medio muertos a los caminos públicos, los dejaban sin enterrar y los trataban con absoluto desprecio cuando morían, evitando constantemente cualquier tipo de comunicación y trato con la muerte, de la que, sin embargo, no les fue fácil escapar del todo, a pesar de las muchas precauciones que emplearon.

X
Carta a Filemón, presbítero de Roma

Hubo un tiempo en que me dediqué a leer los libros y a estudiar con atención las tradiciones de los herejes, hasta el punto de corromper mi alma con sus execrables opiniones. Sin embargo, recibí de ellos esta ventaja: que podía refutarlos con sus propios argumentos, sobre todo cuando empecé a detestarlos de corazón. Cuando un hermano de la orden de los presbíteros trató de disuadirme, y temió que me envolviera en la misma inmundicia perversa (porque decía que mi mente se contaminaría, incluso con la verdad, como yo mismo percibía), fui fortalecido por una visión que me fue enviada de Dios.

En esa visión la palabra de Dios fue dirigida a mí, y me ordenó expresamente diciendo: "Lee todo lo que llegue a tus manos, porque eres apto para hacerlo, quien corrige y prueba a cada uno; y de ellos a ti en primer lugar se te ha aparecido la causa y la ocasión de creer". Recibí esta visión como lo que estaba de acuerdo con la palabra apostólica, que así insta a todos los que están dotados de mayor virtud a ser hábiles cambistas de dinero. Esta regla y forma la he recibido de nuestro bienaventurado padre Heraclio. 

Para vosotros, que vinisteis de herejías, aunque os hubieseis alejado de la Iglesia, mucho mejor si no se hubiesen alejado, pero cuando se os vio frecuentar las asambleas de los fieles, se os acusó de ir a escuchar a los maestros de doctrina perversa, y se os expulsó de la Iglesia, no os admitió después de muchas oraciones, antes de que hubiesen narrado abierta y públicamente todo lo que habían oído de sus adversarios. Entonces los recibió largamente en las asambleas de los fieles, sin pedirles de ninguna manera que recibiesen de nuevo el bautismo, porque ya habían recibido previamente el Espíritu Santo de ese mismo bautismo.

Además, aprendí que esta costumbre no se ha introducido ahora sólo entre los africanos, sino que, además, mucho antes, en los tiempos de los obispos anteriores, entre las iglesias más populosas, y que cuando se celebraban los sínodos de los hermanos de Iconio y Sinades, también agradaba a la mayor cantidad posible de personas, yo no estaría dispuesto a revocar sus juicios, para arrojarlos a disputas y contiendas. Porque está escrito: No moverás el lindero de tu prójimo, que tus padres pusieron (Dt 19,14).

XI
Carta a Cornelio I, obispo de Roma

Después de recibir su Epístola contra Novaciano he sido invitado por Heleno, obispo en Tarso de Cilicia, y por los otros que estaban con él (es decir, Firmiliano, obispo en Capadocia, y Teoctisto en Palestina) a reunirme con ellos en el Concilio de Antioquía, donde ciertas personas están tratando de establecer el cisma de Novato. Se me ha informado que Fabio ha muerto, y que Demetriano ha sido designado su sucesor en el obispado de la iglesia de Antioquía. En cuanto al obispo de Jerusalén, el bienaventurado Alejandro, habiendo sido arrojado a la cárcel, ha ido a su descanso en la bienaventuranza.

XII
Carta a Esteban I, obispo de Roma

Ten presente, hermano, que todas las iglesias que se encuentran en Oriente y en los distritos más remotos, que antes estaban divididas, ahora se han vuelto a unir. Y que todos los que están a la cabeza de las iglesias en todas partes tienen un mismo sentir, y se alegran enormemente por la paz que se ha restablecido más allá de toda expectativa.

Puedo mencionar a Demetriano en Antioquía, a Teoctisto en Cesarea, a Mazabanes en Aelia (el sucesor del difunto Alejandro), a Marino en Tiro, a Heliodoro en Laodicea (el sucesor del difunto Telimidas), a Heleno en Tarso, y con él todas las iglesias de Cilicia; y a Firmiliano y toda Capadocia.

He nombrado sólo a los obispos más ilustres, para no hacer mi epístola demasiado larga ni hacer mi discurso demasiado pesado para ti. Pero todos los demás distritos de Siria, y de Arabia (a los cuales de tiempo en tiempo habéis estado enviando suministros y cartas), y de Mesopotamia, y del Ponto, y de Siria, y todos los partidos que están en todas partes, se están regocijando por la unanimidad y el amor fraternal ahora establecidos, y están glorificando a Dios por ello.

XIII
Carta a Sixto I, obispo de Roma

Esteban ha escrito cartas sobre Helano y Firmiliano, y sobre todos los que estaban establecidos en Cilicia y Capadocia, y en todas las provincias vecinas, haciéndoles entender que por esa misma razón él se aparta de su comunión, porque rebautizaban a los herejes. En los concilios más importantes de los obispos, según tengo entendido, se ha decretado que quienes provienen de la herejía deben primero ser instruidos en la doctrina católica, y luego deben ser limpiados por el bautismo de la inmundicia de la levadura vieja e impura. Pidiéndole y llamándolo para que testificara sobre todos estos asuntos, envié cartas.

Además, a nuestros amados co-presbíteros Dionisio y Filemón, quienes antes estaban de acuerdo con Esteban y me habían escrito sobre los mismos asuntos, les escribí anteriormente en pocas palabras, y ahora les he vuelto a escribir más extensamente.

A causa de la doctrina que recientemente se ha difundido en Tolemaida, la ciudad de la Pentápolis está llena de blasfemias contra Dios Todopoderoso y Padre de nuestro Señor Jesucristo, llena de incredulidad y perfidia hacia su Hijo unigénito y primogénito de toda criatura (el Verbo hecho hombre) y quita la percepción del Espíritu Santo. Las dos cartas que han difundido tales perversas doctrinas me fueron traídas, y los hermanos las están refutando, exponiendo más claramente todo por el don de Dios. Yo escribí también varias cartas, cuyas copias te he enviado.

XIV
Carta a Sixto II, obispo de Roma

En verdad, hermano, necesito tu consejo y tu juicio, para que no me equivoque en lo que me sucede. Uno de los hermanos que se reúnen en la Iglesia, que desde hace algún tiempo se ha considerado creyente, y que antes de mi ordenación (y si no me equivoco, incluso antes del episcopado del mismo Heraclas) había participado en la asamblea de los fieles, cuando había participado en el bautismo de los que habían sido bautizados recientemente y había escuchado los interrogatorios y sus respuestas, vino a mí llorando y lamentando su suerte.

Arrojándose a mis pies, comenzó a confesar y a protestar que este bautismo por el que había sido iniciado entre los herejes no era de esta clase, ni tenía nada en común con este nuestro, porque estaba lleno de blasfemia e impiedad. Dijo que su alma estaba traspasada por un sentimiento muy amargo de dolor, y que ni siquiera se atrevía a levantar los ojos a Dios, porque había sido iniciado por esas palabras y cosas malvadas. Por lo que suplicó que, por medio de esta fuente purísima, pudiera ser dotado de adopción y gracia.

Yo, en verdad, no me he atrevido a hacer esto, pero le he dicho que el largo curso de la comunión había sido suficiente para esto. Porque no me atrevería a renovar de nuevo, después de todo, a alguien que había oído la acción de gracias, y que había respondido con otros Amén; que había estado en la mesa santa, y había extendido sus manos para recibir el alimento bendito, y lo había recibido, y durante mucho tiempo había sido participante del cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo.

De ahí en adelante le pedí que tuviera buen ánimo y se acercara a los elementos sagrados con una fe firme y una buena conciencia, y se hiciera participante de ellos. Pero él no deja de llorar, y se acobarda de acercarse a la mesa; y apenas, cuando se le ruega, puede soportar estar presente en las oraciones.

XV
Carta a Dionisio I, obispo de Roma

Ciertamente no hubo un tiempo en que Dios no fuera el Padre. Ni tampoco, en efecto, como si no hubiera producido estas cosas, Dios engendró después al Hijo, sino porque el Hijo tiene existencia no por sí mismo, sino por el Padre. Siendo el resplandor de la luz eterna, él mismo es también absolutamente eterno. Pues, puesto que la luz existe siempre, es manifiesto que también existe su resplandor, porque la luz se percibe que existe por el hecho de que brilla, y es imposible que la luz no brille.

Volvamos a los ejemplos. Si el sol existe, también hay día. Si nada de esto es manifiesto, es imposible que el sol esté allí. Si el sol fuera eterno, el día nunca terminaría. Pero como éste no es el caso, el día comienza con el comienzo del sol, y termina con su fin. En lo que respecta a Dios, él es la luz eterna, que no ha tenido principio ni nunca se apagará. Por eso el resplandor eterno brilla delante de él y coexiste con él, en que, existiendo sin principio y siempre engendrado, siempre brilla delante de él; y él es aquella sabiduría que dice: Yo era aquello en lo que él se deleitaba, y yo era su deleite todos los días ante su rostro en todo momento.

Por tanto, puesto que el Padre es eterno, también el Hijo es eterno, y luz de luz. Porque donde está el engendrador, allí está también la prole. Y si no hay prole, ¿cómo y de qué puede ser engendrador? Pero ambos lo son y lo son siempre. Así pues, puesto que Dios es la luz, Cristo es el resplandor. Y puesto que es Espíritu  (pues dice que Dios es Espíritu), con razón se le llama a Cristo también aliento, pues dice que es el aliento del poder de Dios. Además, sólo el Hijo, coexistiendo siempre con el Padre y lleno de Aquel que es, él mismo también es, puesto que es del Padre.

Cuando te hablé de las cosas creadas, y de ciertas obras que deben considerarse, me apresuré a presentar ejemplos de tales cosas, como si no fuera apropiado, cuando dije que ni la planta es lo mismo que el labrador, ni la embarcación lo mismo que el constructor de embarcaciones. Pero luego me detuve más bien en cosas adecuadas y más adecuadas a la naturaleza de la cosa, y expuse con muchas palabras, mediante diversos argumentos cuidadosamente considerados, qué cosas eran más verdaderas.

En estas cosas también he demostrado la falsedad de la acusación que me hacen: que no sostengo que Cristo sea consustancial con Dios. Porque aunque digo que nunca he encontrado ni leído esta palabra en las Sagradas Escrituras, sin embargo otros razonamientos, que inmediatamente añadí, en nada se oponen a esta opinión, porque presenté como ejemplo la descendencia humana, que seguramente es de la misma clase que el engendrador. Dije también que los padres se distinguen absolutamente de sus hijos por el solo hecho de que ellos mismos no son sus hijos, o que seguramente sería una cuestión de necesidad que no hubiera padres ni hijos.

Pero, como dije antes, no tengo la carta en mi poder, debido al estado actual de las cosas; de lo contrario, te habría enviado exactamente las palabras que escribí entonces. Si encuentro una copia de la carta completa, te la enviaré si en algún momento tengo la oportunidad.

Recuerdo, además, que añadí muchas similitudes de cosas afines entre sí. Porque dije que la planta, ya sea que crezca de semilla o de una raíz, es diferente de aquello de lo que brotó, aunque sea absolutamente de la misma naturaleza; y similarmente, que un río que fluye de un manantial tiene otra forma y nombre; porque ni el manantial se llama río, ni el río manantial, sino que son dos cosas, y que el manantial en realidad es, por así decirlo, el padre, mientras que el río es el agua del manantial.

Pero mis adversarios fingen no ver estas cosas y otras semejantes a las que están escritas, como si fueran ciegos; antes bien, se esfuerzan en asaltarme desde lejos con expresiones usadas demasiado descuidadamente, como si fueran piedras, sin observar que en cosas que ellos ignoran, y que requieren interpretación para ser entendidas, ilustraciones que no sólo son remotas, sino incluso contrarias, a menudo arrojarán luz.

Se ha dicho antes que Dios es la fuente de todos los bienes, pero el Hijo fue llamado el río que fluye de él, porque la palabra es una emanación de la mente y, para hablar a la manera humana, sale del corazón por la boca. Pero la mente que sale por la lengua es distinta de la palabra que está en el corazón, pues esta última, después de haber emitido la primera, permanece y es lo que era antes; pero la mente emitida se aleja y es llevada por todas partes, y así cada uno está en el otro aunque uno provenga del otro, y son uno aunque sean dos. Y es así como se dice que el Padre y el Hijo son uno y están el uno en el otro.

Los haines individuales que pronuncié no pueden separarse ni separarse entre sí. Hablé del Padre y antes de mencionar al Hijo ya lo signifiqué en el Padre. Añadí el Hijo; y el Padre, aunque antes no lo había nombrado, ya había sido absolutamente comprendido en el Hijo. Añadí el Espíritu Santo; pero, al mismo tiempo, transmití bajo el nombre de dónde y por quién procedió.

Pero mis adversarios ignoran que ni el Padre, en cuanto Padre, puede separarse del Hijo, porque ese nombre es el fundamento evidente de la coherencia y conjunción; ni el Hijo puede separarse del Padre, porque esta palabra Padre indica asociación entre ellos. Además, hay un Espíritu evidente que no puede separarse de Aquel que envía, ni de Aquel que lo trae. ¿Cómo, entonces, yo, que uso tales nombres, puedo pensar que estos están absolutamente divididos y separados el uno del otro? De esta manera, en efecto, ampliamos la Unidad indivisible en una Trinidad, y nuevamente contraemos la Trinidad, que no puede ser disminuida, en una Unidad.

Si alguien, por haber dicho que Dios es el Creador y Creador de todas las cosas, piensa que he dicho que también es Creador de Cristo, observe que primero lo llamé Padre, con esta palabra también se expresa al mismo tiempo el Hijo. Porque después de haber llamado al Padre Creador, añadí: Tampoco es Padre de aquellas cosas de las que es Creador, si se entiende propiamente Padre al que engendró (pues más adelante consideraremos la amplitud de esta palabra Padre). Tampoco es padre el Creador, si sólo se llama Creador al que redactó. Pues entre los griegos se dice que los sabios son los creadores de sus libros. El apóstol también dice de él ser "hacedor de la ley". Además, de las cosas del corazón, de las cuales son virtud y vicio , los hombres son llamados hacedores; de esta manera dijo Dios: Yo esperaba que hiciera juicio, pero hizo iniquidad.

No debe censurarse esta afirmación, pues Pablo usó el nombre de hacedor a causa de la carne que había asumido el Verbo, y que ciertamente fue hecha. Pero si alguien sospechara que esto se dijo del Verbo, también esto se debía escuchar sin controversia. Porque, como no creo que el Verbo haya sido algo hecho, tampoco digo que Dios fue su Hacedor, sino su Padre. Sin embargo, si alguna vez, hablando del Hijo, hubiera dicho casualmente que Dios era su Hacedor, incluso esta manera de hablar no estaría sin defensa. Porque los sabios entre los griegos se llaman a sí mismos hacedores de sus libros, aunque ellos mismos son padres de sus libros. Además, la divina Escritura nos llama hacedores de aquellos movimientos que proceden del corazón, cuando nos llama hacedores de la ley del juicio y de la justicia.

"En el principio era el Verbo", nos dice Juan. Pero no fue el Verbo el que produjo el Verbo, pues el Verbo estaba con Dios. El Señor es sabiduría; por tanto, no fue la sabiduría la que produjo la sabiduría, pues yo era quien decía en qué se deleitaba. Cristo es la verdad; pero bendito, dice, es el Dios de la verdad.

La vida es engendrada por la vida, de la misma manera que el río brota de la fuente y la luz brillante se enciende de la luz inextinguible. Así como nuestra mente emite de sí misma una palabra, como dice el profeta: "Mi corazón ha proferido una buena palabra", y cada una de las dos es distinta la una de la otra, y mantiene un lugar peculiar, y una que se distingue de la otra; porque la primera, en verdad, permanece y se agita en el corazón, mientras que la segunda tiene su lugar en la lengua y en la boca. Y sin embargo, no están separadas una de la otra, ni privadas la una de la otra; ni la mente está sin la palabra, ni la palabra está sin la mente; sino que la mente hace la palabra y aparece en la palabra, y la palabra exhibe la mente en la que fue hecha.

La mente, en verdad, es, por así decirlo, la palabra inmanente, mientras que la palabra es la mente que surge. La mente pasa a la palabra, y la palabra transmite la mente a los oyentes circundantes; y así, por medio de la palabra, la mente toma su lugar en las almas de los oyentes, entrando en ellas al mismo tiempo que la palabra. En efecto, la mente es, por así decirlo, el padre de la palabra, existiendo en sí misma; pero la palabra es como el hijo de la mente , y no puede ser hecha antes de ella ni sin ella, sino que existe con ella, de donde ha tomado su semilla y origen. De la misma manera, también, el Padre todopoderoso y la Mente universal tienen antes de todas las cosas al Hijo, la Palabra y el discurso, como intérprete y mensajero de sí mismo.

Si por el hecho de ser tres hipóstasis, mis adversarios me achacan que están divididas, yo les digo: Son tres, les guste a mis adversarios o no, o bien que se deshagan totalmente de la divina Trinidad. Porque por esto, después de la Unidad divina, está también la divinísima Trinidad.

De acuerdo con todas estas cosas, y habiendo recibido la forma y la regla de los ancianos que vivieron antes de nosotros, también yo, con una voz de acuerdo con los míos, me rindo en homenaje a ti y a la carta que ahora estás escribiendo. A Dios Padre, y a su Hijo nuestro Señor Jesucristo, con el Espíritu Santo, sea gloria e imperio por los siglos de los siglos. Amén.