2 de Julio

Francisco de Regis

José A. Mateo
Mercabá, 2 julio 2024

         Nació en 1597 en Foncouverte (Narbona), en el seno de una acomodada familia campesina y en una época en que todavía se veían los consecuencias de las guerras de religión. En efecto, los hugonotes habían asesinado a los sacerdotes, destrozado las imágenes, robado y profanado los templos. Y a las persecuciones se había seguido un ambiente de profunda renovación católica, de devoción a la Virgen y a la eucaristía.

         Contados los 19 años, Francisco empieza a no sentirse a gusto, y empieza a tener aversión por las cosas del mundo. Siente la llamada de Dios, pero no se decide por una abadía cercana (muchas veces visitada, y en la que no pocos monjes eran parientes suyos) sino por la Compañía de Jesús, cuya alabanza a Dios consistía en ganar almas a través del apostolado directo.

         Ingresa así en el Colegio Jesuítico de Beziers (ca. 1616), donde coincide con San Francisco Javier y se entrega generosamente a la gracia, en un ambiente de oración, penitencias y humillaciones voluntarias. Al tiempo de comenzar su Noviciado de Toulouse (ca. 1628), la peste se apodera de la ciudad, y todos los novicios son llevados a una casa de campo, donde Francisco comienza a sentirse devorado por la prisa en empezar su tarea apostólica.

         Varios jesuitas son destinados a atender a los apestados, pero él siempre recibe la misma respuesta: "El ministerio de cuidar de los apestados es sólo para los sacerdotes, que no sólo pueden cuidar los cuerpos sino sanar las almas". La peste sigue haciendo estragos entre enfermos y enfermeros, y en 3 años morirán 87 jesuitas víctimas de la caridad, por atender a los apestados. Su deseo persiste y es más intenso, a la vez que una paz inmensa llena su alma. Y el fogonazo de su prisa va madurando ante el sagrario.

         La explosión llega el día en que ingenuamente manifiesta al superior que "se siente culpable no de haber concebido unas aspiraciones excesivas, sino de haber sido demasiado lento en engendrarlas, y harto cobarde en procurar su cumplimiento". Y puesto que para atender a los apestados es preciso ser sacerdote, conjura a su superior para que se le ordene cuanto antes, ofreciéndole en recompensa aplicar por él 30 misas, "por considerarle uno de sus mayores bienhechores".

         Las filas de los sacerdotes se han aclarado mucho con la epidemia, y urge el enviar refuerzos a las regiones arrasadas por la peste. Los superiores acceden a ordenar a Francisco, pero al mismo tiempo le señalan que la profesión de los 4 votos quedará seriamente comprometida, si alterna los estudios con un apostolado prematuro.

         Para Francisco no era despreciable la profesión solemne, pero su anhelo por hacer presente a Dios en la tierra pesaba incomparablemente más. En la fiesta de la Santísima Trinidad, a los 33 años de edad, decía su 1ª misa. Terminada su formación, pasa 9 meses en un diminuto colegio supliendo a un profesor enfermo.

         En adelante, los 8 años que aún le quedan de vida será catequista y misionero rural. En este aspecto, diremos que el padre Regis llevaba el motor muy revolucionado (como afirmaban sus contemporáneos, que decían que "realizaba él solo el trabajo de 10 operarios").

         Comienza a misionar la región de Montpellier y Sommieres, espiritualmente destrozada por el calvinismo. En seguida su predicación llama la atención. No dice sólo lo que sabe, sino que lo que dice parece que lo ve, aunque se trate de los más profundos misterios. Al oírle, al mirarle predicar, los corazones se sentían tocados, y las lágrimas de los más recalcitrantes corrían. No obstante, su oratoria no era florida. Un predicador de fama (Guillermo Pascal) que le oyó, nos declara:

"¡Cuán vanas son nuestras preocupaciones en pulir y adornar nuestros discursos! Las muchedumbres corren a escuchar las simples catequesis de este hombre y las conversiones se producen, mientras que nuestra esmerada elocuencia no obtiene ningún resultado o es de escasa duración".

         Esta atracción por escucharle nunca decayó. Años más tarde, los catequesis de Puy serán sonadas de verdad, pues como afirmaron en el proceso de beatificación

"El milagro está en que en una gran ciudad un hombre de aspecto miserable, siempre vestido de remiendos, sin ningún talento oratorio, que no decía nada fuera de lo ordinario, de un estilo mediocre y grosero, manifestara un tal soplo del espíritu divino, que arrastrase a Dios todas las almas".

         No faltaron oradores de fama que, movidos por la celotipia, avisasen a su padre provincial de que "el padre Regis deshonraba a su ministerio por las inconveniencias y trivialidades de su lenguaje, pues el púlpito cristiano exige una mayor dignidad". Al día siguiente el acusador y el provincial fueron a escucharle mezclados entre la masa, y el superior quedó tan impresionado, que declaró al acusador: "Quiera el cielo que todos los sermones fueran impregnados de esta unción. El dedo de Dios está ahí. Si yo habitase aquí, no perdería ninguno de sus sermones".

         Sus servicios como misionero son reclamados en la norteña de Vivarais, región montañosa y refugio casi inexpugnable de la herejía. Desde hacía más de un siglo la diócesis de Viviers rara vez había tenido obispo, y cuando lo tuvo no pudo visitar su diócesis a causa de las guerras de religión. Todos los beneficios estaban en poder de los hugonotes, y del conjunto de las iglesias diocesanas sólo 3 quedaban en pie.

         Sólo había 20 sacerdotes para toda la diócesis, con una formación teológica que se reducía a 3 meses de seminario antes de cada orden mayor. Como cabe suponer, la corrupción de costumbres era espantosa, y los ministros de Dios lo fomentaban más que lo remediaban con su vida libertina. Y la confirmación no se daba sólo a los niños, sino a gentes de todas las edades.

         Fue aquella misión de Regis una operación de desbroce, para preparar la visita del obispo (mons. Suze). Y en ella empieza a manifestarse el poder de seducción sobrenatural del padre Regis. Fue famosa la conversión de una célebre mujer hugonote, irreducible hasta entonces a todos los intentos. Bastó con que el padre le dijera al verla: "Bueno, amiga mía, ¿no quiere usted convertirse?", para que ella respondiera con agrado: "Me lo pide usted con tanta gracia".

         La atención de nuestro misionero se fijó, ante todo, en convertir y santificar a los sacerdotes. El celibato eclesiástico dejaba en muchos casos bastante que desear, y por eso Regis elogiaba delante del obispo a los que vivían según los deberes de su estado, reforzando así su virtud. Al resto trataba de convertirlos humilde y respetuosamente, siempre en privado. Y si pasaba un tiempo y no se avenían ni con ruegos ni con amenazas, los abandonaba a la severidad del prelado.

         La sanción de alejar a los viciosos produjo cierta oposición a Regis, que se tradujo en acusaciones sobre su forma de predicar y sus sátiras e invectivas sangrantes, que sembraban el desorden en las parroquias. Esto último era cierto, pues siempre venía Regis a romper el orden establecido.

         Ante mons. Suze, hijo de militares y que "estaba mejor constituido para mandar un ejército que para dirigir una diócesis", Regis no se defiende de las acusaciones, y le recuerda que su Regla jesuítica le invita a sufrir oprobios, falsos testimonios e injurias, sin haber dado ocasión para ello. Se contenta con manifestarle que "dadas sus pocas luces, no duda de que se le habrán escapado muchas faltas". Pero el obispo informa de todo a Roma.

         Las controversias entre los obispos de Francia y los religiosos habían llegado en esta época al paroxismo. Y las quejas calumniosas que llegan hasta Roma afectan vivamente al padre Vitelleschi, general de la Compañía de Jesús. La conducta de Regis fue calificada por Roma de "indiscreta, con muestras de simplicidad", y se indica a su superior que no bastaba con apartarle de aquella misión, sino que debía ser castigado en proporción a su falta.

         El vicario general de Viviers hizo ver su error al obispo Suze. Y éste, impulsivo pero recto, hizo llamar inmediatamente a Regis, "exhortándole a combatir siempre el vicio con igual discreción". Espontáneamente volvió a escribir al padre general de la Compañía, pero esta vez para hacerle grandes alabanzas del "celo, prudencia e inmensa caridad" de su súbdito, al que sólo reprochaba el prelado el no prodigar su salud, sin preocuparse de los avisos.

         Dios permitió la humillación de Regis a través de la calumnia, pues este proceso mantuvo a Regis en la convicción del fracaso. Se le había aconsejado tanto que fuese discreto y prudente, que cualquiera lo consideraría desprovisto de tales virtudes. Y de veras que su carácter fogoso y noble se acomodaba mal con la prudencia humana, hija de una sociedad avejentada.

         Sus ideales de apóstol deciden entonces dejar su apostolado en la diócesis de Viviers, y fijarse ahora en el Canadá francés. Y así, empieza a prepararse para evangelizar a los algonquinos, a los iroqueses y a los hurones, aclimatándose a los duro y heroico del proyecto, a la pobreza de la misión, a las inclemencias del país, a la carencia de civilización y a la posibilidad próxima del martirio. Pero a todo ello se prepara Regis, sin límites ni celotipias. Y tras mucho orar y convencerse del despecho al fracaso, pide ese destino.

         Le quedan 5 años de vida, pero da comienzo la época cumbre de Regis. Y con ese ideal de romperse en el Canadá, y morir mártir allí, empieza a misionar las aldeas perdidas del Canadá (ca. 1635), entre picachos y nieves. Tras miles de millas recorridas entre montañas y poblados, la predicación de Regis empieza a recoger sus primeros frutos: pecadores endurecidos que lloran sus pecados, enemistades ancestrales que desaparecen, libertinajes que se suprimen y fervores que empiezan a nacer. Pero también empieza a sufrir su enfermedad definitiva: la fiebre.

         Por ese motivo, el general de la Compañía decide poner fin a la etapa canadiense de Regis y devolverlo a Francia lo antes posible (ca. 1636), alojándolo en la parroquia y colegio de Puy. Francisco obedece como siempre, pero su sueño misionero (el de toda su vida, desde su tierna amistad con San Francisco Javier) se daba por concluido.

         En Puy sus catequesis resultan sorprendentes, y en su parroquia logra congregar a más de 5.000 personas, que invaden hasta los altares laterales para escucharle. A la predicación une las obras de caridad, y empieza a multiplicar audaces obras sociales por toda la ciudad. Pronto empieza a ser llamado por las calles el "padre de los pobres". Organiza la caridad, pero él mismo mendiga de puerta en puerta. Las chabolas le son familiares y corren de boca en boca curaciones y prodigios realizados en favor de los pobres.

         Lucha sin descanso contra la prostitución y sus instigadores, y no sin dificultades funda un asilo para arrepentidas. Cada prostituta restituida es una conquista que resuena en toda la ciudad, y una paliza que el padre Regis se llevó por su rescate. Por ese motivo, su superior empieza a asustarse por la situación y comentarios de los prudentes, y decide restringir el celo y caridad de Regis. La obediencia de Regis es perfecta, pero empieza a agudizarle la fiebre.

         En la navidad de 1640 el párroco de Lalouvesc, aldea perdida entre las nieves del mediodía francés, escribía en su libro parroquial: "Este 31 diciembre 1640, hacia la media noche, ha muerto en mi habitación y sobre mi cama, en la que había estado enfermo 6 días, el reverendo padre Francisco de Regis, jesuita del Puy".

         Efectivamente, 6 días antes, el 26 diciembre 1640, aquel hombre, hasta entonces aparentemente insensible al frío, a la fatiga y al ayuno, había caído sin conocimiento, rodeado de una inmensa turba de gentes que le apretujaba para confesarse. Toda la mañana la había pasado, aconsejando, consolando y absolviendo, en ayunas. A las 14.00 les dijo la misa, y a continuación siguió confesando hasta caer desmayado.

         Este accidente fue una revelación asombrosa para los lugareños. Resultaba que el padre Regis no era un ángel, sino un hombre como ellos, a pesar de los prodigios de todo orden que estaban acostumbrados a ver realizar a aquel religioso alto y flaco. Así sucumbía a sus 43 años de edad, agotado hasta el extremo en el ejercicio de su ministerio, el hombre del que Pío XII, poco antes de ser elegido papa, afirmaría: "Si hay un santo a quien pueda invocársele como a patrón de las misiones rurales en tierras de Francia, éste es San Francisco de Regis".

         De los 43 años que vivió el padre Regis, en 24 de ellos fue religioso, 10 como sacerdote y 8 como misionero. Y tanto mereció en este corto espacio de tiempo, que el abogado de su causa de beatificación, refiriéndose a las declaraciones de sus contemporáneos, pudo afirmar:

"Todos estos testimonios deben tener tanto mayor peso para la Sagrada Congregación cuanto que los franceses, nadie lo ignora, no pecan, de ordinario, en estas materias por exceso de credulidad. Es por lo que, ante tantos prodigios y milagros evidentes, una especie de soplo divino y nacional parece levantarlos para proclamar la gloria de Dios y la santidad de su servidor".

         No nos ha dejado Regis ningún escrito sobre su vida interior, y eso que fue un auténtico contemplativo en la acción. Pero sí que percibimos que fue Regis un hombre de gran austeridad y penitencia, que pasaba gran parte de la noche en oración, tras jornadas inverosímiles de viajes a pie, predicando y confesando de continuo, sin reparar en la comida o el descanso.

         Un hombre que "no tenía más que a Dios en la boca, a Dios en el corazón, a Dios delante de los ojos", que "veía a Dios en todas las cosas", que "predicaba no lo que sabía, sino lo que veía". Un hombre de una fe extraordinaria, capaz de provocar los milagros hasta lo increíble. Y un hombre que supo dejar hacer a Dios.

 Act: 02/07/24     @santoral mercabá        E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A