4 de Julio

Santa Isabel de Portugal

Mario Martins
Mercabá, 4 julio 2024

         Nació en 1271 en Zaragoza, hija del rey Pedro III de Aragón y de la reina Constanza, nieta de Jaime I el Conquistador y biznieta de Federico II de Alemania (de los que heredó la energía tenaz y la fuerza del alma), así como prima de Santa Isabel de Hungría (como ella, de cabellos dorados). Cuanto tenía 11 años fue dada en matrimonio al príncipe Dionisio (futuro Dionisio I de Portugal), en plena época de esplendorosa vida peninsular, a nivel religioso, político, social y humano.

         El viaje a Portugal para la boda fue largo y dificultoso, pues los guerreros rodeaban los caminos de entonces, poco seguros. En junio de 1282 se encontraba en Trancoso con el príncipe Dionisio, a quien veía por 1ª vez. El Libro que habla de la buena vida que hizo la reina de Portugal, Doña Isabel de Portugal, al que llamaremos leyenda primitiva, y las Crónicas de los siete primeros reyes de Portugal, trazan vigorosamente el retrato moral de esta niña extraordinaria: "de bondad inmensa y espíritu equilibrado, llena de dulzura y bondad, inteligencia y buena educación".

         Sus años de reina de Portugal (1288-1325) fueron de vida interior y trabajo silencioso. Ayunaba días incontables a lo largo del año, se conmovía por los errantes, rezaba con su Libro de Horas, cosía y hacía bordados en compañía de las dueñas y doncellas, y distribuía limosnas a los necesitados, sin olvidarse del gobierno de palacio.

         A sus 20 años dio a luz a Alfonso IV de Portugal, que fue su cruz y gran amor, aparte de caso único en la dinastía portuguesa, que no dudó en llamarlo el Bravo. Discretamente, educó Isabel a Alfonso a obedecer a su padre (al que no podía ver, por no estar con Isabel sino con otras), fingiendo no saber nada de sus pecados y aficionándolo a rezar y leer libros.

         El rey Dionisio I de Portugal se arrepentía de todo ello, pero volvía luego a las andadas, mientras que Isabel se dedicaba a dar formación cristiana a los hijos ilegítimos del marido. De esta forma, todos se maravillaban al ver a una reina tan joven con tanto juicio y dominio de sí misma.

         En cuanto a la relación con su marido, moderaba Isabel sus posiciones respecto a los reinos de España y a sus propios súbditos de Portugal, pero no paraba de insistirle en que se dejase conducir por la verdad y el derecho, con dulce habla pero firme posición. Hasta que Dionisio I se cansa de ella y la manda al destierro, lejos de él.

         Un odio fuerte empezó a levantarse entonces en el hijo de ambos, el príncipe Alfonso. Sobre todo contra su padre, al que llegó a considerar como un extraño. Y no era sólo la familia real la que estaba desunida, sino que millares de ciudadanos empezaron a dividirse por ambos partidos (el del rey, y el del príncipe), odiándose implacablemente, quemando casas y talando campos.

         Para rehacer la paz, deshecha a cada momento, Isabel se puso en camino desde Coimbra, tratando de arbitrar entre ambos y evitar así la guerra civil. Al llegar a Lisboa, y cuando ya las tropas de Dionisio I y Alfonso IV se disponían en campo de batalla, apresuradamente apareció Isabel, y a caballo empezó a zigzaguear por entre los soldados de ambos bandos.

         Recordó entonces a su hijo (Alfonso IV) sus juramentos pasados, y le pidió que no hiciese daño a su padre. Habló luego con su marido (Dionisio I), y le pidió apaciguar la tempestad. Como le dijo poco después en una carta preciosa:

"No permitáis que se derrame sangre de vuestra generación que estuvo en mis entrañas. Haced que vuestras armas se paren o entonces veréis cómo en seguida me muero. Si no lo hacéis iré a postrarme delante de vos y del infante, como la loba en el parto si alguien se aproxima a los cachorros recién nacidos. Y los ballesteros han de herir mi cuerpo antes de que os toque a vos o al infante. Por Santa María y por el bendito San Dionisio os pido que me respondáis pronto, para que Dios os guíe".

         Los años fueron pasando, y Dionisio I enfermó de viejo, como dice el cronista anónimo. Lleváronlo a Santarem e Isabel, una vez más, fue su humilde enfermera, hasta que el rey entregó su alma a Dios. Fue el momento en que la reina se sintió más lejos de este mundo, y decidió para siempre dedicarse a Dios. Eso sí, volvería a la escena política cuando los asuntos tomasen mal cariz, sobre todo a la hora de hacer las paces entre Portugal y España.

         Púsose en adelante Isabel un velo blanco y el hábito de Santa Clara, aunque sin emitir votos religiosos. Y también prefirió conservar junto a sí sus bienes, para construir con ellos numerosas iglesias, monasterios y hospitales. Fue lo convenido con su confesor, fray Juan de Alcami. Isabel se entregó por completo a la vida interior y a la obra de Dios y de los pobres.

         En sus viajes veía Isabel a los pobres sentados a las puertas de las villas y de los pueblos. Distribuía vestidos, visitaba a los enfermos poniendo en ellos sus manos sin darle asco, y los entregaba a los médicos. Frailes menores, dominicos y carmelitas, monjitas medio emparedadas en los conventos religiosos... a todos daba alguna cosa. En suma, "no quedaban desamparados ni presos que de su limosna no recibiesen parte", como dicen las crónicas, que añaden que también "besaba los pies de las mujeres leprosas".

         Junto a sí criaba muchas hijas de hidalgos, caballeros y gente más humilde. De ellas, unas se casaban, otras se metían monjas, conforme Dios quería, llevando todas una dote. E Isabel ponía en todo un cariño especial, un gesto de inefable delicadeza. Por ejemplo, a las novias que ella casaba les prestaba una corona de piedras amarillas, y el tocado y el velo, para que estuviesen más guapas. Era una actividad de estadista competente y de bienhechora social.

         Por donde pasaba y veía hospitales, iglesias, puentes o fuentes en construcción en seguida ayudaba. Se interesaba por todas las obras, dirigió la construcción del Convento Santa Clara de Coimbra, hablaba con los operarios, les decía cómo tenían que hacer las cosas, y ellos se quedaban asombrados de sus conocimientos.

         Como todos los cristianos de la Edad Media iban a Santiago de Compostela, allí se dirigió ella sin dar explicaciones a nadie, pues su marido ya había muerto. El arzobispo celebró misa, e Isabel ofreció al patrono de España la más noble corona de su tesoro, su propia corona de reina. Al volver a Portugal traía consigo el bordón y la esclavina de los peregrinos, para "aparecer peregrina de Santiago".

         Un día de verano le dijeron que la guerra iba a estallar entre Alfonso IV de Portugal y Alfonso XI de Castilla. Eran su hijo y su nieto (pues su otra hija Constanza se había casado con Fernando IV de Castilla, y ambos engendraron a Alfonso XI). El calor era tremendo. Aun así la reina, cansada de años y de trabajo, se puso en camino. Pero esta vez, el camino hacia Estremoz era como de muerte.

         Llegada al Castillo de Estremoz, un dolor agudo le sobrevino a la cabeza a Isabel, que vio cómo una gran herida aparecía en su brazo y la fiebre le subía a máximos. Junto a su cama estaba su nuera Beatriz, y a ella le dijo que "veo pasar una dama con vestiduras blanca". ¿Tal vez nuestra Señora? ¿O tal vez le subió la fiebre? Es posible. Pero revela un alma que pensaba en el otro mundo.

         El jueves siguiente recibió la confesión, asistió a misa y "con gran devoción y muchas lágrimas recibió el cuerpo de Dios", dicen los cronistas. La noche caía, y mandó llamar a su hijo Alfonso IV para que fuese a cenar con ella, siguiendo la costumbre que tienen las madres de cuidar a los hijos. Sentía que su hora había llegado, y mientras esperaba a su hijo se puso a recitar los versos del María, Mater Gratiae.

         La voz de Isabel se consumía cada vez más, pero ella continuaba rezando junto a su hijo, hasta que ya nadie la entendió. Y así, rezando junto a su hijo, acabó su tiempo. Cumpliríase lo que ella tanto pedía a Dios: murió junto al hijo. Era el 4 julio 1336.

         Alfonso IV de Portugal llevó en persona su cuerpo al Convento Santa Clara de Coimbra, a lo largo de 7 abrasadoras jornadas a través de las planicies de Alemtejo y Extremadura. Y allí quedó a lo largo de los siglos. Al canonizarla el 25 mayo 1625, Urbano VIII confirmaba la voz antigua del pueblo, rodeando de gloria inmortal a una de las más perfectas mujeres de la Edad Media.

 Act: 04/07/24     @santoral mercabá        E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A