29 de Junio

San Pedro Apóstol

Pedro Cantero
Mercabá, 29 junio 2024

         Nació el 10 a.C en Betsaida (Galilea), en una aldea marina tendida sobre la ribera norte del lago Tiberiades, donde vivía con su esposa dedicado a las tareas de la pesca. Su nombre de nacimiento era el de Simón bar Joná (hijo de Jonás), hasta que llegó el momento de conocer a Jesucristo (ca. 27 d.C) y pasó a llamarse en adelante Cefas (lit. Piedra, fam. Pedro).

         Es el evangelista Juan el que nos narra ese 1º encuentro entre Jesús y Pedro, con la simplicidad de estas palabras: "Andrés halla a su hermano Simón y le dice: Hemos hallado al Mesías. Y llevóle a Jesús". Poniendo entonces en él los ojos, le dijo Jesús: "Tú eres Simón, hijo de Juan. Pero tú te llamarás Cefas" (Jn 1, 41-42). Jamás olvidaría Pedro esa mirada y esa delicadeza exquisita de Jesús. Tiempo adelante, el porvenir nos daría la clave y el sentido de ese cambio de nombre, y confirmaría el vaticinio de Jesús.

         A pesar del laconismo biográfico del evangelio, podemos formarnos una idea clara de la fisonomía de Pedro. En 1º lugar, que era vehemente y franco por temperamento, así como presuntuoso, transparente y casi infantil en sus espontáneas reacciones, con un corazón generoso y grande que le hacía leal y entrañable para sus amigos. Y en 2º lugar, que a la 1ª llamada de Jesús, ahí estuvo Pedro con su corazón desprendido, abandonando todo lo que tenía (que no era mucho) para seguir a Jesús.

         Poco, ciertamente, es lo que dejó Pedro por seguir a Jesús. Pero era todo lo que tenía, que decidió dejar por seguir a su Maestro.

         Y algo especial es lo que debió ver Jesús en este personaje cuando, por un acto de predilección, decide elegir a Pedro para la misión de "pescador de hombres" (Lc 5, 11), para ser la piedra fundamental de la Iglesia (Mt 16, 18), para ser la cabeza suprema de los 12 apóstoles y de toda a cristiandad (Jn 21, 15-17), para ser el predilecto entre los 3 predilectos de Cristo y para recibir de Cristo la promesa y garantía de una asistencia especial, a fin de que su fe no vacilara, y fuese capaz de confortar la de sus hermanos (Lc 22, 31).

         Así fue, en efecto. A las puertas de Cesarea de Filipo, Cristo le promete el primado universal y supremo sobre toda la Iglesia. Y más tarde, junto a la orilla del Tiberiades, le confiere el poder de apacentar a las ovejas y a los corderos de su grey. Aquella promesa fue el premio a la fe de Pedro, y a las pruebas de amor que Pedro había derrochado hacia el Maestro ante todos los hombres. La fe y el amor de Pedro a Jesús constituyen los trazos más destacados de su semblanza y de su vida toda.

         Basta evocar el recuerdo de estos pasajes evangélicos y de la vida de Pedro: su confesión en Cesarea de Filipo, su actitud en el lavatorio de los pies del Cenáculo, en el prendimiento de Jesús en el Huerto de los Olivos, en las lágrimas amargas que empezó a derramar después de la caída de sus 3 negaciones, en su carrera madrugadora hacia el sepulcro de José de Arimatea, en su lanzamiento al agua y entrega total de la pesca milagrosa para llegar pronto y obedecer sin regateos al Maestro, en la escena romana del Quo Vadis, en el testimonio y en la forma de su martirio.

         Amor que fue siempre correspondido, y con predilección, por Jesucristo, como se transparenta (entre otras ocasiones) en el encargo expreso que las piadosas mujeres recibieron del ángel en el alba de la mañana de la resurrección: "Decid a sus discípulos y a Pedro" (Mc 16, 7). A Pedro, concreta, particular y principalmente.

         Tal vez el pobre Pedro seguiría llorando amargamente su triple negación, sin que sus lágrimas pudieran borrar de la retina de sus ojos el reflejo de aquella dulce mirada de Jesús en el patio hebreo de la casa de Caifás. Tal vez, replegado en el regazo contrito de su dolor y de su cobardía, no se atreviera a acercarse al buen Jesús; sin embargo, Jesús le seguía amando y mantenía su promesa de levantar sobre Pedro el edificio colosal de la Iglesia Católica.

         Frente a los prejuicios sectarios y a las interpretaciones torcidas en torno a la designación de Pedro como jefe y maestro supremo y universal de la Iglesia, ahí están los documentos históricos del evangelio y la actuación primacial de Pedro en la vida interna y externa de la Iglesia. Los pasajes del cap. 16 de Mateo y del cap. 21 de Juan son tan claros que, ante su claridad solar, algunos debeladores del primado de Pedro no tienen otra salida que el negar la autenticidad histórica de esos pasajes evangélicos.

         En conformidad con su sentido común actuó siempre Pedro, y todos los cristianos vieron en esta conducta la puesta en práctica de sus poderes, concedidos por Cristo y simbolizados en la entrega de las llaves del reino de los cielos al antiguo pescador de Betsaida.

         Efectivamente, fue Pedro quien anatematiza al 1º heresiarca (Simón Mago); quien recibe en Joppe la ilustración de Cristo en orden a la universalidad de la joven Iglesia, y marcha a Cesarea a convertir al centurión romano Cornelio; quien preside y define la actitud dogmática de la Iglesia en el Concilio de Jerusalén; quien propone a los fieles la elección del nuevo miembro del Colegio Apostólico (Matías); quien en Pentecostés se levanta y expone a la multitud la doctrina de Cristo; quien es consultado y obedecido por Pablo; quien anuncia el castigo a Ananías y a Tafita.

         Y sobre todo, es Pedro el citado siempre el 1º lugar, y el que ocupa el 1º lugar en todas partes. Todos acuden a Pedro, y Pedro acude a todas partes, dejando con sólo la sombra de su cuerpo una estela de milagros, y abriendo con su palabra horizontes de luz, de unidad, de universalidad y de paz.

         Esta posición, y esta influencia de Pedro dentro y fuera de la Iglesia, fue el origen de su encarcelamiento en Jerusalén, y de su sentencia de muerte dada por Herodes III de Judea (Agripa I), el nieto de aquel Herodes I de Judea (el Grande, y degollador de los niños inocentes) y sobrino de Herodes II de Judea (Antipas, el asesino del Bautista y burlador de Cristo en los días de la Pasión). El odio contra la naciente Iglesia se centraba ya en su 1ª cabeza visible, en Pedro.

         La pluma de Lucas nos lo afirma en el libro de los Hechos, al decir: "Entendiendo (Herodes Agripa I) ser grato a los judíos, siguió adelante prendiendo también a Pedro" (Hch 12,3). Esta narración bíblica del prendimiento y liberación de Pedro por un ángel, horas antes de la ejecución de la sentencia de su muerte, es todo un poema, una de las páginas más bellas, más emotivas, más realistas y de más fino sentido psicológico de la literatura universal al servicio de la verdad histórica. La Iglesia la recuerda y conmemora litúrgicamente en la fiesta de San Pedro ad víncula.

         Libertado por el ángel, Pedro salió de Jerusalén. El libro de los Hechos, después de la escena encantadora y realísima (ocurrida "en la casa de María, la madre de Juan, apellidado Marcos"), añade: "Partiendo de allí, se fue a otro lugar" (Hch 12, 17). ¿A qué lugar? ¿Dónde se dirigieron los pasos de Pedro recién liberado? ¿A Roma? ¿A Cesarea? ¿A Antioquía?

         Con certeza histórica no lo sabemos. Lo cierto es que a Pedro volvemos a encontrarle en Antioquía; que una antigua tradición afirma que Pedro fue el 1º obispo de Antioquía; que la Iglesia admite y confirma esta tradición con la institución litúrgica de la fiesta de la Cátedra de San Pedro en Antioquía; que Eusebio, en su Historia Eclesiástica, nos dice que Evodio fue el 2º obispo de Antioquía y sucedió a San Pedro.

         Pero ¿fue a raíz de su milagrosa liberación de la cárcel de Jerusalén, cuando Pedro fue por 1ª vez a Antioquía? ¿O había ido anteriormente, tras la muerte de Esteban (ca. 36), para fundar allí la 1ª cristiandad antioqueña?

         Más importancia teológica e histórica presenta el incidente de Antioquía aludido por Pablo en su Carta a los Gálatas (Gál 2, 11). Tiempos eran aquéllos en los que, por una parte, las formas de expresión del viejo culto judaico estaban más concretadas que en la nueva religión cristiana. Y por otra parte, los judíos cristianos de Jerusalén (especialmente los de procedencia farisea) abrigaban la ilusión de esperar en la joven Iglesia un simple florecimiento espiritualista y más lozano de la antigua sinagoga mosaica.

         Por ello, algunos judíos cristianos defendían que el mundo de la gentilidad sólo podía entrar en la Iglesia de Cristo pasando previamente por el Jordán de la circuncisión y la observancia total de la ley de Moisés.

         El problema era de fondo, no sólo de forma y de rito. Porque obligar a la circuncisión a los gentiles, y a la observancia de los ritos mosaicos, equivalía a reducir la Iglesia de Cristo a la estrechez nacionalista de la vieja sinagoga, a negar la universalidad de la redención por los méritos de Cristo, a hacer del cristianismo universal y universalista una religión de raza.

         El aspecto de esta cuestión había sido ya resuelto en el Concilio de Jerusalén (ca. 50), al definir la no obligatoriedad de la circuncisión y de la observancia de la ley mosaica, y precisamente se había zanjado por la autoridad de Pedro. Mas en la práctica, seguían algunos judíos cristianos absteniéndose en las comidas de los manjares impuros según la ordenanza y el rito de la ley de Moisés.

         Efectivamente, desde el punto de vista dogmático y teológico la cuestión estaba resuelta en el plano del pensamiento; pero la continuidad de su planteamiento, aun en el plano del rito y de la práctica, seguía presentando serios y graves peligros para la desviación doctrinal en torno a la unidad y universalidad de la Iglesia.

         El incidente ocurrido en Antioquía entre Pedro y Pablo fue originado por las condescendencias del gran corazón de Pedro en el terreno de las conveniencias prácticas de la prudencia, no de los principios doctrinales de la Iglesia. Pablo no era un hombre de medias tintas ni de términos medios, y en la condescendencia del corazón de Pedro vio "una simulación" que podría dar pretextos para seguir manteniendo un muro de separación entre judíos y gentiles.

         Pablo no transigía ante estas condescendencias de Pedro, y el Espíritu Santo, que, por encima de todas las flaquezas, dirige a la Iglesia de Dios, facilitó los caminos a la expansión ecuménica del cristianismo. Así, quedó claron entre ambos (entre Pedro y Pablo) que, por encima de sus distintos temperamentos, los 2 abrazaban un mismo credo, un mismo amor, un mismo ideal, la unión en el combate y en la muerte (como se ve en el medallón de las Catacumbas de Santa Domitila y en el más antiguo aún Sarcófago de Junio Baso, hallado en la cripta del Vaticano).

         Si los enemigos de la Iglesia han gastado tanta tinta en combatir la institución misma del primado, mayores aún son sus ataques contra el hecho histórico-dogmático del primado de Pedro y de sus sucesores en la cátedra de Roma. Frente a la claridad que brota de los documentos históricos en favor de las tesis católicas, se empeñan en afirmar que, tanto la institución del primado en la Iglesia como su encarnación en la persona de Pedro y en el obispo de Roma, son productos puramente naturales de un proceso evolutivo histórico.

         Ni el evangelio ni la Iglesia temen a la verdad, y ahí están las realidades históricas proclamando la verdad católica en relación con el primado de Pedro y de sus sucesores los papas. La Iglesia había de desarrollarse como el grano de mostaza y perpetuarse a través de los siglos. La indefectibilidad de la Iglesia exige una autoridad indefectible también, y para ello Cristo la cimentó en Pedro, y contra esa piedra ni han prevalecido ni prevalecerán las puertas del infierno. Más de 2000 años de historia vienen confirmando esta realidad, garantizada por la promesa de Cristo Dios (Mt 16,18).

         La estancia de Pedro en Roma, así como su pontificado romano y su martirio en la ciudad eterna, son hechos históricos admitidos por todos los historiadores. El mismo Harnack llega a afirmar "que no merece el nombre de historiador el que se atreve a poner en duda esta verdad". La fecha de la misma llegada y la duración de la estancia en Roma de Pedro son hoy cuestiones aún por dilucidar, así como la fecha exacta de su martirio en tiempos de Nerón.

         Pero ¿fue Pedro el 1º sembrador de la semilla evangélica en Roma? ¿O fueron los romanos residentes en Jerusalén en el día de Pentecostés, a quienes alude el libro de los Hechos (Hch 2,10) y convertidos a la fe de Cristo por el discurso de Pedro? ¿O fueron los judíos dispersos de Jerusalén los que, con motivo de la persecución de Herodes Agripa I, se alejaron hasta Roma y fundaron el primer núcleo de la cristiandad romana entre la numerosa colonia judía del Trastévere? Nada sabemos con certeza histórica sobre estas interrogaciones tan sugerentes.

         El hecho cierto es que Pedro estaba en Roma el año 49 (cuando el decreto de expulsión judía de Claudio), y que fue su 1º obispo. Así mismo, desde Roma (una vez pudo volver, y durante su 2ª y definitiva estancia en Roma) escribió su 1ª carta a los fieles del Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia, fechada en Babilonia (1Pe 5, 13), nombre simbólico universalmente interpretado por Roma (la ciudad pagana sucesora de la antigua Babilonia).

         Los testimonios de Clemente Romano, 3º sucesor de Pedro en el pontificado romano; de Ignacio de Antioquía en su Carta a los Romanos; de San Ireneo de Lyon en su tratado Contra todas las Herejías, y las últimas excavaciones realizadas en la cripta de la Basílica del Vaticano, demuestran hasta la evidencia la estancia de Pedro, su pontificado y el ejercicio de su jurisdicción primacial en Roma.

         Roma y Pedro son 2 términos plenos de grandeza histórica, que se asocian espontáneamente en la inteligencia y en el corazón de todos los cristianos. Según una antiquísima tradición, el pontificado romano de Pedro duró 25 años: "Annos Petri non videbis". Esta tradición viene a confirmar la opinión de los que afirman que la 1ª llegada de Pedro a Roma aconteció el año 42, y su martirio el año 67.

         En efecto, el martirio de Pedro ocurrió entre estas 2 fechas extremas: entre el año 64 (fecha del gran incendio de Roma) y el año 68 (fecha de la muerte de Nerón). El evangelista Juan nos legó estas palabras de Jesucristo a Pedro: "Cuando eras más joven tú mismo te ceñías y andabas adonde querías. Mas cuando hayas envejecido extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará donde tú no quieras" (Jn 21, 18-19). Era una alusión delicada al martirio del apóstol.

         En el verano del año 64 un gran incendio devastó gran parte de la ciudad de Roma. Mientras ocurría la gran catástrofe, Nerón (según escribe Tácito en sus Anales) cantaba en su teatro privado su poema acerca de la ruina de Troya, aspirando a la gloria de fundar una ciudad nueva que llevase su nombre.

         Esta actitud de Nerón dio ocasión al rumor popular de que el incendio de Roma había sido provocado por el propio emperador. Nerón acusó entonces a los cristianos como causantes y provocadores del Incendio de Roma, y comenzó su sanguinaria persecución contra la Iglesia. Torrentes de sangre cristiana corrieron por el circo, por las cárceles, por las afueras de Roma.

         Nos dice la tradición que al arreciar la persecución, y sabiendo los cristianos el interés que tenía Nerón de encontrar al jefe de los cristianos, consiguieron convencer a Pedro de que se marchase durante algún tiempo a un lugar menos peligroso. Cuando Pedro se disponía a salir de la ciudad, tuvo una visión en donde se encontró con su Señor y Maestro Jesús, que venía hacia Roma cargando a las espaldas con una cruz.

         Pedro al verlo, humilde y confuso, solamente acertó a decirle: "¿Adónde vas, Señor?". Y el Salvador le respondió: "Voy a Roma para ser crucificado otra vez". La visión desapareció, pero Pedro comprendió la lección: Aquella cruz que traía el maestro era su propia cruz, que debería aceptar valientemente. Pedro comprende el dulce reproche de Jesús, y retorna a la ciudad de su martirio.

         Pronto es apresado por los esbirros de Nerón, y encarcelado en la Cárcel Mamertina, donde Pedro aprovecha para convertir y bautizar a sus mismos carceleros (Proceso y Martiniano, futuros mártires de la fe cristiana).

         Poco tiempo después, el apóstol Pedro moría clavado en la cruz, como su Maestro. Pero en conformidad con su propio deseo, lo hizo cabeza abajo, dándonos con esta actitud una gran prueba de su humildad y de su amor a Cristo Jesús. Era el año 67. Su sangre cayó cerca del Obelisco de Nerón (en la colina vaticana), donde se levantó la antigua Basílica Constantiniana y hoy se alza la gran basílica que lleva su nombre.

         La tumba del apóstol Pedro se yergue bajo la bóveda grandiosa de Bramante, el monumento más hermoso del orbe. Ante el altar de la confesión y de la tumba del apóstol arrodillémonos con veneración, y, a semejanza del viejo pescador de Betsaida, volvamos nuestro espíritu hacia Cristo Redentor, para repetir el eco de la fe y de la plegaria de Pedro: "Tú eres Cristo, el Hijo del Dios viviente".

         La Iglesia celebra con los máximos honores de su liturgia la fiesta de San Pedro, en el mismo día que la fiesta de San Pablo. Ellos fueron, y serán siempre, los príncipes de los apóstoles, Así los ha apellidado la Iglesia, así los invoca la fe y el arte de las generaciones cristianas.

 Act: 29/06/24     @santoral mercabá        E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A