28 de Junio

San Ireneo de Lyon

José López
Mercabá, 28 junio 2024

         Nació el 130 en Esmirna (Asia Menor), siendo desde niño uno de los discípulos más aventajados de su obispo San Policarpo de Esmirna, que a su vez había sido discípulo del apóstol Juan. Completada su formación, fue enviado por su obispo a las Galias (ca. 157), con la idea de conocer aquella realidad eclesial y tras ello volver a Esmirna.

         Pero al llegar a Lugdunum (actual Lyon) vivió Ireneo una inesperada persecución imperial, que sacrificó a numerosos jóvenes de la zona y que hizo a Ireneo quedarse allí. Tras ordenarse allí sacerdote (ca. 177) empezó a ejercer su sacerdocio, sobresaliendo por su defensa de la doctrina y siendo elegido para suceder al obispo Potino, fallecido el 189.

         Pero vayamos por partes, porque como nos recuerda el propio Ireneo sobre sus orígenes, por carta escrita el 190 a un compañero de niñez (Florino):

"Te recuerdo, Florino, que siendo yo niño en el Asia Inferior, junto a Policarpo, brillabas tú en la corte imperial y querías también hacerte querer de Policarpo. Recuerdo estas cosas porque lo que aprendimos de niños parece que va acompañándonos según pasan los años. Podría señalar el sitio en que se sentaba Policarpo para enseñar, detallar sus entradas y salidas, su modo de vida, los rasgos de su fisonomía y las palabras que dirigía a las muchedumbres. Podría reproducir lo que nos contaba de su trato con Juan y los demás que vieron al Señor, y cómo repetía sus mismas palabras; lo que del Señor les había oído, de sus milagros, de sus palabras, cómo lo habían visto y oído, ellos que vieron al Verbo de vida. Todo esto lo repetía Policarpo, y siempre sus palabras estaban de acuerdo con las Escrituras. Yo oía esto con toda el alma y no lo anotaba por escrito porque me quedaba grabado en el corazón y lo voy pensando y repensando cada día".

         Con estas palabras, Ireneo nos confía lo más hondo de su intimidad. De niño recibió la enseñanza, y se familiarizó con la presencia de Cristo junto con otro grupo de niños. Las palabras de Jesús, sus acciones salvadoras, sus milagros, tal como las recibió (en toda su autenticidad) son desde su niñez alimento de su espíritu, así como motivo de constante oración. Seguramente por ello son sus escritos tan densos, y sus palabras tan llenas de significado.

         Cuando Ireneo contaba 15 años (ca. 155) hubo de grabarse en él otro recuerdo, no menos vivo y fecundo. La Iglesia vivía incesantemente amenazada por las leyes imperiales, que ilegalizaban el cristianismo y que provocaba que las turbas acusaran tumultuariamente a los cristianos, como en el caso de San Policarpo. Y los gentiles y judíos de Esmirna, no contentos con el suplicio de 11 cristianos que se les ofreció en el circo, reclamaron también al anciano obispo. Policarpo confesó valerosamente a Cristo, muriendo en la hoguera y pasando a la memoria y recuerdo perpetuo de su pupilo Ireneo.

         Durante 20 largos años se nos hace algo borrosa la figura de Ireneo, aunque por sus escritos podemos colegir una prolongada estancia en Roma. Su peregrinar de Esmirna a Lugdunum (actual Lyon, en las Galias) le hizo comprobar la gran fidelidad con que aquellas Iglesias conservaban la tradición apostólica.

         Pero hubo también de apreciar el pulular oscuro de jefecillos de sectas diversas, hinchados de vanidad. Volvemos a encontrarle en Lyon el 177, al lado de un grupo excepcional de 150 jóvenes que, presididos por su anciano obispo Potino (también oriundo de Asia Menor, y discípulo de San Policarpo), confesaban valientemente su fe.

         Desde la cárcel escriben los jóvenes de Lyon una preciosa carta a las iglesias de Roma, Asia y Frigia, en uno de los documentos más hermosos que se conservan de los tiempos martiriales, y en el que se ve que los jóvenes aceptan la muerte con sencillez y sin jactancia. Ireneo trabajaba en ese momento al lado de su obispo Potino, que le había ordenado presbítero en Lyon. Y al no haber sido capturado todavía, fue él el encargado de llevar la carta al papa de Roma.

         Mientras lleva Ireneo la carta a Roma, muere Potino en la cárcel, y 50 de esos jóvenes van sucumbiendo a diversos suplicios. Al regresar de Roma, Ireneo palpa la tragedia acaecida, y acepta que recaiga sobre él el peso de dirigir la Iglesia de Lyon, contando entonces unos 40 años.

         La labor que se le encomendaba era muy dura. Eran los albores de aquella cristiandad, y el martirio de aquellos cincuenta cristianos tenía que dejar sus filas notablemente menguadas; pero el martirio, lejos de dificultar la propagación de la fe, resultó su mejor ayuda; la sangre de los mártires fue siempre semilla de cristianos.

         Ireneo vio crecer su grey de manera maravillosa. Aunque no conocemos bien la organización de la Iglesia en las Galias en esta época, parece seguro que junto a la sede episcopal de Lyon había otras comunidades cristianas, dependientes de una Lyon que se había convertido en pujante centro de irradiación, hacia un área bastante extensa.

         Ireneo gobernaba esas nacientes comunidades, con frecuentes viajes de misión y organización. Y cada una de esas nuevas comunidades cristianas va rindiendo su tributo de martirio: San Alejandro, San Epipodio, San Marcelo, San Valentín, San Sinforiano... casi todos ellos discípulos de Ireneo en Chalons, Tournus y Autun. La inscripción sepulcral de Pectorio en Autun, hermosa profesión de fe eucarística, puede considerarse como un eco de la predicación de Ireneo.

         Los viajes apostólicos de Ireneo hubieron de llegar hasta el limes fronterizo del Imperio Romano, pues él mismo nos da noticia por 1ª vez de que la predicación cristiana ha llegado más allá de las fronteras y de que empiezan a entrar en la Iglesia gentes de estirpe germánica: los bárbaros.

         Toda esta actividad se desarrolla sin que remita nunca la persecución, en pobreza y peligro; tiene que ser obra casi personal del obispo, pues aún los presbíteros no han empezado a hacerse cargo de comunidades aisladas; es el obispo el único que celebra la sagrada liturgia, admite al bautismo y prepara para el mismo durante el catecumenado, y es también el que recibe a los pecadores a penitencia y reconciliación.

         No poseemos grandes detalles acerca de esta actividad, que, no obstante, podemos apreciar en su impresionante conjunto. Conocemos, en cambio, su labor como maestro, y ello nos revela otro aspecto de máximo interés.

         A todas las dificultades que hubo de vencer se sumó para él la más dura y dolorosa, pues la causaban las defecciones de los mismos cristianos. Aun en el seno de las cristiandades heroicas de los años de las persecuciones no faltó a la Iglesia el desgarramiento interno de la herejía. Esta se presentaba bajo una forma cuya sugestión no comprendemos hoy bien, pero cuyo peligro efectivo fue considerabilísimo.

         La Iglesia venció el peligro gracias a su inquebrantable adhesión a la enseñanza recibida, conservada con inalterable firmeza por los obispos. El cristianismo, sin este esfuerzo y fidelidad, se hubiera transformado en un pobre sistema no muy lejano de las sectas oscuras de inspiración maniquea que más o menos han sobrevivido. Claro que esto no podía ocurrir, y el Señor preparó los remedios por caminos, por cierto, bien distintos a los que a cualquiera se le hubieran ocurrido. El vario complejo de desviaciones con que se enfrentó Ireneo se denomina gnosticismo.

         La gnosis pretende ser un conocimiento más razonable de la religión, patrimonio de un grupo selecto de iniciados. Ya antes de Cristo la gnosis había tratado de encontrar un substrato racional a los cultos paganos. Se trató de emplear el mismo procedimiento con la enseñanza cristiana. Los intentos son varios e inconexos, denominados por sus iniciadores: Basilides, Marcos Valentín y Marción. Tema común a todos suele ser el del origen del mal, que se atribuye a un principio poco menos que divino. Este principio para algunos es el Yahveh del AT, distinto del Dios de Jesús.

         Ireneo había conocido algunos de estos sistemas en vida de San Policarpo, y por eso no ceja en desenmascararlos y hacer ver que nada tenían que ver con la enseñanza cristiana, aunque lo pareciera. Conservamos una obra de Ireneo que recoge su actividad como maestro, bajo título de Refutación de la falsa Gnosis, aunque conocida más popularmente con el nombre de Adversus Haereses.

         Frente a la varia y confusa proliferación de especulaciones, Ireneo mantiene la integridad de la enseñanza de Jesús, tal como la han conservado las Iglesias, por una tradición no interrumpida y de acuerdo con las Santas Escrituras.

         Entre dichas Iglesias hay una a la que acude siempre Ireneo con seguridad: la Iglesia de Roma, "la más grande, la más antigua, por todos conocida, fundada por los gloriosos apóstoles Pedro y Pablo". "Con esta Iglesia, a causa de su superior preeminencia, es preciso que concuerden todas las demás que existen en el mundo, ya que los cristianos de los diversos países han recibido de ella la tradición apostólica".

         La argumentación de Ireneo y su práctica eran los buenos frente a la gnosis; una discusión en el mismo terreno de sus corifeos hubiera sido inútil. La verdadera enseñanza es la del que el Padre envió y él confió a su Iglesia.

         En esta obra de Ireneo, y en otra de propósitos en gran parte catequéticos, Demostración de la Verdad Apostólica, se pueden espigar tesoros de enseñanza y piedad. Se considera a Ireneo como el 1º teólogo de la Iglesia y continuador de la doctrina de la Iglesia, no sólo hacia el pasado, sino hacia el futuro, hacia nosotros. También es Ireneo el 1º que da a la Virgen Santísima el título de causa salutis (lit. causa de nuestra salvación).

         Aún nos ha conservado Eusebio de Cesarea, con un hermoso fragmento de otra carta de Ireneo, un rasgo más de su carácter, que relaciona con su nombre, de resonancias pacificadoras. El papa Víctor I, un tanto impacientado por no lograr el acuerdo de las iglesias de Oriente sobre la fecha de la celebración de la Pascua, llegó a pensar en excluirlas de su comunión.

         Ireneo escribe entonces al papa, en nombre de los fieles a quienes gobernaba en las Galias. Afirma, desde luego, que debía guardarse la costumbre romana y celebrarse en domingo el misterio de la resurrección del Señor; pero exhorta respetuosamente al papa a no excomulgar iglesias enteras por su fidelidad a una vieja tradición: "Si hay diferencias en la observancia del ayuno, la fe, con todo, es la misma". Es honra también de Víctor I haber escuchado la advertencia del obispo de Lyon.

         La laboriosa vida de Ireneo termina con su martirio bajo la persecución de Septimio Severo, el año 202 en la ciudad de Lyon. El papa Benedicto XV hizo una obra de justicia al extender su fiesta a la Iglesia universal. Las lecciones del oficio que adoptó el Breviario Romano son un ejemplo de concisa y piadosa exactitud.

         Los libros de Ireneo fueron traducidos a los idiomas más extendidos de ese entonces, y lograron detener las peligrosas herejías y sectas de su época, así como librar a la religión de errores sumamente dañinos. Quiera Dios, por intercesión de San Ireneo, enviar siempre a su Iglesia escritores que defiendan la religión y animen a todos a ser mejores seguidores de Jesucristo. Porque "los que enseñen a otros la santidad brillaran como estrellas por toda la eternidad" (Dn 12, 3).

 Act: 28/06/24     @santoral mercabá        E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A