26 de Julio

San Joaquín y Santa Ana

Aurelio Santos
Mercabá, 26 julio 2024

         Es inútil buscar en la Escritura una huella, siquiera fugaz, del abuelo materno de Jesús. Pues las genealogías que Mateo (Mt 1, 1) y Lucas (Lc 3, 23) incluyen en sus evangelios dibujan a grandes rasgos el árbol genealógico de Jesús, tomando por puntos de referencia los cabezas de familia, desde José (su padre legal) hasta Adán, pasando por David y Judá y silenciando toda línea materna.

         Ante este problema, y en la necesidad de dilucidar la cuestión de la ascendencia de María, padres de la Iglesia oriental tan venerables como San Epifanio y San Juan Damasceno no tuvieron reparo en echar mano de una añeja tradición (los evangelios apócrifos, del s. II) con diversas noticias acerca de los abuelos de Jesús. Dicha tradición fue recopilada en la Edad Media por Jacobo de Vorágine y Vicente de Beauvais, quienes se encargaron de traerla al Occidente desde el Oriente, pues ya en el s. VI había sido aceptada oficialmente por la Iglesia Oriental.

         En dichos escritos apócrifos se dice, de forma unánime, que Joaquín era el nombre del abuelo de Jesús, con sus variantes de Jonachir y Sadoch. Sobre su lugar de nacimiento, unos apócrifos lo hacen nacer en Séforis ("pequeña ciudad de Galilea"), y otros en Nazaret ("su ciudad natal"). San Juan Damasceno dice que su padre se llamaba Barpanther. Y según el Protoevangelio de Santiago (s. II) contrajo matrimonio con Ana a la edad de 20 años.

         Pero sigamos con su historia, recopilando lo que tienen de concordantes dichos escritos apócrifos.

         Una vez casado, pronto se trasladó Joaquín a Jerusalén, viviendo en una casa situada cerca de la actual piscina Probática. Gozaba con su esposa de una vida conyugal dichosa, y de un negocio económico que le permitía dar rienda suelta a su generosidad para con Dios y el prójimo. Algunos documentos llegan incluso a decir que era el más rico de la ciudad, y dan incluso una minuciosa relación de la distribución que hacía Joaquín de sus ganancias.

         Sólo una sombra eclipsaba su felicidad, y ésta era la falta de descendencia tras largos años de matrimonio. Esta pena subió de punto al verse Joaquín vejado públicamente una vez por un judío (Rubén) al ir a ofrecer sus dones al templo. El motivo de tal vejación fue la nota de esterilidad, que todos por entonces consideraban como señal de un castigo de Dios. Tal impacto causó este incidente en el alma de Joaquín, que inmediatamente se retiró de su casa y se fue al desierto para ayunar y rogar a Dios que le concediera un vástago en su familia.

         Tras 40 días de ayuno, Joaquín recibió una visita de un ángel del Señor, trayéndole la buena nueva de que su oración había sido oída y de que su mujer había concebido ya una niña, cuya dignidad con el tiempo sobrepujaría a la de todas las mujeres y quien ya desde pequeñita habría de vivir en el templo del Señor.

         Poco antes le había sido notificado a su mujer este mismo mensaje, diciéndosele que Joaquín estaba ya de vuelta. Efectivamente, Joaquín, no bien repuesto de la emoción, corrió presurosamente a su casa y vino a encontrar a su mujer junto a la Puerta Dorada de Jerusalén, donde ésta había salido a esperarle.

         Llegó el fausto acontecimiento del nacimiento de María, y para celebrarlo Joaquín dio un banquete a todos los principales de la ciudad. Durante él presentó su hija a los sacerdotes, quienes la colmaron de bendiciones y de felices augurios. Joaquín no olvido las palabras del ángel relativas a la permanencia de María en el templo desde su más tierna edad, e hizo que ésta fuera presentada en la casa de Dios a sus 3 años. Y para que la niña no sintiera tanto la separación de sus padres, procuró Joaquín que fuera acompañada por algunas doncellas, quienes la seguían con candelas encendidas.

         Estos son los detalles que la tradición cristiana nos ha transmitido acerca de la vida de Joaquín. Todos ligados al nacimiento y primeros pasos de María sobre la tierra. Si es verdad que buena parte de los referidos episodios deben su inspiración a analogías con figuras del AT, y al deseo de satisfacer nuestra curiosidad sobre la ascendencia humana de Jesús, no lo es menos que todos ellos ofrecen una estampa amable del padre de María y abuelo del Señor.

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Dolores Guel
Mercabá, 26 julio 2024

         Empecemos por afirmar que nada sabemos sobre Ana, nada rigurosamente histórico. Pues los 4 evangelios canónicos, con su sobriedad característica, guardan absoluto silencio sobre los padres de María, y ni siquiera nos han transmitido sus nombres.

         Si algo queremos saber acerca de Ana tendremos que acudir a los evangelios apócrifos, relatos urdidos por la imaginación fervorosa de algunos, para completar con ellos los silencios. Unos escritos que no son reconocidos por la Iglesia, y en los que resulta difícil entresacar la verdad del error, pero que puede que aporten algún que otro dato de la época. Escuchémoslos, en lo lo que refieren acerca de Ana, madre de María y abuela de Jesucristo.

         Vivía en aquellos tiempos en tierras de Israel un hombre rico y temeroso de Dios llamado Joaquín, perteneciente a la tribu de Judá. A los 20 años había tomado por esposa a Ana, de su misma tribu, la cual, al cabo de 20 años de matrimonio, no le había dado descendencia alguna.

         Joaquín era muy generoso en sus ofrendas al Templo de Jerusalén. Y un día, al adelantarse para ofrecer su sacrificio, un escriba llamado Rubén le cortó el paso diciéndole: "No eres digno de presentar tus ofrendas por cuanto no has suscitado vástago alguno en Israel". Afligido y humillado, Joaquín se retiró al desierto a orar para que Dios le concediera un hijo.

         Mientras tanto, Ana se vestía de saco y cilicio para pedir a Dios la misma gracia. No obstante, los sábados se ponía un vestido precioso por no estar bien, en el día del Señor, vestir de penitencia. Estando así en oración en su jardín suplicaba a Dios con estas palabras: "¡Oh Dios de nuestros padres! Óyeme y bendíceme a mí a la manera que bendijiste el seno de Sara, dándole como hijo a Isaac".

         Al decir estas palabras, dirigió Ana su mirada al árbol que tenía delante. Y viendo en él un pájaro que estaba incubando sus polluelos, exclamó amargamente y con repetidos suspiros: "¡Ay de mí! ¿A quién me asemejo yo? No a las aves del cielo, puesto que ellas son fecundas en tu presencia, Señor".

         La humilde súplica de Ana obtuvo una respuesta inmediata de lo Alto. Un ángel del Señor se le apareció anunciándole que iba a concebir y a dar a luz, y que de su prole se hablaría en todo el mundo. Nada más oír esto prometió Ana ofrecerlo a Dios al instante. Al mismo tiempo Joaquín recibió idéntico mensaje en el desierto, por lo cual, lleno de alegría, volvió al punto a reunirse con su esposa.

         Y se le cumplió a Ana su tiempo y al mes 9º alumbró. Cuando supo que había dado a luz una niña, exclamó: "Mi alma ha sido hoy enaltecida." Y puso a su hija por nombre María.

         Al cumplir María su 1º año, Joaquín dio un gran banquete presentando su hija a los sacerdotes para que la bendijeran. Mientras tanto Ana, dando el pecho a la niña en su habitación, componía un himno al Señor Dios diciendo: "Entonaré un cántico al Señor mi Dios porque me ha visitado, ha apartado de mí el oprobio de mis enemigos, y me ha dado un fruto santo. ¿Quién dará a los hijos de Rubén la noticia de que Ana está amamantando? Oíd, oíd, las doce tribus de Israel: "Ana está amamantando". Y dejando la niña en su cuna, salió y se puso a servir a los comensales.

         Joaquín quiso llevar a la niña al Templo de Jerusalén para cumplir su promesa, cuando la pequeña cumplió 2 años. Pero Ana respondió: "Esperemos todavía hasta que cumpla los 3 años, no sea que vaya a tener añoranza de nosotros". Y Joaquín respondió: "Esperemos".

         Por fin a los 3 años fue llevada la pequeña María al templo, donde el sacerdote la recibió con estas palabras: "El Señor ha engrandecido tu nombre por todas las generaciones, pues al fin de los tiempos manifestará en ti su redención a los hijos de Israel". Y la hizo sentar sobre la 3ª grada del altar. Y sus padres regresaron llenos de admiración, alabando al Señor Dios porque la niña no se había vuelto atrás.

         Con este heroico rasgo de desprendimiento los apócrifos cierran el capítulo dedicado a los padres de la Virgen María. Después de dejar a su hija en el templo, Ana se aleja silenciosamente y se esfuma para siempre. Su misión había terminado. Sin duda, nosotros habríamos deseado saber algo más. Pero, aunque esbozada apenas, es una encantadora y admirable figura de mujer la que se adivina en esos breves trazos.

         Ana fue una mujer paciente y humilde. Durante 20 años sufre sin queja la tremenda humillación de la esterilidad. Y cuando por fin su amargura se derrama en presencia del Señor, sus quejas son tan suaves y humildes que inclinan al Señor a escucharla. Su larga prueba no ha endurecido su corazón, no le ha agriado. Es todavía capaz de reconocer que todas las criaturas de Dios siguen siendo buenas, y la obra del Señor perfecta. Es ella únicamente la que parece desentonar en este armonioso conjunto. Y en honor del Señor, en su día, se viste de gala aunque su corazón esté triste. Toda mujer sabrá apreciar lo que esto supone de delicado olvido de sí.

         Ana fue una mujer generosa. Pide para tener, a su vez, el gozo de dar. En cuanto tiene la seguridad de haber sido escuchada, su primer pensamiento es devolver algo por la gracia recibida: hará donación a Dios de este mismo hijo cuyo nacimiento se le anuncia.

         Ana fue una mujer agradecida. En su felicidad no se olvida de dar gracias al Señor, y con júbilo exultante y candoroso anuncia a Israel y al mundo entero que está amamantando".

         Ana fue una mujer abnegada. Ella está dispuesta a desprenderse de su hija para siempre, y a privarse de ella cuando sea preciso para darse a los demás. Así, dejando a la niña en su cuna, se dedica a atender a sus invitados.

         Ana fue tierna y sensible. "Esperemos (le dice a su esposo) a que la pequeña cumpla 3 años, no sea que vaya a tener añoranza de nosotros". Y en su voz temblorosa se adivina la añoranza que está ya atenazando su propio corazón. La vena soterrada de la ternura asoma en estas tímidas palabras de Ana. Y ésta es la pincelada definitiva, la que nos revela su alma entera y nos la hace sentir muy cercana a nuestro corazón.

         La crítica histórica está de acuerdo en negar todo fundamento a la presentación de María en el Templo de Jerusalén, pues eran los varones primogénitos los consagrados al Señor. Así pues, Dios no pidió este sacrificio a Ana, y Ana pudo tener a su hija junto a sí, viéndola crecer sobre sus rodillas, teniendo el gozo de educarla, y disfrutando de su presencia hasta su muerte. Breve sería, sin embargo, su felicidad, pues de los evangelios se desprende que María era ya huérfana en el momento de sus esponsales con José, hacia sus 15 años.

         Dios no pidió a Ana el sacrificio de la separación. Pero le impuso otro sin duda mayor: la total ignorancia de su gloriosa misión. Si consideramos la estricta sobriedad de las revelaciones hechas a la propia Madre del Salvador, tendremos que dar por descontado que nunca supo Ana que su hija era una criatura única, ni qué nieto iba a tener de ella.

         Fue el desconocimiento de estas grandezas lo que convirtió a Ana en una figura singularmente atractiva, cuya vida oscura y sin trascendencia aparente, en contraste con la altísima misión que estaba cumpliendo sin saberlo, la hizo madre singular de María, y abuela del Salvador.

         Ana fue un alma completamente entregada a Dios, con la que la Providencia pudo disponer sin pedir permiso. Un alma en total disponibilidad, con la que Dios no tuvo por qué molestarse, a la hora de dar explicaciones. Un alma de abuela, la abuela del Salvador. Bueno es vivir ignorado de los demás, pero es mucho más seguro todavía ignorarse a sí mismo. Que la santa abuela de Jesús nos haga comprender la belleza de su oscuro camino.

 Act: 26/07/24     @santoral mercabá        E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A