17 de Julio

Mártires de Scili

Casimiro Sánchez
Mercabá, 17 julio 2024

         El 17 julio 180 fueron ejecutados en Cartago, al comienzo del imperio de Cómodo (sucesor de Marco Aurelio), un grupo de 12 mártires procedentes de Scili, pequeña población numidia del Africa proconsular. Ignoramos la idiosincrasia de esos 12 mártires, aunque sabemos que eran 7 varones y 5 mujeres, la mayoría de ellos parejas matrimoniales con algún que otro hijo, según las escuetas noticias que nos han transmitido sus Actas martiriales.

         Su documento martirial es, por lo demás, uno de los más emocionantes documentos de la antigüedad cristiana, y nos recuerda la sencillez evangélica. Resulta milagroso que haya podido conservarse, pues durante la Persecución de Diocleciano (ca. 303) fueron sistemáticamente destruidos casi todos los archivos cristianos, y perecieron muchísimas de las actas martiriales del s. II. Las Actas de este proceso fueron tomadas verbalmente por los notarios imperiales, y tuvieron el carácter proconsular estenográfico.

         Situémonos en la Cartago del s. II, centro de irradiación de toda Africa y puerto comercial de 1º orden mundial. Y también en Scili, pueblo cercano a Cartago donde un grupo de cristianos estaba muy bien instruido en la fe, bastante seguro de su religión, conocedor del normal desarrollo del culto cristiano, asiduo al adoctrinamiento metódico y buen conocedor de las Cartas de Pablo, el "varón justo" al que más adelante se referirá.

         Se trata de uno de aquellos numerosos núcleos que, a finales del s. II, abundaban por todo el Imperio Romano, y que eventualmente se veía sometido a pagar un tributo de sangre. Pero vayamos a las Actas de Scili, porque nos dicen que "en Cartago, siendo cónsules Claudiano (por 1ª vez) y Presente (por 2ª vez), el día 16 de las calendas de agosto del 180 comparecieron en la sala del tribunal Esperato, Nartzalo, Cittino, Donata, Secunda y Vestia".

         Una vez dentro del tribunal, el procónsul Saturnino dijo a los presentes:

—Aún estáis a tiempo de lograr el perdón del emperador, si es que entráis en cordura.

         Esperato se adelantó, se hizo portavoz del grupo y contestó:

—Nunca hemos hecho ningún mal, ni hemos perpetrado delito. Jamás hemos maldecido a nadie y honramos a nuestro emperador.

         El procónsul Saturnino dijo:

—También nosotros somos religiosos. Pero nuestra religión es bien sencilla, y juramos por el emperador, y rogamos por su salud, lo cual también vosotros deberíais hacer.

         Esperato contestó:

—Si tranquilamente prestas oídos, te expondré el misterio de la sencillez.

         Saturnino dijo:

—Dado lo mal que empiezas a despotricar contra nuestros dioses, no esperes que te preste oídos. Lo que debéis hacer es jurar por el emperador.

         Esperato contestó:

—Yo no conozco como máximo el Imperio de este siglo, sino que más bien sirvo a aquel Señor a quien no ha visto ni puede ver con sus ojos hombre ninguno. No he cometido hurto, y si algo compro también pago los impuestos. Y eso es porque reconozco a mi señor y emperador de todos los reyes y naciones.

         El procónsul Saturnino dijo, dirigiéndose a los demás:

—Dejad de tener las creencias de éste.

         Esperato contestó:

—Las creencias son malas cuando incitan al falso testimonio, o a cometer homicidios.

         Saturnino, el procónsul, dijo:

—Mirad, dejad este género de locura.

         Cittino contestó:

—No tenemos miedo, si no es a nuestro Señor que está en los cielos.

         Donata dijo:

—El honor al césar, pero el temor sólo a Dios.

         Vestia dijo:

—Soy cristiana.

         Secunda dijo:

—Yo también lo soy, y quiero seguir siéndolo.

         El procónsul Saturnino dijo a Esperato:

—Y tú, ¿continúas en ser cristiano?

         Esperato contestó:

—Soy cristiano.

         Y todos reafirmaron lo que él. A lo que Saturnino insistió:

—¿Queréis un plazo para reflexionar?

         Esperato contestó:

—En asunto tan justo no ha lugar a deliberación.

         El procónsul Saturnino dijo:

—¿Qué traéis en ese estuche?

         Esperato contestó:

—Unos libros y las cartas de Pablo, varón justo.

         El procónsul Saturnino dijo:

—Os doy un plazo de 30 días para que reflexionéis.

         Esperato respondió de nuevo:

—Soy cristiano.

         Y lo mismo respondieron los demás. Entonces el procónsul Saturnino leyó el decreto en la tablilla: "Esperato, Nartzalo, Cittino, Donata, Vestia, Secunda y los demás han confesado haber vivido como cristianos. Han sido invitados a seguir el uso de Roma, pero lo han rehusado obstinadamente. Por lo que se determina que sufran la pena de espada".

         El procónsul Saturnino mandó anunciar por pregón:

—Esperato, Nartzalo, Cittino, Veturio, Félix, Aquilino, Letancio, Genara, Generosa, Vestia, Donata y Secunda sean conducidos al suplicio.

         A lo que todos respondieron:

—Gracias a Dios.

         Así terminan las actas del martirio, con ese Deo gratias unánime de los 12 mártires, como si la lectura de la sentencia provocara en ellos un suspiro de alivio y un grito de triunfo. Era el 17 julio 180. Una mano cristiana añadió a los protocolos oficiales esta coletilla: "Así todos juntos fueron coronados del martirio, y reinan con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos".

         Realmente, no necesita apostillas tan bello documento. El procónsul Saturnino, el 1º que desencadenó la persecución imperial en Africa (según Tertuliano), pudo aprender el laconismo y entereza de aquellos humildes cristianos que tuvo en su tribunal. Hablaron con mesura y sin fanfarronería, pero con dignidad.

         Conservan sus testimonios todas las viejas virtudes romanas, y se sentían orgullos de pertenecer a la civilización romana. Pero todo ello lo subliminaban por debajo de su nueva religión: el cristianismo. Qué noble la frase de Secunda: "¡Lo que soy, eso quiero ser!". Hay en la breve y rotunda afirmación de esta mujer una firmeza inconmovible. Por eso les sobraron a todos los 30 días de plazo, porque "en causa tan justa no había lugar a deliberación".

         Al responder con tal aplomo y seguridad aquellos sencillos aldeanos, sin sentirse cortados ante la pompa de la sala del tribunal del procónsul, nos parece percibir la profecía de Cristo: "Cuando os lleven a juicio no andéis pensando las palabras que debáis decir; mi Padre os pondrá en los labios las palabras que no podrán replicar vuestros adversarios".

         Sí, es el procónsul fue el gran derrotado, a pesar de dictar sentencia condenatoria. Porque todos los mártires de Scili dijeron a una: "Gracias a Dios".

         Las reliquias de estos mártires fueron conservadas en una espléndida basílica, que posteriormente se levantó en su honor en Cartago, y donde algunas veces predicó San Cipriano y San Agustín. Después fueron transportadas a Lyon, y en el s. IX a Arlés, donde se supone que reposan actualmente.

         Procesos semejantes debieron hacerse a cientos. Las persecuciones imperiales sufrieron grandes alternativas, desde Nerón a Diocleciano. Unas veces arreciaban, otras aflojaban, y en las épocas de respiro podía organizarse la vida religiosa con cierta tranquilidad.

         La legislación romana era un tanto ambigua en lo referente al cristianismo, y por este tiempo se regulaba por el Rescripto de Trajano, que prohibía buscar a los cristianos (conquirendi non sunt) pero obligaba a las autoridades a formarles proceso cuando se presentaba contra ellos una denuncia suscrita en regla, dado que las delaciones anónimas no habían de ser tomadas en consideración.

         Ya se comprende que en una situación tan precaria, sujeta además a los rumores y calumnias que corrían entre el populacho sobre supuestos crímenes y costumbres nefandas de los cristianos, la vida de éstos estaba pendiente de un hilo, que con suma facilidad se quebraba cuando el procónsul o gobernador de provincias se dejaba exceder en su celo o compartía la inquina del vulgo contra ellos.

         Porque lo extraño del caso es que, reconociendo en principio la legislación la honradez de los cristianos, al prohibir que se les buscase ("a los criminales se les busca y persigue", argüía con lógica Tertuliano) en cambio, si eran delatados por tales, se les condenaba a pena de muerte, aunque obtendrían sentencia absolutoria si apostataban de su fe.

         De esta forma los procesos contra los cristianos revestían unas características peculiarísimas, que no tenían parangón con otros delitos que fueran llevados a los tribunales. La sola confesión del reo, sin más necesidad de testigos, era motivo suficiente de condenación, salvo que se retractase de su crimen. Esto daba lugar a un forcejeo entre el presidente del tribunal y el cristiano, no carente de emoción, que en el caso que nos ocupa es destacadísimo, pues hasta se llega a conceder a los cristianos un plazo para que piensen y recapaciten, lo cual se hace constar en la sentencia.

         La terquedad del cristiano de mantenerse firme en su fe, que no cedía ante la tortura ni ante la muerte, debía ser incomprensible para el juez pagano. A algunos de éstos se les ve naturalmente honrados, y que proceden con disgusto en tan enojosos procesos, en los que, finalmente, eran ellos los vencidos y los mártires los campeones.

         Por lo general se quedaron en lo exterior, sin comprender toda la grandeza de los mártires, como el mismo Marco Aurelio, que siendo un alma noble, de ética tan elevada que su pluma puede parecernos cristiana, persiguió duramente a los fieles, tomando a fanatismo su desprecio de la vida.

         Pero también hubo almas mejor dispuestas que llegaron a la verdad del cristianismo a través de la entereza de los propios mártires, superando los prejuicios y leyendas que corrían acerca de su baja moralidad. La comparación era bien patente: "así no morían los criminales", que además tenían ganada la libertad con un sencillo gesto de echar unos granos de incienso ante la estatua del emperador o formular por escrito o verbalmente una retractación.

         Tales procesos, siendo públicos, se prestaban también a una propaganda de la nueva religión. El mártir era etimológicamente "el que daba fe", el que confesaba en público su doctrina y el que a menudo la rubricaba con su sangre, con lo que el testimonio resultaba del todo excepcional.

         Los fieles no desaprovechaban la ocasión. Así hacían, junto con la confesión de su fe, una exposición de la misma, justificando sus creencias y la imposibilidad de retractarse de ellas. A las llamadas a la cordura de los jueces paganos contestan siempre que no pueden obedecer.

         Ellos acatan las leyes del Imperio Romano, pagan los tributos, son ciudadanos respetuosos con las autoridades constituidas; pero no pueden acatar la religión oficial, que comportaba el culto al emperador y a la diosa Roma, o sea, la divinización del Estado. Esto constituía su crimen, que lo era de lesa majestad y estaba castigado con pena de muerte.

         Sin embargo, como los cristianos en su vida ordinaria no eran peligrosos se les dejaba en paz, siempre que no mediase delación formal o que los tumultos del populacho, tantas veces provocados por los judíos, no aconsejasen una táctica de rigor. En general, la política del Imperio para con el cristianismo fue contemporizadora.

         Al evocar el martirio de los Mártires de Scili, quisiéramos rendir homenaje a otros muchísimos mártires anónimos del s. II. El cristianismo había penetrado ya profundamente en todas las capas sociales, había alcanzado no sólo las mejores ciudades (adonde llegaría en 1º lugar), sino también los municipios y los pagus (lit. aldeas) como Scili.

 Act: 17/07/24     @santoral mercabá        E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A