Artículo de reflexión sobre
la ley y religión, bases de la Mesopotamia


Culto a la divinidad, epicentro del mundo mesopotámico durante 6.000 años

Zamora, 1 septiembre 2021
Antonio Fernández, licenciado en Filosofía

           Para los estudiosos, el llamado Código de Hammurabi (ca. 1.790 a.C) es prueba histórica de una civilizada derivación de esa ley natural de la supervivencia. Es prueba histórica en cuanto dicho código está expresado en la escritura cuneiforme, de la que se tienen vestigios de antigüedad superior a cinco mil años antes y que, en diversas variantes, fue medio de comunicación entre los pobladores de lo que se conoce como Mesopotamia, o territorio bañado por los ríos Tigris y Éufrates. Los estudiosos aseguran que las primeras tablillas de arcilla (ca. 3.000 a.C) en escritura cuneiforme son, de hecho, documentos comerciales en cuanto expresan una especie de suma y sigue propia de cierto intercambio entre personas o grupos con detalles precisos sobre formas de vida y religiosidad de entonces.

           Los grupos humanos de aquellas épocas, compactados por la mutua conveniencia, irían de aquí para allá hasta descubrir las ventajas del sedentarismo y hacerse ganaderos, recolectores y, por último, agricultores. Sin duda que hubieron de hacerlo dentro de un orden tal vez trazado y presidido por el que, dentro del grupo, tenía madera de líder; podría ser un orden similar al que la moderna sociología industrial encuentra en los llamados grupos informales, según el cual, un conjunto de personas dejadas a su albedrío tienden a agruparse en número variable según las circunstancias pero siempre bajo el impulso de una de ellas, revestida de una especie de liderazgo natural. De ser ello así, la formación de clanes o tribus podría haberse llevado a cabo sin traumas y de forma espontánea o, digámoslo, natural.

           No es eso lo que pensaba Heráclito (ca. 535 a.C), para quien “la guerra era la madre de todas las cosas”, ni siglos más tarde Plauto (ca. 254 a.C), quien en Asinaria llegó a decir: Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit (lo que, traducido, viene a significar: “Lobo es el hombre para el hombre y no hombre cuando desconoce quién es el otro”).

           Uno y otro incurren en malévola exageración: Desde siempre, al lado de los lobos, hubo corderos e, incluso, ni lo uno ni lo otro, y sí personas con voluntad de aceptar como igual a cualquier semejante; es así como para Séneca (ca. 4 a.C), sin haber conocido el cristianismo, el “otro” puede ser alguien de quien fiarnos y, por lo tanto, digno de respeto: Homo, sacra res homini (lit. “el hombre es algo sagrado para el hombre”), tal como escribió en su Carta a Lucilio (XCV, 33); pudo ser así en plena efervescencia de la cultura pagana, dentro de la cual, algunos testigos de todos sus atropellos, injusticias y discriminaciones, se veían obligados a reconocer a la templanza, saber hacer y buena voluntad como valores constituyentes de una sociedad genuinamente humana. Con la llegada del cristianismo, el otro ya no solo era digno de respeto, sino de un amor de hermano similar al que uno se concede a sí mismo; otra cosa es la difícil puesta en práctica en todos y en cada uno de los avatares de la historia.

           Ello no obstante, a dieciocho siglos de Plauto, por necesidades del guión que se había propuesto con su Leviatán, en el que defiende la legitimidad de la tiranía, Hobbes (ca. 1588) presta un más drástico significado a lo de homo homini lupus y sostiene que, “en estado de naturaleza, el hombre es lobo para el hombre”. Lo que le lleva a definir a la sociedad primitiva como de “guerra de todos contra todos”. De ser así, la sociedad humana se habría visto reducida a la nada en su 1ª generación, lo cual no ocurrió. En efecto, de una forma u otra, y a lo largo de la historia, las sociedades han mostrado suficiente capacidad como para superar esos baches de lo que podemos llamar irracional animalidad.

           ¿Podemos llamar a esa virtualidad grito de una conciencia específicamente humana y con suficiente entidad para desarrollar un cierto espíritu comunitario capaz de neutralizar lo del “hombre lobo para el hombre”? Claro que sí, a poco que reparemos en que, según lo que nos llega de las civilizaciones más remotas y el conocimiento actual de los pueblos menos civilizados, las sociedades humanas han hecho historia con algo más de los continuos enfrentamientos de unos y otros: la humanidad se habría aniquilado a sí misma si la guerra y el odio no hubieran encontrado freno en cierta voluntad de entendimiento.

           Es el comercio una de las más claras expresiones de esa voluntad de entendimiento, cuestión que, añadida al probado afán de lucro o espíritu de aventura de algunas personas, permiten suponer que, ya en los primeros balbuceos de la civilización, hubo comerciantes o profesionales que practicaron el oficio de negociación, a base de comprar, vender o intercambiar.

           Parece ser que los primeros de estos profesionales hicieron su carrera moviéndose de aquí para allá por la India, el Creciente Fértil, Egipto, los pueblos del mar (tirios, aqueos, troyanos...). Claro que, también cabe suponer que, con anterioridad a esos profesionales no faltaron intercambios entre familias y tribus, siempre o casi siempre liderados por los más avispados de tal o cual familia, tribu, pueblo o conjunto de pueblos.

           Desde esa perspectiva, nos atrevemos a afirmar que el comercio, como elemental sistema de trueque, existió antes que las guerras, fueran éstas de hombre a hombre, de tribu contra tribu, clase contra clase... Y lo más probable es que se llegara a las manos a causa de malas operaciones comerciales, aliñadas por la ambición del más bruto o del más ducho en el arte de embaucar a los ingenuos (esa mayoría acrítica siempre dispuesta a seguir al sol que más calienta). A lo que se sumaría la imposición de la fuerza a cargo de la tropa del líder y, en ocasiones, atemperada por una u otra derivación de lo que, sin salirnos del ámbito de lo puramente crematístico, podemos llamar Ley Natural de la Supervivencia.

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           Los estudiosos a los que nos referimos, son esos mismos que nos muestran cómo, hace no menos de 8.000 años ya existió la que llaman Cultura Halaf, de la que han encontrado restos de templos levantados en torno al año 6.100 a.C. Nos dicen que esa cultura se basaba en innovadoras técnicas de regadío, que se extendías desde los montes Zagros al Mediterráneo y que desapareció al ser aniquilada o absorbida por la subsiguiente cultura catalogada como del Período El Obeid, que privó en la zona desde el VI al III milenio a.C, en el que hicieron su aparición los sumerios que se distinguen por haberse organizado en diversas ciudades estado (Uruk, Lagash, Kish, Ur, Eridu..), sobre las cuales, andando el tiempo, predominó Babilonia, durante un tiempo capital de los amoritas o amorreos (a los que la Biblia muestra descendientes de Cam; Gen 10, 6-16).

           Se nos dice que los descendientes de Noé emigraron desde lo que hoy es Armenia hacia el sur, a lo largo de la corriente del Tigris, y luego hacia el oeste a la otra orilla del Tigris hacia “una vega en el país de Sennaar” (como se designa en la Biblia la Mesopotamia). Como su creciente número los obligaba a vivir en localidades cada vez más distantes de sus hogares patriarcales, dijeron: “Ea, vamos a edificarnos una ciudad y una torre con la cúspide en los cielos, y hagámonos famosos, por si nos desperdigamos por toda la haz de la tierra”. El trabajo comenzó pronto, y así “el ladrillo les servía de piedra y el betún de argamasa”. Mas Dios confundió su lenguaje, de tal manera que no entendía cada cual el de su prójimo y desde aquel punto se desperdigaron por la tierra y dejaron de edificar la ciudad.

           La narración que llega de aquel entonces, aunque expresada en términos de folklore oriental, no expresa meramente una lección moral, sino que se refiere a algún hecho histórico del oscuro pasado.

           No hubo tal vez en el mundo antiguo lugar en toda la tierra en que se oyera tal variedad de lenguas y dialectos como en donde acadios, sumerios y amorreos, elamitas, casitas, sutitas, kutitas, y quizá hititas se reunían y dejaban su huella en el lenguaje; donde semitas de distintas variantes sólo muy gradualmente desplazaron la lengua no semítica más antigua, y donde durante muchos siglos la gente era al menos bilingüe. Se cree que fue el lugar de encuentro de turanios, semitas e indogermánicos. Aun así permanecía en la conciencia nacional el recuerdo de los primeros pobladores de una zona en la que se hablaba un solo lenguaje. A ello se refiere el Génesis en los siguientes términos:

“Todo el mundo hablaba una misma lengua y empleaba las mismas palabras. Y cuando los hombres emigraron desde Oriente, encontraron una llanura en la región de Senaar y se establecieron allí. Entonces se dijeron unos a otros: Vamos, fabriquemos ladrillos y pongámolos a cocer al fuego. Y usaron ladrillos en lugar de piedra, y el asfalto les sirvió de mezcla. Después dijeron: Edifiquemos una ciudad, y también una torre cuya cúspide llegue hasta el cielo, para perpetuar nuestro nombre y no dispersarnos por toda la tierra. Pero el Señor bajó a ver la ciudad y la torre que los hombres estaban construyendo, y dijo: Si esta es la primera obra que realizan, nada de lo que se propongan hacer les resultará imposible, mientras formen un solo pueblo y todos hablen la misma lengua. Bajemos entonces, y una vez allí, confundamos su lengua, para que ya no se entiendan unos a otros. Así el Señor los dispersó de aquel lugar, diseminándolos por toda la tierra, y ellos dejaron de construir la ciudad. Por eso se llamó Babel: allí, en efecto, el Señor confundió la lengua de los hombres y los dispersó por toda la tierra” (Gen 11, 1-9).

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           En el alba de la historia, a mediados del quinto milenio antes de Cristo, encontramos en el valle del Éufrates cierto número de ciudades-estado, o más bien de ciudades-reino, rivales unas de otras en tales condiciones de cultura y progreso, que este valle ha sido llamado la cuna de la civilización, no sólo del mundo semítico, sino muy probablemente también de Egipto. Los pueblos que habitaban este valle no eran seguramente todos de una misma raza; diferían en tipo y lenguaje. Los habitantes primitivos, de probable ascendencia mogólica, fueron llamados sumerios, o habitantes de Súmer. Inventaron la escritura cuneiforme, construyeron las ciudades más antiguas, y condujeron al país a una envidiable prosperidad en una muy acusada escala social de forma que, los de abajo solían ser considerados al mismo nivel que los animales de carga.

           El entonces llamado país de Súmer (o Sennaar) se extiende diagonalmente del noroeste al sudeste, entre 30º y 33º de latitud norte y 44º y 48º de longitud este, o desde la actual ciudad de Bagdad al Golfo Pérsico, desde las vertientes de Khuzistan (al este) hasta el desierto Arábigo (al oeste), y está sustancialmente contenido entre los ríos Éufrates y Tigris (aunque se debe añadir al oeste una estrecha franja de cultivo a la orilla derecha del Éufrates). La fertilidad de esta rica llanura aluvial era proverbial; producía abundancia de trigo, cebada, sésamo, dátiles y otros frutos y cereales. La palmera se cultivaba con asiduo cuidado y aparte de suministrar toda clase de alimento y bebida, se usaba para mil necesidades domésticas. Pájaros y aves acuáticas, piaras y rebaños, y numerosísimos ríos con peces proveían generosamente a los residentes a la par que atraían a gentes de lejanas tierras. Pero estaba prácticamente desprovisto de rocas y minerales por lo que, según consta en anotaciones cuneiformes de fechas tan lejanas como 4.500 años a.C, hubieron de organizarse expediciones hasta el Sinaí para proveerse de cobre para armas y herramientas, de piedras y maderas duras para revestir y consolidar las edificaciones a base de adobes de barro secados al sol.

           Los pacientes investigadores del pasado nos dicen que, a lo largo de los siglos, la civilización ha seguido el proceso del saber hacer humano a partir de comunidades más o menos compactadas a la par que más o menos favorecidas por los accidentes naturales de su entorno en un ambiente de perpetuas rivalidades que han llevado al dominio de unos grupos tribales sobre otros hasta que, por mutua conveniencia, unos pocos descubren las ventajas de desarrollar las diversas y complementarias capacidades y se llega a la aldea autosuficiente y, de ésta, a la gran ciudad, cuyas complejidades requieren un orden que, las más de las veces, descansará en un jefe supremo con fácil tendencia a considerarse a sí mismo como privilegiado entre los más privilegiados hasta convertir su poder en pura y simple satrapía. Ése es un proceso que se ha constatado en lo que se sabe que sucedió en la antigua Mesopotamia durante varios miles de años a partir de los vestigios de la llamada civilización sumeria, de apariencia profundamente materialista, es decir, más aficionada a los goces materiales que a los espirituales y, por demás, devota de colosales ídolos de piedra por encima del Ser Supremo al que se referían sus más antiguas creencias y que, en función del ascendiente social de los más orgullosos y más apegados a las satisfacciones terrenas, terminan por ser divinizados en paralelo con los héroes del momento, en incluso, con su principal promotor, es decir, el sátrapa de turno, en ciertos casos, puesto al lado si no por encima del primero de todos sus dioses. Es lo que se ve en el conocimiento de la trayectoria religiosa de una civilización materialista de la que los primeros vestigios datan de no menos de seis mil años antes de nuestra era.

           Aún más antigua que la egipcia, la civilización mesopotámica, es decir, la desarrollada en las cuencas del Tigris y el Éufrates, no se nos presenta menos materialista y, por lo mismo, no menos tiránica. Como veremos más adelante, precisamente, fue de allí de donde partió el principio de lo que podría calificarse de visión trascendente de la realidad como reacción al mundano materialismo de los poderosos de la zona. Antes se nos impone un breve repaso a lo que antropólogos y otros investigadores nos dicen de aquellos tiempos en lo tocante a la religión.

           El panteón mesopotámico surgió de la gradual amalgama de las deidades locales de las primitivas ciudades-estado de Súmer y Acad. Es una mitología que surge, principalmente, del a proyección celestial de las aventuras terrenales de los primitivos centros de civilización en el valle del Éufrates. En gran medida, fue un producto sumerio, esto es, mogol, sin duda modificado por la influencia semita, aunque llevando hasta el final la huella de su origen mogol en los propios nombres de sus dioses y en las lenguas muertas sagradas en las que se dirigen a ellos. El espíritu tutelar de una localidad extendía su poder con el poder político de sus adherentes; cuando los ciudadanos de una ciudad entraban en relaciones políticas con los ciudadanos de otra, la imaginación popular pronto creaba la relación de padre e hijo, hermano y hermana, o marido y mujer, entre sus dioses respectivos. El trío mesopotámicos de Anu, Bel y Ea es el resultado de una especulación tardía, que divide el poder divino en lo que gobierna el cielo, lo que gobierna la tierra y lo que gobierna bajo la tierra. Ea fue originariamente el dios de Eridu en el Golfo Pérsico y por tanto el dios del océano y de las aguas bajo él. Bel fue originariamente el espíritu principal (en sumerio Enlil, la designación más antigua de Bel, que en semita significa jefe o señor) de Nippur, uno de los más antiguos, posiblemente el más antiguo, centro de civilización después de Eridu. Sin, el dios de la luna, era el aceptado como principal patrón por la ciudad de Ur mientras que Shamash, el dios del sol recibía especial veneración en Larsa y Sippar.

           Con el ascenso de Babilonia y la unificación política de todo el país bajo su poderío, el dios de la ciudad, cuyo nombre (Marduk) no aparece en ninguna inscripción anterior a Hammurabi, salta al 1º plano. Los teólogos babilonios no sólo le dan sitio en el panteón, sino que en la Epopeya de Enuma Elish se relata cómo en recompensa por vencer al Dragón del Caos, los grandes dioses (sus padres) concedieron a Marduk sus propios nombres y títulos. Marduk eclipsó gradualmente tanto a las demás deidades que estas fueron consideradas como meras manifestaciones de Marduk y como tales eran invocadas. A juzgar por la continua invocación a los dioses en cada detalle concebible de la vida, y por el continuo reconocimiento de la dependencia de ellos, y por las humildes y ansiosas plegarias que aún existen, los babilonios fueron una nación de destacada piedad, que reflejaban en extremado rigor contra todos los que no compartían sus creencias oficiales, que toleraban muy bien a multitudes divinas bajo un dios principal pero no a un posible rival de ese mismo dios, es decir, del incuestionable Marduk, bajo cuyo predominio absoluto, el panteón babilonio comprendía miles de dioses, algunos de tradición propia, otros incorporados por contacto o herencia de otros pueblos: un recuento del s. IX a.C. nos da la cifra de no menos de 60.000 dioses de todas las imaginables categorías.

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           Sin salir de lo que atañe a las cuencas del Tigris y el Éufrates, es en torno al año 6.100 a.C cuando deja su huella la llamada Cultura Halaf, que se extendía desde los montes Zagros (cadena montañosa de Irán) hasta el Mediterráneo. Es una cultura caracterizada por una cerámica de excelente calidad y pintada con esmero, lo que da idea de que era realizada por profesionales al servicio de las clases más altas. Ello que nos lleva a la conclusión de que, entonces como ahora, la calidad social de las personas era medida por los niveles de poder político o de fortuna en evidente apreciación materialista. Así se cree que fue a la par que se acusa un incremento de la población y del número de asentamientos ocupados en los que se explotan diferentes recursos agrícolas y ganaderos. En relación a esto último, es posible que se diese un pastoreo que necesitaba la búsqueda constante de nuevos pastos, lo que explicaría la expansión territorial de esta cultura que llega hasta el 5.400 a.C, en que irrumpe la llamada Cultura del Obeid, cuyas principales manifestaciones (lo que los arqueólogos llaman tell) fueron descubiertas el pasado siglo en la llanura aluvial mesopotámica, justamente, en la zona en la que estuvo emplazada la ciudad de Ur, privilegiado lugar que hoy se tiene como punto de partida de lo que se llama civilización judeo-cristiana.

           Al parecer, en un primer momento, hubo cierta discordancia entre la Cultura del Obeid y su antecesora, la Cultura Halaf, hasta que ésta terminó plenamente absorbida por aquella, en cuyo ámbito se encuentran las mayores evidencias de la civilización sumeria, aunque se mantiene la incógnita sobre el verdadero origen de los sumerios como pueblo diferenciado de sus coetáneos.

           Arqueológicamente, el Período Obeid está dividido en 4 subperíodos que van desde el 5.600 al 3.700 a.C. Se nos dice que, generalmente, los asentamientos obeid eran reducidos y muy dispersos hasta que, andando el tiempo, fueron creciendo y haciéndose más estables hasta formar auténticos núcleos urbanos con bien diferencias clases sociales bajo una rigurosa y materialista protección de lo que los poderosos estimaban propiedad privada, cuyo valor principal parece que fue una ganadería a base de ovejas, cabras, vacas y cerdos. Es en aquella relativa prosperidad en donde, además de la escritura cuneiforme, se cree tuvieron lugar invenciones como las de la rueda y el torno del alfarero. También se sabe que, entre los sumerios, estuvieron los primeros astrónomos con la primera visión heliocéntrica del universo de la que se tiene noticia.

           Los primeros restos de Ur pertenecen al Período Obeid (V milenio a.C), en el cual se produjeron los primeros asentamientos urbanos en la zona. Ur es, por tanto, una de las ciudades más antiguas e importantes de Sumeria, con varios siglos de anticipación a Babilonia. Durante el IV milenio a.C la gran cantidad de cerámica encontrada parece indicar que Ur pudo haber sido un centro importante de producción. Esta situación se prolongó hasta el inicio del III milenio a.C. Es del s. XXVI a.C, de cuando se tiene información sobre el célebre Mesh-Ane-Pada (o Mesanepada), fue un gran rey sumerio de la I dinastía de Ur, que impuso la soberanía de su ciudad como hegemónica en Sumeria. Combatió contra el legendario Gilgamesh y, al parecer, salió victorioso derrotando luego al rey de la ciudad de Kish, capital de los acadios, tras lo cual, ya pudo reclamar su derecho de nombrarse rey de Kish (y por lo tanto, erigirse en Señor de Sumeria). Es el 1º rey de Ur que aparece en la Lista Real Sumeria, descubierta en 1922 por el arqueólogo Weld-Blundell. Dos siglos más tarde, Ur es conquistada por el rey Lugalzagesi de Umma (ca. 2.340 a.C), hasta que entra en escena Sargón I de Akkad (ca. 2.270 a.C), más conocido como Sargón el Grande, cuyo Imperio se extendía desde Elam hasta el mar Mediterráneo, incluyendo la región de los ríos Tigris y Éufrates, partes de las modernas Irán, Siria y posiblemente partes de la actual Turquía.

           Es en el s. XXII a.C cuando surge la figura de Urnamu (ca. 2.113 a.C) un caudillo sumerio, que, tras derrotar a sus competidores acadios y elamitas, fundó la llamada III dinastía de Ur, con la que vendría el renacimiento sumerio y una nueva etapa de esplendor en Mesopotamia (como no se veía desde Sargón I de Akkad). Más que un rey de carácter expansionista, se dedicó Urnamu a unir en una sola entidad política a las principales ciudades de la Mesopotamia central y meridional (a las que restringió buena parte de su autonomía), con un remedo de constitución que vemos reflejado en el llamado Código de Urnamu (ca. 2.112 a.C), el 1º que establece una clara división entre ciudadanos libres y esclavos, sin otros derechos que los que les quieran atribuir sus dueños. Las ciudades sumerias perdieron la autonomía de la que disfrutaban en otro tiempo y pasaron a estar bajo control directo del rey de Ur, que promovió la excavación de nuevos canales de riego, la apertura de nuevas rutas comerciales, la reconstrucción de los templos derruidos por las anteriores invasión y la edificación de colosales construcciones entre las que destaca el llamado Zigurat Sin de Ur, cuyas ruinas han llegado hasta nuestro tiempo (en que el dictador iraquí Hussein inició su recuperación en 1975, según la figura recreada por computadora).

           La Ur de la III dinastía se mantuvo con cierto esplendor, llegando a albergar unas 200.000 personas hasta comienzos del s. XX a.C, en que fue arrasada por los nómadas procedentes de la cordillera de los Zagros (probablemente, caldeos) y de las zonas desérticas occidentales (los amorreos), a los que previamente se había unido un tal Ishbierra (ca. 2.003 a.C), vasallo y general de confianza de Ibisin (ca. 2.026 a.C), rey de Sumeria y Akkad y último representante de la III Dinastía de Ur. Es en esa situación cuando se suceden las desgracias descritas en las llamadas Lamentaciones de Ur, un texto sumerio en el cual se atribuye la Caída de Ur (citada en la Biblia como Ur de Caldea) a la pérdida del favor de los dioses, tras lo cual se narran una serie de proyectos y deseos para que la ciudad recupere su estado anterior, una vez castigados debidamente todos los que no ven en los dioses tradicionales la ansiada salvación.

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           Para no perder el hilo de la historia, no podemos cerrar este capítulo sin referirnos al célebre rey Hammurabi I de Babilonia, el más destacado de los reyes amoritas (o amorreos) y el que hizo de Babilonia la “ciudad de las ciudades”. Como tal, es recordado Hammurabi como el titular del código que nos muestra cómo, por aquel entonces, el soporte de un equilibrio social (más o menos duradero) eran las leyes que los poderes públicos formulaban. Sin duda que fueron leyes no siempre coincidentes con lo que hoy se entiende por Derecho Natural, y menos aún con lo que los exégetas católicos consideran el Derecho de Gentes inspirado en el evangelio. El Código de Hammurabi no es el más antiguo de los que se tienen noticia: anterior a él, promulgados por otros reyes o sátrapas de la misma Mesopotamia están el Códice de Urnamu (ca. 2.050 a.C), el Códice de Esnuna (ca. 1.930 a.C) y el Códice de Lipitistar (ca. 1.870 a.C).

           Lo normal entonces era que los grandes conquistadores se consideraran a sí mismos dioses en paridad o superior nivel al de los patronos de las ciudades que iban conquistando. No fue ése el caso de Hammurabi, quien se consideraba a sí mismo el servidor privilegiado de la divinidad (Marduk, nombre con el que sus compatriotas honraban al presunto padre de los dioses y de los hombres). Durante unos 40 años de gobierno, logró hacer de la Mesopotamia una especie de federación de ciudades-estado (Ur, Larsa, Mari, Eridu, Uruk, Isin, Kish…), con Babilonia como capital. Tras lo cual impuso su código de 282 leyes, que han llegado hasta nosotros (hoy, en el Museo Louvre de París) grabadas en escritura cuneiforme sobre una estela de diorita de 2,25 m. altura. Lo substancial de ese código está inspirado en la llamada Ley del Talión, según la cual el castigo debe ser proporcional y de la misma índole que el delito cometido. Es lo que demuestra la trascripción de las siguientes leyes:

194. Si uno dio su hijo a una nodriza y el hijo murió (porque) la nodriza amamantaba otro niño sin consentimiento del padre o de la madre, será llevada a los jueces, condenada y se le cortarán los senos.
195. Si un hijo golpeó al padre, se le cortarán las manos.
196. Si un hombre libre vació el ojo de un hijo de hombre libre, se vaciará su ojo.
197. Si quebró un hueso de un hombre, se quebrará su hueso.
198. Si vació el ojo un muskenun o roto el hueso de un muskenun, pagará una mina de plata.
199. Si vació el ojo de un esclavo de hombre libre o si rompió el hueso de un esclavo de hombre libre, pagará la mitad de su precio.
200. Si un hombre libre arrancó un diente a otro hombre libre, su igual, se le arrancará su diente.

           Que en el Código de Hammurabi se reconoce el derecho a la propiedad privada y se trata de regular convenientemente el comercio lo muestra la trascripción de las siguientes leyes:

7. Si uno compró o recibió en depósito, sin testigos ni contrato, oro, plata, esclavo varón o hembra, buey o carnero, asno o cualquier otra cosa, de manos de un hijo de otro o de un esclavo de otro, es asimilado a un ladrón y pasible de muerte.
8. Si uno robó un buey, un carnero, un asno, un cerdo o una barca al dios o al palacio, si es la propiedad de un dios o de un palacio, devolverá hasta 30 veces, si es de un muskenun, devolverá hasta 10 veces. Si no puede cumplir, es pasible de muerte.
9. Si uno que perdió algo lo encuentra en manos de otro, si aquel en cuya mano se encontró la cosa perdida dice: "Un vendedor me lo vendió y lo compré ante testigos"; y si el dueño del objeto perdido dice: "Traeré testigos que reconozcan mi cosa perdida", el comprador llevará al vendedor que le vendió y los testigos de la venta; y el dueño de la cosa perdida llevará los testigos que conozcan su objeto perdido; los jueces examinarán sus palabras. Y los testigos de la venta, y los testigos que conozcan la cosa perdida dirán ante el dios lo que sepan. El vendedor es un ladrón, será muerto. El dueño de la cosa perdida la recuperará. El comprador tomará en la casa del vendedor la plata que había pagado.
10. Si el comprador no ha llevado al vendedor y los testigos de la venta; si el dueño de la cosa perdida ha llevado los testigos que conozcan su cosa perdida: El comprador es un ladrón, será muerto. El dueño de la cosa perdida la recuperará.

           Por lo expuesto, bien podemos deducir que no sirven a la verdad los que se remiten al pasado para explicar la historia como un simple catálogo de enfrentamientos y guerras entre unos y otros: sí que ha habido elocuentes ejemplos de que, en ocasiones, el hombre actúa como un lobo contra sus semejantes; pero no es menos cierto que progresa mucho más cuando se muestra preocupado por la suerte de los demás, aunque ello no siempre obedezca a motivos altruistas y sí a cierto afán de beneficiarse de abundancias y carencias de sus semejantes en línea de reciprocidad, es decir, practicando el comercio cuando no está dispuesto a sacrificarse por el otro por motivos morales o religiosos, sobre todo si la religión que se practica hace del amor y de la libertad las principales banderas.

           Consecuentemente, reconozcamos que, en el proceso histórico de la humanidad, la religión, el comercio y las leyes constituyen el eficaz y deseable antídoto de las guerras, y en consecuencia pueden promover y, de hecho, promueven un progresivo bienestar.