Disolvente de Conciencias


Mundo de los cómicos, surgido en la comedia de la Grecia Clásica

Querétaro, 13 mayo 2024
Jesús García, periodista de Observatorio

          "Por lo menos habría que demostrar que el arte y la religión son incompatibles, cuando en realidad están llamados a entenderse". Es lo que dijo el escritor Gillet, aludiendo al actual conflicto moral de los artistas y, para particularizar, el de los actores.

          En efecto, ya desde antiguo los artistas fueron siempre muy criticados, con argumentos como que no tenían derecho a fingir, que fingir es una forma de mentir, y que es anti-natural hacerse pasar por otro. Y por eso fueron llamados hypocrités, concepto que, debidamente castellanizado (lit. hipócrita), es hoy completamente peyorativo.

          En definitiva, en la historia ser actor ha sido siempre una tragedia, y en la sociedad no se ha parado de vilipendiar y tachar de payasería. Cuentan que a Molière se le negó sepultura en terreno sagrado, y que en la España del s. XVIII las autoridades privaban a los histriones (actores de teatro) de todo tipo de derechos, quitándoles la facultad de recibir mandas (legados) o ejercer cargos públicos. Bossuet, La Bruyère y Leon Bloy propusieron a los artistas como lazo de cochino, y para el último de ellos la condición de actor era "la vergüenza de las vergüenzas" y la vocación teatral "la más baja de las miserias".

          A Louis Jouvet le dijeron en su propia casa, tratando de disuadirlo del arte escénico, que "el teatro es un oficio vergonzoso", a lo que éste respondió que "la vergüenza del teatro y su indignidad no van más allá que las vergüenzas e indignidades que se pueden encontrar en otras profesiones", para terminar diciendo que "yo desafiaría el deshonor, y probaría a toda mi familia que no hay vergüenza alguna en recitar versos, ni la menor indignidad en permitir circular dentro de uno los sentimientos e ideas nacidas del corazón de Shakespeare, Racine, Molière o Musset".

          Con el tiempo, al actor se le empezó a poner por las nubes, o incluso se le condecoró. De hecho, Laurence Olivier y Alec Guinness fueron sires (es decir, caballeros de la élite británica), y el francés Louis Jouvet fue designado caballero de la Legión de Honor.

          Pero los tiempos han empeorado, y el arte (particularmente el arte escénico) se ha convertido hoy en día, por empeño de empresarios y agentes diversos de la amoralidad, en el más temible enemigo de la moralidad, y el disolvente más eficaz de las conciencias. La industria cinematográfica-televisiva-teatral, por motivos de interés monetario, explota todos los apetitos individuales, halaga todas las pasiones y busca a toda costa encender los deseos sensuales. Domina en él el encueratismo, la procacidad y la irreverencia, excitando peligrosamente las pasiones viciosas.

          Por otra parte, la fama afecta la psiquis de muchos actores, que se lanzan al escándalo social, a la incurrencia en los antivalores y a las extravagancias. Su egolatría les lleva a repudiar la decencia como cosa irrisoria, y a la ética religiosa como incómoda retrogradación, escudados en un real o aparente indiferentismo religioso.

          En estas circunstancias, ¿puede el Espíritu Santo soplar en el alma de los artistas? ¿Puede ayudar san Ginés, patrono de los actores y de los payasos? Evidentemente, los actores tienen perfecto derecho a entrar en el mundo espiritual, y llevar una vida de valores. E incluso pueden vivir cristianamente. Pero siempre a condición de que cooperen en la acción de la gracia sobre sí mismos, practiquen personalmente las virtudes y defiendan públicamente sus valores éticos y religiosos.

          Hay que devolverles a los artistas, pues, un poco de la confianza, la que nunca tuvieron en la historia y la que los actuales chiquiricuatres de la inmmoralidad les quieren infundir. Hay que decirle a los artistas que no son ciudadanos de 2ª clase y que pueden confiar en Dios, como cristianos con pleno derecho. Eso sí, habría que dejarles claro que han de dejar de lado los calamitosos valores de sus atmósferas envenenadas.

          Como antecedente, en aquel lejano 1927 nació en París la Asociación Católica del Teatro, que se definía así misma como "una asociación que agrupa a los profesionales del teatro con el fin de afianzar su vida espiritual". Y como consecuencia de ello fue editado el libro El Credo de los Artistas de Gillet. Aquello fue algo digno que hoy muy bien podría ser imitado, porque "las máscaras, ciertamente, pueden ir al cielo". En ese sentido, cabría recordar lo que Cristo afirmó: «Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores».

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 Act: 13/05/24         @noticias del mundo              E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A