15 de Julio

Lunes XV Ordinario

Equipo de Liturgia
Mercabá, 15 julio 2024

a) Is 1, 11-17

         Nos dice hoy Dios mismo, a través del profeta Isaías, que nuestras prácticas religiosas no tienen ningún valor a sus ojos. O peor aún, que le repugnan si no son sinceras: "Harto estoy de vuestros holocaustos, y la sangre de los toros me repugna. No soporto ya vuestras fiestas, y vuestros novilunios y vuestras peregrinaciones las aborrece mi alma".

         En efecto, los gestos exteriores no tienen valor alguno si no expresan algo íntimo y profundo. Y sin embargo, todos esos ritos (holocaustos, sacrificios, sábados, peregrinaciones...) habían sido ordenadas por Dios (Lv 1, 1-17; 23, 1-8), con maldiciones terribles para quien no observare esos ritos (Lv 26, 14).

         Y por si no creemos esta vuelta atrás de Dios, sigamos escuchándole a través del profeta Isaías: "Cuando venís a presentaros ante mí, ¿quién os ha ordenado pisotear mis atrios? No sigáis trayendo oblaciones vanas". Es exactamente como si hoy se dijera: "No sigáis viniendo a misa". Y si esto os choca, pensemos que Jesús dijo lo mismo: "Deja tu ofrenda y ve primero a reconciliarte con tu hermano" (Mt 5, 24), citando textualmente otro pasaje del mismo Isaías: "Bien profetizó de vosotros Isaías, hipócritas, cuando dijo: Este pueblo me honra con sus labios, al mismo tiempo que su corazón está lejos de mí. Pero en vano me rinden culto" (Is 29,13; Mt 15,8).

         Así, pues, "al extender vosotros vuestras manos, Yo me tapo los ojos. Y aunque multipliquéis las plegarias, Yo no las oigo". ¿De veras, Señor? Cuando tantos cristianos están reunidos en la iglesia el domingo, o cuando el sacerdote extiende las manos hacia ti, en nombre de la Iglesia, ¿te tapas los ojos? Sin embargo, no es posible que tú condenes las plegarias sinceras, porque tú nos las has pedido.

         Añadamos a todo esto que el profeta Isaías fue aquel que vio a Dios en el marco de una liturgia grandiosa (Is 6, 18), para estar exclamando día y noche al Señor: "Santo, Santo, Santo es el Señor. Los cielos y la tierra están llenos de tu gloria". Sería una falta de honradez, por tanto, utilizar tales textos para justificar una condena de todo culto, o de todo esplendor litúrgico.

         Lo que por desgracia se ve, y eso es lo que denuncia Isaías, es que mucha gente vive en el confort y la belleza de sus hogares, mientras que para la casa de Dios llevan las migajas de su espíritu. ¿Qué diría Jesús de esta nueva forma de hipocresía?

         Lo que dijo Isaías está bien claro: "Purificaos y quitad vuestras fechorías de delante de mi vista. Desistid de hacer el mal y aprended a hacer el bien. Buscad la justicia y dad sus derechos al oprimido y al huérfano, y defended a la viuda". El verdadero culto que Dios espera es el de nuestra vida cotidiana: al servicio de los demás, especialmente de los más débiles.

Noel Quesson

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         El sábado pasado leíamos la vocación profética de Isaías, el profeta más importante de Israel. Y hoy ya le vemos actuando, y con valentía. Se hace sobre todo portavoz de un Dios que se queja de su pueblo, de un Dios que no aparece como juez, pero sí como parte litigante contra la forma de vivir el culto y la liturgia del Templo. De un Dios que está "harto de los sacrificios y holocaustos", de "dones vacíos" y de "incienso execrable". De un Dios que "detesta y no aguanta" las fiestas que se celebran en el templo, y que para él se han convertido en "una carga que no soporta más". Y de un Dios que preferiría que no viniesen al templo: "¿Por qué entráis a visitarme?".

         A 1ª vista, parece una crítica feroz de Isaías, respecto de la liturgia. Pero si no fijamos bien, lo que Dios rechaza es la liturgia vacía y no interior, el culto hecho de palabras y mucho incienso y no de forma sencilla, y una religión vivida "con las manos llenas de sangre" y no de forma inocente. Por eso, el remedio está claro: "Purificaos y apartad de mi vista vuestras malas acciones. Cesad de obrar mal y buscad la justicia, defendiendo al oprimido, al huérfano y a la viuda". Una vez más, Dios se solidariza con los débiles y oprimidos. Una lección que sigue teniendo plena actualidad.

         No podemos engañar a Dios con oraciones y ritos, si a continuación nuestro trato con los demás es injusto o egoísta. La liturgia no puede ser encubridora de nuestros fallos, ni un valium tranquilizante de las conciencias. El salmo responsorial de hoy prolonga la voz del profeta: "No te reprocho tus sacrificios, pero no aceptaré de ti un becerro ni un cabrito, porque tú que te echas a la espalda mis mandatos. Esto haces ¿y me voy a callar?".

         A muchos les gustaría que todo consistiera en cantar bien y en ofrecer unas ofrendas simpáticas. Pero a eso (que es bueno) debe acompañarle la caridad y la justicia. A los que vamos a misa, ¿se nos podría acusar de ser peores que los demás, en el trato laboral o social?

         Hoy tenemos que preguntarnos si nuestros sacramentos están vacíos, y nuestras palabras y gestos son algo hueco. O si lo que buscamos es que los ritos sean una cierta garantía de salvación. El salmo responsorial nos dice dónde está la clave: "Al que sigue buen camino le haré ver la salvación de Dios". Los cristianos tenemos muy marcado ese camino por Jesús, como un camino de caridad, de paz y de misericordia. Si no es así, van para nosotros las duras palabras de Dios: "Ante vuestros ritos Yo cierro los ojos, y ante vuestras oraciones Yo no os escucho".

José Aldazábal

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         El profeta Isaías da hoy un vuelco al orden de valores en el mundo bíblico, y viene a poner el valor máximo de la espiritualidad bíblica en los corazones limpios e inocentes, en las manos generosas y en la práctica de la justicia social, desde la comprensión y acogida al pobre, a la viuda y al necesitado, sin condenar a las personas.

         Eso supone que donde nosotros cultivamos intereses materiales, pongamos espiritualidad, y que donde había mezquindad pongamos ideales sociales, aunque ello suponga doloras rupturas con las viejas costumbres, o arrancar de cuajo los vicios inveterados. Que no seamos nosotros los que renuncien a la paz y convivencia, porque todo lo bueno se puede conjuntar. Seamos justos y nobles, y seámoslo con delicadeza, que es el buen traje de convivencia.

           En la liturgia de hoy resuenan las palabras de Isaías como un grito a la verdad, a la sinceridad, a la sensatez humana y a la sabiduría divina. Si queremos ser amigos de Dios, no podemos tener doblez.

Dominicos de Madrid

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         Los cap. 1-39 de Isaías contienen una serie de oráculos y enseñanzas, donde los discípulos de Isaías han ido recopilando atemporalmente la predicación del profeta.

         El texto de hoy debe ser leído como un todo, si lo que queremos es encontrar su sentido (Is 1, 10-20). La tensión central gira en torno al culto y la justicia social, como búsqueda de un camino adecuado para el encuentro con Dios. Así, el texto de Isaías no va contra el culto de forma exclusiva, sino que habla de la relación que debe darse entre el culto y la acción.

         El v. 10 hace una llamada a "oír la palabra del Señor" a toda la comunidad, pero particularizando a cada uno su responsabilidad (distinguiendo a los jefes del pueblo, y llamando a los primeros "príncipes de Sodoma" y al segundo "pueblo de Gomorra"). No hay que olvidar que Sodoma era el prototipo del pecado, y Gomorra de la hostilidad al forastero.

         Los vv. 11-15 hacen una apretada síntesis de los actos de culto que configuraban la fe de aquel pueblo, basadas en exterioridades y carentes de compromiso vital. Lo cual era para Isaías un insulto a la vida, y una forma de blanquear los delitos.

         En los vv. 16-17 Dios ve las manos manchadas de aquel pueblo. Y manchadas no de sangre animal, sino de sangre humana por las injusticias cometidas contra los pobres. Dios no pide un baño de purificación exterior, sino un cambio de actitudes (de la injusticia a la justicia, del mal al bien...), consistente en buscar el derecho de los demás y en respetarlo.

         Aunque en la Biblia es frecuente que se hable de 2 categorías sociales (huérfanos y viudas), en Israel hay 4 categorías sociales que encarnan al desvalido: las viudas (que no tienen marido, y a veces ni hijos), los huérfanos (que no tienen padres, o a quien cuide de ellos), los inmigrantes (que no tienen patria ni trabajo) y los levitas (que no poseen tierras, ni independencia económica). Todos ellos representan una clara muestra de indefensión, que el culto y comunidad del templo de Dios debería estar obligado a cubrir, antes que ponerse a ofrecer incienso o hacer sacrificios.

         Los vv. 18-20 plantean la oferta de Dios a su pueblo, en diálogo abierto: un compromiso social sincero, que ayude a encontrar un camino de bienestar para todos y todas. De lo contrario, el poder enemigo acabará ciñéndose sobre todos en Israel, oprimidos y opresores.

Servicio Bíblico Latinoamericano

b) Mt 10, 34; 11, 1

         Disipa hoy Jesús un malentendido (Mt 5, 17), y deja claro que la paz que él trae (Mt 5, 9) no se basa en una opción contra la riqueza, prestigio o poder (Mt 5, 3), sino en el establecimiento de la justicia entre los hombres (Mt 5, 6). Se trata de una paz por la que hay que trabajar (Mt 5, 9), pero cuya propuesta suscita una tremenda oposición (Mt 5, 10-11).

         El efecto de su misión se indica con el texto de Miqueas. El profeta describe la corrupción de la sociedad (Miq 7, 1-7): las insidias, el soborno y la ambición de los poderosos. Y éstas son las razones de la división que produce el mensaje. Este no se propone en un mundo que lo desee, sino en una sociedad que niega la paz en todas sus acciones (v.16).

         En este ambiente de división, la 1ª lealtad ha de ser para Jesús; no puede uno renunciar a ella por fidelidad a vínculos familiares. Lo mismo pasa respecto a la sociedad: quien desafía sus principios será considerado como un criminal digno de muerte. Hay que aceptar también esa eventualidad.

         Enuncia Jesús el principio general con una paradoja basada en la oposición encontrar-perder. Encontrar significa apropiarse o tener para sí. El discípulo no debe tener un apego a su persona que lo lleve a reservarse su vida, debe saber darla. El que se desentiende de la necesidad del mundo y busca su comodidad o seguridad, ése se pierde. El que se arriesga, ése se encuentra. Son las nuevas formulaciones de la salvación (vv.22.32) y del peligro de perderse por el miedo (vv.26.28.33).

         La fidelidad de los discípulos los hace ser portadores, para el que los acoge, de la presencia de Jesús y del Padre (v.40). La bendición que obtiene el que los acoge está en proporción con la clase de acogida que les haga. Acoger significa compartir lo que se tiene con la persona a quien se acoge, y alude a que es la generosidad la que da valor a la persona (Mt 6, 22).

         Jesús se remite al AT, y al dicho de que "quien recibe a un profeta en calidad de profeta, tendrá recompensa de profeta", referido a los ejemplos de Elías y Eliseo (1Re 17,9-24; 2Re 4,8-37). La "recompensa de profeta" consiste en el beneficio que se puede recibir de un profeta (paralelamente, "la recompensa de justo"). En cambio, la que se recibe por acoger a un discípulo no es una "recompensa de discípulo", sino la expresada al principio, la presencia de Jesús y del Padre con la persona que acoge.

         La última afirmación de Jesús presenta una aparente incongruencia por el paso de la 3ª persona a la 2ª, que debería estar incluida en ella: "Quien da de beber a uno de estos pequeños, en calidad de discípulo, os lo aseguro". Lo normal sería que dijese "a uno de vosotros, que sois pequeños", pues ellos son los 12 discípulos de Jesús (Mt 10,1; 11,1). Dar un vaso de agua fresca, en el clima caliente y seco de Israel, era una muestra de verdadera hospitalidad.

         Con esto indica Mateo que los 12 mencionados (por sus nombres, la semana pasada) representan a la entera comunidad de Jesús, pero no la agotan. Lo característico del discípulo es ser "un pequeño", uno que no pretende la grandeza mundana según el contenido de la 1ª bienaventuranza (Mt 5, 3).   

         Cierra Mateo el Discurso Misionero de Jesús con un epílogo semejante al que cerraba el Discurso de la Montaña (Mt 7, 28). Vuelve a mencionar a los 12 discípulos, con lo que clausura la sección comenzada en Mt 10,1. La misión del Grupo de los Doce no impide que Jesús continúe su actividad (enseñanza y proclamación).

Juan Mateos

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         El texto del evangelio de hoy está ubicado en el 2º discurso de Jesús, de los 5 que presenta Mateo en su evangelio: el Discurso de la Misión, dirigido a la misión de los discípulos (Mt 9, 35-11,1). El texto de hoy es la última parte de este interesante discurso, y aporta el sentido profundo del seguimiento.

         Todo este final de la enseñanza de Jesús a sus discípulos viene en consonancia con todo el 1º discurso que presenta Mateo en su cap. 5, estableciendo los parámetros para el tipo de comportamiento que corresponde a la opción tomada (Mt 5, 3) aunque eso genere una tremenda oposición (Mt 5, 10.11).

         En continuidad con todo el cap. 5, este final del texto de hoy nos hace ver que el centro fundamental del seguimiento es Jesús, a lo cual el discípulo no puede renunciar por otro tipo de vínculos sociales o afectivos (v.37). Esta 1ª parte del texto de hoy establece una crítica radical del evangelio a la conformación de los lazos familiares que se basan en el apego utilitarista.

         Pero además podemos encontrar en el v. 42 una clara visión universal del seguimiento de Jesús, en una suave expresión que acoge a distintos tipos de seguidores, partiendo desde un gesto generoso de hospitalidad y acogida, no limitando la categoría de discípulo únicamente al Grupo de los Doce. Todas y todos somos enviados a cumplir la misión de Jesús en la humanidad, con obras que reflejen el amor y la justicia a los demás.

         Cuando un ser humano enfrenta tantos conflictos, cualquiera puede tomar la actitud de asustarse, o pensar si definitivamente está en lo cierto o se equivocó en la materia del conflicto o del choque con el otro. Es necesario que entendamos bien: Jesús no vino a traer paz (léase serenidad, calma, pasividad) frente a tanta injusticia, sino que vino a traer espada, que podemos entender como el compromiso contra todo lo que no es verdadera y justa paz.

Fernando Camacho

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         "No penséis que he venido a traer paz a la tierra, porque he venido a traer espada, y a enemistar al hombre con su padre, a la hija con su madre". Esta frase no significa, evidentemente, que podamos ser negligentes en atender y amar a nuestros padres, pues en otros lugares del evangelio Jesús insiste para que muestro amor hacia ellos sea real y se traduzca en actos concretos de ayuda mutua (Mc 7, 11).

         Estas frases no deben pues utilizarse para justificar nuestro temperamento desabrido o violento, ni para excusar la incapacidad personal de hijo egoísta, ni para impedir amar sinceramente a los nuestros y a aquellos con los que convivimos.

         No, estas frases no se refieren a eso, sino a ciertas circunstancias de nuestra existencia en las que hay que tomar partido por Dios y por su causa (Jesús) aunque ello provoque la oposición de los nuestros. En este caso, Jesús nos pide que seamos capaces de preferirlo: "El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí".

         Se trata de una cuestión de amor, de preferencia: hay casos en los que estamos obligados a tomar una decisión por o contra Dios. Siguiendo a Jesús, no hay que dudar en esos casos. Todos los lazos terrestres, aun los más sagrados, como los de la familia, de la sangre, del ambiente, deben pasar, entonces a un 2º plano.

         Jesús afirma aquí una de las leyes fundamentales de la existencia: no hay que estar pendiente de la propia vida, ni tratar de poseerla para sí en una especie de ansia egoísta. Hay que salir de sí mismo, ir más allá y superarse. En el olvido de sí mismo es donde se halla la verdadera vida, la verdadera felicidad, el verdadero crecimiento y plenitud.

         La palabra de Jesús no tiene pues ningún aspecto negativo, ni triste ni punible. Sino que es una palabra de luz y de alegría: dar la propia vida (como Jesús) para "encontrar la vida". Una vida que es mucho más valiosa que la simple vida terrestre, pues "Yo he venido para que tengáis vida, y la tengáis en abundancia" (Jn 10, 10). Cada misa es el memorial y la renovación de ese misterio: "He aquí mi vida entregada por vosotros, he aquí mi cuerpo y mi sangre entregados por vosotros". ¿Cómo voy, desde hoy, a entregar yo mi vida?

         Jesús concluye su Discurso Misionero diciendo que "el que os reciba a vosotros, me recibe a mí, y el que me recibe a mí recibe al que me ha enviado. Y cualquiera que le dé a beber aunque sea un vaso de agua fresca a uno de esos humildes, no perderá su recompensa". ¡La acogida! ¡Ser acogedor! Esa es la forma sonriente del amor, el don más sencillo y el que con más frecuencia se puede practicar siempre, incluso cuando no se tiene otra cosa que dar. A lo menos, siempre se puede hacer eso: ser acogedores y amables en nuestro trato con los demás.

         Jesús ha evocado, así, las 3 clases de seguidores que él va a llevar tras de sí, como cima y conclusión del Discurso Misionero de Jesús.

-los profetas, o aquellos que tienen una responsabilidad en el pueblo de Dios;
-los justos, o aquellos que ofrecen a los demás su vida justa y honrada, como modelo;
-los pequeños, o aquellos que no tienen ninguna responsabilidad ni nada que ofrecer.

Noel Quesson

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         Terminamos hoy la lectura del Discurso de la Misión, del cap. 10 de Mateo. Y lo hacemos con unas afirmaciones paradójicas de Jesús: él no ha venido a traer paz, sino espada en el mundo y divisiones en la familia. Por lo cual, exhorta a amarle a él más que a los propios padres, buscarle sin cálculos vitales, cargar sobre nuestros hombros su propia cruz. Y todo ello para ser dignos de él.

         La página termina con una alabanza a quienes reciban a los que Jesús ha enviado como misioneros y evangelizadores: "El que os recibe a vosotros, me recibe a mí y no perderá su paga". Aunque sólo sea un vaso de agua lo que se haya dado.

         Ciertamente, aquí Jesús no se desdice de las recomendaciones de paz que había hecho, ni de las bienaventuranzas con que ensalzaba a los pacíficos y misericordiosos, ni del mandamiento de amar a los padres. Lo que está afirmando es que seguirle a él comporta una cierta violencia: espadas, divisiones familiares, opciones radicales, renuncias a cosas apreciadas. Y todo ello para conseguir algo que vale más que todo eso. No es que quiera dividir Jesús al mundo, pero esa va a ser una de las consecuencias a la fidelidad: la incomprensión de los amigos, los contrastes familiares.

         Hay muchas personas que aceptan renuncias por interés (comerciantes, deportistas), o por una noble generosidad altruista (activistas). Los cristianos, además, lo hacen por amor, y por la opción que han hecho de seguir el estilo evangélico de Jesús.

         Ya se lo había anunciado el anciano Simeón a María, la madre de Jesús: "Tu hijo será bandera discutida y signo de contradicción". Y también lo había dicho el mismo Jesús: "El Reino de Dios padece violencia, y sólo los violentos lo alcanzan".

         La fe, si es coherente, no nos deja "en paz", sino que nos pone ante opciones decisivas en nuestra vida. Ser seguidores de Jesús no es fácil, y supone saber renunciar a las tentaciones fáciles en los negocios o en la vida sexual. No es que dejemos de amar a los familiares, sino que, por encima de todo, amamos a Dios. Ya en el AT el 1º mandamiento era el de "amar a Dios sobre todas las cosas".

         Dejémonos animar por la recomendación que hace Jesús a quienes acojan a los enviados por él: hasta un vaso de agua, dado en su nombre, tendrá su premio. Al final, resultará que la cosa se decide por unos detalles entrañables: un vaso de agua, como signo de generosidad para con los que evangelizan este mundo.

José Aldazábal

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         En el pasaje de hoy afirma Jesús la superioridad del Reino sobre cualquier otro valor de este mundo, incluyendo los más valiosos a nivel particular, social y familiar. Notemos que el término utilizado por Jesús es "más que", y que por ello alude a valores comparativos: cuando entran en conflicto los valores del Reino y del mundo, los de éste último han de ser tenidos por menos. Y es que las circunstancias del Reino (y del mundo) son muchas veces diversas, y por eso hay que estar siempre sopesándolas, para que nuestras circunstancias mundanas (incluidas las familiares) no sean contrarias ni comparables a las exigencias del reino de Dios.

         Se trata de una invitación clara de Jesús: llevar nuestra vida cristiana hasta las últimas consecuencias. Una invitación que no es fácil, pues ya nos avista que "el que no toma su cruz y me sigue". Y si es duro ser rechazado por el mundo, lo es mucho más el serlo por la misma familia.

         Pero no se trata de rechazar, ni al mundo, ni a la familia, ni a los amigos. Sino que se trata de amar sobre todas las cosas a Jesús y la vida evangélica, y de hacer una opción radical que nos lleve a transparentar a Jesús. Se trata de una opción de fidelidad total.

         Jesús nos recuerda que el reino de Dios y su causa está por encima de realidades tan importantes como la propia familia o la ausencia de conflictos, y frente a las apariencias y disquisiciones en que a menudo nos enfrascamos.

         ¿Estás poniendo tu vida entera en cada palabra y cada gesto dirigido a Dios? ¿Defiendes la causa de los más pobres, sean quienes sean? ¿O acaso estás queriendo más a tus propias cosas, a tus ideas, a los ritos, a los montajes mentales, a las prescripciones litúrgicas que en lugar de ensanchar nuestro corazón y nuestro horizonte nos encorsetan y enfrentan unos a otros? Anteponer al otro y al Otro en lugar de lo mío. Esa es tu tarea y la mía.

Rosa Ruiz

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         Hoy Jesús nos ofrece una mezcla explosiva de recomendaciones, como en uno de esos banquetes de moda donde los platos son pequeñas tapas para saborear. Se trata de consejos profundos y duros de digerir, destinados a sus discípulos en el centro de su proceso de formación y preparación misionera (Mt 11, 1). Para gustarlos, debemos contemplar el texto en bloques separados.

         Jesús empieza dando a conocer el efecto de su enseñanza. Más allá de los efectos positivos, evidentes en la actuación del Señor, el evangelio evoca los contratiempos y los efectos secundarios de la predicación: "Enemigos de cada cual serán los que conviven con él" (v.36). Ésta es la paradoja de vivir la fe: la posibilidad de enfrentarnos, incluso con los más próximos, cuando éstos no entienden quién es el Señor, ni lo perciben como el Maestro.

         En un 2º momento, Jesús nos pide ocupar el grado máximo en la escala del amor: "Quien ama a su padre o a su madre más que a mí" (v.37), "quien ama a sus hijos más que a mí" (v.37). Se trata de dejarnos acompañar por él como a nuestro familiar nº 1, y poder recibir así al Padre Dios, puesto que "quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado" (v.40). El efecto de vivir acompañados por el Señor (acogido en nuestra casa) es gozar de la recompensa de los profetas y los justos, porque hemos recibido a un profeta y a un justo.

         La recomendación del Maestro acaba valorando los pequeños gestos de ayuda y apoyo a quienes viven acompañados por el Señor (a sus discípulos): "Todo aquel que dé de beber un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, por ser discípulo" (v.42). De este consejo nace una responsabilidad: Respecto al prójimo, debemos ser conscientes de que quien vive con el Señor, sea quien sea, ha de ser tratado como le trataríamos a él. A este respecto, dice San Juan Crisóstomo: "Si el amor estuviera esparcido por todas partes, nacerían de él una infinidad de bienes".

Valentín Alonso

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         Nos cuesta comprender el texto del evangelio de hoy. Acostumbrados a oír a Jesús hablar de su Padre como un Dios que es amor y padre de todos, nos resulta difícil oírle ahora hablar de violencia, separación, ruptura. Jesús, además, nos pide que tomemos nuestra cruz. Y nos pide la entrega total a la causa del Reino. Esa es la única razón válida para Jesús. Por el Reino hay que dejarlo todo, radical y totalmente.

         Se trata, ciertamente, de una forma de hablar, y hay que entender bien lo que dice Jesús. Pero viene a decir que no convirtamos el café en café descafeinado, y mucho menos en aguachirri. Jesús nos quiere decir que nuestra fe debe ser el centro de toda nuestra vida, y nos recuerda que no podemos andar con engaños. No podemos mantener una doble vida.

         No podemos ser cristianos de domingo, para luego engañar en nuestro trabajo, defraudar a nuestros amigos o servirnos de nuestros familiares para lo que nos interesa. Ser cristiano, día a día y minuto a minuto, es el desafío que nos lanza Jesús.

Ernesto Caro

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         Jesús nos recuerda hoy que la vivencia del mensaje es contradictoria y engendra división. Jesús había experimentado esto mismo, y tenía fresca la memoria de los profetas anteriores. Por eso, la solución es la ruptura con lo que engendre todo eso (contradicción o división). El 1º rompimiento ha de darse con la propia familia, cuando los lazos de la sangre se ponen en contra de la realización del Reino. No debemos olvidar que la familia es la célula que propaga el esquema social, y que a través de la sangre se recibe la ideología de nuestros mayores.

         Para Jesús está claro que, por encima del amor a la familia, está el amor a su causa. Por eso dice que el que quiera a su padre o a su madre (o a su hijo o a su hija) más que a él, no es digno de él. Suenan duras estas palabras, pero para poder seguir a Jesús es necesario un rompimiento serio y radical con todo aquello que impida el reino de Dios. En un mundo donde se enseña a defender lo propio, a ser cada vez más individualistas, a amar sólo a la propia familia, o a defender sólo los bienes propios, el mensaje de Jesús será causa de problemas y de división.

         Por otro lado, el reino de Dios ha de ser universal, y por eso ha de romper los límites de la familia, de la raza, de la religión, de la patria. El reino de Dios sólo lo hacen realidad hombres y mujeres libres y autónomos en su corazón, y que son capaces de amar sin límites y sin barreras.

         El cristiano está llamado a ser universal, a reconocer lo bueno en los demás y no solamente en la gente de su grupo. Las condiciones para seguir a Jesús convierten así en signo de contradicción, y no se puede ser discípulo si se ama lo propio de forma excluyente, o no se aprende a pasar por el camino de la cruz, o no se purifica el corazón y la mente, o no se entrega la vida por los demás.

José A. Martínez

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         La parte final de las instrucciones de Jesús a sus apóstoles es demasiado extraña en relación a las anteriores. Estas iban orientadas al valor martirial, pero las que encontramos hoy parecen incidir en un aspecto desconocido hasta ahora: la separación de las cosas y personas cotidianas. Una separación que ha de hacerse de cuajo, rompiendo en 2 partes.

         El sentido de estos versículos, y sobre todo el contexto inmediato y general, muestran que Jesús no opone 2 sentimientos (o afectividades interiores) en cuanto tales, sino 2 direcciones concretas: el que avanza sin detenerse, y el que avanza deteniéndose. Quien proyecta seguir a Jesús y se detiene, dejándose amarrar por los lazos familiares, sería indigno de él. Jesús no reclama una adhesión exclusiva antes de dar el 1º paso en su seguimiento, pero afirma que los afectos familiares no deben impedir ni entorpecer este seguimiento.

         La sentencia que encontramos en el v. 39 es una de las más citadas en la tradición sinóptica: "Perder su vida". Esta sentencia significa "morir de muerte violenta", pero no por una razón cualquiera, sino a forma de seguimiento desprendido. "Encontrar su vida" significa ganar una vida nueva. Eso sí, quede claro que este versículo no describe una ley espiritual general, según la cual la muerte o el sufrimiento conducirían a la vida.

         "Quien a vosotros recibe, a mí me recibe", nos dice también Jesús. Se trata de la apuesta o rechazo por el reino de Dios, que ha de hacer todo discípulo como 1º paso en el seguimiento de Jesús. Pues tras ese 1º paso vendrá uno 2º, consistente en hacer realidad la opción tomada, ante los demás y en la propia acción diaria.

         Se comprende fácilmente que, ante las dificultades que sin duda tenían que afrontar los discípulos de Jesús, Mateo se haya vuelto hacia estas palabras de Jesús para descubrir en ellas el sentido de la responsabilidad del apostolado y los fundamentos de su confianza en Jesús, porque "él estará con ellos todos los días, hasta el fin del mundo".

Severiano Blanco

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         Mateo ofrece hoy una conclusión semejante a la que se encuentra en Mt 7,28. A partir de allí, la misión de Jesús comienza a realizarse en el horizonte de un rechazo al contenido de su mensaje, tal como se ha señalado en este 2º discurso de Jesús, llamado Discurso Misionero.

         Este horizonte de rechazo social hace que la 1ª advertencia que leemos esté referida a la necesidad de no engañarse sobre la naturaleza de la misión. Aunque precedentemente se ha hablado de anuncio de paz, la tarea no será considerada ante los ojos de los demás como un factor de paz, sino de conflicto.

         La cita de Miqueas (Miq 7, 6) reproducida por Mateo (vv.35-36) señala la causa de esta catalogación. El profeta describía la corrupción social existente en la sociedad. Ante esa corrupción el enviado de Dios no puede quedar indiferente y debe reaccionar con una palabra que condena el desorden existente y que, por lo mismo, es factor de la división incluso en la familia, es decir en el círculo más cercano de su actividad misionera.

         De allí la necesidad de una opción que coloque la adhesión a Jesús por encima de cualquier otra adhesión. No solamente los lazos familiares pasan a 2º plano sino también los intereses personales propios deben ceder el 1º lugar a la fidelidad a Jesús y a su mensaje.

         La preocupación por la propia vida puede llevar a traicionar el mensaje evangélico del que depende la realización plena de la vida de mensajero. Esta búsqueda de seguridad y comodidad para la propia existencia conduce inevitablemente a la ruina de ésta. Por el contrario, la aceptación del riesgo por la causa de Jesús y de su Reino conduce al verdadero éxito personal.

         Tras recordar la necesidad del enfrentamiento decidido y valiente con la sociedad y el entorno propio, Jesús pasa a señalar la creación de nuevos lazos solidarios que ocupan el puesto de los anteriormente existentes.

         La comunión de Jesús con su Padre se hace comunión de Jesús con sus enviados y de éstos con aquellos que los acogen. Esta cadena se construye en torno a la fidelidad al mensaje e implica una íntima participación cuyo fruto se traduce en una recompensa común.

         "Recibir a un profeta o a un justo" significa comprometerse con el proyecto de Jesús, y se concreta en los actos de hospitalidad entre los propios discípulos. "Dar un vaso de agua fresca" es otro de esos actos de hospitalidad, pero no sólo a los discípulos presentes o visibles, sino a todo tipo de discípulos (los veamos o no). Éstos últimos son definidos como "los pequeños", en alusión a todos aquellos que realmente carecen de algo en esta sociedad.

         A diferencia de la recompensa de un profeta y de un justo (que se refiere a la recompensa en grado de brindar), la recompensa de discípulo es la recompensa del mismo Dios, y Jesús la realiza con su presencia en la vida de aquellos que adoptan frente a ellos una actitud generosa y solidaria.

         La renuncia a los lazos del egoísmo humano implica el dolor de las rupturas y del extrañamiento social. Pero al mismo tiempo produce una nueva red en que están implicados el Padre, Jesús, los enviados y todo aquel que esté dispuesto a ofrecer su hospitalidad generosa.

Confederación Internacional Claretiana

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         Prosiguiendo la lógica de sus planteamientos anteriores, insta hoy Jesús a los discípulos a que opten definitivamente por el Reino. Una opción que exige rupturas, incluidas las más dolorosas: las familiares. No se puede seguir a Jesús bajo las restricciones que imponen los vínculos de la sangre, y el discípulo tiene que ser ante todo una persona libre y responsable.

         La 2ª de las rupturas pedidas por Jesús es la subsistencia personal, en bienes acumulados y estilo de vida. Así conseguirán los discípulos la libertad total para comportarse y ser realmente hijos de Dios, como lo es Jesús. Además, ya les buscará Jesús caminos alternativos, que combinen la predicación del evangelio y la supervivencia material. Fue lo que hicieron los propios Pedro y Pablo, a la hora de buscar métodos de subsistencia para su Iglesia de Jerusalén (vendiendo todas las posesiones y poniéndolo todo en común) y para sus comunidades paulinas (que compaginaron trabajo manual y anuncio del evangelio, e incluso colectas comunitarias).

         El ordenamiento social, comunitario y personal, propuesto por Jesús, choca violentamente con la mentalidad vigente del mundo. Y en este choque no sólo se nos van a oponer las autoridades y sus leyes, sino las propias familias y las costumbres de nuestro pueblo.

         Dios pone una comunidad de discípulos al servicio de una multitud universal, y por ello esa comunidad (y sus integrantes) debe ponerse al servicio de la gracia divina y no de los propios cálculos particulares. Entre los planes de esa gracia divina, nunca ha de omitirse el socorro a los mensajeros de la Buena Nueva. Las recompensas, a discípulos y al pueblo, las dará Dios a su tiempo.

Servicio Bíblico Latinoamericano

c) Meditación

         Jesús continúa dando hoy instrucciones a los que serán sus apóstoles: No penséis que he venido a la tierra a sembrar paz: no he venido a sembrar paz, sino espadas. Y precisa: He venido a enemistar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; los enemigos de cada uno serán los de su propia casa.

         Se trata de frases que, oídas todavía hoy en día, resultan impactantes, y eso incluso después de haberles quitado hierro y filo. A bote pronto, la 1ª frase parecería contradecir lo expresado por el predicador de las bienaventuranzas cuando dijo: Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.

         ¿Es que Jesús no estaba entre los que merecían ser declarados dichosos por trabajar por la paz? ¿Es que él no era digno de ser llamado hijo de Dios? Porque si ha venido al mundo a sembrar espadas, no parece que pueda considerársele un pacífico trabajador de la paz. ¿Y por qué enviar a sus apóstoles y representantes como portadores de paz, cuando él declara de manera tan diáfana que no ha venido a sembrar paz?

         La frase que sigue a continuación parece querer precisar lo que acaba de afirmar con tanta solidez, y referirnos al modo concreto en que él siembra espadas en la tierra. Pero lo hace de tal manera que tampoco nos saca del asombro: enemistando a los miembros más próximos del círculo familiar (al hijo con su padre, a la hija con su madre o a la nuera con su suegra). Es decir, que tampoco esta concreción amortigua el impacto y la rudeza de las afirmaciones, acrecentando nuestra perplejidad.

         Jesús, el aliado del hombre, el prodigio de humanidad, el portador de un perdón sin límites, el mensajero de la buena noticia, el proclamador del año de la misericordia, dice ahora haber venido a este mundo para enemistar al hijo con su padre o a la hija con su madre, algo que exige romper los lazos afectivos más poderosos, la propia naturaleza asociada a la crianza y la educación básica más necesaria.

         Pero Jesús no se queda ahí, intentando deshacer posibles equívocos o matizando la crudeza de sus expresiones. Sino que su discurso avanza de modo imparable hacia una cumbre: El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí. El que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. Y el que no coge su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará. ¿Es que tuvo aquí Jesús un mal día?

         Las palabras tienen, como se ve, un notable nivel de exigencia: El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí. Y el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. Pero ¿se puede querer más a alguien que a un padre o a una madre? ¿Se puede querer más a alguien que a un hijo o a una hija?

         Jesús exige para sí un amor más grande que el debido a una madre o a un hijo, de tal modo que el que emprende su seguimiento tiene que anteponer este amor (y las obligaciones que comporta) al amor de los padres o de los hijos. No es digno de él quien no lo haga, ni de ser su discípulo ni de llamarse cristiano. Como se ve, Jesús reclama para sí el amor con mayor arraigo natural y  robustez afectiva.

         Hay aquí hay una comparación que pone en la balanza dos amores que pueden rivalizar: el amor a la familia (amor natural) y el amor a Jesucristo (amor sagrado), a pesar de las impurezas y contaminaciones pecaminosas (como en todo lo humano). Observémoslos bien.

         Jesús no dice que no tengamos que querer a nuestros padres y a nuestros hijos, pues eso sería una aberración difícilmente tolerable. Es verdad que Jesús relativiza en cierto modo este amor (el arco del parentesco natural) cuando proclama padres y hermanos a los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen, e introduce nuevos vínculos a la institución familiar. Pero en ningún caso dice que no haya que querer a los padres y a los hijos, sino todo lo contrario: hay que honrarlos, como manda la ley divina.

         Lo que sí dice Jesús es que ni siquiera los seres más queridos (por exigencias de la naturaleza) deben ser amados por encima de él. Jesús se está proponiendo a sí mismo como la persona más digna de amor, por ser quizás la persona más amable (más incluso que la familia).

         Por eso, por ser la persona más digna de amor, Jesús ama con la amabilidad más digna de crédito, hasta el punto de dar la vida por sus amantes (algo que probablemente no estarían dispuestos a hacer los hijos por los padres, o viceversa). Está exigiendo Jesús a los suyos, pues, un amor de preferencia, por encima de todos y de todo.

         Jesús quiere instaurar con nosotros una relación de intimidad capaz de subordinar cualquier otra relación personal a ésta, incluida la relación natural familiar. Por él, y por su seguimiento (no sólo por su amistad), un discípulo suyo tiene que estar dispuesto a renunciar al resto de amores, incluidos los más naturales. Esta es una exigencia que se desprende de la incorporación a Jesús, y si lo que se quiere es entrar en la posesión del Espíritu Santo y en la coparticipación de la filiación divina.

         Jesús nos exige esta cualidad porque esa es la cualidad existente entre el Padre y el Hijo, y la que más adelante querrá que exista entre sus discípulos. Es el amor máximo llevado al extremo, llevado de la intimidad a la misión, porque tanto nuestra intimidad como misión ha de ser llevada al máximo extremo.

         El amor a Dios reclama el cumplimiento de su voluntad, y ésta es su voluntad: un amor que renuncie a cosas y personas, incluida la propia vida. Oigámoslo de sus propios labios: El que pierda su vida por mí, la encontrará. Por Cristo, uno tiene que estar dispuesto a perder su vida, y eso requiere un amor imperecedero.

         Esta pérdida de vida suele tener sus antecedentes, pues no se entrega una vida si antes no se han entregado otras cosas de menor valor. La renuncia exigida por el amor es, por tanto, progresiva, hasta que llegue a ese factor decisivo que se llama "despojamiento en la cruz", pues el que no toma su cruz y me sigue (sin renegar de ella) no es digno de mí.

         Tampoco debe olvidarse que la acogida a un enviado de Jesús es acogida al mismo Jesús. Es decir, que en ese amor excluyente a Jesús han de estar muy presentes los enviados por Jesús. Así lo destaca el texto evangélico: El que os recibe a vosotros, a mí me recibe, y el que me recibe a mí recibe al que me ha enviado. El que recibe a un profeta porque es profeta, tendrá paga de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo, tendrá paga de justo.

         Se trata de un amor a Jesús, por tanto, que tendrá su recompensa. Es la paga de Dios, el cual paga con generosidad: al profeta, por ser profeta en su nombre, y al que recibe al profeta por recibir a Dios en él.

         No quedará sin recompensa ni siquiera ese vaso de agua fresca dado a un discípulo por el simple hecho de ser discípulo de Jesús. Y la razón es la misma: el que acoge a un discípulo suyo, está acogiendo al mismo Cristo de quien es discípulo.

         El amor a Jesús, por tanto, no es sólo renuncia y cruz, sino también acogida a todo aquello que incluye el amor de Jesús (el Padre, sus enviados, los pequeños...). En esto consiste adherirse y entregarse a Jesús.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología

 Act: 15/07/24     @tiempo ordinario         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A