24 de Julio

Miércoles XVI Ordinario

Equipo de Liturgia
Mercabá, 24 julio 2024

a) Jer 1, 1.4-10

         Durante 3 semanas leeremos algunos hermosos pasajes de Jeremías, profeta que vivió un siglo después que los 3 profetas precedentes (Amós, Isaías, Miqueas) y que se vio envuelto por entero en los sobresaltos judíos del 625 al 586 a.C, hasta la final destrucción de Jerusalén por Nabucodonosor II de Babilonia, en una ola sin precedentes de deportaciones.

         Jeremías era un alma ultrasensible, inclinada a la interioridad a causa del sufrimiento, y muy cercano a nosotros. Y nos viene a decir que es posible guardar la fe en Dios cuando todo se viene abajo, y hay que esperar días mejores porque Dios es más grande y más fiel que todo, a pesar de todas las diferencias contrarias.

         El Señor dirigió la palabra a Jeremías y le dijo: "Antes de haberte formado en el seno materno, te conocía. Antes que nacieses, te consagré". Notemos ya la diferencia entre la vocación de Jeremías y la de Isaías. Aquí no hay ninguna puesta grandiosa en escena, ni ruidos ni gritos, sino el silencio interior y una convicción íntima: Dios se me ha adelantado, y ha sido el 1º en amarme, ¡desde el seno de mi madre y antes que eso!

         Hoy se nos repite que no somos el fruto del azar, ni del caer de los dados sin razón alguna. Con Jeremías, creo, Señor, que he sido querido por ti, y que tú tienes un proyecto sobre mí. No me has suscitado a la existencia porque sí, sino para una tarea precisa que nadie más que yo puede cumplir.

         Por otra parte, la misión de Jeremías es universal: "Te constituyo profeta de las naciones". De hecho, su misión fracasó entre su propio pueblo, y no cesó de fructificar una vez que él fue quitado del medio, sobre todo en los pobladores del exilio babilonio. Al poner en evidencia las relaciones íntimas del alma con Dios, Jeremías preparó la Nueva Alianza en Jesús, proporcionando los trazos de ese Servidor (Is 53) que debía ser Cristo.

         Jeremías contestó al Señor: "Ah, Señor, no sé expresarme, y no soy más que un muchacho". Jeremías es tímido, y a diferencia de Isaías (que se ofrecía a Dios de entrada), él confiesa su incapacidad y sus dudas.

         Pero el Señor volvió a insistir a Jeremías: "No digas soy un muchacho, porque irás donde Yo te envíe, y dirás todo lo que Yo te ordene. No les tengas miedo, que Yo estoy contigo para salvarte". Entonces alargó el Señor su mano, tocó la boca a Jeremías y le dijo: "He puesto mis palabras en tu boca".

         Jeremías será, verdaderamente, el hombre de la palabra, y ninguna debilidad mostrará ante esa llamada. Eso sí, necesitará recibirlo todo de Dios, para poder decir algo válido. Señor, toca mis labios, mi inteligencia y mi corazón, para que sepa decir algunas palabras de ti, a pesar de mi debilidad. Como tú mismo dijiste a Jeremías: "Recuerda que hoy mismo te doy autoridad sobre las gentes y sobre los reinos, para extirpar y destruir, para abatir y derrocar, para reconstruir y plantar".

         Jeremías tenía un alma sensible y tierna, hecha para amar, pero fue el encargado de derrocar dinastías y plantar otras nuevas. Y de transmitir a grandes voces, sobre todo, mensajes de desgracia y de infortunio a los reyes, a los sacerdotes, a los falsos profetas y a todas las gentes. Señor, danos la valentía de arriesgar nuestra vida por la verdad y por el amor, por la gran causa que tú representas.

Noel Quesson

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         Escuchamos hoy la narración de la vocación de Jeremías, que en el texto presente prescinde de las visiones y se centra en el diálogo entre el profeta y Dios, comenzando por la afirmación de Dios de que es él quien escoge a su profeta: "Antes de formarte en el vientre te escogí, y antes de salir del seno materno te consagré" (v.5).

         El profeta expone entonces sus dificultades, y Dios le promete una asistencia continuada, a pesar de anunciarle ya ataques y dificultades (vv.6-10.17-19). El Señor es quien quiere, pues, comunicar a su pueblo y a todas las naciones su voluntad y sus planes de salvación, a través del profeta.

         Jeremías es presentado como el instrumento o boca de Dios, pero también como una persona plenamente humana, llena de debilidad y de miedos, que necesita sentir la fuerza y la ayuda de Dios.

         Gracias a eso empieza Jeremías un camino de fidelidad a Dios y a sus hermanos, que le llevará a investigar y a anunciar la voluntad del Señor en cada momento. El profeta sabe, pues, lo que significa ser profeta: instrumento de Dios, y nada más que eso. Al mismo tiempo, sabe que está llamado a no retroceder en su papel, a pesar de prever las dificultades y persecuciones que su deber le reportará.

         Todos nosotros somos muy conscientes de nuestro papel, y hemos de aceptar el riesgo de la persecución y de la muerte violenta, sin dejar nunca de proclamar constantemente la voluntad de Dios. Para ello tenemos la conciencia de nuestra llamada, de que Dios nos llamó y nos da fuerzas para cumplir la tarea encomendada.

Rafael Sivatte

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         Nos encontramos hoy con un clásico relato de vocación profética, compuesto por un encabezamiento (vv.1-3), un diálogo vocacional (vv.4-10.17-19) y dos visiones clarificadoras de la misión (vv.11-12 y 13-15). A diferencia de la vocación de Isaías, en este relato todo resulta más sencillo, no se describe ninguna teofanía y la investidura de la misión no es tan solemne (v.9).

         En cambio, el diálogo entre Dios y el llamado a ser profeta es mucho más rico, y en él las visiones expresan con claridad la tarea a la cual es llamado el profeta, las dificultades para llevarla a término y la superación de éstas mediante la experiencia de la fuerza de Dios (el cual, de modo especial, se compromete con el futuro del pueblo).

         Ya desde el momento de la vocación vemos lo que serán la existencia y la actuación del profeta. La elección que Dios hace de Jeremías nace del deseo que tiene de comunicarse con los hombres, y este deseo de comunicación será la clave de la vida del profeta. Él será la lengua de aquella comunicación apasionada de Dios con su pueblo, y con todos los hombres que quieran escuchar.

         El profeta vivirá en su carne esta comunicación, en la cual se hallan mezclados el amor de Dios, su preocupación por su pueblo, la soberanía del propio Dios sobre la historia y los hombres, la infidelidad radical de éstos y el castigo que está a punto de venir sobre ellos.

         Es la tensión en que vive el que quiere identificarse plenamente con el Señor, dejarse conducir por su Espíritu y vivir con pasión con los demás hombres (sus hermanos), ayudándoles a vivir una existencia realmente humana.

         Se mezclan en Jeremías, pues, los sentimientos de debilidad y de fuerza, de miedo y de seguridad, de egoísmo y de compromiso, de soledad y de comunión. Una tensión que nunca desaparecerá del todo en él, y que le llevará a comprometerse en la salvación propia y ajena.

Rafael Sivatte

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         Todos fuimos llamados a la vida porque, aún antes de nacer, Dios nos amó, y nos destinó a ser testigos suyos. Antes que nada, y por encima de todo, está Dios, que es quien pone sus palabras en nuestro corazón y en nuestra boca, para que con su poder destruyamos el mal y edifiquemos el bien.

         Efectivamente, el auténtico profeta, como Jeremías, viene de la unión con Dios, y desde esa experiencia habla como testigo de lo que ha experimentado. El profeta de Dios no se pasa la vida anunciando calamidades, sino anunciando una vida que día a día se ha de renovar en Dios. Por eso no sólo hay que arrancar y derribar, destruir y deshacer, sino también edificar y plantar.

         Esto no puede llevarnos a pensar que el trabajo realizado por los enviados anteriormente a nosotros haya sido inútil, ni que todo empiece desde nuestra llegada. Porque ni siquiera las culturas, tal vez alejadas de Dios, deben ser despreciadas ni destruidas, a la hora de edificar sobre ellas la fe. La misión del profeta es purificar todo aquello que impide un encuentro auténtico con el Señor ,y un compromiso en la edificación del reino de Dios entre nosotros. Ésta es la vocación a la que ha sido llamada la Iglesia, encarnada en los diversos pueblos y culturas para conducir a todos a la plena unión con Cristo Jesús.

José A. Martínez

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         Durante más de 2 semanas leeremos páginas del libro del profeta Jeremías, joven de 20 años cuando Dios lo llamó (ca. 627 a.C), y que vivió unos tiempos difíciles y trágicos para su pueblo. En efecto, los asirios, que ya se habían anexionado el Reino del Norte (Samaria), intentaban hacer otro tanto con el Reino del Sur (Judá), hasta que consigan un 1º destierro de sus personas más importantes, para luego, en un 2º y definitivo destierro, exiliar a todo su pueblo a Babilonia. Estamos en el s. VII a.C, y atrás quedan ya Isaías, Amós y Miqueas.

         El joven Jeremías era natural de Anatot, un pueblecito cercano a Jerusalén. Era de familia acomodada, de temperamento pacifico, y más inclinado a la dulzura y a la amistad que a lo que tuvo que hacer: anunciar los castigos de Dios e invitar a unas medidas impopulares.

         La llamada de Dios a Jeremías fue muy sencilla, en contraste con la solemne teofanía que acompañó a la de Isaías, e intuye que lo que Dios le pide va a acarrearle complicaciones: "Ay, Señor mío, mira que no sé hablar, que soy un muchacho". Pero Dios le responde con la frase de siempre: "No tengas miedo, que yo estoy contigo".

         En dos frentes tuvo que luchar Jeremías, intentando hacer oír voz de Dios: la conversión religiosa de Judá (en la que colaboró con el joven rey Josías I de Judá, mientras éste vivió), y el aspecto político (tratando de convencerles a pactar con los poderosos ejércitos asirios, antes que hacer alianzas con Egipto).

         En ninguno de esos frentes tuvo mucho éxito Jeremías, pues su vocación profética le creó enemigos que le persiguieron continuamente, y esa situación le llevó a vivir propias crisis personales, al no ver siempre clara la cercanía de Dios en su vida.

         Ser profeta es siempre incómodo, pues su misión no es tanto anunciar cosas futuras como hablar en nombre de Dios, y ayudar a los demás a interpretar la historia desde los ojos de Dios.

         A nosotros nos ha tocado ser creyentes en unos tiempos también difíciles (¿hay alguno que no lo haya sido?), y en muchas regiones estamos sumergidos bajo una sociedad secularizada sin capacidad de influir en las opciones militares o políticas. Pero ahí es donde debemos estar, dando testimonio de los valores de Dios en el ámbito de la familia, del barrio y de las diferentes opciones existentes.

         Nuestra voz profética, hecha más de testimonio vivencial que de palabras, debería ser valiente y comprometida, como la de Jeremías. Y si tenemos dificultades, sentiremos un gozo especial al recitar el salmo responsorial de hoy: "A ti, Señor, me acojo, sé tú mi roca de refugio, y el alcázar donde me salve. Porque tú, Dios mío, fuiste mi esperanza y mi confianza, desde mi juventud".

José Aldazábal

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         En la 1ª lectura de hoy nos encontramos con el relato vocacional de Jeremías, un profeta nos cuenta de una manera sencilla, pero con detalle, su propia vocación: el Señor le habló, le indicó su misión, escuchó sus miedos y puso en él su confianza dándole autoridad. ¡Qué importante es ser conscientes de esta experiencia del 1º encuentro con Dios, y del ser llamados! Desde la humildad de nuestra pobre condición humana, hoy hemos de sentir la cercanía de un profeta como Jeremías, llamado por Dios "desde el vientre de su madre".

         Jeremías es una persona rica en sensibilidad, huidiza de los hombres que trajinaban la maldad y herida de Dios en lo más hondo de su ser. Vivió en el siglo VII a.C, y profetizó para el pueblo elegido. Actuó mil veces contra su benigna naturaleza, y lanzó oráculos amenazantes contra los infieles a la ley del Señor. En sus labios, la palabra de Dios era siempre una palabra de amor. Pero con frecuencia se vio acompañada por el dolor y las lágrimas, ya que la verdad no podía ser traicionada, aunque hiciera sangrar al corazón humano.

         En esta lectura se insinúa deliciosamente que el amor divino nos cuida "desde el seno materno", y nos quiere para sí. No es poca suerte conocer este rostro de Dios.

Dominicos de Madrid

b) Mt 13, 1-9

         Desde hoy hasta el viernes de la semana que viene vamos a leer el famoso cap. 13 de Mateo, el de las parábolas de Jesús: el sembrador y su semilla, el grano de mostaza, la levadura, el tesoro y la perla escondidos, la red que recoge peces buenos y malos.

         Las parábolas son relatos inventados y fáciles de entender, tomados de la vida del campo o del ambiente doméstico y que se refieren a la vida de cada día. En labios de Jesús, contienen una intención religiosa y una lección para que sus oyentes comprendan las líneas del Reino, con comparaciones llenas de expresividad.

         La 1ª de esas parábolas es la Parábola del Sembrador, en que Dios siembra con generosidad y cuya aplicación (que veremos en días sucesivos) se refiere a la clase de terrenos (preparados o no) que acogen esa semilla. En cuanto al texto de hoy, se describe al sembrador y la fuerza de la semilla sembrada, que a pesar de las dificultades (los pájaros, las piedras, las zarzas) acaban produciendo fruto.

         Aunque a veces la siembra parezca que ha sido inútil, Jesús nos dice que, a la larga, será fecunda y no se perderá. ¿Somos buenos sembradores? ¿Tenemos fe en la fuerza interior de la semilla que sembramos, la Palabra de Dios, y confianza en que, a pesar de todo, Dios hará que dé fruto?

         Dios es generoso en su siembra, y también universal. Porque también los alejados (o los que son víctimas de la secularización, o los que no han recibido buena formación) están llamados a la salvación. Dios siembra en el corazón de todos, y no selecciona de antemano los terrenos, ni obliga ni fuerza a nadie a responder a su don.

         La Iglesia cristiana ha recibido el encargo de que el mensaje de Cristo llegue a todos, a los campos preparados y también a los cubiertos de zarzas. La sociedad actual es claramente pluralista, y tendremos que utilizar en nuestra siembra el lenguaje adecuado. Porque lo importante es sembrar, ya que la propia Palabra de Dios tiene fuerza por sí misma, para germinar y dar fruto en cualquier tipo de terrenos.

         La parábola de hoy es una llamada a la esperanza y a la confianza en Dios. Porque la iniciativa la tiene siempre él, y él es quien hace fructificar nuestros esfuerzos. Nosotros tenemos que sembrar sin tacañería, y sin desanimarnos fácilmente por la aparente falta de frutos.

José Aldazábal

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         El evangelio de Mateo va reagrupando los temas tratados por Jesús en 5 grandes secciones. Hasta ahora ya hemos visto la 1ª y 2ª de esas secciones, conocidas como Sermón de la Montaña y Discurso Apostólico. Y hoy comenzamos la 3ª de esas secciones: las Parábolas del Reino.

         Las parábolas son un género literario, compuesto por relatos concretos e imágenes expresivas, destinados a la mejor comprensión de una idea. Sus detalles concretos no tienen todos el mismo valor, y lo interesante de ellas es, sobre todo, captar su significación global.

         Aquel día salió Jesús de casa y se sentó junto al lago. Y acudió tanta gente que tuvo que subirse a una barca. Si mi mente se presta a ello, puedo quedarme unos instantes contemplando esos gestos de Jesús: un Jesús sencillo, un hombre como los demás hombres. Ese es el gran misterio de Jesús, que siendo el Hijo de Dios se pone a nuestro alcance, como ese hombre que sale de su casa, camina, se sienta, se levanta y pone los pies en el agua del lago para subir a una barca. Ese es Jesucristo, dispuesto a hablar siempre con el hombre.

         Jesús les habló de muchas cosas en parábolas, sacando la mayor parte de sus comparaciones de la vida, del hogar, de los negocios, del trabajo y del campo. Jesús es un buen observador, y ha mirado con amor a las gentes que encontraba a su paso.

         "Salió el sembrador a sembrar", comienza diciendo hoy Jesús. Se trata de un pobre sembrador que aparentemente no tiene buena suerte, y va acumulando fracasos en escalada cuando:

-los pájaros se comen sus semillas, antes de que germinen;
-las plantitas surgidas son quemadas por el sol, antes que pudiera crecer;
-la planta que ha logrado desarrollarse es sofocada por las malas hierbas.

         ¿Por qué nos cuenta Jesús esta serie de fracasos? Porque podría pensarse que el trabajo del sembrador ha sido completamente inútil. Pues bien, todo ello es imagen del reino de Dios, imagen de la cruz de Jesús. A menudo tenemos nosotros la impresión de estar perdiendo el tiempo al tratar de vivir y proclamar el evangelio, y no vemos ningún resultado. Pero sigamos escuchando.

         "Otros granos cayeron en tierra buena y dieron fruto; unos ciento, otros sesenta, otros treinta". He aquí un éxito sorprendente. El fracaso anterior ha sido muy ampliamente compensado. Sí, a pesar de las apariencias contrarias, la cosecha será un hecho, y el Sembrador no quedará decepcionado: el reino de Dios tiene asegurado el éxito final.

         "Quien tenga oídos, que oiga", acaba diciendo Jesús. A menudo somos sordos, y nuestros corazones están cerrados. Y eso nos impide percibir suficientemente los signos del reino de Dios que él mismo va sembrando, junto a los nuestros. De ahí que, cuando menos lo esperemos, nuestra semilla habrá germinado 30 ó 60 ó 100 plantas distintas, y no sólo una. Dios también siembra y trabaja con nosotros, para que la mies crezca y dé cosechas del 100 por 1, a pesar de las apariencias contrarias.

Noel Quesson

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         Comienza hoy Jesús a introducirnos en los misterios del Reino, a través de su forma tan característica de presentarnos su dinámica, que es la parábola.

         En la Parábola del Sembrador de hoy, la semilla es la palabra proclamada, y el sembrador es él mismo. Éste no busca sembrar en el mejor de los terrenos para asegurarse la mejor de las cosechas. Él ha venido para que todos "tengan vida y la tenga en abundancia" (Jn 10, 10). Por eso, no escatima en desparramar puñados generosos de semillas, sea "a lo largo del camino" (v.4), como "en el pedregal" (v.5), o "entre abrojos" (v.7) o finalmente "en tierra buena" (v.8).

         Así, las semillas arrojadas por generosos puños producen el porcentaje de rendimiento que las posibilidades toponímicas les permiten. El Concilio Vaticano II nos recuerda que "la palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo. Los que escuchan con fe y se unen al pequeño rebaño de Cristo han acogido el Reino. Y la semilla, por sí misma, germina y crece hasta el tiempo de la siega" (LG, 5).

         "Los que escuchan con fe", nos dice el concilio. Tú estás habituado a escucharla, tal vez a leerla, y quizás a meditarla. Según la profundidad de tu audición en la fe, será la posibilidad de rendimiento en los frutos. Aunque éstos vienen, en cierta forma, garantizados por la potencia vital de la Palabra (semilla), no es menor la responsabilidad que te cabe en la atenta audición de la misma. Por eso, "el que tenga oídos, que oiga" (v.9).

         Pide hoy al Señor el ansia del profeta: "Cuando se presentaban tus palabras, yo las devoraba. Tus palabras eran mi gozo y la alegría de mi corazón, porque yo soy llamado con tu nombre, Señor, Dios de los ejércitos" (Jr 15, 16).

Julio Ramos

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         La Parábola del Sembrador no pasa de moda, porque tampoco pasan de moda las crisis que pretende iluminar. Dejemos que afloren algunas de las preguntas que solemos hacernos: ¿Por qué si la Palabra de Dios es tan eficaz produce, en apariencia, tan poco fruto? ¿Por qué hay tantas personas que no se sienten atraídas por ella si siempre se ha dicho que la Palabra es "luz para nuestros pasos" y que "da vida"? ¿Por qué, después de un tiempo de entusiasmo, hay muchos que se descuelgan y pasan a engrosar el grupo de los alejados?

         Estas preguntas nos desconciertan, y no acabamos de entender por qué hay mensajes que parecen llegar a las personas con más hondura que el mensaje de la Palabra.

         Jesús vive en carne propia la experiencia de ver cómo se producen reacciones diferentes ante el anuncio del reino de Dios. Hay un poco de todo. En la vida sucede lo mismo que en la siembra. La semilla puede ser de calidad suprema, pero el fruto no depende sólo de ella sino de las condiciones del terreno en el que caiga. No es lo mismo el borde del camino, que la zona pedregosa, o las zarzas, o la tierra buena. La tradición de la Iglesia convirtió pronto esta parábola en una alegoría, haciendo una aplicación de cada terreno a las distintas condiciones humanas. Esto nos resulta muy conocido, y pasado mañana tendremos ocasión de leerlo con calma.

         ¿Cuántas veces nos hemos preguntado si éramos nosotros tierra buena o si, por el contrario, la nuestra era una tierra llena de pedruscos o de zarzas? Hay en nosotros una tendencia espontánea a moralizar todo, a preguntarnos si estamos a la altura de lo que el evangelio proclama.

         Sin embargo, en la parábola de Jesús hay un mensaje que va más allá. Jesús habla de un sembrador que "salió a sembrar" y fue esparciendo la semilla con sobreabundancia. Un sembrador tacaño se cuida mucho de no desperdiciar la semilla arrojándola a las piedras o a las zarzas. Pero Jesús no es un sembrador tacaño. La Palabra es lanzada en todas direcciones, a toda clase de personas, y no es un alimento reservado a unos pocos privilegiados.

         En nuestra Iglesia somos a veces muy selectivos, y organizamos procesos catecumenales que van filtrando a las personas. Quizás es este un camino necesario para purificar las intenciones y para ir afinando las respuestas. Pero al mismo tiempo, deberíamos sembrar por todas partes (a tiempo y a destiempo), porque donde menos pensemos la Palabra puede encontrar acogida.

Gonzalo Fernández

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         El evangelio de hoy nos presenta la Parábola del Sembrador, en su 1ª parte. Y nos viene a decir que Dios ha puesto su semilla en cada uno de nosotros, y ha dejado caer la semilla sabiendo que encontrará diferentes tipos de terrenos, y que en unos sitios crecerá con facilidad y en otros a duras penas dará fruto.

         Sin embargo, el sembrador de la parábola realiza su labor con esperanza y generosidad. No espera a encontrar el terreno perfecto, ni el que le produzca el máximo beneficio o el mínimo costo. Se trata de una siembra a voleo, gracias a la cual ha llegado quizás a nosotros. Esto es motivo para dar gracias, y una invitación a que también nosotros seamos sembradores generosos y confiados.

         A menudo nos decimos unos a otros que estamos viviendo tiempos difíciles, que nos encontramos muy a la intemperie en esta sociedad, y que ser verdadero seguidor de Jesús es difícil. Y eso es cierto. Pero, ¿acaso alguna vez la vida cristiana ha sido fácil?

         Me temo que no. Las personas que hoy admiramos como auténticas cristianas también han vivido la cruz, la duda, el sentirse incomprendidas y solas. ¿Y qué les ha mantenido? La fidelidad a ese 1º encuentro, el revivir cada día esa 1ª llamada, el alimentarla y hacerla crecer. Por eso, releer a la luz de la Palabra nuestra propia historia puede ayudarnos a reforzar los pilares de esa 1ª llamada, y poder decir cada día con el salmista: "En ti confío, Señor, tú eres mi fuerza".

Miren Elejalde

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         Lo importante en la vida no es cuánto se da, sino dar. Así lo pone de manifiesto Jesús en su Parábola del Sembrador, cuando dice que "una parte de la semilla cayó en tierra buena y dio fruto, al cien, al sesenta o al treinta por uno". Jesús no entra en si la mejor cosecha fue la que dio más, sino que sólo resalta el hecho de que toda semilla que cayó en tierra fértil dio frutos.

         Nosotros nos ofuscamos muchas veces en la cantidad de lo que damos. Queremos dar el 100% en lo que hacemos, sobre todo en las cosas que dedicamos enteramente en la labor de extensión del reino. Y ponemos la excusa de que si no podemos dar ese 100% no daremos nada. Al final, ese es el resultado, nos quedamos en el 0%, sin dar absolutamente nada y ralentizando el proceso del reino de Dios, para todas aquellas personas que lo necesitan.

Miosotis Nolasco

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         El evangelio de hoy nos ofrece la parábola quizá más conocida de todas: "salió un sembrador a sembrar". Una parábola que se puede aplicar a sí misma, porque ella misma es una palabra, una semilla que ha llegado al campo de nuestra vida.

         En efecto, solemos prestar atención a la semilla que quedó sembrada "de manera superficial", o a la que quedó sembrada "entre zarzas", porque la superficialidad y el atafago son realidades de las que podemos hacernos fácilmente conscientes. Yo quisiera que hoy destacáramos la triste suerte de la 1ª semilla, la que cayó al borde del camino y ni siquiera quedó sembrada.

         Se trata de las semillas que dejamos perder, de las palabras que no quisimos decir, de los sueños que no quisimos emprender, de las posibilidades que no quisimos poner en marcha. Incluso de la Palabra de Dios que no recibimos porque creímos haberla recibido ya. Pues como comienza diciendo la parábola: "Una vez salió un sembrador a sembrar".

Nelson Medina

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         El evangelio de hoy nos trae la Parábola del Sembrador, dirigida por Jesús a muchos que, por estar atentos a las tradiciones de los antepasados, hacen resistencia a la novedad del evangelio. Una actitud que refleja acaba siempre en fracaso, pues con ella sólo una mínima parte de la semilla produjo fruto, y de baja calidad.

         Jesús es consciente de que para poder cosechar algo, es necesario sembrar mucho. El misterio del Reino se acomoda al misterio del ser humano. Aunque nos unamos en las causas, la pertenencia y el compromiso con la Iglesia, el reino de Dios va estar mediatizado por las motivaciones e intereses de cada individuo y de la sociedad.

         A veces queremos obligar a los demás a caminar y a producir según nuestro propio ritmo. Y eso es violentar la acción del Espíritu. La experiencia de la predicación del Reino, y la respuesta humana, enseñaron a Jesús que el Reino no se puede construir sin tener en cuenta la libertad y el fracaso. A veces es más el esfuerzo, y el empeño y la fatiga, que los resultados. Pero no nos desolemos, pues al final esas respuestas pueden ser cuantitativamente insignificantes, pero cualitativamente significativas.

José A. Martínez

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         Se puede articular el pasaje de hoy según los personajes a quien se asignan las palabras. Al principio se trata de un relato del evangelista (vv.1-3), y a continuación de la transmisión de las palabras pronunciadas por Jesús (vv.3-9). El relato sirve de introducción a la Parábola del Sembrador (que sigue a continuación), pero también a todo el Discurso Parabólico (vv.1-53). De hecho, en la última parábola apocalíptica (vv-49-50) se retomarán numerosos elementos de la introducción de hoy: mar, playa y "el sentarse" de algunos.

         Este clima del discurso hace comprensible la extraña actitud del sentarse de Jesús, mientras la gente se queda de pie. Como en otras imágenes apocalípticas (Dn 7,16; Ap 7,9-12), se trata de escenas referidas al Juicio Final. Un carácter de revelación que también se hace comprensible en el empleo del verbo hablar y no enseñar.

         Nos encontramos, por tanto, ante una revelación, en el marco definitivo del fin de los tiempos. Se trata de un discurso marcadamente escatológico, cuya finalidad principal consiste en colocar la necesidad urgente del discernimiento del hombre, respecto al Reino de los Cielos.

         Esta urgencia en la decisión es la que aparece al final de la Parábola del Sembrador. De hecho, las palabras del v.9 ("quien tenga oídos, que oiga") tienen el sentido de una exhortación, a asumir la sabiduría en un contexto de fuerte matiz escatológico, a semejanza de la conclusión de las cartas a las 7 iglesias (Ap 2, 1.3.22). Aquí cada individuo es colocado ante una decisión. Se prolongan así las exhortaciones proféticas, y la oración hebraica diaria del Escucha, Israel (Dt 6, 4).

         La "salida de casa" de Jesús debe interpretarse como salida del sembrador a su tarea. Ante ella, se es invitado a recibir la palabra del Reino y hacerla fructificar en su vida. Se trata de aferrarse a la palabra "con toda el alma y con todas las fuerzas", para que pueda producir su fruto.

         Junto a esa invitación, la parábola presenta los riesgos de no tomar en debida cuenta el significado de la aparición de Jesús en la historia humana. De la disposición de cada hombre puede depender el fracaso de las semillas. Si los terrenos de acogida no están suficientemente preparados, el crecimiento es obstaculizado y frenado, impidiendo la fructificación. Los 3 primeros casos son ejemplo de está trágica posibilidad, que se presenta a la existencia humana.

         Con este fin, Jesús nos habla de un terreno que se ha endurecido por el paso de hombres y animales en camino, de un rincón demasiado rocoso que impide el enraizamiento, de la amenaza que presenta la presencia de espinas que sofocan el crecimiento.

         Frente a Jesús, mensajero último de Dios, el hombre se ve obligado a tomar una decisión. Y la multitud, a la que Jesús habla, debe tomarla, lo mismo que los discípulos. Es imposible permanecer indiferente ante la presencia del sembrador de Dios, y de la respuesta adoptada frente a él depende la vida del hombre y la suerte destinada a cada individuo. Lo mismo que los contemporáneos de Jesús, cada uno deberá optar, y de la elección tomada dependerá la esterilidad o fecundidad de la propia existencia.

Confederación Internacional Claretiana

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         Aplicamos muchas veces la Parábola del Sembrador a la evangelización y a la misión apostólica, diciéndonos que "debemos sembrar la semilla de la Palabra, para que dé fruto". Pero recordemos que Jesús nunca aplica esta imagen (de sembrar) a la misión de sus discípulos, ni habla nunca de enviarlos a sembrar, sino a cosechar. Es importante caer en la cuenta. Para Jesús, es otro (Dios) quien ha sembrado, ya antes de llegar nosotros siquiera a ver el campo. Nosotros, por tanto, llegamos a la hora de la cosecha, y resulta que la mies está a punto.

         La Parábola del Sembrador no se refiere a la misión del evangelizador, sino a la respuesta de los evangelizados, o a nuestra propia respuesta. Y en ello, las respuestas son desiguales, y las hay para todos los gustos. Un mismo tipo de semilla da rendimientos muy diferentes, y lo que produce la variación (en la respuesta) es la calidad de la tierra, la escasez o abundancia de agua, las eventuales espinas de las zarzas. La pregunta es: ¿cuál es nuestro rendimiento? ¿Cómo está la calidad de mi suelo? ¿Cuánto rendimiento doy con vida?

         Cada tipo de tierra recibe la semilla, la acoge en su seno y la hace crecer según sus propias posibilidades. Hay tierras mejores y peores. No se le puede pedir a la tierra mala que dé una buena cosecha. Eso ya lo sabe el sembrador. Lo mismo pasa con la palabra de Dios que llega a nuestro corazón. Los seres humanos no somos todos iguales, y no todos estamos cortados por el mismo patrón. Entre nosotros hay muchas diferencias (cultura, geografía, inteligencia...), y por eso nosotros somos la tierra, en unos sitios de una forma y en otros de otra.

         Por eso, a cada uno se le pedirá según sus posibilidades. Hay personas en el mundo a las que les ha tocado nacer en condiciones más desfavorecidas. ¿Cómo les va a pedir Dios, pues, que den el mismo fruto que otros, a quienes ha tocado una mejor situación? Dios no condena a nadie, ni pide a todos que den el 100%. Simplemente pide, a cada uno, que dé lo que pueda dar.

Servicio Bíblico Latinoamericano

c) Meditación

         En el evangelio de hoy, nos dice el evangelista Mateo, Jesús estuvo mucho tiempo hablando en parábolas, sentado en una barca junto al mar y con un gran gentío en la orilla del mar. En este caso, les comparó su palabra con la semilla que esparce el sembrador: Salió el sembrador a sembrar.

         Todo el mundo sabe qué es un sembrador, y ha visto al sembrador realizar su tarea. Pues bien, hoy Jesús describe las vicisitudes de su siembra: parte de la semilla queda al borde del camino, parte cae en terreno pedregoso, parte entre zarzas, y parte se siembra en tierra buena de diferentes calidades (una da el treinta, otra el sesenta, y otra el ciento por uno).

         El destino de esta siembra es muy diverso, como diversos son los destinatarios de la Palabra. Unos están representados por el borde del camino, terreno en el que no cala la siembra. Éstos escuchan la palabra, pero ésta no entra ni en su mente (para ser entendida) ni en su corazón (para ser sentida), y se queda de tal manera fuera que cualquiera que pase puede llevársela para hacer de ella el uso que quiera.

          Otros reciben la simiente en terreno pedregoso, sin apenas tierra donde enraizar. Éstos escuchan la palabra y la acogen con alegría (con buena receptividad), pero al no tener raíces y ser inconstantes (es un terreno sin suficiente hondura o profundidad), a la más mínima dificultad o persecución sucumben.

          Otros reciben la simiente entre zarzas. Se trata de aquellos que escuchan la palabra de Dios, pero los afanes de la vida, la seducción de las riquezas y el deseo de todo lo demás (tales son las zarzas invasoras) los invaden, ahogan la palabra y se queda estéril.

         Aquí hay acogida y enraizamiento, pero eso no basta, y si no eliminan las zarzas de su vida, éstas acabarán estrangulando la planta ya nacida. ¡Cuántos afanes, seducciones y deseos impiden el desarrollo de esas plantas nacidas de la palabra y llamadas a dar abundante fruto!

         Sólo los que son tierra buena y preparada (o labrada), porque escuchan la palabra, la aceptan y la permiten madurar, dan cosecha, unos más (el sesenta o el ciento por uno) y otros menos (el treinta), en razón de su bondad (cualidad) y de su labranza (estado idóneo para la producción).

          La cosecha se hace depender, pues, no de la semilla (que es la misma, aunque pueda llegar a través de manos más o menos expertas), sino del terreno en el que cae (de mejor o peor cualidad, y en mejor o peor estado o disposición). La disposición cuenta mucho en este negocio, porque la cualidad de la tierra, en cuanto salida de las manos de Dios, hemos de considerarla buena por naturaleza (o idónea para la siembra), porque todos somos creación de Dios.

          La naturaleza de que hemos sido dotados es adecuada para recibir la palabra de Dios, y si ésta no es acogida será porque se ha producido una distorsión o disfunción que lo impide, o porque algo extraño a sí misma la ha endurecido u obstruido, o porque se ha introducido en ella una alteración que la deforma, ciega o endurece.

          ¿Qué puede haber más connatural con nuestra naturaleza que el mismo Dios (y su palabra), a cuya imagen hemos sido hechos? ¿Y qué puede haber más satisfactorio para la tierra que producir los buenos frutos que se han sembrado en ella? Empeñémonos en ser tierra buena o bien dispuesta, y podremos disfrutar con los frutos de una buena cosecha.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología

 Act: 24/07/24     @tiempo ordinario         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A