23 de Julio

Martes XVI Ordinario

Equipo de Liturgia
Mercabá, 23 julio 2024

a) Miq 7, 14-20

         El libro de Miqueas termina hoy con una serie de párrafos que datan probablemente del retorno del exilio (Mi 7, 8-20). Y lo hace con una oración de tipo salmódico dirigida al Dios que perdona las faltas de su pueblo.

         En sus orígenes, el yahvismo se presentaba como una religión de fidelidad a la Alianza del Sinaí: fidelidad del hombre, mediante una escrupulosa observancia de la ley; y fidelidad de Dios, concediendo las bendiciones prometidas a quienes evitaran toda falta. Pero el hombre falló estrepitosamente, y sus ritos y abluciones de todo tipo no sirvieron para nada. Fue incapaz de permanecer fiel a la Alianza, y por ello una etapa de exilio volverá a convencer a los más endurecidos y orgullosos.

         Efectivamente, Dios no es indiferente al pecado, y manifiesta su ira contra el pecador, y castiga a la esposa infiel, pues el pecado es algo demasiado seria como para pasarlo por alto. Pero no por ello deja de ser fiel a la Alianza, ni de amar a su pueblo. El descubrimiento más importante de los hebreos en el exilio es que Dios les sigue siendo fiel, y fundamentalmente benévolo. La fidelidad de Dios se convierte así en misericordia, perdón y gracia (v.18).

         Esta permanencia del amor de Dios hacia su pueblo, a pesar de la infidelidad de éste (Ex 34,6-7; Jt 2,13; Sal 50,3; 102,8-14), es el motivo principal del salmo responsorial de hoy, en el que las palabras gracia y fidelidad, piedad y perdón, son intercambiables.

         Al hombre moderno no le gusta hablar de la misericordia de Dios, por sus resonancias sentimentales y por la impresión de producir alienación religiosa. Pero refugiarse en las manos abiertas de un Dios misericordioso que nos perdona constantemente, ¿no es el mejor modo de sanar la conciencia?

         De hecho, la misericordia de Dios invita a la conversión y al cambio, e impulsa a quien de ella se beneficia a practicar la misericordia (Lc 6, 36). No tiene, pues, nada de alienante, sino todo lo contrario: es una llamada a asumir responsabilidades precisas.

Maertens-Frisque

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         Consoladoras son las palabras que escuchamos hoy del profeta Miqueas, en su confesión de fe: "¿Qué Dios hay como tú, que perdonas el pecado y absuelves de la culpa al resto de tu heredad?". Y es que a nosotros, a veces, nos parece excesivo predicar que Dios "volverá a compadecerse, y extinguirá nuestras culpas". Pero así es, y así lo repite la Biblia: 70 veces 7 nos perdona Dios, porque nos ama.

         El amor perdonador de Dios no es algo de lo que debamos sorprendernos, porque él tiene entrañas de Padre, y aguanta hasta el infinito. Ni de lo que debamos burlarnos, porque suplicarle su amor misericordioso, y luego pisotear a los demás, es poner la 1ª piedra de nuestra condenación. De Dios nadie se ríe.

         Los profetas fueron las personas capaces de leer los acontecimientos históricos a los ojos de Dios. Y hoy ellos siguen mirando al mundo, poniendo nombre a cada cosa, percibiendo lo desapercibido y denunciando las injusticias concretas. Al final, todo profeta bíblica abrió la puerta a la esperanza, con una fe ciega en que el mal no tenía la última palabra.

         A pesar de la injusticia imperante, y en medio de ella, Dios sigue acompañando al mundo, empeñado en que su proyecto siga adelante. De esto último es de lo que nos habla hoy Miqueas, cuando hace su confesión de fe: "¿Qué Dios hay como tú, que se complace en ser bueno?".

Miren Elejalde

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         Esta 3ª y última página de Miqueas es más esperanzadora que las anteriores, a base de mezclar afirmaciones proféticas y suplicantes a Dios, ensalzando su misericordia. La confianza del profeta se basa en que Dios seguirá siendo fiel a las promesas que había hecho (ya desde Abrahán), y que seguirá pastoreando al pueblo de su heredad.

         Pero, sobre todo, se basa en la esperanza de que Dios seguirá haciendo lo que sabe hacer mejor: perdonar. En un retrato entrañable, Miqueas exclama: "¿Qué Dios hay como tú, que perdonas el pecado?". En efecto, se trata de un Dios que "se complace en la misericordia", y que "arroja a lo hondo del mar todos nuestros delitos".

         Los que hoy hemos escuchado, además de la voz del profeta, es lo mismo que nos recordará Jesús sobre el amor de Dios, a la hora de describirlo como el padre del hijo pródigo, o como el pastor que busca la oveja descarriada. Por eso tenemos todavía más motivos para dejarnos llenar de esperanza, y alegrarnos con esta noticia de la misericordia de Dios.

         Si tenemos a mano la encíclica Dives in Misericordia de Juan Pablo II, nos haría mucho bien releerla. Porque también nosotros necesitamos recordar esta buena noticia, reconociendo nuestra debilidad y alegrándonos del perdón de Dios. La eucaristía la solemos empezar con la invocación "Señor, ten piedad", y en el Sacramento de la Penitencia participamos de la victoria que Jesús nos consiguió en su cruz, contra el pecado y el mal.

         Para con los demás, estamos llamados a proclamar la bondad de Dios hacia los débiles y pecadores. Dios deja siempre abierta la puerta a la misericordia, y a la rehabilitación de las personas y de los pueblos.

         El salmo responsorial de hoy refleja bien la idea del profeta y nuestros sentimientos de confianza: "Señor, has sido bueno con tu tierra, has perdonado la culpa de tu pueblo, has sepultado todos sus pecados. Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación". La última palabra de la historia no es nuestro pecado, sino, como nos recuerda hoy Miqueas, el amor perdonador de Dios.

José Aldazábal

b) Mt 12, 46-50

         Se nos habla hoy de "la madre y los hermanos" de Jesús (vv.46-50). En el mundo judío (y mesopotámico, en general) se incluía entre los hermanos a los parientes próximos en línea colateral (primos, sobrinos...). En esta perícopa, donde los familiares de Jesús no son mencionados por sus nombres, "la madre" representa a Israel (en cuanto origen de Jesús) y "los hermanos" al mismo Israel (en cuanto miembros del mismo pueblo).

         Pues bien, el texto nos dice que Israel "se quedó fuera", en vez de acercarse a Jesús, al tiempo que Jesús rompió su vinculación a su pueblo. La nueva familia de Jesús está abierta a la humanidad entera, y la única condición de pertenencia es llevar a efecto el designio de su Padre del cielo, que se concreta en la adhesión a Jesús mismo (Mt 3, 17).

         El designio del Padre, aceptado por Jesús con su bautismo y para el cual el Padre lo capacita con el Espíritu, consiste en que el hombre se comprometa hasta el final en la obra salvadora. Todo aquel que se asocie a este compromiso de Jesús queda unido con él por los vínculos más estrechos de amor e intimidad. Se constituye así la nueva familia, el nuevo pueblo universal.

         La escena ha estado preparada por las reiteradas alusiones a la respuesta de los paganos y a la infidelidad de Israel (Mt 8,10-12; 11,20-24). La sección comenzó con las dudas de Juan Bautista (Mt 11, 3), la constatación de la violencia contra el reinado de Dios (Mt 11, 12), la incredulidad sistemática de los grupos dirigentes (Mt 11, 16-19) y de las ciudades galileas (Mt 11, 20-24), la ceguera de los sabios y entendidos (Mt 11, 25-30), la oposición de los legalistas y su pretensión de matar a Jesús (Mt 12, 1-14), la calumnia de ser agente de Satanás (Mt 12, 24), la invectiva de Jesús contra los fariseos (Mt 12, 25-37), la petición de una señal del cielo (Mt 12, 38-42) y el aviso a las multitudes (Mt 12, 43-45).

         Decididamente, los dirigentes de Israel combaten a Jesús, y las multitudes tampoco se pronuncian abiertamente por él. No hay mucho porvenir en Israel para Jesús y su mensaje. De ahí la declaración de Jesús, quien se desvincula del pueblo elegido y lo pone en la misma condición que cualquier otro pueblo. El designio de Dios ha sido expresado en las bienaventuranzas. Es la opción allí expuesta la que constituye el nuevo pueblo. Jesús tiene ya una familia (sus discípulos), abierta a todo hombre (judío o no judío) que tome la decisión de seguirlo.

Juan Mateos

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         En este último pasaje del cap. 12 de Mateo encontramos un texto común a los 3 sinópticos. Mateo lo sitúa al final de una serie de conflictos con los fariseos y "esta generación" (vv.39.45). Mateo quiere demostrar así la ruptura dramática de Jesús con quienes están más cerca de él: los judíos y su propia familia. Para comprender este relato hay que recordar la importancia dada a los lazos familiares en el judaísmo.

         Las palabras introductorias de este relato ("estaba Jesús hablando a la gente") parece una simple fórmula de transición (Mt 9,18; 17,5; 26,47). Tras lo cual se menciona que la madre de Jesús y sus hermanos se presentaron fuera, tratando de hablar con él (Mc 3,31; 6,3; Mt 12,46; 13,55). Son muchas las interpretaciones que se han dado a la expresión. La más común está orientada a interpretar la palabra hermanos como pariente próximo o primo de Jesús.

         Jesús está instruyendo a sus discípulos, y la ocasión es propicia para ratificar la manera cómo el discípulo debe unirse al maestro y a su proyecto. Jesús ha roto con su familia espiritual (los judíos) y ahora rompe con su familia según la sangre y la carne: "¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? El que cumple la voluntad de mi Padre del cielo". Jesús hace la pregunta y él mismo la responde, conformando de esta manera, en torno a él, una nueva familia que está unida, no por los lazos de la sangre y de la carne, sino por el compromiso con el proyecto del Padre.

         Nuestro texto no significa que los discípulos de Jesús, por ser hermanos suyos, sean también los hijos de su madre. No significa tampoco que exista un parentesco natural entre Jesús los discípulos. El texto nos invita a pensar sobre la manera cómo podemos pertenecer al grupo de Jesús y ser parte de su verdadera familia a la cual nos unimos si asumimos su proyecto.

         Es decir, si nos comprometemos en la construcción del reino de Dios con una actitud profética que esté siempre a la escucha de la Palabra, que no calle y que grite con todos sus pulmones. Ser parte de la familia de Jesús es, en definitiva, compartir su vida y su proyecto: salvar al género humano.

Fernando Camacho

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         La mayor parte de las religiones del mundo se apoyan en la familia, institución natural pero elevada por ellas a institución religiosa básica. Es conocida la importancia que se da a la familia en la tradición de la sabiduría y de la ley judías, y todas las religiones adoptan principios idénticos. Jesús edifica su religión no sobre las relaciones familiares, sino sobre una comunidad de tipo selectivo, en la cual cada uno escoge a los otros libremente y en virtud de la fe.

         Ahora bien: la evolución del mundo técnico tiende a sacar al hombre de sus comunidades naturales para sumergirlo en comunidades más artificiales o selectivas. La familia vive a menudo de manera dramática el conflicto de las generaciones que caracteriza a nuestra época, y no siempre responde adecuadamente a las condiciones necesarias de la comunidad de culto. Los padres rezan hoy mejor en compañía de sus amigos que con sus hijos, y estos últimos prefieren hacerlo en clase que en su casa.

         Se trata de una evolución normal, en la cual no hay motivo alguno para escandalizarse. Sería muy conveniente que nos diéramos cuenta de que el cristianismo, contra lo que pudiera pensarse, no se apoya específicamente en las instituciones naturales para edificar su fe y su culto. El espíritu de familia no es necesariamente el Espíritu Santo, y este último quizá lo encontremos mejor en contacto con grupos o comunidades que se reúnen por razones de hermandad y de libertad.

         Uno de los criterios de la eficacia religiosa de estas comunidades selectivas y de la presencia en ellas del Espíritu será la facilidad con que los participantes puedan restituirse a sus comunidades naturales, u otras parecidas.

Maertens-Frisque

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         Todavía estaba Jesús hablando a la gente, cuando su madre y sus hermanos se presentaron fuera, tratando de hablar con él.

         Jesús, por su encarnación, entró a formar parte de nuestra humanidad, de una verdadera humanidad, con los lazos de la sangre, la raza, la geografía, la cultura. Era de raza judía, vivió en Israel, tenía una madre llamada María, tenía primos (llamados aquí hermanos) y conocidos, y hablaba la lengua aramea.

         No obstante, en el caso de hoy vemos como Jesús dice: "¿Quién es mi madre? ¿Quiénes son mis hermanos?". Se trata de una pregunta sorprendente, porque todo el mundo sabía quién era su madre: la que estaba allí fuera. La pregunta no significa un desprecio de Jesús a los suyos, pues nadie ha amado a su madre mejor que él, con un amor fuerte y delicado. Pero Jesús quiso revelarnos algo muy importante: no se trata solamente del grupo restringido de los judíos, sino de todos los que han decidido escucharle y seguirle: "Estos son mi madre y mis hermanos".

         ¡Extraordinaria revelación! El discípulo es "un pariente de Jesús". Jesús ofrece a los hombres la cálida intimidad de su familia. Entre Dios y los hombres ya no hay sólo relaciones frías de obediencia y sumisión como entre un amo y los subalternos. Con Jesús entramos en la familia divina, como sus hermanos y como su madre. Por todo esto, ¿qué es lo que debe cambiar en mis relaciones con Dios?

         Sí, los lazos de sangre, de amistad, de relaciones humanas y de raza, por importantes que sean, no son los decisivos en el reino de Dios. Sino que una nueva relación familiar se instaura, constituida por millones de hermanos de todo el mundo. Y es cierto que un verdadero intercambio de corazón a corazón entre "hermanos y hermanas de Jesús" puede a menudo ser más rico y más fuerte, que entre parientes según la carne. Es un gran mensaje y una verdadera revolución para la humanidad.

         "El que cumple la voluntad de mi Padre del cielo, ése es hermano mío y hermana y madre", asevera Jesús. La característica esencial del discípulo es "hacer la voluntad de Dios". El que actúa así es un verdadero pariente de Jesús, entra en comunión con él y comparte su voluntad.

         Se trata de entrar en comunión con los innumerables hermanos que tratan de hacer esa misma voluntad. Si en todos mis actos de cada día procuro mantenerme unido a Dios, lo estoy haciendo también  a todos esos discípulos de Jesús esparcidos por todos los países del mundo. Y María, que fue la 1ª en hacer la voluntad de Dios a la perfección, es por ello la 1ª familiar de Jesús.

Noel Quesson

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         El episodio de hoy es sencillo: la madre y los parientes de Jesús quieren saludarle, y alguien se lo viene a decir. Se supone que poco después Jesús les atendería con toda amabilidad. Pero antes de eso aprovecha la insinuación popular para anunciarnos el nuevo concepto de familia que él va a establecer: no la vinculada a la sangre, sino a la fe. Por eso, "el que cumple la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre".

         Naturalmente, no niega Jesús los valores de la familia humana. Pero sí busca subrayar que la Iglesia es suprarracial, y no limitada a un pueblo (como el antiguo Israel). La familia de los creyentes no se va a fundar en criterios de sangre o de raza. Los que creen en Jesús y cumplen la voluntad de su Padre, ésos son su nueva familia. Incluso si hay oposición, Jesús nos enseñará a renunciar a la familia y seguirle, a amarle a él más que a nuestros propios padres.

         Jesús habla de nosotros, de los que pertenecemos a su familia por la fe, por el bautismo, por nuestra inserción en su Iglesia. Ése es nuestro mayor titulo de honor.

         Pero también podemos aceptar otra lección: pertenecer a la Iglesia de Jesús no es la garantía última de que seamos "hermanos y madre" de Jesús. Porque eso dependerá de si cumplimos o no la voluntad del Padre. La fe tiene consecuencias en la vida, y pide coherencia en la conducta de cada día para que podamos ser reconocidos como verdaderos seguidores y familiares de Jesús.

         Como María, la madre de Jesús, que entra de lleno en esta nueva definición de familia porque ella sí supo decir (y luego cumplir) aquello de "hágase en mi según tu palabra". Ella aceptó la voluntad de Dios en su vida, y "fue antes madre por la fe que por la maternidad biológica", según los Santos Padres. Ella es el mejor modelo para los creyentes.

José Aldazábal

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         Para la mayor parte de los cristianos no católicos el pasaje del evangelio de hoy es una demostración de que Jesús tuvo hermanos y hermanas, que ellos suponen hijos de José y María. Ya uno no debería tener que aclarar esas cosas pero puede ser saludable para muchos, así que comentemos un poco el tema.

         Ante todo hemos de recordar que, aunque en griego existe la palabra para decir primo, ese término no existe en el arameo corriente, y lo más frecuente para la lengua y la mentalidad en que vivió nuestro Señor era simplemente llamar hermanos a los parientes, como vemos que por ejemplo Abraham llama hermano a Lot (Gn 13, 8), que era su sobrino (Gn 11, 27).

         Además, en la escena del evangelio de hoy aparece María con algunos de estos "hermanos y hermanas". Mas en la crucifixión no hay nadie, y Jesús confía su madre al cuidado de un discípulo: Juan (Jn 19, 26-27). Esta escena sería superflua y por completo ajena a la mentalidad hebrea si María hubiera tenido más hijos.

         Así que la familia de Cristo no viene de los nacidos de la carne y la sangre. Viene de otra realidad, que enlaza bellamente el texto del evangelio con la primera lectura, pues dice el Señor: "El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mc 3, 35). Así como por la obediencia a la voluntad del Padre Cristo es Cristo, por esa obediencia nosotros somos cristianos.

         No dejemos de notar un hecho muy bello, que tantos otros predicadores nos han enseñado: cuando Jesús dice que su madre será quien haga la voluntad de Dios no estaba descartando ni dando la espalda a María, que precisamente definió su vida con una consigna nunca quebrantada: "He aquí la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra" (Lc 1, 38). De modo que el evangelio de hoy, lejos de disminuir la figura de la madre del Señor, la presenta en su hermosa y formidable proporción.

Nelson Medina

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         El evangelio de hoy se nos presenta, de entrada, sorprendente: "¿Quién es mi madre" (v.48), se pregunta Jesús. Parece que el Señor tenga una actitud despectiva hacia María, pero no es así. Lo que Jesús quiere dejar claro aquí es que ante sus ojos (los ojos de Dios) el valor decisivo de la persona no reside en el hecho de la carne y la sangre, sino en la disposición espiritual de acogida de la voluntad de Dios: "Extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: Éstos son mi madre y mis hermanos. Pues todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre" (vv.49-50).

         En aquel momento, la voluntad de Dios era que él evangelizara a quienes le estaban escuchando y que éstos le escucharan. Eso pasaba por delante de cualquier otro valor, por entrañable que fuera. Para hacer la voluntad del Padre, Jesucristo había dejado a María y ahora estaba predicando lejos de casa.

         Pero, ¿quién ha estado más dispuesto a realizar la voluntad de Dios que María? Porque ella fue la 1ª en decir "he aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Es por eso que San Agustín dice que "María acogió la palabra de Dios por el espíritu de obediencia, y sólo después la concibió en su seno por la encarnación".

         Con otras palabras: Dios nos ama en la medida de nuestra fidelidad. María es fiel, y, por eso es amadísima. Ahora bien, ser fieles no es la causa de que Dios nos ame. Al revés, porque él nos ama, nos hace fieles. El 1º en amar siempre es el Señor (1Jn 4, 10), y eso es lo que había descubierto María desde un 1º momento: "Ha puesto los ojos en la humildad de su esclava" (Lc 1, 48).

Pere Suñer

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         La familia cumple un papel importante en nuestra vida, brindándonos seguridad, refugio y apoyo. Pero a veces nos volvemos demasiado dependientes de esa seguridad y no maduramos como personas, permitiendo que el cariño familiar incida tanto en nosotros que al final nos obstaculice a la hora de ser o hacer lo que debemos ser o hacer.

         A María, como madre, le costó mucho trabajo entender que Jesús tenía una misión que cumplir, una misión que le llevaba a renunciar al apoyo y a la confianza familiar. Jesús rompía con los lazos de la sangre y empezaba a participar de una familia que cada vez era más extensa: la familia de los que iban aceptando la voluntad de Dios en sus vidas.

         Los lazos familiares son estrechos, y en muchos momentos opuestos a nuestra propia realización como seres humanos. Por eso Jesús no siente miedo de romper con ellos, puesto que el Reino que él anuncia es una gran familia (en la cual Dios es el Padre). Cuando a Jesús le dan la razón de que sus familiares están fuera y lo preguntan aprovecha la oportunidad para hacerles caer en cuenta a los que lo están escuchando que ellos ya hacen parte de su familia porque han aceptado y sobre todo porque cumplen con la voluntad del Padre.

         Las causas unen y hermanan a los hombres y mujeres, porque fomentan y establecen lazos de solidaridad. Y a veces llega uno a sentirse más familia con alguien con el que no comparte ningún vínculo de sangre (de hecho, los novios van a formar una familia, sin compartir vínculos de sangre). La experiencia que Jesús tiene de la paternidad universal de Dios le hace romper, por tanto, con los vínculos de la sangre, y con los límites de su raza y de su pueblo.

José A. Martínez

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         En el evangelio de hoy encontramos una llamada a vivir desde el amor: "El que cumple la voluntad de mi Padre, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre". ¿Cuál fue la reacción de los familiares de Jesús al escuchar estas palabras tan rotundas? Nos la tendremos que imaginar, porque ninguno de los 3 evangelistas nos la cuentan. La que sí podemos percibir es nuestra reacción: al escuchar estas palabras de Jesús, ¿nos sentimos verdaderamente sus hermanos?, ¿podemos decir que vivimos cumpliendo la voluntad del Padre?

         Vivir para cumplir una norma nos hace dudar de todo lo que hacemos (¿estaré haciendo bien?, ¿es esto lo correcto?) y al final nos paraliza. Pero vivir desde el amor abre horizontes, invitando a buscar soluciones, creyendo en las personas y no escatimando esfuerzos. Vivir desde el amor invita a entregarse sin medida, porque el amor no lleva cuentas, sino que invita a caminar, a crecer, a llevar a plenitud el proyecto del Padre.

         Por desgracia, la Iglesia necesita seguir oyendo este mensaje, y nosotros convencernos de que ella es nuestra familia, la de nuestro Padre Dios. Muchas veces, al hablar de la fe cristiana, se han cargado las tintas en los preceptos. Se ha predicado mucho más lo que no hay que hacer que lo que estamos llamados a hacer; ¡y mira que hay tema para hablar! De este modo se ha hecho de la fe cristiana un cajón cerrado de cumplimientos. Justo lo contrario a lo que es nuestro Dios: amor fraternal y familiar.

Miren Elejalde

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         En la vida vulgar e inconsciente, se puede ser padre, madre, hermano, pescador, político, maestro o escayolista, y nada más. Pero si queremos vivir la vida teniendo la mirada puesta en lo alto (porque allí está nuestro destino final), hay que comenzar por acogernos a Cristo (el Hijo del Padre) y seguir sus huellas. La misma Virgen María, madre de Jesús, comenzó siendo mujer y madre en la fe.

         Sin esa fe previa no cabía la realización del misterio de la encarnación del hijo de Dios. Con ella, en cambio, todo se hacía posible, hasta la salvación. Hagamos de la fe, pues, nuestra entrega a Cristo, con total confianza en Dios (la piedra angular de nuestra existencia sobre la tierra) y mirando al cielo.

         Y en función de nuestra fe comprometida, irradiemos sobre el mundo (en cualquiera de sus ambientes) la alegría que da el creer, la solidaridad que de ella brota, la fraternidad a que nos mueve y la cercanía a quien nos necesita. Hagamos de la fe, de nuestra entrega a Cristo, y de nuestra total confianza en Dios, la piedra angular de nuestra existencia sobre la tierra, mirando al cielo.

Dominicos de Madrid

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         Las discusiones de Jesús con los fariseos (Mt 11-12) habían puesto de relieve el cuestionamiento que produce el reino de Dios, y ese rechazo del Reino por parte de los fariseos se había hecho en presencia de la multitud (Mt 11,7; 12,15.23.46). Por eso ahora Jesús se dirige a esas multitudes, para invitarlas al discipulado y al seguimiento.

         En el v. 46 se da noticias de la presentación de la madre y de los hermanos de Jesús. Con este último término se designa una realidad amplia que puede englobar la pertenencia a la misma familia, pero también el parentesco entre los miembros de un clan o de una tribu. Más importante que la determinación del grado de lazos familiares, adquiere relevancia la indicación del texto el lugar donde están situados ("fuera") y desde el que pretenden hablar con Jesús.

         Ante el aviso de su presencia Jesús pone de relieve la ruptura que el Reino de los Cielos introduce en las relaciones humanas en general, y de parentela en particular. Primeramente (v.48) pregunta sobre los sujetos con quienes lo ligan lazos familiares. Estos no son los que se hallan fuera sino los que se encuentran con él, a los que puede señalar con la mano, "los discípulos" (v.49).

         Frente a la familia de sangre, se presenta la verdadera familia de Jesús. De esta forma Jesús señala que el vínculo de sangre derivado de la pertenencia a un mismo hogar, clan o pueblo debe ceder ante otro tipo de vínculo: el que surge del discipulado y del seguimiento.

         Este nuevo vínculo es circunscrito y definido en el v. 50. Se realiza en torno al Padre del cielo, que es capaz de crear un nuevo tipo de unidad familiar. Esta nueva unidad surge de la participación en el mismo querer del Padre, en la asimilación del propio designio al designio divino.

         Para pertenecer a la familia de Jesús es necesario colocar como centro de las preocupaciones de la vida la voluntad del Padre. Se trata por tanto, de la constitución de una nueva familia universal, que trasciende los lazos de sangre y parentela. Y dicha familia universal (de hermanos, hermanas y madre) le ha sido dada a Jesús por el Padre del cielo.

         Este es el lazo familiar que debe predominar en la existencia del discípulo, y en cada una de las personas de la multitud a la que se hace una invitación para incorporarse a esta nueva familia. La nueva familia de Jesús se realiza en todos aquellos que colocan por encima de todo el beneplácito del Padre, realizado en Jesús y en su mensaje.

         Reconocer a Jesús, el Servidor que implanta el derecho para todos y responde a las esperanzas de todo hombre (Mt 12, 18.21), posibilita formar parte de la verdadera familia de Jesús, y poder descubrir de esta forma el verdadero rostro de Dios (escondido humildemente en la historia de los hombres).

         La invitación dirigida por Jesús trasciende su presencia histórica en el Israel del s. I, y se dirige a todo hombre a lo largo del tiempo. El Señor sigue dirigiendo esa invitación a todo aquel que esté dispuesto a compartir su suerte, y de entrar así en la familia divina, asumiendo gozosamente sus exigencias.

Confederación Internacional Claretiana

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         Jesús se encuentra en la sinagoga enseñando a la gente, y de pronto su familia viene a buscarlo. Ellos se quedan fuera y lo mandan llamar, esperando que abandone su actividad para que salir a atenderlos. Pero Jesús da una respuesta absolutamente inesperada, y pone su comunidad de discípulos por encima de su familia. En una sociedad en la que prevalecían los lazos de sangre, esto era algo absolutamente alarmante.

         La actitud de Jesús está en coherencia con lo que él mismo ha exigido a sus discípulos: total independencia ante la propia familia, y absoluta disponibilidad para anunciar el evangelio.

         Jesús ha tomado el arado y no ha mirado hacia atrás. Y no espera a que sus progenitores fallezcan para comenzar la misión. La urgencia de la evangelización lo lanza a organizar un grupo de personas que, como él, estén dispuestos a dejarlo todo para anunciar el reinado de Dios.

         La actitud libre y disponible de Jesús crea una nueva familia, no basada en los lazos de sangre ni en la necesidad de supervivencia, sino en el compromiso radical por realizar la voluntad de Dios en la tierra. Aquellas personas capaces de supeditar otras actividades, por priorizar el anuncio del Reino, son los nuevos hermanos y hermanas de Jesús, la nueva familia de Dios.

         Actualmente queremos que nuestras iglesias sean verdaderas familias. Sin embargo, la realidad nos muestra lo contrario. Muchas iglesias sólo son conglomerados de personas que se reúnen eventualmente para asistir a una función litúrgica. Jesús hoy nos llama a que convirtamos las masas anónimas en familias de hermanos.

         Sorprende el evangelio de hoy pero refleja la relación que la familia de Jesús debía tener con Jesús. No tuvo que ser fácil para ella aceptar que Jesús siguiese un camino tan radical y tan poco habitual, ni que algunos de sus antiguos conocidos dijese que se había vuelto loco. En el fondo, querían sacar a Jesús de ese camino, para salvar así su apellido.

         Pero Jesús había roto amarras, y sabía perfectamente lo que quería. Su vida estaba totalmente dedicada al servicio de Dios, y él ya estaba formando su propia familia, con los que iban aceptando el Reino en sus corazones. No debió ser fácil para sus familiares aceptar ese nuevo tipo de relación, no. Ni siquiera para María, su madre. El camino de Jesús tenía sus exigencias.

Servicio Bíblico Latinoamericano

c) Meditación

         El evangelio de hoy de Mateo nos presenta a un Jesús que es buscado por unos y acompañado por otros. Al parecer, su intención es hacernos ver que, para Jesús, la verdadera familia es la de aquellos que escuchan su palabra y desean conocer y cumplir la voluntad de Dios.

         Jesús se encuentra hablando a la multitud, cuando la llegada de otro grupo que reclama su atención. Se trata de "su madre y sus hermanos", que desde fuera lo mandan llamar.

         Por madre y hermanos de Jesús hemos de entender su familia biológica o familia constituida por lazos de sangre. Pero el término hermano no significa para un judío "hijo de la misma madre", sino pariente próximo. Y así lo ha mantenido la tradición de la Iglesia, en consonancia con la fe en la perpetua virginidad de María (virgen también post partum).

         Lo que aquí interesa resaltar es el contraste que establece Jesús entre esa familia (su familia de consanguíneos) y aquella otra en la que él se inserta (conformada por los que escuchan la palabra de Dios).

         La gente que tenía sentada a su alrededor informó a Jesús de la llegada de sus familiares, que no se limitan a esperar, sino que demandan su atención: Mira, tu madre y tus hermanos están fuera y te buscan.

         La respuesta de Jesús, por muy conocida que nos resulte, no deja de conmover nuestra sensibilidad. Parece que una madre y unos parientes próximos merecen una cierta deferencia en el trato, y por eso resulta desconcertante la reacción de Jesús ante este imprevisto: ¿Quiénes son mi madre y mis hermanos? Y señalando con la mano a sus discípulos, dijo: Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre.

          Aquella respuesta tuvo que desconcertar a todos, incluida su propia madre. ¿No estaba menospreciando el lazo natural que le unía a estas personas? Ésta es quizás la primera impresión que dejan las palabras de Jesús. Pero en realidad, Jesús estaba valorando muy por encima de los vínculos de consanguinidad esos otros vínculos de unión, surgidos de la relación con la palabra de Dios que latía en él.

         El deseo de conocer la voluntad de Dios, que era al mismo tiempo interés por su palabra, creaba unos lazos de unión (una comunión) mucho más fuertes que los de la propia sangre. Y esos vínculos son a los que alude Jesús, a la hora de conformar el interior del núcleo familiar: Ése es mi hermano, y mi hermana y mi madre.

          Es tal la importancia que Jesús concede a esta palabra, que allí donde ésta se proclama, y es acogida, surgen relaciones familiares y brota la familia cristiana. Se trata, evidentemente, de una familia no sólo congregada en torno a la Palabra, sino confeccionada por la misma Palabra, que hace de los interrelacionados hermanos y hermanas y madres de Jesús y, por tanto, miembros de la misma familia.

         Jesús pronunció su veredicto paseando la mirada por el corro. Es decir, designando a los que se hallaban a su alrededor como mi familia. La otra, la familia biológica, había quedado atrás o afuera, en un segundo término. Si quería seguir siendo su familia tendría que incorporarse a esta nueva relación, o discipulado exigido por su misión mesiánica.

         A María, su madre biológica, la veremos también entre sus discípulos, a la escucha de su palabra. ¿Cómo no iba a prestar atención a la palabra de su Hijo la que había escuchado con tanta seriedad las palabras del ángel en la Anunciación? ¿Cómo no iban a calar en su interior las palabras de gracia salidas de labios de su Hijo la que había sido colmada de gracia desde el momento de su concepción?

         María es madre de Jesús por doble motivo: por haberle concebido y engendrado (corporalmente) y por haber acogido (anímicamente) la palabra de Dios. En realidad, lo engendró porque antes había acogido la palabra que le proponía la maternidad virginal, con esa respuesta de todos conocida: He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra.

         Por eso no es extraño que, para Jesús, esta acogida de la palabra sea principio de un parentesco de superior categoría al de la sangre natural. La connaturalidad con esta palabra (de origen divino) crea vínculos familiares.

         Son los vínculos de amor que se establecen entre los moradores del reino de Dios, y que se perpetuarán eternamente. Son vínculos más robustos que los que instaura la sangre, la amistad, el interés común o el mero afecto humano. Ojalá que estemos tan cerca de Jesús, y que apreciemos de tal manera su palabra, que merezcamos ser considerados por él como mi hermano, y mi hermana y mi madre.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología

 Act: 23/07/24     @tiempo ordinario         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A