28 de Junio

Viernes XII Ordinario

Equipo de Liturgia
Mercabá, 28 junio 2024

a) 2 Rey 25, 1-12

         Apenas instalado sobre el trono de Jerusalén, Sedecías I de Judá se rebela contra Nabucodonosor II de Babilonia, en medio de las múltiples agitaciones políticas que estaban marcando las fronteras del nuevo Imperio Babilónico.

         Jeremías recorre entonces las calles de Jerusalén (Jer 27-29), y repite sin cesar a Sedecías que Dios no es solamente el rey de Judá, sino que es el que rige el universo, y que si estima que hay que confiar el poder a Nabucodonosor, esto pertenece a su secreto y hay que plegarse a él. Pero Sedecías hace caso omiso a Jeremías, y solicitando la ayuda de los egipcios (antiguos aliados de Jerusalén), se coloca pronto al lado del faraón Hofra, en su nueva campaña contra el Oriente.

         Nabucodonosor da orden entonces de poner en Asedio a Jerusalén por 3ª y definitiva vez, y al desmantelar este bastión, espera sofocar las reivindicaciones orientales de Egipto.

         A pesar de las censuras de Jeremías (Jer 34, 1-7), el rey Sedecías se parapeta en la ciudad, y mantiene un asedio sin salida. Cuando Nabucodonosor relaja provisionalmente su asedio a Jerusalén, para ir a aplastar a los ejércitos egipcios, el profeta pronuncia entonces nuevos oráculos (Jer 37, 1-10). Pero de nuevo el rey rechaza los consejos de Jeremías (de leer los acontecimientos a la luz del designio de Dios), y aprovecha esta circunstancia para huir de Jerusalén (v.4).

         Alcanzada la tropa de Sedecías por los caldeos, ésta es pronto aniquilada, junto a toda la descendencia davídica (v.7). El templo es incendiado (v.9), y nuevos cautivos se unen en Babilonia a los primeros exiliados (v.11). No quedan en el país más que los pobres y enfermos (v.12) con su miseria y su esperanza. Además, Jeremías es conducido a la cárcel, junto al resto de dignatarios judíos (Jer 37).

         Nosotros tenemos la tendencia a leer el relato de la Caída de Jerusalén con indiferencia, creyendo que un desastre de este calibre no podría producirse en la Iglesia (que se apoya sobre una roca mucho más sólida que Sión). Sin embargo, sería demasiado extraño que Cristo, que prefirió la muerte antes que reinar, pusiera su cuerpo al abrigo de las catástrofes. La Iglesia sabe que la muerte no dirá la última palabra, pero que es lo que le espera en este mundo.

         Las promesas futuras han procurado a los cristianos, a veces, una falsa seguridad, como si estuviesen dispensados de pasar por el sufrimiento para llegar a la vida. Jesús no prometió que la Iglesia no moriría, sino que, incluso en la muerte, viviría.

Maertens-Frisque

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         Humanamente hablando, el texto de hoy nos relata los últimos sobresaltos del pobre reino de Judá. Es verdad que sabemos que de esta prueba salió un pueblo más espiritual y fortalecido (años después), pero esos judíos eran incapaces de ver eso, cuando estos sucesos tuvieron lugar.

         En efecto, veíamos ayer cómo el 597 a.C, en la Conquista de Jerusalén y 1ª deportación judía a Babilonia, Nabucodonosor II de Babilonia había instalado en Jerusalén a un rey fantoche, Sedecías I. Pues bien, entonces un profeta, llamado Jeremías, surgió en medio del pueblo, y se puso a gritar al rey y a los ciudadanos que fueran sumisos al invasor, y colaborasen con él aunque fuese un usurpador. Pero Sedecías no le escucha, y prefiere alistarse con Egipto para comenzar una reconquista.

         Se trató de un mal cálculo político, porque la reacción de Nabucodonosor II fue terrible, aparte de que la ayuda egipcia nunca llegó. Y al cuarto mes de un nuevo asedio a Jerusalén, "arreció el hambre en la ciudad". En sus Lamentaciones, el propio Jeremías enumera los dramas humanos que se desarrollaron en esa ciudad: los niños llorando, los cadáveres por las calles, el mercado negro arreciando...

         En una de esas noches, el rey Sedecías trató de escapar, pero fue capturado unas las milicias babilónicas que degollaron a todos sus hijos en su presencia, y luego le sacaron los ojos y lo llevaron escarnecido a Babilonia. Y tal fue el final del último rey de Israel (Sedecías I de Judá) y de toda esa dinastía davídica a la que Dios, por el profeta Natán, había prometido una posteridad eterna: "Uno de tus hijos reinará para siempre en el trono que te he dado".

         Pero Dios, ¿abandonó realmente a su pueblo? Y las promesas de Dios ¿fueron vanas y falsas? Hay que reflexionar y orar mucho ante tales acontecimientos, porque aportan una significación para todos los tiempos. Y porque las promesas de Cristo ("las fuerzas del infierno no prevaldrán contra la Iglesia") no dispensan a la Iglesia de fracasos y hundimiento, como ocurrió a Jerusalén y su dinastía davídica. La respuesta está en que Dios "no abandona a su pueblo", incluso cuando éste está muriendo.

         Finalmente, el pueblo judío retornó del exilio, y dicho pueblo empezó a producir, para el mundo entero, una de las más bellas páginas del más hermoso libro sagrado: la Biblia. Señor, creo que la respuesta al "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" se halla en la mañana de Pascua. Pero qué duro es, Señor, creer cuando se está en la muerte, o cuando se está en la noche del fracaso.

Noel Quesson

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         En la Conquista de Jerusalén del 597 a.C (que leímos ayer) Nabucodonosor II de Babilonia y sus tropas habían saqueado todo lo valioso de Jerusalén, y habían deportado a Babilonia a los mejores judíos. Tan sólo había dejado la mano de obra barata, junto a unos gobernantes débiles y sin autoridad.

         Es entonces cuando surge Jeremías, el profeta que entre la 1ª y la 2ª deportación (que hoy leemos, del 587 a.C) intentó convencer al pueblo para que volviera a la práctica religiosa de la Alianza, y políticamente desistiera de ofrecer resistencia a Babilonia. No obstante, nadie le hizo caso, y ante la petición de auxilio del rey Sedecías I a Egipto, la vuelta de Nabucodonosor fue inmediata, el castigo fue ya total, y la deportación fue definitiva.

         Se trata de la página más negra de la historia del pueblo elegido: el fin del reino de Judá, como antes había sucedido con el del reino de Samaria. Nabucodonosor quiso además dar a Sedecías un castigo ejemplar, ajusticiando en su presencia a sus hijos, y luego dejándole ciego. Destruyó Jerusalén, y envió a todos al destierro.

         El salmo responsorial de hoy no podía ser otro: "Junto a los canales de Babilonia nos sentamos a llorar con nostalgia de Sión". Se trata de un salmo que surgió hacia el final de ese destierro, y poco antes de que Ciro II de Persia abriera a los judíos el camino para la vuelta a Jerusalén.

         Pero a punto estuvo de consumarse la desaparición total del pueblo y de la religión judía, incluida la promesa mesiánica. Y si también los ancianos se hubieran olvidado de la Alianza, era lógico que dijeran: "Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me paralice la mano derecha, y que se me pegue la lengua al paladar".

         En nuestra historia personal hay días que parecen totalmente negros, como el del pueblo elegido del AT al ver su templo destruido, su nación deshecha, la fe perdida, y las promesas de Dios irrealizables. La Iglesia se debilita, las vocaciones escasean, la sociedad se paganiza, las familias se tambalean en su misma estructura, nuestras fuerzas fracasan. Pero esto ocurre por culpa nuestra, como en el caso de los judíos (que no hicieron caso al profeta Jeremías, y que se fiaron de alianzas políticas antes que volver a los caminos rectos de la Alianza), y porque nos fiamos antes de las herramientas del mundo que de las espirituales, y así no vamos a ninguna parte.

         Escarmentar en cabeza ajena es de sabios. Y a la fidelidad de Dios debe responder, día a día, nuestra propia fidelidad, corrigiendo los desvíos que pueda haber en nuestro camino. Dios es fiel a sus promesas, y a la oscuridad le seguirá la luz, como a la noche la aurora o al túnel la salida. La puerta sigue abierta.

José Aldazábal

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         Ayer leíamos cómo el rey de Judá, Joaquín I, había sido deportado a Babilonia por orden de Nabucodonosor II de Babilonia, y se había llevado consigo a todos los hombres más aptos para el trabajo. Y hoy leemos cómo un nuevo rey de Judá, Sedecías I (tío de Joaquín I), es también deportado a Babilonia por orden de Nabucodonosor, pero no con honores sino ciego y empapado en la sangre de sus hijos. Y todo ello por haber sido colocado por Nabucodonosor en el trono, y rebelarse luego contra él.

         No sabemos si a Sedecías le picaba la conciencia, o si en su cabeza había serrín, o si se le habían subido los humos a la hora de defender y mantener la identidad histórica, en legítima defensa y singular audacia. Pero el hecho es que volvieron los ejércitos caldeos y asolaron Jerusalén, y todo fue pasto de las llamas.

         Así es la lucha diaria de los humanos, por incomprensible que una y otra vez resulte. Se desprecia la convivencia y se impone la ley del fuerte. ¿Seremos capaces alguna vez de romper esas mallas que nos envilecen? Escuchemos al profeta Jeremías, que hoy nos dice, y que ya le había dicho al rey Sedecías, que no siempre hay que luchar y vencer, sino también someterse y obedecer, aunque sea al opresor.

Dominicos de Madrid

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         La 1ª lectura de hoy continúa el tema que se venía desarrollando: la historia de Israel. Y hoy asistimos a uno de sus acontecimientos más traumáticos: la total destrucción de Jerusalén, y la total deportación de sus habitantes a Babilonia. Estamos en el final del libro II de los Reyes, pero situemos brevemente los acontecimientos.

         A Josías I le había sucedido su hijo Joacaz I (609 a.C), que reinó 3 meses hasta que fue depuesto por el faraón Nekao (quien constituyó rey al hijo de aquél, Joaquín I). En los días de Joaquín I el caldeo Nabucodonosor II de Babilonia cercó Jerusalén y deportó al rey con toda su familia y súbditos, entronizando en su lugar a su tío Sedecías I. Pero éste se rebeló contra Babilonia, por lo que Nabucodonosor llevó a cabo la destrucción total de Jerusalén, y la total deportación de sus habitantes a Babilonia (587 a.C).

         El texto de hoy recoge los sucesos más importantes de la caída definitiva de Jerusalén. Se trata de una narración puramente histórica, aunque está escrita desde la perspectiva deuteronomista. Según nos narra el profeta Jeremías (Jer 37, 16-38, 28), el comportamiento del rey Sedecías I, respecto a Babilonia, fue ambiguo, y estuvo muy mediatizado por el partido pro-egipcio (Jer 27,14-22; 28,1-7; 29,1-32). De hecho, el año 593 a.C. los reyes vecinos (de Edom, Moab, Amón, Tiro y Sidón) enviaron mensajeros a Jerusalén para luchar contra Babilonia, y la idea fue apoyada por los anti-babilónicos y algunos profetas palaciegos (como Ananías; Jer 28).

         El profeta Jeremías se opuso a esta confabulación anti-babilónica, como contraria a la voluntad divina (Jer 27, 1-11). Pero Sedecías I siguió adelante con ella, y al cabo de 5 años se negó a pagar el tributo a Babilonia, llevando al enfrentamiento directo con Nabucodonosor (2Re 24, 20). El rey Sedecías trataba de aprovecharse del frente egipcio en que se había metido Nabucodonosor (contra el faraón Ofrá), pero el entusiasmo no duró mucho, porque Nabucodonosor destrozó Egipto y volvió con ansias de sangre a Jerusalén.

         El asedio y castigo a Jerusalén duró 18 meses, hasta que el día 9 de Tammuz (18 de julio) del 587 a.C. se abrió una brecha en la ciudad, y por ella intentaron escapar sus habitantes. La masacre de los que escapaban, y de toda la familia real, fue completa, y tuvo lugar en Riblá. La destrucción de Jerusalén fue protagonizada por Nabusardán (jefe de la guardia del ejército babilónico), mientras que Jeremías y Ezequiel interpretaban todo ello como "el justo castigo por las injusticias e idolatrías de los jefes de Israel".

         Otros detalles de interés del texto son la ejecución de los hijos de Sedecías ante sus propios ojos (que posteriormente le fueron arrancados) y su traslado a Babilonia encarnecido. Y todo ello por haber quebrantado el juramento solemne hecho a Nabucodonosor (Ez 17, 11-21). Respecto al general Nabusardán, según Jeremías (Jer 39,13-14; 41,10; 43,6) estuvo un mes entero (el mes de Ab o agosto) devastando todo el reino de Judá, y no sólo Jerusalén, dejando vivos a escasos 10.000 habitantes.

Servicio Bíblico Latinoamericano

b) Mt 8, 1-4

         Al bajar Jesús del monte lo siguió un gran gentío. Todos los evangelistas notaron el éxito de la predicación de Jesús al comienzo de su vida pública, en el que "grandes muchedumbres" lo acompañaban en sus desplazamientos para escuchar su palabra y asistir a sus milagros.

         En esto, se acercó a Jesús un leproso, y se puso a suplicarle: "Señor, si quieres, puedes limpiarme". Se trata del 1º milagro concreto relatado por Mateo.

         Después del 1º gran discurso de Jesús (el Sermón de la Montaña), Mateo agrupará ahora una serie de milagros. Como ya lo había pedido a sus discípulos Jesús no se contenta tampoco con "hermosas palabras" sino que pasa a los hechos, salvando a algunas personas como símbolo y anuncio del final de los tiempos (en el que todo mal será vencido).

         La elección de un leproso, para este 1º milagro, tiene su significación. Mateo escribía su evangelio para los judíos, y en ese contexto (cultural y religioso) la lepra era el mal por excelencia, como enfermedad contagiosa que destruía lentamente a la persona afectada, y que era considerada por los antiguos como un castigo de Dios, que debía excluir al castigado con la exclusión social (Dt 28,27-35; Lv 13,14).

         El leproso era considerado impuro (al verse afectado por un interdicto, tabú que espantaba), y todo lo que tocaba pasaba a ser impuro. No podía participar ni en el culto, ni en la vida social ordinaria, y estaba prohibido tocarle.

         Jesús extendió la mano y lo tocó diciendo: "Quiero, queda limpio". Y en seguida quedó limpio de la lepra. Me imagino la alegría de ese desgraciado al contacto de la mano de Jesús, tras no haber tocado a nadie desde hacía meses o años. Con su mano tendida, como signo de amistad, Jesús reintegra al pobre enfermo en la sociedad ordinaria de los hombres. Es la mano tendida de Jesús, gesto de victoria del amor y de maestría soberana. Señor, si quieres, puedes limpiarme, puedes limpiar el mundo.

         Jesús le dijo: "Cuidado con decírselo a nadie. Pero ve a presentarte al sacerdote y ofrece el donativo que mandó Moisés, para que les conste". Se trata de una actitud constante de Jesús: no hacer propaganda en torno a sus milagros. Qué diferencia con los falsos taumaturgos y las sectas, que se valen de la atracción que tiene lo maravilloso (y falso) para abusar de la fe de las gentes sencillas, atraídas por todo lo que sobrepasa lo ordinario.

Noel Quesson

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         La escena de hoy está separada de la anterior, como lo muestra la orden de Jesús al leproso: "Cuidado con decírselo a nadie" (algo que sería imposible con las multitudes delante). El leproso es el prototipo del marginado. La lepra, en sus múltiples variedades de erupciones de la piel (además de ser repelente por su apariencia), era considerada como causante de impureza religiosa. Es decir, el hombre afectado de tal enfermedad no podía tener acceso a Dios.

         En Jerusalén, lugar del templo y del culto oficial, no tenían entrada los leprosos, pues de hacerlo harían impura la ciudad santa. Les estaba prohibido acercarse a los sanos. Y este hombre, sin embargo, ve en Jesús la posibilidad de salir de su marginación, y contra lo estipulado toma la iniciativa y se acerca a Jesús, pidiéndole sencillamente la salud.

         El término que usa, limpiarse, tenía una triple acepción: 1º materialmente limpio o sucio, 2º médicamente limpio (de piel sana) o sucio (leproso), 3º religiosamente limpio/puro o sucio/impuro (aceptado o rechazado por Dios). Solamente las sacerdotes, mediante ritos en el templo, podían declarar al hombre libre de la impureza religiosa, después de constatar su curación física.

         Un israelita observante habría expresado su rechazo por el leproso, distanciándose de él por temor a contraer impureza. La ley prohibía tocar a una persona impura (Lv 5, 3), pues su contacto transmitía impureza (Nm 5, 2) y podía propagar la marginación.

         En lugar de rechazar al hombre, Jesús lo toca (violando la ley) y muestra que en nombre de Dios no se puede marginar al hombre. El resultado no es que Jesús quede impuro, sino que el leproso queda limpio. La violación de la ley ha permitido la curación del hombre, luego la ley era el obstáculo que impedía la relación humana y la relación con Dios. Jesús distingue entre la impureza física (la enfermedad) y la religiosa, y no acepta la 2ª.

         La enfermedad no separa al hombre de Dios, porque no viene de él ni es efecto de un castigo divino o maldición, como se pensaba en el judaísmo. Jesús no quiere que se divulgue la noticia, pero recomienda al hombre que cumpla con los ritos de purificación, para que conste oficialmente su curación y pueda ser aceptado por la sociedad en que vive.

         Jesús distingue, pues, 2 aspectos de la ley: uno religioso (que él no acepta ni respeta) y otro social (como código de costumbres que organiza la sociedad). Y pide respeto a este 2º aspecto de la ley, para hacer posible la integración del hombre en su medio. Con su acción, niega Jesús el valor religioso de las prescripciones de la ley, y relativiza las instituciones israelitas.

         Este episodio puede relacionarse con el compendio hecho por Jesús de la moral del AT (Mt 7, 12). Si la conducta prescrita por la Escritura puede resumirse en el buen comportamiento con los demás, caen por tierra todos los preceptos rituales que no tienen en cuenta la caridad. Nótese que antes del discurso no se mencionan leprosos entre los enfermos curados por Jesús (Mt 4, 24).

Juan Mateos

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         El pasaje evangélico de hoy está en paralelo con Mc 1,40-45 y Lc 5,12-16. Una mirada de conjunto nos hace comprender el milagro junto a los 2 que vienen a continuación, realizados sobre un pagano (vv.5-13) y una mujer (vv.14-15). Es decir, sobre personas excluidas o marginadas, a las que se acerca Jesús y manifiesta la fuerza salvadora de Dios.

         Tal como se desprende de las leyes levíticas, la lepra era considerada como una enfermedad que excluía de la vida social y religiosa tanto a personas como a animales. Además, la curación debía ser confirmada por el sacerdote (Lv 14, 2-32). La ley prohibía, a su vez, cualquier contacto físico con quien la padeciese.

         La escena es muy escueta y se desarrolla de manera sencilla y clara, aunque no dejan de tener importancia sus elementos simbólicos. Parte del gran Discurso de la Montaña (Mt 5, 1-7), aunque la muchedumbre que sigue a Jesús en este momento parece ser distinta a la de aquel discurso (Mt 7,28; Mc 1,22; Lc 4,32).

         A continuación se desarrolla la escena de la curación del leproso, en un marco de fe y de adoración de Jesús (es decir, de vinculación entre la persona de Jesús y su soberana autoridad manifiesta). Otro de los elementos importantes es la contraposición que se da entre las "fuerzas físicas" (incapaces de restaurar la condición del que se le acerca) y la manifestación de la identidad de Jesús.

         El mandato de no decir nada a nadie es expresión del secreto mesiánico. Este secreto, que en Marcos es especialmente significativo, puede aludir a que Jesús no quería ser considerado como un Mesías político, aunque no le falta razón a quien considere esta prohibición como un recurso literario (para expresar que la verdadera identidad de Jesús sólo se manifiesta a partir de la resurrección).

         Por último, la orden de presentarse al sacerdote "para que conste" (Mt 9,30; 12,16; Mc 7,36; Lc 14,2.4.32; 17,14) probablemente aluda a que se quiere dejar clara la identidad de Jesús ante los sacerdotes y los dirigentes que lo rechazan, aunque también se está aludiendo a la reincorporación a la sociedad del leproso.

Fernando Camacho

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         Ayer terminamos de leer el Sermón del Monte, en el cap. 7 de Mateo. Ahora, con el cap. 8, iniciamos una serie de hechos milagrosos (exactamente 10) con los que Jesús corroboró su doctrina y mostró la cercanía del Reino de Dios. Como había dicho él mismo, a las palabras les deben seguir los hechos, a las apariencias del árbol, los buenos frutos. Las obras que él hace, curando enfermos y resucitando muertos, van a ser la prueba de que, en verdad, viene de Dios: "i no creéis a mis palabras, creed al menos a mis obras".

         Esta vez cura Jesús a un leproso. La oración de este buen hombre es breve y confiada: "Señor, si quieres, puedes limpiarme". Y Jesús la hace inmediatamente eficaz. Le toca (y eso que nadie podía ni se atrevía a tocar a estos enfermos) y le sana por completo. La fuerza salvadora de Dios está en acción a través de Jesús, el Mesías.

         Jesús sigue queriendo curarnos de nuestros males. Todos somos débiles y necesitamos su ayuda. Nuestra oración, confiada y sencilla como la del leproso, se encuentra siempre con la mirada de Jesús, con su deseo de salvarnos. No somos nosotros los que tomamos la iniciativa: tiene él más deseos de curarnos que nosotros de ser curados.

         Jesús nos toca con su mano, como al leproso. Nos toca con los sacramentos y a través de la mediación eclesial. Nos incorpora a su vida por el agua del bautismo, nos alimenta con el pan y el vino de la eucaristía, nos perdona a través de la mano de sus ministros extendida sobre nuestra cabeza. Los sacramentos, como dice el catecismo, son "fuerzas que brotan del Cuerpo de Cristo siempre vivo y vivificante, acciones del Espíritu Santo que actúa en su Cuerpo que es la Iglesia, obras maestras de Dios en la nueva y eterna alianza" (CIC, 1116).

         Además, tenemos que ser nosotros, como Jesús, cercanos con el que sufre, extendiendo nuestra mano hacia él, tocar su dolor y darle esperanza, ayudándole a curarse. Somos buenos seguidores de Jesús si, como él, salimos al encuentro del que sufre, y hacemos todo lo posible por ayudarle.

José Aldazábal

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         Después de la extensa Instrucción del Monte, la fuerza de Jesús se revela a través de las curaciones y exorcismos, reunidos en sus capítulos siguientes. De este modo, el Reino anunciado con palabras tiene una incidencia concreta en la realidad de los hombres, liberándolos del pecado y de sus consecuencias. Los milagros son acciones portentosas y concretas de misericordia, pero sobre todo son el sello de autenticidad de las palabras de Jesús.

         Con la narración de hoy comienza una serie de 3 milagros. En los 3 Jesús se acerca a personas excluidas o marginadas (un leproso, un pagano y una mujer) y muestra que la fuerza salvadora de Dios no tiene fronteras. Mateo subraya en las palabras del enfermo una confianza total en Jesús. Y Jesús trata de cumplir todos los requisitos para que el enfermo fuese reintegrado en la sociedad, con una sanación total que le devolviera la alegría de vivir y de convivir.

         Cuando leo en el texto que "Jesús extendió la mano y lo tocó" (v.3) me siento admirado ante la cercanía humana de Jesús, y el dominio de sí mismo para acoger a las personas más repugnantes que podían existir.

Carlos Latorre

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         El evangelio de hoy nos muestra un leproso lleno de dolor y consciente de su enfermedad, que acude a Jesús pidiéndole: "Señor, si quieres puedes limpiarme" (v.2). También nosotros, al ver tan cerca al Señor y tan lejos nuestra cabeza, nuestro corazón y nuestras manos de su proyecto de salvación, tendríamos que sentirnos ávidos y capaces de formular la misma expresión del leproso: "Señor, si quieres puedes limpiarme".

         Ahora bien, se impone una pregunta: Una sociedad que no tiene conciencia de pecado, ¿puede pedir perdón al Señor? ¿Puede pedirle purificación alguna? Todos conocemos mucha gente que sufre y cuyo corazón está herido, pero su drama es que no siempre es consciente de su situación personal. A pesar de todo, Jesús continúa pasando a nuestro lado, día tras día (Mt 28, 20), y espera la misma petición: "Señor, si quieres".

         No obstante, también nosotros debemos colaborar. San Agustín nos lo recuerda en su clásica sentencia: "Aquél que te creó sin ti, no te salvará sin ti". Es necesario, pues, que seamos capaces de pedir al Señor que nos ayude, que queramos cambiar con su ayuda.

         Alguien se preguntará: ¿Por qué es tan importante darse cuenta, convertirse y desear cambiar? Sencillamente porque, de lo contrario, seguiríamos sin poder dar una respuesta afirmativa a la pregunta anterior, en la que decíamos que una sociedad sin conciencia de pecado difícilmente sentirá deseos o necesidad de buscar al Señor (a la hora de formular una petición de ayuda).

         Por eso, cuando llega el momento del arrepentimiento, el momento de la confesión sacramental, es preciso deshacerse del pasado, de las lacras que infectan nuestro cuerpo y nuestra alma. No lo dudemos: pedir perdón es un gran momento de iniciación cristiana, porque es el momento en que se nos cae la venda de los ojos. ¿Y si alguien se da cuenta de su situación y no quiere convertirse? Dice un refrán popular que "no hay peor ciego que el que no quiere ver".

Xavier Romero

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         Una condición importante se presenta en este leproso que recibe la sanación física: Cree que Jesús puede curarlo. Se trata del 1º paso en el proceso de su sanación: creer. Y Jesús, quién nunca duda en concedernos un deseo, si esa es la voluntad de su Padre, cura al leproso. Es interesante ver cómo Jesús aprovecha la oportunidad para una sanación completa, la física y la social.

         Tener lepra en aquellos tiempos era una condición para ser marginado socialmente, y aislado del resto de personas. Pero Jesús restablece la dignidad de esta persona ante la sociedad le pide que vaya a presentarse al sacerdote (tal y como era la costumbre según la ley de Moisés) y presentara la ofrenda correspondiente a su sanación.

         Jesús sabía que esta acción devolvería también la sanación en el aspecto social, el cuál también es importante en el mundo en que vivimos. Jesús recupera nuestra dignidad como hijos de Dios, pero también como miembros de una sociedad, como seres humanos que necesitamos vivir en comunidad y ser aceptados por la misma.

         Gracias, Señor, por tu sanación completa, que me integra a la vida espiritual y social con la misma condición de ser hija amada por Dios.

Miosotis Nolasco

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         No hay duda que la vida de los hombres está llena de sufrimientos más o menos visibles, físicos, mentales, morales. El leproso del evangelio de hoy es una de estas miserias. Drogas, matrimonios deshechos, suicidios, abusos, enfermedades y un sin fin de desgracias. Para muchas personas muchas de estas realidades son hechos de cada día. Sin embargo, ellas mismas saben que a pesar de ello se debe ir adelante en la vida lo mejor posible.

         Por eso, Jesús pone en sus manos este elenco de desdichas y lo transforma en gracias y en bendiciones. Realiza milagros para que veamos que es capaz de darnos una vida que no sólo es sufrimiento sino que también hay consuelos físicos y morales que, son más profundos porque tocan el alma misma. Para esto ha venido a esta vida, para traernos un reino de amor y unión.

         Basta que nosotros usemos correctamente nuestra libertad para que se realicen todas las gracias que Cristo quiere darnos. Basta confiar en él, en su palabra que nos habla del Padre misericordioso e interesado por nuestra felicidad.

Buenaventura Acero

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         En tiempos de Jesús, la persona que era considerada impura era relegada a vivir fuera de la ciudad, y la desobediencia a esta norma costaba la vida. Lo único que podía esperar un impuro era la muerte. Lo hecho por Jesús con el leproso puede entenderse como un deseo de cambiar el sistema de pureza e impureza por la práctica del amor. Con este gesto, Jesús descalifica toda ley que deshumanice las personas. Lo que resulta en el fondo de todo es el anhelo de Jesús por demostrar que es posible liberarse de la ley injusta que margina a los más débiles.

         La enseñanza que este texto trae a la comunidad es la manera como Jesús cuestiona la ley al no respetar la ley de la pureza. Tocar al leproso y luego enviarlo al templo se entiende que ya el papel de esta institución ha quedado relegado a la parafernalia del legalismo. El leproso va al templo para ser borrado de la lista de impuros y poder transitar libremente sin temor. Allí van a notar que su purificación se ha dado en la calle, fuera de la institución y por alguien que no es sacerdote, lo cual convierte al templo en un espacio muerto.

         En este texto llama la atención la manera como suceden los hechos. Se presentan de forma que hacer ver los errores cometidos por los responsables del templo. Ellos se reservaban el derecho de declarar impuros e impuros a los pobres que no tenían con qué pagar la curación de sus enfermedades. Este método inhumano era consecuencia de las inexistentes garantías sociales propias de una sociedad injusta que no atiende las necesidades básicas de los pobres; entonces la coartada de los poderosos era la de declarar impuras a las personas a las que se desecha.

Gaspar Mora

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         Asistimos hoy a uno de los ejemplos en los que se puede apreciar claramente quién fue Jesús. E incluso el leproso del pasaje sabe con certeza que Jesús puede curarlo. Si bien no podemos decir que ya hubiera reconocido que él era Dios, ha visto en él la presencia poderosa de Dios; por ello le dice: "Si tú quieres".

         Es importante, por tanto, que de vez en cuando también nosotros nos repreguntemos: ¿Cuál es la imagen que nos hemos formado de Jesús? ¿Es para nosotros verdaderamente Dios, el Dios verdadero para el que nada es imposible? La respuesta es importante pues, si verdaderamente consideramos a Jesús, al que proclamamos como nuestro Señor, verdaderamente Dios, entonces su palabra tiene poder, sus promesas se realizan, su presencia es verdadera todos los días junto a nosotros, su cuerpo y su sangre están presentes en todos los altares.

         Si lo reconocemos como verdadero Dios, nuestro trato con él estará basado en la confianza amorosa, pues sabremos que "si él quiere", todo cuanto nos es necesario, nos será dado, como testimonio de su amor. Pongamos nuestras necesidades ante él diciendo con humildad: "Señor, si tú quieres".

Ernesto Caro

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         El sentido de las palabras con autoridad, pronunciadas en la montaña, se concretan en las acciones realizadas con autoridad relatadas en los cap. 8-9. Las acciones poderosas de estos capítulos pertenecen a 2 categorías: los relatos vocacionales (que suscitan el seguimiento) y las señales milagrosas (que sofocan los males). Y en eso se ocupará el evangelista Mateo a lo largo de los siguiente capítulos (en bloques de 3-4 episodios por capítulo).

         En el 1º de esos bloques se relatan sucesivamente 3 curaciones, de las que son beneficiarios un enfermo de lepra, el siervo de un centurión y la suegra de Pedro. Pues como relata en otro momento el evangelista, “él tomó nuestras dolencias y quitó nuestras enfermedades" (Mt 8, 17).

         La categoría a la que pertenecen los curados revela el carácter universal de la acción de Jesús. Sucesivamente se presenta a un judío (debe presentarse al sacerdote), a un pagano (miembro de la casa de uno de los miembros de las tropas de ocupación) y a un miembro de la comunidad eclesial (la suegra cuyo yerno, que en Mc y Lc es Simón, aquí recibe su nombre eclesial de Pedro).

         El 1º de los milagros, relatado hoy, se presenta en íntima conexión con el Sermón de la Montaña, gracias a la circunstancia descrita en el v.1: "Al bajar del monte". Como todo relato de milagro es la verificación del poder de Jesús como mensajero de Dios. El beneficiario en este caso, como en repetidos pasajes del relato evangélico, es un enfermo de lepra.

         La naturaleza de la enfermedad ha colocado a la persona al margen de la vida social del pueblo. Las enfermedades de piel, normalmente consideradas como lepra, habían dado origen a una complicada legislación, uno de cuyos puntos fundamentales era el aislamiento del enfermo. En torno a este caso, como en otros casos semejantes en que la enfermedad puede suscitar una cierta repugnancia, surgen tabús y prejuicios a lo largo de toda la historia humana.

         Jesús se aparta decididamente de estos prejuicios. Deja acercarse al leproso (v.2) y lo toca (v.3) colocándose así El mismo en situación de impureza. Frente a la ecuación de enfermedad, pecado, demonio, presente en el pensamiento de sus contemporáneos, Jesús considera la enfermedad como un signo y no como consecuencia de la existencia del pecado en el mundo. Por ello no teme el contacto con el enfermo, más aún presenta ese contacto como la única forma de actuación del Reino.

         Esta palabra poderosa de Jesús enmarca el Reino como superación de toda marginación. Por ello el leproso debe ir a presentarse al sacerdote para que sean reconocidos sus derechos de plena reintegración al pueblo.

         Jesús revela la salvación mesiánico ligada a la actuación del Servidor Sufriente (que, considerado como pecador, llevaba sobre sí los pecados causados por el egoísmo de los seres humanos). Entrando en íntima comunión con un enfermo de lepra, Jesús muestra que el auténtico camino de salvación sólo puede realizarse en la superación de toda marginación. De esa forma, se señala también el camino que deberá recorrer todo discípulo llamado a su seguimiento.

Confederación Internacional Claretiana

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         El evangelio del Reino (cap. 5-7) no sólo es proclamado por Jesús, sino confirmado con obras (cap. 8-9), porque la salvación de Dios se revela por signos y palabras. Y la misma multitud que en el Sermón de la Montaña ha sido testigo de las palabras de Jesús, lo es ahora de la manifestación por las obras. El contenido básico de esta sección consta de 10 milagros.

         El 1º milagro es la curación de un leproso. Según la mentalidad judía, el leproso era impuro (por su enfermedad) y transmisor de la impureza, por lo cual quedaba excluido del acceso y pertenencia al pueblo elegido. El leproso quedaba fuera de la sociedad porque ésta era temerosa de verse físicamente contagiada y religiosamente contaminada. Él estaba obligado a avisar a gritos su presencia (para que nadie se acercara a él) y tenía que vivir segregado (de forma maldita, y como castigado por Dios).

         Según la doctrina oficial judía, no había para el leproso posibilidad de acceso a Dios ni a su Reino. Pero el mensaje de Jesús se convierte para él en un horizonte de esperanza. El deseo de salir de su miseria y marginación vence el temor de infringir la ley y se acerca a Jesús. Su actitud es de humildad, súplica y confianza en el poder de Jesús; sólo quiere que lo limpie. Desea que elimine la barrera que lo separa del amor de Dios y le impide participar en su Reino. Esta es la reacción de los marginados, de los empobrecidos, a la proclamación de Jesús.

         Con la curación del leproso, Jesús denuncia la mentalidad estrecha de los judíos, que marginaba, excluía y generaba la muerte. Con esta curación, Jesús afirma su defensa de la vida y su lucha por la dignidad de todo hombre, sacudiendo de paso los cimientos teológicos del judaísmo (basados en el legalismo y en la observancia ciega de la ley).

Servicio Bíblico Latinoamericano

c) Meditación

         El evangelio de Mateo narra hoy el encuentro de Jesús con un enfermo de lepra. El leproso, al ver a Jesús, cayó de rodillas ante él y le suplicó: Señor, si quieres, puedes limpiarme. Al enfermo le mueve la fe que tiene en el sanador, y también su deseo de curación. Pero presenta su petición como una súplica, desde la conciencia de la propia indignidad.

         El leproso se acerca a Jesús como un mendigo que pide la limosna de la salud. Por eso se humilla ante él y solicita su favor. Y subordina su deseo a la voluntad del donante: Si quieres, puedes. Recurre a su poder, pero lo hace depender de su voluntad. Tiene fe en su poder, pero no quiere arrancarle el beneficio por la fuerza. Ante él se sitúa como ante su Señor, y le suplica que le sea concedida su gracia.

         Jesús, que siempre se deja mover a compasión, responde con prontitud a esta llamada de auxilio. No se hace de rogar, ve que las disposiciones del leproso (fe y humildad) son idóneas, e inmediatamente extendió la mano y lo tocó diciendo: Quiero, queda limpio. Y en seguida, nos dice el evangelista, le dejó la lepra.

         Finalmente, Jesús recomienda al leproso que no divulgue el hecho, y que se presente (tal como estaba mandado en la ley levítica) al sacerdote para confirmar la curación y reintegrarse a la vida social. También le pide que ofrezca por su purificación lo mandado por Moisés, para obrar con rectitud y ejemplo testimonial.

         Con tales recomendaciones, se pone de manifiesto que Jesús también está pendiente de los detalles, y que quiere evitar cualquier elemento que pueda ser nocivo para la misión, como el caso de una futurible mala conducta del leproso que provocase el escándalo (al margen de las normas levíticas).

         A pesar de estas recomendaciones, el prestigio de Jesús como sanador iba en aumento, y por mucho que se intentara ocultar el hecho, o evitar la publicidad, lo cierto es que poco se podía conseguir en este sentido, porque siempre había testigos y porque todas sus obras resultaban admirables.

         La sola presencia (pública) del Maestro con sus palabras y acciones generaba publicidad, y ésta fama. Por eso atraía a las multitudes y se hablaba de él cada día más. Cuando esto sucedía, Jesús se retiraba al descampado, y allí se entregaba a la oración. Si las multitudes tenían necesidad de él, porque estaban como ovejas sin pastor, él tenía necesidad de estar a solas con su Padre.

         Ante el Señor todos somos leprosos, enfermos e indigentes. Y todos estamos necesitados de algo, y tenemos algo que suplicar. Todos podemos acudir a él, y como el leproso del evangelio solicitar su favor (= gracia). Ojalá lo hagamos, con la convicción de que seremos escuchados con prontitud.

         Pero esto requiere fe y humildad, pues ¿cómo acudir sin fe? ¿O cómo tener fe sin humildad? La fe precisa una base muy sólida de humildad, y sin esta tierra (= humus) no puede florecer la fe (= flor). Pidamos que el saber no nos robe la humildad, y que la humildad mantenga viva nuestra fe.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología

 Act: 28/06/24     @tiempo ordinario         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A