15 de Julio

Lunes XV Ordinario

Equipo de Liturgia
Mercabá, 15 julio 2024

c) Meditación

         Jesús continúa dando hoy instrucciones a los que serán sus apóstoles: No penséis que he venido a la tierra a sembrar paz: no he venido a sembrar paz, sino espadas. Y precisa: He venido a enemistar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; los enemigos de cada uno serán los de su propia casa.

         Se trata de frases que, oídas todavía hoy en día, resultan impactantes, y eso incluso después de haberles quitado hierro y filo. A bote pronto, la 1ª frase parecería contradecir lo expresado por el predicador de las bienaventuranzas cuando dijo: Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.

         ¿Es que Jesús no estaba entre los que merecían ser declarados dichosos por trabajar por la paz? ¿Es que él no era digno de ser llamado hijo de Dios? Porque si ha venido al mundo a sembrar espadas, no parece que pueda considerársele un pacífico trabajador de la paz. ¿Y por qué enviar a sus apóstoles y representantes como portadores de paz, cuando él declara de manera tan diáfana que no ha venido a sembrar paz?

         La frase que sigue a continuación parece querer precisar lo que acaba de afirmar con tanta solidez, y referirnos al modo concreto en que él siembra espadas en la tierra. Pero lo hace de tal manera que tampoco nos saca del asombro: enemistando a los miembros más próximos del círculo familiar (al hijo con su padre, a la hija con su madre o a la nuera con su suegra). Es decir, que tampoco esta concreción amortigua el impacto y la rudeza de las afirmaciones, acrecentando nuestra perplejidad.

         Jesús, el aliado del hombre, el prodigio de humanidad, el portador de un perdón sin límites, el mensajero de la buena noticia, el proclamador del año de la misericordia, dice ahora haber venido a este mundo para enemistar al hijo con su padre o a la hija con su madre, algo que exige romper los lazos afectivos más poderosos, la propia naturaleza asociada a la crianza y la educación básica más necesaria.

         Pero Jesús no se queda ahí, intentando deshacer posibles equívocos o matizando la crudeza de sus expresiones. Sino que su discurso avanza de modo imparable hacia una cumbre: El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí. El que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. Y el que no coge su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará. ¿Es que tuvo aquí Jesús un mal día?

         Las palabras tienen, como se ve, un notable nivel de exigencia: El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí. Y el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. Pero ¿se puede querer más a alguien que a un padre o a una madre? ¿Se puede querer más a alguien que a un hijo o a una hija?

         Jesús exige para sí un amor más grande que el debido a una madre o a un hijo, de tal modo que el que emprende su seguimiento tiene que anteponer este amor (y las obligaciones que comporta) al amor de los padres o de los hijos. No es digno de él quien no lo haga, ni de ser su discípulo ni de llamarse cristiano. Como se ve, Jesús reclama para sí el amor con mayor arraigo natural y  robustez afectiva.

         Hay aquí hay una comparación que pone en la balanza dos amores que pueden rivalizar: el amor a la familia (amor natural) y el amor a Jesucristo (amor sagrado), a pesar de las impurezas y contaminaciones pecaminosas (como en todo lo humano). Observémoslos bien.

         Jesús no dice que no tengamos que querer a nuestros padres y a nuestros hijos, pues eso sería una aberración difícilmente tolerable. Es verdad que Jesús relativiza en cierto modo este amor (el arco del parentesco natural) cuando proclama padres y hermanos a los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen, e introduce nuevos vínculos a la institución familiar. Pero en ningún caso dice que no haya que querer a los padres y a los hijos, sino todo lo contrario: hay que honrarlos, como manda la ley divina.

         Lo que sí dice Jesús es que ni siquiera los seres más queridos (por exigencias de la naturaleza) deben ser amados por encima de él. Jesús se está proponiendo a sí mismo como la persona más digna de amor, por ser quizás la persona más amable (más incluso que la familia).

         Por eso, por ser la persona más digna de amor, Jesús ama con la amabilidad más digna de crédito, hasta el punto de dar la vida por sus amantes (algo que probablemente no estarían dispuestos a hacer los hijos por los padres, o viceversa). Está exigiendo Jesús a los suyos, pues, un amor de preferencia, por encima de todos y de todo.

         Jesús quiere instaurar con nosotros una relación de intimidad capaz de subordinar cualquier otra relación personal a ésta, incluida la relación natural familiar. Por él, y por su seguimiento (no sólo por su amistad), un discípulo suyo tiene que estar dispuesto a renunciar al resto de amores, incluidos los más naturales. Esta es una exigencia que se desprende de la incorporación a Jesús, y si lo que se quiere es entrar en la posesión del Espíritu Santo y en la coparticipación de la filiación divina.

         Jesús nos exige esta cualidad porque esa es la cualidad existente entre el Padre y el Hijo, y la que más adelante querrá que exista entre sus discípulos. Es el amor máximo llevado al extremo, llevado de la intimidad a la misión, porque tanto nuestra intimidad como misión ha de ser llevada al máximo extremo.

         El amor a Dios reclama el cumplimiento de su voluntad, y ésta es su voluntad: un amor que renuncie a cosas y personas, incluida la propia vida. Oigámoslo de sus propios labios: El que pierda su vida por mí, la encontrará. Por Cristo, uno tiene que estar dispuesto a perder su vida, y eso requiere un amor imperecedero.

         Esta pérdida de vida suele tener sus antecedentes, pues no se entrega una vida si antes no se han entregado otras cosas de menor valor. La renuncia exigida por el amor es, por tanto, progresiva, hasta que llegue a ese factor decisivo que se llama "despojamiento en la cruz", pues el que no toma su cruz y me sigue (sin renegar de ella) no es digno de mí.

         Tampoco debe olvidarse que la acogida a un enviado de Jesús es acogida al mismo Jesús. Es decir, que en ese amor excluyente a Jesús han de estar muy presentes los enviados por Jesús. Así lo destaca el texto evangélico: El que os recibe a vosotros, a mí me recibe, y el que me recibe a mí recibe al que me ha enviado. El que recibe a un profeta porque es profeta, tendrá paga de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo, tendrá paga de justo.

         Se trata de un amor a Jesús, por tanto, que tendrá su recompensa. Es la paga de Dios, el cual paga con generosidad: al profeta, por ser profeta en su nombre, y al que recibe al profeta por recibir a Dios en él.

         No quedará sin recompensa ni siquiera ese vaso de agua fresca dado a un discípulo por el simple hecho de ser discípulo de Jesús. Y la razón es la misma: el que acoge a un discípulo suyo, está acogiendo al mismo Cristo de quien es discípulo.

         El amor a Jesús, por tanto, no es sólo renuncia y cruz, sino también acogida a todo aquello que incluye el amor de Jesús (el Padre, sus enviados, los pequeños...). En esto consiste adherirse y entregarse a Jesús.

 Act: 15/07/24     @tiempo ordinario         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A