26 de Julio

Viernes XVI Ordinario

Equipo de Liturgia
Mercabá, 26 julio 2024

c) Meditación

         En el evangelio de hoy, relatado por Mateo, Jesús aporta la explicación de la Parábola del Sembrador, en la que parte de la semilla (la palabra de Dios) cae al borde del camino, parte cae en terreno pedregoso, parte entre zarzas, y parte se siembra en tierra buena de diferentes calidades (una da el treinta, otra el sesenta, y otra el ciento por uno).

         El destino de esta siembra es muy diverso, como diversos son los destinatarios de la Palabra. Unos están representados por el borde del camino, terreno en el que no cala la siembra. Éstos escuchan la palabra, pero ésta no entra ni en su mente (para ser entendida) ni en su corazón (para ser sentida), y se queda de tal manera fuera que cualquiera que pase puede llevársela para hacer de ella el uso que quiera.

          Otros reciben la simiente en terreno pedregoso, sin apenas tierra donde enraizar. Éstos escuchan la palabra y la acogen con alegría (con buena receptividad), pero al no tener raíces y ser inconstantes (es un terreno sin suficiente hondura o profundidad), a la más mínima dificultad o persecución sucumben.

          Otros reciben la simiente entre zarzas. Se trata de aquellos que escuchan la palabra de Dios, pero los afanes de la vida, la seducción de las riquezas y el deseo de todo lo demás (tales son las zarzas invasoras) los invaden, ahogan la palabra y se queda estéril.

         Aquí hay acogida y enraizamiento, pero eso no basta, y si no eliminan las zarzas de su vida, éstas acabarán estrangulando la planta ya nacida. ¡Cuántos afanes, seducciones y deseos impiden el desarrollo de esas plantas nacidas de la palabra y llamadas a dar abundante fruto!

         Sólo los que son tierra buena y preparada (o labrada), porque escuchan la Palabra, la aceptan y la permiten madurar, dan cosecha, unos más (el sesenta o el ciento por uno) y otros menos (el treinta), en razón de su bondad (cualidad) y de su labranza (estado idóneo para la producción).

          La cosecha se hace depender, pues, no de la semilla (que es la misma, aunque pueda llegar a través de manos más o menos expertas), sino del terreno en el que cae (de mejor o peor cualidad, y en mejor o peor estado o disposición). La disposición cuenta mucho en este negocio, porque la cualidad de la tierra, en cuanto salida de las manos de Dios, hemos de considerarla buena por naturaleza (o idónea para la siembra), porque todos somos creación de Dios.

          La naturaleza de que hemos sido dotados es adecuada para recibir la palabra de Dios, y si ésta no es acogida será porque se ha producido una distorsión o disfunción que lo impide, o porque algo extraño a sí misma la ha endurecido u obstruido, o porque se ha introducido en ella una alteración que la deforma, ciega o endurece.

          ¿Qué puede haber más connatural con nuestra naturaleza que el mismo Dios (y su palabra), a cuya imagen hemos sido hechos? ¿Y qué puede haber más satisfactorio para la tierra que producir los buenos frutos que se han sembrado en ella? Empeñémonos en ser tierra buena o bien dispuesta, y podremos disfrutar con los frutos de una buena cosecha.

 Act: 26/07/24     @tiempo ordinario         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A