Dios es Uno y Trino

Equipo de Teología
Mercabá, 22 noviembre 2021

           En esta última semana vamos a hacer una síntesis de todo lo expuesto y argumentado hasta aquí acerca del tema de Dios, e incluso de todo lo filosofado desde la lógica natural, racional y experimental. Porque después de todo eso, ¿quién es Dios?

           Ya hemos visto qué es Dios, cómo es Dios, el por qué y para qué de Dios, la procedencia de Dios, la personalidad de Dios, las emanaciones de Dios, los atributos esenciales y adquiridos de Dios, los momentos y actuaciones de Dios, el ser y el devenir en Dios... Pero ¿quién es Dios?

           Se trata de algo imposible de responder para el hombre, pero posible de responder para Dios. Y eso es lo que haremos: indagar si Dios ha dicho algo de sí mismo, recoger las migajas de lo que él nos haya podido decir, y recomponer algo en lo que no quepa duda afirmar "éste es Dios".

           Como ya sabéis, fueron 4 las fuentes que intentaron recoger todo lo que Dios había dejado caer de sí mismo a los seres humanos, a partir de las cuales se escribieron los libros del AT[1]:

-la tradición yahvista, del 950 a.C, escrita en el Reino de Judá,
-la tradición elohista, del 850 a.C, escrita en el Reino de Israel,
-la tradición deuteronómica, del 621 a.C, escrita en Jerusalén durante el período de reforma religiosa,
-la tradición sacerdotal, del año 550 a.C, escrita en Babilonia durante el exilio de Babilonia.

           La Tradición Yahvista es la más antigua y se caracteriza por llamar a Dios Yahveh (Gn 2,4-25). Presenta un vocabulario característico, un recorrido histórico que pone de relieve el primer relato patriarcal y los acontecimientos del Éxodo, revelando optimismo.

           La Tradición Elohísta llama a Dios Elohim, como un documental que evita el antropomorfismo. Su moralidad es estricta, y se caracteriza por la alianza de Dios con Israel. Tiende a la universalidad religiosa, y aparece en ella el espíritu profético.

           La Tradición Deuteronomista tiene su redacción en tiempos de crisis religiosa, y hace ver que la salvación sólo puede lograrse por medio de una leal respuesta a las leyes impuestas por Dios en la Alianza, y en el puro culto de Dios. Sus conceptos se refieren al Reino del Sur, y sus leyes y costumbres al Reino del Norte.

           La Tradición Sacerdotal es la fuente más cercana a la caída del Reino de Israel, y sus autores fueron posiblemente los sacerdotes de Jerusalén. Se interesa por las genealogías, ritos, leyes y fechas, y se refiere a Dios en términos de el Elohim o el Shaddai, como ser trascendental y distante. Dios es justo para esta tradición, y a veces despiadado.

a) Dios es el Creador

           Si hay un aspecto de Dios que deja claro el AT, es que Dios es Creador. Así comienza el Génesis, con unos relatos complementarios de la Creación que abren el libro bíblico. Están allí como un prólogo a la alianza con Noé, o como el primer acto del drama que, a través de las variadas manifestaciones de la bondad de Dios y de la infidelidad de los hombres, constituye la historia de la salvación.

           En Gn 1,1-31 tenemos el Relato I de la Creación de la Tradición Sacerdotal, mediante la descripción de un cuadro grandioso. Dios crea el universo del caos primitivo, apareciendo él en medio de él al final de todo, con toda su riqueza y belleza. En la creación hay orden, armonía, majestuosidad, todo ha sido hecho con la fuerza de la palabra de Dios, y todo es obra de un Creador que culmina su obra con la creación del hombre, a su imagen y semejanza y como co-dominador del universo. Acabada la obra creadora, Dios reposa y descansa en medio de lo que ha creado. Dios es todopoderoso y actúa según un plan determinado, en favor del hombre al que ha creado a su imagen.

           La Tradición Yahvista presenta el Relato II de la Creación, mostrando la imagen de un Dios más cercano. Tras haberlo creado casi todo, Dios crea finalmente al hombre, sin la mujer y del barro de la tierra, plantándolo en un entorno paradisíaco que le permitirá vive feliz. Dios crea un hombre totalmente libre, y muy cercano al árbol de la ciencia y de la vida. El hombre pide a Dios una mujer, que también es creada por Dios. Dios es gratificante y actúa según su magnanimidad, sin que sea necesario y dotando de plena autonomía a todo lo creado, entrando en relación directa con ello (e incluso paseándose por el Paraíso).

           El Salmo 8,1-7 expresa este ser de Dios como Creador. Se trata de un salmo que parte de cómo es la creación (cielo, luna, estrellas, hombre...) para llegar desde ella al Dios creador, lleno de gloria y dignidad, y Dios admirable:

“Señor, Dios nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!
Al ver el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado,
¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para que cuides de él?
Lo hiciste poco inferior a un dios, lo coronaste de gloria y esplendor;
le diste el mando sobre las obras de tus manos; todo lo sometiste bajo sus pies”.

           La doctrina bíblica de la creación no está basada en la especulación teológica ni en nociones religiosas, sino en las actitudes del alma humana. Del hombre brota ante el Dios creador un sentimiento profundo de admiración y de reconocimiento. O brota una alabanza entusiasta ante la contemplación de la belleza de la creación, que le lleva a reconocer en ella al Dios bello, excelso y sublime.

           El NT iluminará la esencia del Dios Creador, al presentarlo como el Dios de Jesucristo y Padre de Jesucristo, que es quien inaugura la nueva creación. Esto se aplicará también al hombre bautizado, renovado por Cristo a una nueva imagen de su Creador. Y también se aplicará al universo, que adquirirá un nuevo sentido desde Pentecostés. Se trata de una recreación en que el hombre recreado gemirá interiormente en espera de la redención de su cuerpo (Rm 8,23), aspirando a verse liberado de la corrupción (1Cor 15,42-44; Rm 7,24) para tener acceso a una plena libertad, la de los hijos de Dios (Rm 8,21), en unos cielos nuevos y la tierra nueva (2Pe 3,13). Entonces, el Creador hará nuevas todas las cosas (Ap 21,1-5), a imagen de la victoria definitiva de Jesucristo (Ap 5,5).

b) Dios es el Primero

           La conciencia sobre Dios Creador llevó al AT a las cuestiones sobre la existencia de Dios, que se impone como un hecho inicial sin necesidad de explicación. Dios no tiene origen ni devenir. El AT ignora las teogonías que en las religiones del Antiguo Oriente explicaban la construcción del mundo por la génesis de los dioses. Dado que el mundo entero fue obra suya, sólo él pudo ser el Primero de los Seres. Pero esta conciencia del Dios Creador lo es a su vez por la relación que establece con el hombre en la historia. Por ello, Dios es el Dios de tus padres (Ex 3,6) y el Dios de ternura y piedad (Ex 34,6), estableciéndose así una relación inseparable con el hombre.

           En la Tradición Elohísta, Dios era el Elohim, nombre común que designaba a la divinidad en general, cuanto nombre propio que designaba a una persona única y definitiva: Dios. Y es que, en los principios del mundo semítico, El era la palabra empleada para designar a la divinidad. Pero con la llegada del mundo fenicio, y la posible confusión de esta terminología con respecto a la del dios supremo fenicio, el AT empezó a decantarse por el término Yahveh para referirse a Dios, de la vieja Tradición Yahvista. Se trata de un término, Yahveh, que revela lo que es Dios (su esencia) y lo que hace (su acción), su realidad suprema y su acción maravillosa, a través de un nombre inaudito (de Yav y El) y misterioso. Yahveh pasó a ser, pues, en casi todo el resto del AT, el que se manifiesta y el que responde a la obra que tiene entre manos, sin perder para nada ese misterio inaccesible en el que nadie jamás puede penetrar.

c) Lo que dice el hombre de Dios

           El hombre dio nombre a Dios en base a la experiencia que tuvo de él. De ahí que el AT dijese que Dios es mi roca (Sal 18,3), mi escudo, fortaleza, libertador, bienhechor, alcázar y baluarte (Sal 144,2) y mi pastor (Sal 23). Porque Israel experimentó la protección de Dios, su defensa ante el peligro y su acompañamiento “por cañadas oscuras”, ante lo cual “nada temo, porque tú vas conmigo, y tu vara y tu callado me acompañan” (Sal 23,4). Estos versos expresan que la relación de Israel con Dios fue algo personal y totalmente vivo. Pues, como también relata el AT, Dios es el fuerte de Jacob (Gn 49,24), mi Señor (Sal 3,2; 4,2; 5,2; 6,2; 7,2; 8,2; 9,2; 10,2...) y el Santo cuya santidad es algo que pertenece al pueblo[2].

           Recordemos el texto de la vocación de Isaías (Is 6). Pues en él se aprecia la sensación humana de estar ante Dios, una sensación de pequeñez e impureza ante el tres veces Santo, con guiño incluido a la Trinidad:

“El año de la muerte del rey Ozías, vi al Señor sentado en un trono alto y excelso. La orla de su manto llenaba el templo. De pie junto a él había serafines con seis alas cada uno: dos para cubrirse el rostro, dos para ocultar su desnudez y dos para volar. Y se gritaban el uno al otro: Santo, santo, santo es el Señor todopoderoso, toda la tierra está llena de su gloria. Los quicios y dinteles temblaban a su voy y el templo estaba lleno de humo. Yo dije: ¡Ay de mí, estoy perdido! Yo hombre de labios impuros, que habito en un pueblo de labios impuros, he visto con mis propios ojos al Rey y Señor todopoderoso”.

           Dios es para el pueblo un Dios celoso, fruto de un monoteísmo israelita alejado de la reflexión metafísica, y de una experiencia de afirmación de fe tan antigua como el pueblo de Israel, desde la certeza de ser el pueblo elegido. Yahveh es el único Dios, y es experimentado por Israel como el único capaz de salvar (Is 43,11), como Dios y no hombre (Os 11,9), como espíritu y no carne (Ez 36,26-27), alejado de lo frágil y perecedero (Is 44,6-7). Dios supera siempre las expectativas humanas, y se hace presente en la dirección que menos lo esperamos.

d) Lo que dice Dios de sí mismo

           Dios dice de sí mismo que es:

-el Dios santo (Os 11,9), con un ardor que devora y hace revivir lo muerto, a la vez que irradia y purifica a su pueblo,
-el Dios vivo (
1Sm 17,26), con una presencia extraordinariamente activa, una espontaneidad inmediata y total, y una vitalidad irresistible y anterior a cualquier otra iniciativa.

           No obstante, el texto más relevante sobre qué dice Dios de sí mismo se produce en el Episodio de la Zarza (Ex 3,1-14), en el que se ven expresados los aspectos más importantes de la fe y doctrina veterotestamentaria:

“Moisés pastoreaba el rebaño de Jetró, su suegro, sacerdote de Madián. Trashumando por el desierto llegó al Horeb, el monte de Dios y allí se le apareció un ángel del Señor como una llama que ardía en medio de una zarza. Al fijarse, vio que la zarza estaba ardiendo, pero que no se consumía. Entonces Moisés se dijo: Voy a acercarme para contemplar esta maravillosa visión y ver por qué no se consume la zarza. Cuando el Señor vio que se acercaba para mirar, le llamó desde la zarza: ¡Moisés, Moisés! Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Moisés se cubrió el rostro porque temía mirar a Dios, y contestó: Si ellos me preguntan cuál es su nombre, ¿qué les responderé? Dios contestó a Moisés: Yo soy el que soy. Explícaselo así a los israelitas: Yo soy”.

           Si analizamos el texto desde la perspectiva contextual, encontramos en la propia imagen de la zarza (que arde sin consumirse) algo que ya nos está hablando de quién es Dios. Tras lo cual, nos encontramos con que Dios es:

-tierra sagrada, como algo que trasciende la cotidianeidad humana, y el hombre no es digno de pisar,
-fuego que no se consume, prefiguración del Espíritu Santo en Pentecostés,
-voz que llama a Moisés por su nombre, como detalle de inmanencia divina, que trata de hacerse cercano al hombre.

           También queda claro que es Dios mismo quien se revela a Moisés, y por su medio a todo Israel. Y lo hace sin papeles de por medio, y sin ceñirse a un texto por escrito. En cuanto al “yo soy Dios de tus padres” (Ex 3,6), “yo soy el que soy” (Ex 3,14a) y yo soy” (Ex 3,14b), hay que decir que Dios es el Dios Creador de la historia, el Dios Salvador que acompaña al hombre en su vida y el Dios Santificador, o símbolo de santidad. También es un Dios que ve la aflicción (Ex 3,7.17) y el clamor del pueblo (Ex 3,9), y que está con el hombre (Ex 3,12) acompañando (Ex 3,12), enviando (Ex 3,10) y yendo él mismo en persona (Ex 3,13), y dando señales (Ex 3,12) de liberación (Ex 3,8). Es un Dios que desea que el hombre colabore con él, en una historia de la salvación que remite continuamente a los antepasados (Ex 3,6.13.15.16). Es el Dios que tiene una coherencia rotunda, entre el ser y el hacer.

           La respuesta “yo soy el que soy” ha hecho correr tinta entre los exegetas. Yo diría que se puede interpretar desde una perspectiva esencialista y existencialista. Esencialista (o metafísica) en cuanto a que Dios es esencia absoluta, que permanece en el ser en su plenitud, y no en función de otro ser[3]. Pero también se puede ver a un Dios que hace ser a los demás (interpretación existencialista) porque lo desea y porque así es él. En ese sentido, la existencia y la esencia vienen a unirse en Dios en un punto común: el amor, relacionado simbólicamente en el Episodio de la Zarza con esa llama (esencia) que arde (existencia) sin consumirse (eternamente).

           El nombre que se da a sí mismo Dios, a través de sus yo soy, explica algo profundo de su ser. Que es lo mismo que hará en el NT Jesucristo, a través de sus yo soy: Yo soy el pan de vida (Jn 6,35), Yo soy la luz del mundo (Jn 8,12), Yo soy la puerta (Jn 10,9), Yo soy el buen pastor (Jn 10,11), Yo soy la Resurrección y la Vida (Jn 11,25-26), Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn 14,6), Yo soy la vid (Jn 15,5)... todos ellos relatados por el evangelista Juan. Pero si se observa el carácter esponsal con el que está escrito el evangelio de Juan, que comienza con la boda de Caná (Jn 2,1-11) y su relación entre el viejo y nuevo vino (dado al pueblo), bien podría aplicarse a Jesucristo que es el “el auténtico esposo” del pueblo, en relación a aquel primer enviado por Dios al pueblo, que fue Moisés.

*  *  *

           Una vez concluida nuestra indagación a lo largo del AT, con respuestas más que satisfactorias acerca de quién es Dios, enlazamos nuestra investigación acerca de lo dicho por Dios mismo (sobre sí mismo) en el NT, con una frase del apóstol Juan, que nos dice de entrada que “a Dios nadie lo ha visto, sino el Hijo único, que está en seno del Padre y nos lo ha dado a conocer” (Jn 1,18).

           En efecto, la luz está presente en la Biblia en la vida, muerte y resurrección de Jesús. En él Dios ha realizado su gesto supremo. En Jesucristo Dios se nos ha dado a conocer (Col 1,27, 2,2, Ef 2,18; 3,12) y tenemos acceso al Padre. En él se abrieron los cielos, y se nos revela lo más íntimo de Dios: su amor. Esto ya se presentía en el AT, en clave de alianza y mandamientos (Dt 6,5), pero bajo un lenguaje aún opaco. Hasta que en el NT aparece con total claridad: “El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros, ¿cómo no va a darnos gratuitamente todas las demás cosas juntamente con él?” (Rom 8,32). Jesucristo es irradiación de la gloria de Dios sobre nuestros rostros (2Cor 3,18), así como capaz de concedernos el poder divino intrínseco (Jn 16,23).

e) Dios Hijo

           Para explicar quién era Jesucristo, la Iglesia primitiva recurrió a una serie de nombres o títulos identificativos, comenzando por el propio nombre dado por el ángel en su anunciación: Yeshúa, en arameo Dios salvador (CIC, 430). Se trata de un nombre propio (Jesús, en griego) que expresa a la vez su identidad y misión (Lc 1,31), y entronca directamente con el título de Enmanuel (Mt 1,23) profetizado por Isaías (lit. Dios con nosotros, en hebreo). Porque el Señor nos ha prometido que estará con nosotros hasta el fin del mundo (Mt 28,20) y no hay mejor manera de hacerlo posible que mediante un Dios cercano, que salva al hombre haciéndose hombre.

           El NT también aplicó a Jesús el título latino Christus (lit. Ungido), para referirse a él como al Mesías esperado, lleno del Espíritu de Dios. Así como el título griego Kyrios (lit. Señor), en más de 700 ocasiones. En cuanto al título griego Logos (lit. Verbo), éste sólo aparece en el evangelio de Juan para referirse a la Palabra de Dios hecha carne (Jn 1,1), aludiendo a que Dios cumplió la Promesa hecha a los hombres, un cumplimiento que tuvo lugar en su propio Hijo, en adelante comunicador de las entrañas de Dios.

           El término Hijo de Dios es aplicado a Jesús por el NT en muchas ocasiones, y casi siempre como confesión personal de fe en él. Ante el milagro de hacer caminar a Pedro sobre las aguas, por ejemplo, los discípulos acaban confesando que Jesús es el Hijo de Dios (Mt 14,33). El título Hijo del hombre aparece en los 4 evangelios, y casi siempre es el que se aplica Jesús a sí mismo, como cuando dice que “el Hijo del Hombre será entregado en manos de los hombres, que le darán muerte” (Mc 9,31), refiriéndose a sí mismo.

           El título Hijo de David indica la descendencia física y genealógica de Jesús, como miembro de la línea davídica de reyes judíos (Mt 1,1), y casi siempre es utilizado por personas de fuerte raíz judía y religiosa, para referirse al momento histórico de la venida de Jesús, que pasaba por allí (Lc 18,37-40). El título de Cordero de Dios es aplicado por el NT para referirse al Dios que muere por el hombre (Jn 3,16), y fue el exclamado por el Bautista para presentar la finalidad de su misión: “Ese es el Cordero de Dios, que quitará el pecado del mundo” (Jn 1,29).

           En cuanto a otros títulos aplicados a Jesucristo, el NT se refiere a él como la Luz del mundo (Jn 8,12), Rey de Israel (Mt 27,42), Maestro mío (Jn 20,16), el Elegido (Lc 23,35), Sumo Sacerdote (Hb 4,15)... así como habla de él  como profeta (Lc 4,24), defensor (Jn 14,16), alfa y omega (Ap 22,13), estrella de la mañana (Ap 22,16)...[4].

f) Dios Padre

           Jesucristo revela principalmente que Dios es Abba (lit. Papá, en arameo), término común con que los judíos llamaban a sus padres. Se trata de una expresión con la que Jesús declara la paternidad de Dios y la filiación divina de todos los seres humanos, en estrecha e íntima relación de padre e hijo. Con ella, Jesús nos muestra nuestra actitud y relación con Dios Padre, que ha de ser de confianza, intimidad, y sumisión (las propias de un hijo hacia su padre). Y también la forma de rezar, que ha de comenzar siempre llamando a Dios Padre (Lc 11,2-4).

           En la parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32) nos muestra el NT cómo es ese Dios que Jesús llama Padre[5], caracterizado por los rasgos de:

-gratuidad, al dar su herencia estando todavía vivo, y repartirla sin calcular los méritos,
-libertad, al no forzar la vuelta de su hijo, ni entrometerse en sus asuntos,
-paciencia, al presentir que su hijo se ha perdido, y seguir aguardándole con asiduidad,
-sabiduría, al dejar de lado su poder y conocimiento, y decantarse por las entrañas y ternura,
-fidelidad, al abrazar y besar a su hijo, en vez de castigarlo,
-magnanimidad, al reparar los estragos sufridos por su hijo, haciéndole una fiesta.

           Desde esta contemplación de Dios Padre, brota en el hombre una espontánea experiencia que lleva a decir: “Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el hombre que se acoge a él” (Sal 34,9). Pues ante la paternidad de Dios el hombre se siente protegido y cobijado, y arropado aún en la oscuridad o el desaliento. Ese es el Dios Padre que nos revela Jesucristo, que nos enseña a vivir con libertad y como hijos suyos, y nos invita a morar eternamente en la casa del Padre. Es el Dios clemente y misericordioso del AT (Ex 34,6), que en el NT nos muestra su rostro en Jesucristo.

           En efecto, en el AT Israel llamaba a Dios Padre, en cuanto Creador del mundo y del hombre. En el NT, Jesucristo llama a Dios Abba, en cuanto Padre suyo y Providente del hombre y del mundo (Mt 6,26-28). No obstante, “todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11,27), recuerda Jesús, a forma de concluir que esa relación paternal entre Dios y el hombre sólo puede darse si es a través de él.

g) Dios Espíritu Santo

           Jesucristo también revela que Dios es Espíritu, y repetidamente dice a los apóstoles que no les dejará solos, sino que les enviará al Espíritu Santo (Jn 16,13), conocedor de lo íntimo de Dios (1Cor 2,11).

           Si nos aproximamos a las referencias que hay en la Escritura sobre el Espíritu Santo, veremos que aquella describe a éste bajo imágenes simbólicas y sustanciosas, trasportándonos a través de ellas a su realidad trascendente y a su eficacia transformadora, como tercera persona divina que es. Así, pues, se puede decir que el Espíritu Santo es:

           1º Agua de Dios. Que nos remonta al río creacional de cuatro brazos (Gn 2,10) y al agua purificadora y espiritual del Padre: “Os rociaré con un agua pura que os purificará, de todas vuestras impurezas e idolatrías. Y os infundiré un espíritu nuevo, arrancando vuestro corazón de piedra y dándoos un corazón de carne” (Ez 36,25). En el NT, el Bautista ofrece a todos un bautismo de agua (Mt 3,11), y Jesús recuerda a Nicodemo que tiene que nacer de nuevo del agua y del espíritu (Jn 3,5), así como ofrece a la samaritana un agua por la cual no volverá a tener sed (Jn 4,10).

           2º Fuego de Dios. Que nos remonta a la energía transformadora de Dios, que asoló Sodoma y Gomorra (Gn 19,24), al Egipto faraónico (Ex 9,23) y al país de Gog y Magog (Ez 38,22), así como destrozó en el Monte Carmelo los altares baales de los fenicios (1Re 18,20-40), y en el río Jordán se llevó a Elías al cielo (2Re 2,11). En el NT, ya el Bautista desprendía el fuego del espíritu de Elías (Lc 1,17), y se dedica a anunciar un bautismo de fuego, del Espíritu Santo (Mt 3,11). En Pentecostés, unas llamaradas de fuego se posaron sobre todos los que estaban reunidos (Hch 2,3), y quedaron llenos del Espíritu Santo (Hch 2,4).

           3º Aceite de Dios. Que nos remonta a la unción con óleo sobre todos los elegidos por Dios, como el rey David (1Sm 16,13) y “como ungüento derramado en la cabeza, que baja por la barba de Aarón hasta la orla de su vestido” (Sal 133,2). En el NT, el aceite o gracia del Espíritu unge al hombre destinado para la misión (Hch 13,3), capacitándolo para instruir y convertir, y saber usar las palabras convenientes a cada uno (Col 4,6).

           4º Viento de Dios. Que nos remonta al viento creacional que se cernía sobre las aguas (Gn 1,2) y aliento de Dios que dio vida al hombre (Gn 2,7) y le hizo revivir de la muerte (Ez 37,5). En el NT, se trata de un viento misterioso que nadie sabe de dónde viene ni a dónde va (Jn 3,8), dominador de la naturaleza (Mt 7,25) con capacidad para transformarla (Ap 7,1), y al servicio de Cristo (Mc 4,39). Es el viento que irrumpe en Pentecostés (Hch 2,2) cambiándolo todo, abriendo las ventanas del alma para que entre el impulso de Dios.

           5º Nube y Luz de Dios. Que nos remonta a la nube que iba delante del pueblo de Israel (Ex 13,21) y encubrió la presencia de Dios en el Sinaí (Ex 19,16) o templo de Jerusalén (1Re 8,10), a veces oscura y otras luminosa. En el NT, se trata de dos símbolos inseparables (CIC 697) que revelan la trascendencia y gloria de Dios, como nube presente en la máxima revelación de Cristo (Mt 17,5) y juicio final de Cristo (Mc 14,62), y en la que el Espíritu comunica las profundidades de Dios (Mc 9,7). Es la luz que transforma (Mt 17,2) y debe mantener transformado al discípulo (Mt 5,14.16; Ef 5,8; 1Jn 2,9-11), al sumergir en el ser divino (Jn 1,4; 1Jn 1,5) y transportar a las alturas de Dios (1Tes 4,17).

           6º Dedo y Mano de Dios. Que nos remonta al dedo que escribió los mandamientos de Dios (Ex 31,18) o a la mano con que los patriarcas transmitían a los primogénitos la bendición de Dios (Gn 27,21-22), como señal ejecutora del poder de Dios (su dedo) o bendición de Dios (su mano). En el NT, se trata de un Espíritu que con su dedo escribe la ley de Dios en el corazón humano (2Cor 3,3), o con su imposición de manos muestra su presencia (Hch 8,17), nombra apóstoles (2Tim 1,6), bendice a los niños (Mt 19,13) o sana a los enfermos (Mc 16,18), como signos de su efusión espiritual (Hch 8,17).

           Hay otras imágenes sobre el Espíritu Santo que aparecen esporádicamente para manifestar algún atributo de Dios. Así, en el Cantar de los Cantares se representa al Espíritu divino como al Beso de Dios, “de mejor sabor que el vino, de olor más exquisito que el de los perfumes, de amor más noble que el de las doncellas” (Cant 1,2-3). De ese vino que aparentemente llenó a los apóstoles en Pentecostés (Hch 2,13), de ese perfume que ungió a Jesús en Betania (Jn 12,1-8), de esa novia que fue llamada a las bodas del Cordero (Ap 19,7).

 Act: 22/11/21     @tiempo ordinario         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A 

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[1] No entramos en cuestiones de crítica a la hipótesis documentaria, pues eso sobrepasaría los objetivos de este taller sobre Dios.

[2] cf. LEON DUFOUR, X; Vocabulario de Teología bíblica, ed. Herder, Barcelona 1988, pp. 241-250.

[3] Y no como el hombre, que no ha podido ser por sí mismo, sino que es porque ha sido llamado por otro ser a la existencia.

[4] Sería un buen ejercicio oracional interiorizar la pregunta: ¿Quién es Jesús para mí? E ir contestando desde los títulos y nombres dados a Jesús, experimentándolos en nuestra vida y dejando que el mismo Dios nos haga entender su sentido.

[5] cf. MORENO, I; El poder de la misericordia, ed. Sereca, Madrid 2017, pp. 36-41.