Semana XIV Ordinaria

Los Nombres de Dios

Equipo de Teología
Mercabá, 8 julio 2024

         Aunque la revelación no se ocupa, preferentemente, del ser de Dios, sino de su obrar, no faltan enunciados referidos a aquel, sin olvidar que el obrar de Dios ilumina su naturaleza o esencia. Pero debe advertirse también que nos hallamos ante una revelatio in fieri, cuyas leyes de crecimiento se fundan en la condición histórica de la misma y, en último término, en la pedagogía del Dios de la revelación.

         El conocimiento de Dios en la Biblia se funda en su relación histórica con los hombres y en su consiguiente revelación. Tal conocimiento no es sólo teologal (como el natural) sino teológico. Y ello porque:

le llega al hombre a través de un medio sobrenatural, y por eso doblemente gracioso; se trata de una concesión libre de Dios añadida a la capacidad natural del hombre, y de ahí que sea más perfecto;

Dios aparece con rasgos positivos: uno, libre, personal, santo, justo, misericordioso, paternal, celoso... mientras que en la reflexión filosófica tales rasgos se dan en negativo y oscuramente (in-finito, in-mutable, in-temporal...);

un ser personal no es adecuadamente conocido cuando se le capta sólo en sus rasgos esenciales o naturales (aun siendo propios). Por eso es preciso percibir también sus opciones concretas, y no tanto sus rasgos esenciales.

         La trascendencia de Dios, el Dios único, es el distintivo de la religión de Israel. Pero no por eso deja de atestiguarse igualmente la inmanencia de su obrar divino (sobre todo en el milagro), que se hace presente en el tiempo y en el espacio. Desde esta visión, no importan tanto las causas segundas de la reflexión, sino la responsabilidad directa de los acontecimientos (Sal 147,15-18; Job 38,28).

         En el AT, pues, Dios es el Creador del universo y Señor de la historia, e interviene en ella según un plan libre. Y las leyes de la naturaleza y de la historia no son sino el obrar regular divino, alterable en cualquier instante según su libre voluntad. Es precisamente aquí, en la libre inmanencia de su obrar, donde se manifiesta la trascendencia de su ser. Por ser completamente libre, su inmanencia operativa revela su trascendencia esencial.

         El hablar antropomórfico de Dios, que parece contradecir esta trascendencia, encuentra explicación en la limitación y finitud del espíritu humano, y en el modo figurado del pensamiento y lenguaje orientales. Por otra parte, hace referencia al obrar de Dios en relación con el mundo, no a su ser.

         Sin embargo, no es posible desconectar (sí distinguir) obrar y ser en Dios: aquél debe ser transparencia de éste. Las representaciones antropomórficas nos hablan de un ser concreto (personal), en cierto modo inteligible; pero son siempre analógicas. Necesitan ser corregidas y sublimadas en su atribución a Dios.

         Las distintas formas de designar a Dios iluminan su ser, puesto que el nombre presencializa a la persona designada. Dios se revela también en sus nominaciones, aunque éstas procedan en algunas ocasiones del mundo de la naturaleza y le designen como fuego, roca (Dt 32,4.31)... algo propio de la antigüedad mesopotámica.

a) Elohim

         En los pueblos de lengua semítica el término el (allah en árabe) constituía la raíz del nombre genérico (el-im) de Dios, y significaba probablemente poder (fuerte) o primacía (soberano), desde el sentido de que la experiencia de lo divino es la de un poder ante el que el hombre se siente dependiente. Y también sirvió para designar el nombre propio de su dios El (Gn 33,20), el dios supremo de los cananeos, el dios de dioses (henoteístamente) en Ugarit.

         Estas raíces comunes de los pueblos semitas explicarían las fáciles fusiones del Dios de los israelitas con los dioses supremos de los cananeos: Shadday (= el Montañoso), El-Shadday (= el de la Montaña[1]), El-Elyón (= el Altísimo[2]) y Elohim (de manera sistemática en el Pentateuco y el Salterio[3]).

         Elohim es gramaticalmente un plural, por lo que hay que entenderlo como "muy Dios" (plural intensivo), "Dios de diose" (Ex 12,12; 18,11-12) o "lo divino y la divinidad" (plural neutro) (2Cro 20,29).

         Contrapuesto al otro plural (elim) aplicado a una realidad singular, e incluso rigiendo verbo en singular, elohim parece aportar la prueba de que entre los semitas lo divino era concebido como plenitud de fuerza y señorío.

b) Yahveh

         Fue el nombre propio del Dios de la alianza. En su forma larga, Yahveh aparece alrededor de 680 veces en el AT; y en su forma corta (YAH) 25 veces. También encontramos este nombre en los testimonios extrabíblicos de la Estela de Mesa (850 a.C) y en las Cartas de Lakis (589 a.C).

         Los estratos de la Tradición Elohísta (Ex 3,14) y Tradición Sacerdotal (Ex 6,3) ponen expresamente su origen en Moisés, fundador de la alianza y mediador de la revelación. La Tradición Yahvista no niega este origen, pero parece contar ya con un conocimiento del nombre de Yahveh en los primeros tiempos de la humanidad, aunque después se oscureciese (Gn 4,26). Por lo demás, no es imposible que entre los antiguos semitas existiera una forma previa del mismo (YAHU), de sentido desconocido. El término Yahveh vendría a ser como un injerto que agregaría un nuevo significado a la expresión.

         Se ha discutido mucho sobre el significado de este nombre. Más aún, si semejante nombre fue realmente una respuesta a la pregunta de Moisés (“Yo soy el que soy[4]), y no más bien una manera de eludir la respuesta.

         Esta interpretación, que no es más que una de sus posibilidades exegéticas (basada en la pura gramática), no tiene a su favor ni el uso del verbo ser en el sentido de llamarse Yo Soy (= yo me llamo), ni la forma verbal empleada (imperfecto). Además, Ex 3,15[5] excluye que se deba ocultar o negar este nombre. Luego la expresión ehyéh aser éhyéh debe entenderse como una declaración del nombre de Dios, el Dios de los patriarcas, el Dios de Moisés. Y admite 3 traducciones, en sentido causativo: “yo soy el que soy”, “yo seré el que seré” y “yo hago ser lo que hago ser”, con las interpretaciones de:

-yo soy el creador,
-en el futuro sabréis quien soy,
-yo estaré con vosotros,
-yo soy el que existo, en plenitud y con potencia para salvar
,
-yo soy el ser puro, verdadero, eterno, inmutable (LXX).

         ¿Qué significa, entonces, Yahveh (de la raíz aramea hvh o de la hebrea hyh)? De suyo, Yahveh puede ser la antigua forma verbal qal (= él existe) o una forma nominal con y (= el existente). En cualquier caso, Ex 3,14 nos remite al verbo hayah.

         Cuando los LXX reproducen el significado del nombre como “el que es, aciertan con el contenido gramatical, pero no con el semántico. Porque el hebreo hayah no significa ser en el sentido griego y occidental, sino suceder, hacerse, ocurrir, existir y ser. Por consiguiente, predomina su aspecto dinámico. No puede defenderse, pues, una interpretación en el sentido del ipsum esse ni a partir del verbo, ni a partir de la mentalidad hebrea, tan poco filosófica y que nunca se ha hecho problema de la existencia de Yahveh. El acento del “Yo soy el que soy” recae en el ser presente y eficiente.

         Resulta, además, sintomático que se haya elegido la forma verbal del imperfecto, que en cuanto tiempo inacabado o durativo, tiene también sentido de futuro. La traducción que se ha generalizado en tiempos recientes (“Yo seré el que seré”) se justifica por este hecho, aunque acentúa demasiado unilateralmente este aspecto del tiempo inacabado. Su sentido más profundo, y el que se deduce de todo el contexto, sería en su versión larga “Yo soy el que estoy aquí para ayudarte, y establecer contigo una alianza, pase lo que pase”.

         Por otra parte, el Dios de la alianza acordada con los patriarcas no es otro que el Dios liberador de la esclavitud de Egipto. Su misma forma de presentarse en la fórmula de la alianza (Ex 20,2[6]; Dt 5,6) confirma esta interpretación. Lo mismo sucede con la expresión de Os 1,9: “Yo soy Yahveh, tu Dios, desde Egipto” (Os 1,9). Tal es también la explicación obvia del nombre en Ez 6,3-13[7] y en 1Re 20,28.

         El nombre de Yahveh es, por tanto, un nombre de alianza. Lo primero que Dios pretende con él no es manifestar su esencia metafísica, sino la constitución propia de su existencia, que se ha dado a sí mismo (dispone totalmente de sí) como persona absolutamente libre, al decidir volver su rostro hacia los hombres (Israel) y unirse con ellos en alianza. La elección de este nombre para sí es un testimonio único de la voluntad de Dios, que quiere que consideremos como centro de su corazón esa voluntad suya de establecer una alianza.

         Pero corregir la interpretación que hacía de Yahveh un nombre (con sentido ontológico) para expresar la esencia metafísica de Dios (el ser mismo), no significa que sea falsa. Dios puede estar presente en todo tiempo y lugar con su voluntad de establecer una alianza, porque es el ipsum esse, el ser infinito y eterno. Más aún, el mejor respaldo para la misión encomendada a Moisés es que éste es enviado por el que es plenamente (es decir, por Yahveh).

         Pese a la desconfianza de los exegetas, no hay que eliminar la convergencia entre el versículo bíblico y la ontología griega (según Ricoeur). El verbo ser (einai) se puede decir de muchos modos (según Aristóteles).

c) Baal

         Se trata de un sobrenombre que indicaba en el mundo cananeo idea de propiedad y de señorío. Entre los cananeos, designaba al dios local de Sidón (Baal) como propietario del lugar y señor de sus moradores. Los baales eran dioses sedentarios, a cuyo culto se dedicaban ritos de fecundidad. Pero no hasta el punto de llegar al politeísmo, pues tras los innumerable baales se adoraba al gran Baal Shamayim.

         Entre los hebreos también se aplicó a Dios el nombre Baal (= Propietario); pero hubo un rechazo instintivo de la religión y los dioses cananeos, que se hizo más exigente y frontal con los profetas. Así, Elías les declara guerra a muerte (1Re 18,18) y Oseas prohíbe (Os 2,10.15) al pueblo que llame a Dios su baal (el nombre con que la esposa llamaba a su esposo).

         Más tarde, la misma palabra (baal) se hará impronunciable, siendo despectivamente sustituida por boshet (= oprobio, vergüenza[8]) y los nombres teóforos (2Sam 4,4; 1Cro 8,34). Con todo, el mismo Oseas se sirve de elementos aceptables del culto a Baal, como la unión mística y la ternura, aplicándolos a Dios.

d) Adonai

         El término adon significaba en el mundo judío señor (= el que manda, el que dispone legítimamente de alguien o de algo), y con adjetivo posesivo de primera persona venía a utilizarse en el mundo hebreo como título de cortesía (= mi Señor). En su aplicación a Dios, se irá potenciando en el AT su significado (Jos 3,11.13; Sal 96,5).

         En su forma plural de intensidad, Adonay (= Señor mío) sustituyó en el judaísmo palestino al nombre (entonces) inefable de Dios, mientras que en el judaísmo helenista Yahveh fue sustituido por el griego Kyrios (LXX).

e) Melek

         Además de título melek, aplicado al rey semita en su forma primitiva, éste adquirió forma de nombre propio de un dios semita, y poco después pasó a designar tanto al jefe como consejero, de una forma no necesariamente ligada a la monarquía ni a la divinidad.

         Para los hebreos no se trataba de un dios, sino de un título aplicado a su Dios, posiblemente en una época anterior a la institución monárquica (Jue 8,22-23; 1Sam 8,7).

         En la época monárquica se potencia su uso, sobre todo en el culto de la capital del reino (Sal 23,7-10; Is 6,1-5). Los profetas se muestran cautos ante un título tan humano, que además era nombre propio del dios Melek (= Moloch[9]) al que en las proximidades de Jerusalén se inmolaban niños.

         Con el Deutero-Isaías se inicia la purificación y sublimación del título, adquiriendo éste carácter universal y escatológico (Is 52,7), trascendente y monolátrico (Sal 94,3; Dan 4,31; 1Cro 29,11). Dios y Rey vienen a ser términos equivalentes.

f) Ab

         Se trata de un título que, en el mundo semítico, se aplicaba a la divinidad suprema como padre de los dioses y padre de los hombres, y que hacía teóforos a varios nombres propios (Ab-ram, Yo-ab...).

         La religión hebrea excluye el sexo en su Dios, pues esto implicaría corporalidad y pluralidad. Pero de él se dice (metafóricamente) que es padre de los ángeles (Jb 1,6; Sal 28,1) y del pueblo israelita, al que escogió, formó y cuida amorosamente (Dt 8,5; Os 11,1-4; Jer 3,19; Ex 4,22-23). Lo que no priva a la paternidad divina de un realismo superior al carnal (Is 63,16[10]; 64,8).

         En la idea veterotestamentaria de Dios como Padre, lo que más se destaca es la protección de predilección paternal, y el señorío que reclama de los hijos la obediencia y el honor debido (Mal 1,6; 3,17).

g) Nombres del NT

         El NT, al hablar de Dios, se mueve en las mismas coordinadas que el AT. Como el AT, también el NT emplea antropomorfismos, y el monoteísmo sigue siendo uno de sus pilares fundamentales, y ello a pesar de la progresiva revelación sobre la tripersonalidad de Dios.

         Se da en el NT, sin embargo, un cierto desplazamiento de perspectiva, pues rivales del único Dios verdadero no serían ya únicamente los dioses del entorno, sino también los demonios (1Co 10,20), Mammón (Mt 6,24), el vientre (Flp 3,19)  y la autoridad (Hch 4,19). La vida cristiana consiste en entregarse al único Dios, renunciando a todos sus rivales.

         Algo similar sucede con la idea de la trascendencia divina, que se apoya en la certeza tradicional de la superioridad absoluta de Dios respecto del mundo. Lo cual no impide la afirmación de su inmanencia real en el mundo: Dios está presente en su creación por su Cristo y su Espíritu (Mt 28,20; Jn 14,16).

         La novedad traída por el NT puede sintetizarse en la idea de que el Dios trascendente y creador, que abarca el universo, se ha trascendido a sí mismo en dirección al mundo, y al hombre en la encarnación del Verbo. Y en esto consiste su vida, su autorrealización y su amor (1Jn 4,8.16).

         En el NT se presupone, más que se expresa, el conocimiento de la santidad esencial de Dios. Pero Dios no es solamente el Santo (el totalmente distinto), sino también el que santifica e introduce en el ámbito de su santidad lo que no es santo (lo profano) ni lo que es él mismo: su pueblo (1Pe 2,9). En este acontecimiento se hace patente al mundo la santidad de Dios, y ésta toma posesión del creyente mediante la fe y el sacramento (Rm 13,14; Hb 2,11; 1Pe 1,15).

         Con la santidad de Dios está íntimamente unida la manifestación de su gloria, que descansa sobre la faz de Cristo (2Co 4,6), el revelador y al revelación del Padre. Cristo es el resplandor de su gloria (Hb 1,3), la esperanza de la gloria (Col 1,27) y el mensaje de su gloria (2Co 4,4).

         También la eternidad de Dios entra de lleno en el mensaje del NT. Su voluntad salvífica de encarnarse es eterna (1Co 2,7; Ef 1,4) y sale de su ocultamiento pasado en el ahora del tiempo, presente y salvífico.

g.1) En San Juan

         Según San Juan, Dios es espíritu (Jn 4,24), luz (1Jn 1,5) y amor (1Jn 4,8.16), aunque ninguno de estos términos lo define, porque Dios es indefinible. No obstante, la tercera de ellas sí que apunta a una posible descripción definitiva, puesto que γάπη es la peculiaridad esencial repetitiva de Juan, a la hora de describir a Dios.

         Para el apóstol Juan, el amor de Dios no es una propiedad como las otras (justicia, fidelidad...) sino la propiedad divina por excelencia. Dios es amor significa que Dios es autocomunicación en sí mismo, y que el amor es el fundamento último de toda su actuación en la historia de salvación. Semejante principio es la base y el punto de inflexión de Juan, sobre cualquiera otra afirmación sobre Dios.

g.2) En San Pablo

         La imagen paulina de Dios es fundamentalmente la del “Dios que justifica”, que declara justo al que no lo era (al hombre) porque le otorga la salvación, le hace huir de la ira divina y le permite obtener la vida eterna. El trasfondo sobre el que se dibuja esta imagen es la imposibilidad radical para el hombre de obrar su propia justificación (Rm 2,18-3,20). Y el Dios que justifica es también el Dios que conoce, que llama y que predestina (Rm 8,29).

         Pero San Pablo también conoce al Dios airado de los judíos. Y por eso, la ira de Dios se manifiesta como respuesta al desprecio de su revelación (Rm 1,18), aguante en la paciencia (Rm 2,4), o voluntad expresada en la ley (Rm 4,15). Sus terribles efectos serán el juicio (Rm 2,5) y la perdición de muchos (Rm 2,8-9), y sólo la adhesión a Jesucristo podrá librarnos de este día de la ira (Rm 2,5), al quedar justificados por su sangre (Rm 5,9).

         Pero este Dios que justifica nos remite de inmediato al “Dios que ama. Y la prueba más grande de este amor es la muerte (= entrega) de Cristo (= su Hijo). Cristo es el sí de Dios al mundo, y en él los hombres son amados por Dios (Rm 1,7; 1Ts 1,4; Col 3,12). Además, la cruz nos muestra a un Hijo entregado totalmente al Padre (Mc 10,45; Lc 23,46), en actitud de obediencia (Flp 2,8). Luego la conducta que caracteriza y define el comportamiento de Dios en el NT es, para San Pablo, el amor.

         Pero no por eso Dios deja de ser el incomprensible y el soberanamente libre. La fuerza divina que se manifiesta en la locura y debilidad de la cruz es de facto más poderosa que cualquier otra fuerza. Y en esta paradoja, Dios permanece como misterio. Sólo el Espíritu, que escudriña todas las cosas”, es capaz de sondear las profundidades de Dios (1Co 2,10).

         Por último, el Dios de San Pablo es también un Dios providente, que cuida de sus criaturas y las predestina a la salvación (Rm 8,29; Ef 1,3).

 Act: 08/07/24     @tiempo ordinario         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A 

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[1] cf. Gn 17,1; Ex 6,3. [2] cf. Gn 14,18; Nm 24,15. [3] cf. Sal 90,1. [4] cf. Ex 3,14.

[5] Yahveh, el Dios de Jacob, me ha enviado a vosotros. Este es mi nombre para siempre, por medio de él seré invocado (cf. Ex 3,15).

[6] Yo soy Yahveh, tu Dios, que te ha sacado de Egipto, de la casa de la esclavitud (cf. Ex 20,2).

[7] Así dice el Señor Yahveh a los montes, a las colinas: Ved que yo voy a hacer venir contra vosotros la espada y destruiré vuestros altos. Vuestros altares serán devastados, y caerán los muertos acribillados en medio de vosotros, y sabréis que yo soy Yahveh. Pero haré que os queden algunos supervivientes, que se acordarán de mí. Tendrán horror de sí mismos a causa de las infamias que cometieron. Y sabrán que yo soy Yahveh (cf. Ez 7,27; 11,10; 12,16).

[8] cf. Jer 11,13. [9] cf. Lev 20,1-5.

[10] Tú, Yahveh, eres nuestro Padre, tu nombre es el que nos rescata desde siempre (cf. Is 63,16).