Ser esencial de Dios

Equipo de Teología
Mercabá, 21 junio 2021

           Nos preguntamos ahora por la esencia de Dios, sus propiedades y formas de actuación, tal como se presentan en la Sagrada Escritura. Pero la pregunta sobre qué y cómo es Dios no es separable de esa otra que indaga sobre la personalidad del mismo: ¿quién es Dios? Pues la respuesta a esta pregunta incluye ya algo sobre sus propiedades y formas de actuación, tal como pueden conocerse a partir de su revelación.

           Para responder a esta cuestión no recurriremos al concepto filosófico de la divinidad, extraído del conocimiento natural. Sino a un concepto teológico, sacado de lo que Dios ha dicho de sí mismo en la revelación, con palabras y hechos. Ello no significa que desestimemos el conocimiento de Dios obtenido por vía de afirmación, negación y eminencia, a partir de las cosas creadas. Pues éste es un aspecto permanentemente válido sobre conocimiento real de Dios, aunque no el único ni el más completo. Por eso, la imagen de Dios que se desprenda de la revelación nos obligará a corregir algunas aseveraciones puramente filosóficas del mismo.

           Conviene advertir que la idea de la personalidad de Dios, sin ser extraña a una ontología filosófica, no constituye el punto neurálgico de la misma. Sí lo es, en cambio, en el testimonio de la Escritura, para quien Dios rige el mundo como un tú viviente y poderoso que sale al encuentro del hombre en su historia, un del que éste no puede disponer, pero que recibe de él la capacidad para responder a su llamada y acción. de una manera verdaderamente personal.

           Si esto es así, no podemos tratar las propiedades de Dios como realidades estáticas o cualidades que le son propias en todo momento y de manera necesaria, tal como ocurre en mayor o menor grado en la doctrina filosófica tradicional sobre Dios, y en los tratados De Deo Uno a los que estábamos acostumbrados.

           Es evidente que se pueden aducir ciertos textos bíblicos para demostrar esas propiedades deducibles racionalmente del concepto de Dios como Ipsum Esse, quizá porque la misma Escritura lleva implícita una theologia naturalis no refleja, o quizá porque muchas de sus afirmaciones pueden traducirse también en el sentido de las mencionadas propiedades. Pero este proceder oscurece zonas muy notables de la autorrevelación de Dios.

           Una persona no sólo posee determinadas propiedades, sino que también dispone libremente de ellas. A esta libre disposición de sí misma (autoposesión) corresponden ciertas formas de actuación que no pueden deducirse sin más de aquellas propiedades que posee por naturaleza; y ello porque tienen su fundamento último en la misma libertad de la persona[1].

           Dios se revela al hombre del mismo modo que una persona a otra. De ahí que se muestre como un ser vivo y personal y, por ello, a la manera antropomórfica. Su relación con el mundo y su actuación en él algo tiene que decirnos de su ser, naturaleza y personalidad. Dios se autorrevela como el Dios de la Alianza, según 3 estratos interdependientes de profundidad: el ser de Dios:

-en su trato con el mundo y hombre. Pues, en su acción, Dios muestra ciertas cualidades: justicia, fidelidad, amor, poder, sabiduría, celo, ira... El conocimiento de este estrato contribuye a profundizar en los otros dos y viceversa: de los otros dos deriva causativamente éste;

-en su diferenciación del mundo y hombre. En que el binomio inmanencia-trascendencia se mantiene unido: Dios parece duplicarse en la figura de sus intermediarios, o cualidades más o menos hipostasiadas (Sabiduría, Espíritu, Palabra...);

-en sí mismo. Que muestra un ser trascendente (en cuanto ser pleno, y sus atributos de espíritu, santo y eterno) e inmanente (en cuanto su alianza con el hombre, de quien exige fidelidad). Ni su trascendencia es lejana, ni su inmanencia muestra identidad. Yahvé, nombre propio del Dios de la alianza, reunirá ambas dimensiones.

a) Yahvé, el Dios único y verdadero

           La confesión de Yahvé como único Dios verdadero es una confesión monoteísta, que se opone frontalmente al politeísmo (creencia en muchos dioses), monolatría (adoración exclusiva de Dios) y henoteísmo (fe en un Dios supremo, pero sin excluir la existencia de otros dioses).

           En el AT el monoteísmo se desarrolló lentamente y, sólo después de muchas aberraciones politeístas y animistas, se impuso en la religión del pueblo. Debe distinguirse entre el monoteísmo cultivado en círculos reducidos y la religión popular, mucho más extendida, que degeneraba con frecuencia en prácticas idolátricas heredadas de los tiempos prepatriarcales o tomadas de las religiones de los pueblos vecinos.

           Fue la fe en Dios, Creador del mundo y Señor de la historia, la que permitió afirmar el monoteísmo mediante una negación expresa de los dioses del politeísmo (Is 45,18-22) y la reinterpretación de estos como meras criaturas, ángeles o demonios (Dt 4,18; Ba 4,7).

a.1) El Dios solitario de Abraham

           En la época premosaica encontramos gran variedad de nombres divinos, sobre todo El (el Poderoso) y Elohim, (posible origen de Yahvé). El casi siempre va acompañado de un determinativo, como en el caso de El-Olam (el Dios eterno[2]), El-Roí (el Dios que aparece[3]) y El-Elyón (el Dios Altísimo[4]). De esta variedad de nombres, algunos concluyen que los patriarcas adoraron a muchos dioses (locales o familiares). Pero eso no es así, sino que tales nombres se refieren a un mismo Dios.

           Las narraciones del Génesis utilizan denominaciones distintas (el Dios de Isaac, el Temido de Jacob, el Dios de su padre), pero suponen un mismo Dios, y un Dios solitario, sin consorte. El Dios que se aparece a Moisés es también el Dios de Abraham, Isaac y Jacob (Ex 3,15). Él es el Dios de Israel que no tolera dioses extraños (Gn 33,20; 35,2.4), y su poder y dominio no está limitado a un solo lugar (Gn 18,25) ni a una sola estirpe o familia (Gn 12,3). Durante la época patriarcal nos encontramos, pues, con una monolatría o monoteísmo práctico: se adora a un solo Dios, pero no se excluye la existencia de otros dioses.

a.2) El Dios celoso y excluyente de Moisés

           Con Moisés, el Dios de sus antepasados toma nombre propio, Yahvé, el Dios que realmente es y se manifiesta actuando en favor de su pueblo (Ex 2,13.15; 3,4-7,5), liberándolo de la esclavitud de Egipto y estableciendo con él una alianza (Ex 24,3-8) plasmada en el Decálogo (Ex 20,2-17; Dt 5,6-18), con su mandamiento principal en el no tendrás ningún otro Dios junto a mí (Ex 20,3). Semejante intolerancia, que invalida el culto a otros dioses, coloca la fe yahvista por encima de cualquier otra religión, pero de ahí no se deduce que Moisés negase la existencia de esos dioses a quienes no debía tributarse culto junto a (o en contra de) Yahvé.

           Nos hallamos, pues, ante un monoteísmo práctico que todavía no ha expresado formalmente la inexistencia o nulidad de otros dioses (Ex 15,11[5]). Sólo el posterior desarrollo de la revelación hará ver que en el fondo de aquel mandamiento residía ya un monoteísmo absoluto. Esta fue la tarea de los profetas ante un pueblo que se inclinaba al politeísmo y estaba convencido de que fuera de Israel existían y gobernaban otros dioses (Jue 11,24; 1 Sm 26,19; 2Re 3,27).

a.3) El Dios monárquico de los profetas

           Yahvé siguió siendo adorado como Dios nacional, y constituía el más fuerte vínculo entre las tribus dispersas. Sin embargo, los israelitas también adoraron a los cananeos Baal y Astarté, y más tarde a dioses fenicios, asirios y babilonios (Jue 2,11-13; 3,7; 1Re 14,22-24). Así surgió una religión sincretista que no desaparece hasta pasado el destierro de Babilonia, y contra la que levantaron su voz los profetas Elías, Amós, Oseas, Isaías y Jeremías, combatiendo todo tipo de idolatría y falsedad. Su predicación está inspirada en el puro monoteísmo o reconocimiento de Yahvé como soberano universal (Am 1,2-2,3; 9,7; Is 7,18-20; 8,7-10), que reclama el seguimiento de su ley moral (Am 5,4.24; Os 6,6; Is 1,17; 11,9) y rechaza todo culto que no sea expresión de las rectas intenciones (Am 5,21-23; Is 2,11-17; Miq 6,6-8).

           Elías (ca. 850 a.C) no sólo defiende la ley mosaica del culto único a Yahvé (monolatría), en su controversia contra los sacerdotes de Baal, sino que se refiere a éste como el Dios por antonomasia (ha elohim: 1Re 18,39). Amós (ca. 750 a.C) habla de Yahvé como el Dios, esto es, el conductor y juez de todos los pueblos, incluso de los enemigos (Am 1-2; 9,7). Para Isaías (Is 6), Yahvé es el Gobernador Soberano de todos los imperios de la tierra, mientras los dioses del resto de imperios son vanidad y no ser (elilim[6]). Jeremías llama a tales dioses soplo de viento (hebel[7]) y no dios (lo elohim[8]). Y Deutero-Isaías proclama finalmente el monoteísmo teórico en sus fórmulas hímnicas (Is 45,21[9]), en que el ser de Dios vendría a identificarse con su actuar[10].

           El AT es, pues, monoteísta y teocéntrico. El monoteísmo se revela al principio en forma de monolatría (en una adoración exclusiva de Yahvé, Dios poderoso y celoso) y de henoteísmo (con su fe en Yahvé como Dios supremo), pero paulatinamente va derivando en un explícito monoteísmo (con su concepto de Dios único y verdadero).

           Dios es Señor y pantocrátor, es decir, origen, rector y fin de todo. Por eso, aunque es único y supera la distinción sexual (sin hijos y sin la compañía femenina propia de otras religiones), se le representa antropomórfica y metafóricamente según el sexo característico del dominio, el masculino; ello no impide que se le atribuyan rasgos femeninos y maternales como la ternura (Sal 116,5[11]; Sir 4,10[12]; Os 11,1-4.8) y las entrañas maternas (Jer 31,20[13]). El comportamiento de Yahvé para con su pueblo es mejor que el de un padre y una madre (Sal 27,10). En Él se dan, pues, ambas dimensiones (masculina y femenina) del ser humano, o mejor, su modo de ser padre-madre es infinitamente superior a lo representado por su imagen (significada en los padres y madres humanos).

b) Yahvé, el Dios supracósmico

           Común a las antiguas religiones orientales es la creencia de que la divinidad pertenece totalmente a este mundo (inmanente). Yahvé, por el contrario, aparece como el ser trascendente que, en su propia esencia, sobrepasa todo lo cósmico.

           Generalmente, los dioses del entorno de Israel están determinados espacialmente, en cuanto que viven y ejercen su poder dentro de los límites de un territorio. Ejemplos de esta concepción inmanentista se encuentran en:

-1 Sm 29,19, donde ser desterrados a un país extraño es servir a otros dioses;
-2 Re 3,27, donde se alude a Moab como
lugar del poder del dios Kemos;
-2 Re 5, donde el arameo Naamán, ya curado de la lepra, toma consigo tierra israelita sobre sus animales de carga y la lleva a Damasco, para
allí poder adorar a Yahvé, el Dios de su sanador.

           Sin embargo, el Dios de los patriarcas muestra no hallarse ligado a límite alguno de tierra, pueblo o imperio. Aparece no sólo como el Dios del clan, que camina junto a esos seminómadas, sino como el que gobierna en todo el Oriente Próximo con libertad y sin limitaciones por parte de otros dioses o pueblos. Los santuarios de Betel, Siquén, Hebrón o Berseba no son lugar de su morada, sino de su presencia (aparición o manifestación). Su mismo habitar sobre el monte Sión, el monte eterno de Dios, no supone una localización terrena de Yahvé; pues la casa construida para él no puede contenerle; ni siquiera lo pueden los lugares celestes (1Re 8,27[14]). Por eso, según Mi 3,12 y Jr 7,12, Yahvé puede entregar su templo a la destrucción, cosa que para Israel resulta casi inadmisible.

           Yahvé es un ser que trasciende el espacio (Sal 139,7[15]), pasando de la omnipresencia dinámica a la ontológica. Es realmente señor de todos los espacios cósmicos. Los astros del cielo no son sino lumbreras a su servicio (Is 40,26; 45,12), y el cosmos poderoso un testimonio de la grandeza inabarcable y de la superioridad del Creador. Todas las potencias terrenas son pura insignificancia ante él (Is 40,15[16]).

           La raíz última de su trascendencia sobre todo lo visible es su absoluto poder creador. Todos los entes dependen del poder originario de su voluntad creadora (Gn 1,1; Is 42,5; Sal 33,6.9; 148,5).

c) Yahvé, el Dios supratemporal

           Una divinidad incluida en el cosmos  acaba necesariamente implicada en el proceso del hacerse y perecer de la naturaleza. Pero el Dios de Israel no muere (Ha 1,12), y las categorías hacerse y perecer siguen siendo inaplicables al Dios del AT, en contra del resto de mitos teogónicos. Yahvé no está sujeto ni a nacimiento (teogonía) ni a ocaso, como las divinidades paganas, pues no tiene principio ni fin (Is 41,4). Yahvé es eterno, y el Señor de los tiempos.

           Para el mundo hebreo, la eternidad (olam) es un tiempo de incalculable magnitud, una prolongación temporal en ambas direcciones (pasado y futuro) hasta lo inaccesible, algo claramente diferenciado del tiempo del mundo. En ese sentido, el mundo tiene un comienzo y Dios no, porque el ser de Dios incluye la existencia por antonomasia (Sal 90,2[17]). Dios existe desde el principio (Sal 90,4[18]; Sal 9,8[19]; Job 36,26[20]), es el primero y el último (Is 44,6; 48,12) y el eterno (Jr 10,10; Is 26,4; 33,14; Dt 33,27; Sal 9,8; 10,16; 29,10). Luego la vida de Yahvé trasciende por completo la medida terrena del tiempo. Por razón de su eternidad indefinida, Dios difiere tanto de las realidades terrenas, que tienen principio y fin (Sal 102, 26), como de las realidades salvíficas, que tienen comienzo pero no fin (Mt 19,16.29).

d) Yahvé, el Dios vivo

           Dios es un ser vivo y actuante, no algo muerto o inútil (2Re 19,16-19[21]). Por eso los términos no contar y no interesar no tienen cabida en él, al ser equivalentes del no ser (Jr 5,12[22]).

           Según Jr 10,10, Dios es eterno en cuanto plenitud de vida. Esta plenitud es la gran prueba de que Dios existe y vale, en ella se concreta su divinidad o categoría de Dios (como negación de toda debilidad y muerte) y por ella jura el hombre y el mismo Dios (1Re 17,1; Ez 17,19[23]; Ez 33,11[24]), pues es la garantía del juramento. De hecho, tal es la plenitud de Dios que ni el pecado la puede disminuir (Job 7,20), ni puede ser aumentada por la justicia (Job 35,6), la pureza (Job 22,2), el ayuno (Za 7,5) o el sacrificio humano (Is 1,11).

           Gracias al espíritu vivificador de Dios, es posible la fuerza de Sansón (Jue 14,6), el éxtasis de los profetas (1Sam 10,5), la inteligencia de los sabios o cualquier otra forma extraordinaria de vida. Porque Dios es la vida misma. Por eso es posible pedírsela (Sal 119) en situación de escasez o carencia.

           Es lo que la dogmática ha expresado con el concepto acto puro, aunque la idea de inmutabilidad que encierra el concepto esté todavía en un segundo término en el lenguaje bíblico (1Sam 15,29; Ma 3,6), o su lógica inherente no corresponda a la mentalidad hebrea, que prefiere más el plano psicológico que lógico para hablar de salvación. Una inmutabilidad divina que en la Escritura se presenta (de forma inherente, ya decimos) como fidelidad a la promesa de salvación. De ahí que, a pesar de los pecados del hombre, Dios no cambie su bendición primera por una maldición (Num 23,19; Jr 4,28), ni por sus amenazas de castigo (Ez 24,14).

           La fidelidad de Yahvé a la Alianza es, pues, una fidelidad a sí mismo. A diferencia de los dioses perecederos, y del cosmos mudable, Dios permanece en el ser (Is 43,10; 44,6; 41,4; Sal 102,26-28), y en él no hay cambio ni sombra de rotación (St 1,17). Es, pues, ontológicamente inmutable. No obstante, la Biblia no tiene reparo en hablar de cambios de sentimientos (como la ira, el odio, el dolor, incluso el arrepentimiento) en Dios (Gn 6,6; Ex 32,12.14; 1Sm 15,11; Jr 4,28; 31,20; Os 11,8), a forma de antropopatrismo que, aparte de emplear este modo de hablar de Dios (adecuado al hombre), trata de poner de relieve la vitalidad personal de Dios, y permitir conocer lo que Dios ha querido revelarnos de sí mismo, más allá de especulaciones sobre el acto puro.

           Esta presentación antropomórfica de Dios, como ser dotado de inteligencia, voluntad e incluso sentimientos, tales como el arrepentimiento e indignación (Gn 6,6), celos o compasión (Ex 20,5-6), nos sitúa en las antípodas del deísmo, del moralismo racionalista o del panteísmo. Pues es verdad que escribe antropomórficamente, pero siempre desde la corrección (precisión) ejercida por sus conceptos de espiritualidad, eternidad y santidad.

           Lo propio de Dios es ser espíritu (Is 31,3); y el espíritu es lo opuesto a la carne, débil y efímera. Dios y sus planes, en cambio, permanecen siempre activos (Sal 89,1-6; Is 40,28-31). Por eso, tanto la palabra de Dios como su ser (Is 41,4; 43,10-12) son eternos (Gn 21,33). De Dios recibe la vida su sustento, y todo ser viviente su incremento (Jer 38,16[25]; Sal 41,3). Él es la fuerza primordial o substrato de toda vida.

           La plenitud de vida en Dios contrasta, pues, con el concepto monoteísta de la divinidad como absoluta soledad: Dios trasciende a todos los seres, y en él la vida es desbordante. En esta perspectiva encontramos la Sabiduría (personificada en Pr 8, y anticipo del Logos del NT), la Palabra de Dios o heraldo divino (Sal 119,89) y el Espíritu de Yahvé, protector en medio de Israel (Ag 2,5). Tales personificaciones no son aún hipóstasis, pero son más que meras expresiones poéticas o hiperbólicas. Dan testimonio de la plenitud de la vida divina, y son los primeros anticipos de la revelación pluripersonal del Dios único del NT, que aparece como Trinidad.

e) Yahvé, el Dios creador

           La trascendencia de Dios sobre el mundo destaca especialmente en el tema de la creación, concebida en el AT como un hablar omnipotente de Dios (Is 48,13[26]; Sal 33,6.9[27]).

           Desde esta perspectiva elabora el autor del Génesis (Gn 1) su doctrina sobre la creación del mundo. Decir (amar) y crear (bara) son para él conceptos intercambiables. Dios pronuncia palabras que, gracias a su omnipotencia divina, se concretan y se materializan en aquello que significan.

           Pero este hablar cósmico del Omnipotente no sólo afecta a la creación del mundo, sino también a su conservación y gobierno (Job 37,6; Sal 147,15). El universo depende enteramente de él en todo y está sometido a sus decisiones (Is 46,10[28]). Su soberanía es absoluta (Ex 33,19[29]).

f) Yahvé, el Dios santo

           Los términos qados (santo) y qodes (santidad) parecen derivados de qadad (= cortar, separar de lo impuro y profano[30]). Y lo santo vendría a ser lo separado de las cosas (= lo profano). Emparentado con santo está el término tahor (= lo puro), significando que una cosa santa no puede ser impura, y que lo puro es santo sólo cuando se sustrae al uso profano y se adhiere positivamente a Dios.

           El último fundamento de lo santo es lo numinoso, (= grandeza y majestad), cualidad que la Escritura refiere exclusivamente a Dios, tildándola de increada e identificándola con su kabod (gloria). Es en ella donde resplandece la santidad mayestática de Dios (Is 6,3), su soberanía y su trascendencia. Como cualidad religioso-moral, la santidad se manifiesta como perfección y pureza moral, en el pensar y el obrar.

           En contraste con otras religiones, en el AT lo santo se predica exclusivamente de Dios, y todo lo demás (creaturas) se sitúa frente a Él como lo absolutamente no santo. Yahvé es santo porque dista de toda criatura y porque consumiría a todo el que osara suprimir esta distancia (Ex 3,5).

           La santidad de Dios está por encima de todo lo creado, es intangible e inaccesible (Ex 15,11; 1Sm 2,2[31]), absoluta (Is 6,3[32]) y la que espor naturaleza (Sal 99,3.5[33]; Lev 11,44[34]; Lev 19,2; 20,26), así como un atributo tan exclusivo de Dios que sólo él puede santificarse a sí mismo y a sí mismo mostrarse santo (Is 5,16[35]; Ez 20,41; Ez 28,22[36]), así como santificar al hombre. Es él quien restablece la santidad de Israel (Ez 20,12), declara santo el sábado (Gn 2,3) y santifica a Moisés (Ex 19,10), Josué (Jos 7,13) y Job (Job 1,5). Comparado con Dios, nada ni nadie es puro ni santo (Job 25,4-5[37]).

           Lo santo, pues, adquiere en la Escritura una dimensión religioso-moral, por contraste con lo pecaminoso. Dios es pureza perfecta, cuya honestidad moral contrasta con el pecado del hombre (Is 6,5[38]; Am 2,7; Dt 32,4), y cuya santidad ofrece una norma y dechado para los hombres, a quienes exige santidad (Lev 11,44; 19,2) so pena de castigo (1Sam 6,20[39]). Tal exigencia brota de la unión de Yahvé con su pueblo (Alianza), a forma de lazo establecido como fruto del amor (Job 5,1; Sal 5,5[40]; Sal 89,6-8). Yahvé es el santo de Israel (Is 1,4; 5,19.24), e Israel su pueblo santo (Lev 20,26; Dt 7,6; Is 63,18).

           La santidad de Dios es, por tanto, óntica y ética. Dios es misterio asombroso (Ex 20,5; 34,4), lo incomparable con lo humano (Is 40,15.25) y lo totalmente otro (Os 11,8), y ante su majestad y pureza deslumbrante sólo cabe sentirse creatura (nada óntica) y reconocerse pecador (nada moral).

g) Yahvé, el Dios de la alianza

           La razón última de la trascendencia divina no se encuentra únicamente en la naturaleza supramundana de Dios, sino también en la personalidad de esta naturaleza, así como su ser y posesión de sí misma.

           Y es que el Dios de la revelación se define a sí mismo como un Yo con el que no cabe comparación posible. Se trata de una revelación, pues, de doble sentido:

-formaliter, como un abrirse de Dios al hombre,
-materialiter, como un definirse Dios a sí mismo, dirigiéndose a su mismidad.

           El verbo que más se predica de Dios en el AT destaca este aspecto de la esencia divina, su personalidad. Se trata del verbo hablar, acción con la que la Biblia distingue a la persona del animal (behemah, lo mudo) y que en este caso se refiere por entero a la acción divina. Pues para la Biblia la palabra de Dios es indicadora, instructiva, creadora, rectora, judicial, soberana... una palabra dirigida al hombre, y que se mueve explícitamente en el espacio relacional yo-tú.

           Los oráculos divinos suelen ir encabezados por la palabra ani o anoki (= yo). Si tenemos en cuenta que en hebreo no es necesario acompañar a la forma verbal de su pronombre personal correspondiente, el uso del anoki o ani viene a significar una acentuación del Yo de Yahvé (= Soy yo el que). Así comienza la fórmula de presentación de sí mismo en el documento de la Alianza (Ex 20,2[41]), y los dichos de Yahvé en los profetas adoptan una y otra vez esta misma forma de presentación personal (o alusión al pensamiento, voluntad y acción divina). En Deutero-Isaías llega incluso a duplicarse el uso del Yo (Is 43,11.25; 48,15; 51,12).

           La mayor parte de los antropomorfismos del AT tienden a destacar la personalidad de Dios. Si el hombre es semejante a Dios, lo es en cuanto señor de la creación y persona. No sería señor de la creación si no fuera persona. Además, lo que Dios descubre de sí mismo son sus rasgos esenciales personales, su interioridad, su corazón (Gn 6,6; 1Sm 13,14; Os 11,8; Jr 3,15; 6,8; 15,1; Job 36,5). Con esta palabra se quiere reunir en un solo término el conocimiento, la voluntad y la emotividad. Y si Dios tiene corazón es porque es persona. La Biblia ofrece testimonios inauditos de esta verdad (Os 11,8[42]).

           Como ya se ha destacado, Dios es un ser que habla, y en el hablar manifiesta su conocimiento y sabiduría, su voluntad y libertad.

           Pero hay algo más, y es que Dios conoce cuanto es posible conocer: todo está patente a su mirada (Job 34,21.25), escruta hasta los más íntimos pensamientos (Sal 139; 94; Is 42,21-29), para él no hay ningún secreto (Mt 6,18; Heb 4,13) y su sabiduría es insondable, infinita, perfecta (Job 28; Sab 7,22-27). El fundamento de su conocer es doble, pues Dios conoce:

-el mundo, porque es su Creador (Est 4,17; Sal 33,13; 93,9-11);
-nuestras acciones, porque es su Juez (Hb 4,12-13).

           Así como doble es también su modo de conocer, pues Dios conoce:

-todas las cosas, como presentes a su eternidad (de modo no sucesivo);
-todo, en el ejemplar y modelo de su sabiduría creadora (Sap 7,26; Pr 8,22-31).

           Además, Dios tiene voluntad y sentimientos propios de una persona: se compadece (Ex 33,19), quiere (Is 46,10) y manda. Es un espíritu libre, capaz de crear (porque así lo quiere) y de establecer una alianza de amor con el hombre, con unos mandamientos que son expresión de su voluntad. Y ello supone relaciones interpersonales. La voluntad de Dios es providente, salvífica y libre (1Tim 2,4; Mt 6,25; Ef 1,3-14; Rm 9-11), y hasta el mismo Cristo está obligado a cumplirla (Mt 26,39; Jn 5,30; Flp 2,8; Jn 4,34), así como todo cristiano (Mt 6,10; Mt 7,21).

           Dios ama y juzga, sabe y guía, promete y amenaza, exhorta y avisa, así como posee emociones, misericordia, celo, ira, arrepentimiento... Se tratan todas ellas de acciones personales. Y es que el obrar de Dios es expresión de su ser. Él obra como persona (porque es un ser personal) pero a su modo (de un modo divino), aunque por condescendencia se muestre al hombre al modo humano, haciéndosele comprensible.

           Yahvé, por tanto, es un ser completamente personal, que posee en grado inimaginable la espontaneidad, el conocimiento y la disposición de sí mismo (Is 46,10[43]). Dios es tan independiente en su ser y en su obrar (Ex 33,19; Job 38) que no tiene que dar cuentas a nadie de su conducta.

 Act: 21/06/21     @tiempo ordinario         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A 

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[1] cf. RAHNER, K; Theos en el NT, Barcelona 1989, pp. 93-167.

[2] cf. Gn 21,33. [3] cf. Gn 16,13. [4] cf. Gn 14,18-20.

[5] ¿Quién como tú, Yahveh, entre los dioses? (cf. Ex 15,11).

[6] cf. Is 2,8.18; 10,10. [7] cf. Jer 2,5; 14,22; 16,19. [8] cf. Jer 2,11; 5,7.

[9] No hay otro Dios fuera de mí. Dios justo y salvador no lo hay fuera de mí (cf. Is 45,21).

[10] Algo similar sucede con la palabra alemana wirklichkeit (lit. realidad), de wirken (lit. actuar).

[11] Tierno es Yahveh y justo, nuestro Dios es compasivo (cf. Sal 116,5).

[12] Y serás como un hijo del Altísimo; él te amará más que tu madre (cf. Sir 4,10).

[13] En efecto, se han conmovido mis entrañas por él; ternura hacia él no ha de faltarme (cf. Jer 31,20).

[14] Si los cielos de los cielos no pueden contenerte, ¡cuánto menos esta casa que yo te he construido! (cf. 1Re 8,27).

[15] ¿Adónde iré lejos de tu aliento, adónde escaparé de tu mirada? Si escalo el cielo, allí estás tú; si me acuesto en el abismo, allí te encuentro (cf. Sal 139,7).

[16] Las naciones son como gotas de un cubo, como una mota de polvo en la balanza son estimadas. Las islas pesan como un grano de arena... Pues ¿con quién compararéis a Dios, qué semejanza le aplicaréis? (cf. Is 40,15).

[17] Antes que naciesen los montes y fueran engendrados el orbe y la tierra, desde siempre y por siempre, tú eres Dios (cf. Sal 90,2).

[18] Mil años en su presencia son como un ayer que se va (cf. Sal 90,4).

[19] Su trono está firme por toda la eternidad (cf. Sal 9,8).

[20] El número de sus años no es investigable (cf. Job 36,26).

[21] Han entregado sus dioses al fuego, porque ellos no son dioses, sino hechuras de mano de hombre, de madera y de piedra, y por eso han sido aniquilados. Ahora, pues, Yahveh, Dios nuestro, sálvanos de su mano, y sabrán todos los reinos de la tierra que sólo tú eres Dios (cf. 2Re 19,16-19).

[22] Renegaron de Yahveh diciendo: ¡Él no cuenta!, no nos sobrevendrá daño alguno (cf. Jr 5,12).

[23] Por eso, así dice el Señor, Yahveh: Por mi vida lo juro (cf. Ez 17,19).

[24] Diles: Por mi vida, oráculo del Señor Yahveh, que yo no me complazco en la muerte del malvado, sino en que cambie de conducta y viva (cf. Ez 33,11).

[25] El rey Sedecías juró a Jeremías en secreto: Por vida de Yahveh, y por la vida que nos ha dado, que no te haré morir (cf. Jer 38,16).

[26] Yo los llamo (a la tierra y al cielo) y todos se presentan (cf. Is 48,13).

[27] Por la palabra de Yahveh fueron hechos los cielos, por el soplo de su boca toda su mesnada... Pues él habló y fue así, lo mandó y se hizo (cf. Sal 33,6.9).

[28] Yo digo: mis planes se realizarán y todos mis deseos llevaré a cabo (cf. Is 46,10).

[29] Hago gracia de quien hago gracia y tengo misericordia de quien tengo misericordia (cf. Ex 33,19).

[30] Del griego τέμνειν (lit. cortar) y del latín sanctus (de sancire).

[31] No hay santo como Yahveh (porque nadie fuera de ti), ni roca como nuestro Dios (cf. 1Sm 2,2).

[32] Tres veces santo (cf. Is 6,3).

[33] Santo es Él (cf. Sal 99,3.5).

[34] Santificaos y sed santos, porque yo soy santo (cf. Lev 11,44).

[35] El Dios Santo muestra su santidad por su justicia (cf. Is 5,16).

[36] Se sabrá que yo soy Yahveh, cuando ejecute mi sentencia, y manifieste en ella mi santidad (cf. Ez 28,22).

[37] ¿Cómo será justo un hombre ante Dios? ¿Cómo puro el nacido de mujer? Si ni la luna misma tiene brillo, ni son puras las estrellas a sus ojos, ¡cuánto menos un hombre, esta gusanera! (cf. Job 25,4-5).

[38] ¡Ay de mí, que estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros, y entre un pueblo de labios impuros habito! (cf. Is 6,5).

[39] ¿Quién podrá resistir delante de Yahveh, el Dios Santo? (cf. 1Sam 6,20).

[40] Vuélvete, Yahveh, recobra mi alma, sálvame por tu amor (cf. Sal 5,5).

[41] Yo soy Yahvé, tu Dios (cf. Ex 20,2).

[42] Mi corazón se me revuelve por dentro a la vez que mis entrañas se estremecen (cf. Os 11,8).

[43] Llevaré a cabo todos mis deseos (cf. Is 46,10).