Catequesis
de Adviento
.
Las
2 venidas de Cristo
De las catequesis de san
Cirilo de Jerusalén (Catequesis, XV, ,1-3)
Anunciamos
la venida de Cristo, pero no una sola, sino también una segunda, mucho más
magnífica que la anterior. La primera llevaba consigo un significado de
sufrimiento; esta otra, en cambio, llevará la diadema del reino divino. Pues
casi todas las cosas son dobles en nuestro Señor Jesucristo. Doble es su
nacimiento: uno, de Dios, desde toda la eternidad; otro, de la Virgen, en la
plenitud de los tiempos. Es doble también su descenso: el primero, silencioso,
como la lluvia sobre el vellón; el otro, manifiesto, todavía futuro. En la
primera venida fue envuelto con fajas en el pesebre; en la segunda se revestirá
de luz como vestidura. En la primera soportó la cruz, sin miedo a la ignominia;
en la otra vendrá glorificado, y escoltado por un ejército de ángeles.
No
pensamos, pues, tan sólo en la venida pasada; esperamos también la futura. Y
habiendo proclamado en la primera: Bendito el que viene en nombre del Señor,
diremos eso mismo en la segunda; y, saliendo al encuentro del Señor con los
ángeles, aclamaremos, adorándolo: Bendito el que viene en nombre del Señor.
El
Salvador vendrá, no para ser de nuevo juzgado, sino para llamar a su tribunal a
aquellos por quienes fue llevado a juicio. Aquel que antes, mientras era
juzgado, guardó silencio refrescará la memoria de los malhechores que osaron
insultarle cuando estaba en la cruz, y les dirá: Esto hicisteis y yo callé.
Entonces,
por razones de su clemente providencia, vino a enseñar a los hombres con suave
persuasión; en esa otra ocasión, futura, lo quieran o no, los hombres tendrán
que someterse necesariamente a su reinado.
De
ambas venidas habla el profeta Malaquías: De pronto entrará en el santuario
el Señor a quien vosotros buscáis. He ahí la primera venida.
Respecto
a la otra, dice así: El mensajero de la alianza que vosotros deseáis:
miradlo entrar, dice el Señor de los ejércitos. ¿Quién podrá resistir
el día de su venida? ¿Quién quedará en pie cuando aparezca? Será un fuego
de fundidor, una lejía de lavandero: se sentará como un fundidor que refina la
plata.
Escribiendo
a Tito, también Pablo habla de esas dos venidas, en estos términos: Ha
aparecido la gracia de Dios que trae la salvación para todos los hombres;
enseñándonos a renunciar a la impiedad y a los deseos mundanos, y a llevar ya
desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que
esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo.
Ahí expresa su primera venida, dando gracias por ella; pero también la
segunda, la que esperamos.
Por
esa razón, en nuestra profesión de fe, tal como la hemos recibido por
tradición, decimos que creemos en aquel que subió al cielo, y está sentado
a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y
muertos, y su reino no tendrá fin. Vendrá, pues, desde los cielos, nuestro
Señor Jesucristo. Vendrá ciertamente hacia el fin de este mundo, en el último
día, con gloria. Se realizará entonces la consumación de este mundo, y este
mundo, que fue creado al principio, será otra vez renovado.
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* *
Sobre
el tiempo de Adviento
De las cartas de san Carlos Borromeo (Acta Ecclesiae Mediolanensis, II, 916-917)
Ha
llegado, amadísimos hermanos, aquel tiempo tan importante y solemne, que, como
dice el Espíritu Santo, es tiempo favorable, día de la salvación, de la paz y
de la reconciliación; el tiempo que tan ardientemente desearon los patriarcas y
profetas y que fue objeto de tantos suspiros y anhelos; el tiempo que Simeón
vio lleno de alegría, que la Iglesia celebra solemnemente y que también
nosotros debemos vivir en todo momento con fervor, alabando y dando gracias al
Padre eterno por la misericordia que en este misterio nos ha manifestado. El
Padre, por su inmenso amor hacia nosotros, pecadores, nos envió a su Hijo
único, para librarnos de la tiranía y del poder del demonio, invitarnos al
cielo e introducirnos en lo más profundo de los misterios de su reino,
manifestarnos la verdad, enseñarnos la honestidad de costumbres, comunicarnos
el germen de las virtudes, enriquecernos con los tesoros de su gracia y hacernos
sus hijos adoptivos y herederos de la vida eterna.
La
Iglesia celebra cada año el misterio de este amor tan grande hacia nosotros,
exhortándonos a tenerlo siempre presente. A la vez nos enseña que la venida de
Cristo no sólo aprovechó a los que vivían en el tiempo del Salvador, sino que
su eficacia continúa, y aún hoy se nos comunica si queremos recibir, mediante
la fe y los sacramentos, la gracia que él nos prometió, y si ordenamos nuestra
conducta conforme a sus mandamientos.
La
Iglesia desea vivamente hacernos comprender que así como Cristo vino una vez al
mundo en la carne, de la misma manera está dispuesto a volver en cualquier
momento, para habitar espiritualmente en nuestra alma con la abundancia de sus
gracias, si nosotros, por nuestra parte, quitamos todo obstáculo.
Por
eso, durante este tiempo, la Iglesia, como madre amantísima y celosísimo de
nuestra salvación, nos enseña, a través de himnos, cánticos y otras palabras
del Espíritu Santo y de diversos ritos, a recibir convenientemente y con un
corazón agradecido este beneficio tan grande, a enriquecernos con su fruto y a
preparar nuestra alma para la venida de nuestro Señor Jesucristo con tanta
solicitud como si hubiera él de venir nuevamente al mundo. No de otra manera
nos lo enseñaron con sus palabras y ejemplos los patriarcas del antiguo
Testamento para que en ello los imitáramos.
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* *
¡Qué
admirable intercambio!
De los sermones de san Gregorio Nacianceno
(Homilías, XLV, 9.22.26.28)
El
Hijo de Dios en persona, aquel que existe desde toda la eternidad, aquel que es
invisible, incomprensible, incorpóreo, principio de principio, luz de luz,
fuente de vida e inmortalidad, expresión del supremo arquetipo, sello
inmutable, imagen fidelísima, palabra y pensamiento del Padre, él mismo viene
en ayuda de la criatura, que es su imagen: por amor del hombre se hace hombre,
por amor a mi alma se une a un alma intelectual, para purificar a aquellos a
quienes se ha hecho semejante, asumiendo todo lo humano, excepto el pecado. Fue
concebido en el seno de la Virgen, previamente purificada en su cuerpo y en su
alma por el Espíritu (ya que convenía honrar el hecho de la generación,
destacando al mismo tiempo la preeminencia de la virginidad); y así, siendo
Dios, nació con la naturaleza humana que había asumido, y unió en su persona
dos cosas entre sí contrarias, a saber, la carne y el espíritu, de las cuales
una confirió la divinidad, otra la recibió.
Enriquece
a los demás, haciéndose pobre él mismo, ya que acepta la pobreza de mi
condición humana para que yo pueda conseguir las riquezas de su divinidad.
Él,
que posee en todo la plenitud, se anonada a sí mismo, ya que, por un tiempo, se
priva de su gloria, para que yo pueda ser partícipe de su plenitud.
¿Qué
son estas riquezas de su bondad? ¿Qué es este misterio en favor mío? Yo
recibí la imagen divina, mas no supe conservarla. Ahora él asume mi condición
humana, para salvar aquella imagen y dar la inmortalidad a esta condición mía;
establece con nosotros un segundo consorcio mucho más admirable que el primero.
Convenía
que la naturaleza humana fuera santificada mediante la asunción de esta
humanidad por Dios; así, superado el tirano por una fuerza superior, el mismo
Dios nos concedería de nuevo la liberación y nos llamaría a sí por
mediación del Hijo. Todo ello para gloria del Padre, a la cual vemos que
subordina siempre el Hijo toda su actuación.
El
buen Pastor que dio su vida por las ovejas salió en busca de la oveja
descarriada, por los montes y collados donde sacrificábamos a los ídolos;
halló a la oveja descarriada y, una vez hallada, la tomó sobre sus hombros,
los mismos que cargaron con la cruz, y la condujo así a la vida celestial.
A
aquella primera lámpara, que fue el Precursor, sigue esta luz clarísima; a la
voz, sigue la Palabra; al amigo del esposo, el esposo mismo, que prepara para el
Señor un pueblo bien dispuesto, predisponiéndolo para el Espíritu con la
previa purificación del agua.
Fue
necesario que Dios se hiciera hombre y muriera, para que nosotros tuviéramos
vida. Hemos muerto con él, para ser purificados; hemos resucitado con él,
porque con él hemos muerto; hemos sido glorificados con él, porque con él
hemos resucitado.
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Vendrá
a nosotros la Palabra de Dios
De los sermones de san Bernardo
(Homilías, V, 1-3)
Sabemos
de una triple venida del Señor. Además de la primera y de la última, hay una
venida intermedia. Aquellas son visibles, pero ésta no. En la primera, el
Señor se manifestó en la tierra y convivió con los hombres, cuando, como
atestigua él mismo, lo vieron y lo odiaron. En la última, todos verán la
salvación de Dios y mirarán al que traspasaron. La intermedia, en cambio,
es oculta, y en ella sólo los elegidos ven al Señor en lo más íntimo de sí
mismos, y así sus almas se salvan. De manera que, en la primera venida, el
Señor vino en carne y debilidad; en esta segunda, en espíritu y poder; y, en
la última, en gloria y majestad.
Esta
venida intermedia es como una senda por la que se pasa de la primera a la
última: en la primera, Cristo fue nuestra redención; en la última, aparecerá
como nuestra vida; en ésta, es nuestro descanso y nuestro consuelo.
Y
para que nadie piense que es pura invención lo que estamos diciendo de esta
venida intermedia, oídle a él mismo: El que me ama (nos dice) guardará
mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él. He leído en otra
parte: El que teme a Dios obrará el bien; pero pienso que se dice algo
más del que ama, porque éste guardará su palabra. ¿Y dónde va a guardarla?
En el corazón, sin duda alguna, como dice el profeta: En mi corazón escondo
tus consignas, así no pecaré contra ti.
Así
es cómo has de cumplir la palabra de Dios, porque son dichosos los que la
cumplen. Es como si la palabra de Dios tuviera que pasar a las entrañas de
tu alma, a tus afectos y a tu conducta. Haz del bien tu comida, y tu alma
disfrutará con este alimento sustancioso. Y no te olvides de comer tu pan, no
sea que tu corazón se vuelva árido: por el contrario, que tu alma rebose
completamente satisfecha.
Si
es así como guardas la palabra de Dios, no cabe duda que ella te guardará a
ti. El Hijo vendrá a ti en compañía del Padre, vendrá el gran Profeta, que
renovará Jerusalén, el que lo hace todo nuevo. Tal será la eficacia de esta
venida, que nosotros, que somos imagen del hombre terreno, seremos también
imagen del hombre celestial. Y así como el viejo Adán se difundió por
toda la humanidad y ocupó al hombre entero, así es ahora preciso que Cristo lo
posea todo, porque él lo creó todo, lo redimió todo, y lo glorificará todo.
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Vigilad,
pues vendrá de nuevo
De los comentarios de san Efrén (Diatesarion, XVIII, 15-17)
Para
atajar toda pregunta de sus discípulos sobre el momento de su venida, Cristo
dijo: Esa hora nadie la sabe, ni los ángeles ni el Hijo. No os toca a
vosotros conocer los tiempos y las fechas. Quiso ocultarnos esto para que
permanezcamos en vela y para que cada uno de nosotros pueda pensar que ese
acontecimiento se producirá durante su vida. Si el tiempo de su venida hubiera
sido revelado, vano sería su advenimiento, y las naciones y siglos en que se
producirá ya no lo desearían. Ha dicho muy claramente que vendrá, pero sin
precisar en qué momento. Así todas las generaciones y todas las épocas lo
esperan ardientemente.
Aunque
el Señor haya dado a conocer las señales de su venida, no se advierte con
claridad el término de las mismas, pues, sometidas a un cambio constante, estas
señales han aparecido y han pasado ya; más aún, continúan todavía. La
última venida del Señor, en efecto, será semejante a la primera. Pues, del
mismo modo que los justos y los profetas lo deseaban, porque creían que
aparecería en su tiempo, así también cada uno de los fieles de hoy desea
recibirlo en su propio tiempo, por cuanto que Cristo no ha revelado el día de
su aparición. Y no lo ha revelado para que nadie piense que él, dominador de
la duración y del tiempo, está sometido a alguna necesidad o a alguna hora. Lo
que el mismo Señor ha establecido, ¿cómo podría ocultársele, siendo así
que él mismo ha detallado las señales de su venida? Ha puesto de relieve esas
señales para que, desde entonces, todos los pueblos y todas las épocas
pensaran que el advenimiento de Cristo se realizaría en su propio tiempo.
Velad,
pues cuando el cuerpo duerme, es la naturaleza quien nos domina; y nuestra
actividad entonces no está dirigida por la voluntad, sino por los impulsos de
la naturaleza. Y cuando reina sobre el alma un pesado sopor (por ejemplo, la
pusilanimidad o la melancolía), es el enemigo quien domina al alma y la
conduce contra su propio gusto. Se adueña del cuerpo la fuerza de la
naturaleza, y del alma el enemigo.
Por
eso ha hablado nuestro Señor de la vigilancia del alma y del cuerpo, para que
el cuerpo no caiga en un pesado sopor ni el alma en el entorpecimiento y el
temor, como dice la Escritura: Sacudíos la modorra, como es razón; y
también: Me he levantado y estoy contigo; y todavía: No os
acobardéis. Por todo ello, nosotros, encargados de este ministerio, no
nos acobardamos.
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* *
El
deseo de contemplar a Dios
De los tratados de san Anselmo
(Proslogion, I)
Ea,
hombrecillo, deja un momento tus ocupaciones habituales; entra un instante en ti
mismo, lejos del tumulto de tus pensamientos. Arroja fuera de ti las
preocupaciones agobiantes; aparta de ti tus inquietudes trabajosas. Dedícate
algún rato a Dios y descansa siquiera un momento en su presencia. Entra en el
aposento de tu alma; excluye todo, excepto Dios y lo que pueda ayudarte para
buscarle; y así, cerradas todas las puertas, ve en pos de él. Di, pues, alma
mía, di a Dios: "Busco tu rostro; Señor, anhelo ver tu rostro".
Y
ahora, Señor, mi Dios, enseña a mi corazón dónde y cómo buscarte, dónde y
cómo encontrarte.
Señor,
si no estás aquí, ¿dónde te buscaré, estando ausente? Si estás por
doquier, ¿cómo no descubro tu presencia? Cierto es que habitas en una claridad
inaccesible. Pero ¿dónde se halla esa inaccesible claridad?, ¿cómo me
acercaré a ella? ¿Quién me conducirá hasta ahí para verte en ella? Y luego,
¿con qué señales, bajo qué rasgo te buscaré? Nunca jamás te vi, Señor,
Dios mío; no conozco tu rostro.
¿Qué
hará, altísimo Señor, éste tu desterrado tan lejos de ti? ¿Qué hará tu
servidor, ansioso de tu amor, y tan lejos de tu rostro? Anhela verte, y tu
rostro está muy lejos de él. Desea acercarse a ti, y tu morada es inaccesible.
Arde en el deseo de encontrarte, e ignora dónde vives. No suspira más que por
ti, y jamás ha visto tu rostro.
Señor,
tú eres mi Dios, mi dueño, y con todo, nunca te vi. Tú me has creado y
renovado, me has concedido todos los bienes que poseo, y aún no te conozco. Me
creaste, en fin, para verte, y todavía nada he hecho de aquello para lo que fui
creado.
Entonces,
Señor, ¿hasta cuándo? ¿Hasta cuándo te olvidarás de nosotros, apartando de
nosotros tu rostro? ¿Cuándo, por fin, nos mirarás y escucharás? ¿Cuándo
llenarás de luz nuestros ojos y nos mostrarás tu rostro? ¿Cuándo volverás a
nosotros?
Míranos,
Señor; escúchanos, ilumínanos, muéstrate a nosotros. Manifiéstanos de nuevo
tu presencia para que todo nos vaya bien; sin eso todo será malo. Ten piedad de
nuestros trabajos y esfuerzos para llegar a ti, porque sin ti nada podemos.
Enséñame
a buscarte y muéstrate a quien te busca; porque no puedo ir en tu busca a menos
que tú me enseñes, y no puedo encontrarte si tú no te manifiestas. Deseando
te buscaré, buscando te desearé, amando te hallaré y hallándote te amaré.
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La
esperanza nos sostiene
De los tratados de san Cipriano (Sobre la Paciencia, 13-15)
Es
saludable aviso del Señor, nuestro maestro, que el que persevere hasta el final
se salvará. Y también este otro: Si os mantenéis en mi palabra, seréis de
verdad discípulos míos; conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.
Hemos
de tener paciencia, y perseverar, hermanos queridos, para que, después de haber
sido admitidos a la esperanza de la verdad y de la libertad, podamos alcanzar la
verdad y la libertad mismas. Porque el que seamos cristianos es por la fe y la
esperanza; pero es necesaria la paciencia, para que esta fe y esta esperanza
lleguen a dar su fruto.
Pues
no vamos en pos de una gloria presente; buscamos la futura, conforme a la
advertencia del apóstol Pablo cuando dice: En esperanza fuimos salvados. Y una
esperanza que se ve ya no es esperanza. ¿Cómo seguirá esperando uno aquello
que se ve? Cuando esperamos lo que no vemos, aguardamos con perseverancia. Así
pues, la esperanza y la paciencia nos son necesarias para completar en nosotros
lo que hemos empezado a ser, y para conseguir, por concesión de Dios, lo que
creemos y esperamos.
En
otra ocasión, el mismo Apóstol recomienda a los justos que obran el bien y
guardan sus tesoros en el cielo, para obtener el ciento por uno, que tengan
paciencia, diciendo: Mientras tenemos ocasión, trabajemos por el bien de todos,
especialmente por el de la familia de la fe. No nos cansemos de hacer el bien,
que, si no desmayamos, a su tiempo cosecharemos.
Estas
palabras exhortan a que nadie, por impaciencia, decaiga en el bien obrar o,
solicitado y vencido por la tentación, renuncie en medio de su brillante
carrera, echando así a perder el fruto de lo ganado, por dejar sin terminar lo
que empezó.
En
fin, cuando el Apóstol habla de la caridad, une inseparablemente con ella la
constancia y la paciencia: La caridad es paciente, afable; no tiene envidia; no
presume ni se engríe; no es mal educada ni egoísta; no se irrita, no lleva
cuentas del mal; disculpa sin limites, cree sin limites, espera sin límites,
aguanta sin límites. Indica, pues, que la caridad puede permanecer, porque es
capaz de sufrirlo todo.
Y
en otro pasaje escribe: Sobrellevaos mutuamente con amor; esforzaos en mantener
la unidad del Espíritu, con el vinculo de la paz. Con esto enseña que no puede
conservarse ni la unidad ni la paz si no se ayudan mutuamente los hermanos y no
mantienen el vínculo de la unidad, con auxilio de la paciencia.
*
* *
Una
voz grita en el desierto
De los comentarios de Eusebio de
Cesarea (Sobre Isaías, XL)
Una
voz grita en el desierto: Preparad un camino al Señor, allanad una calzada
para nuestro Dios.
El profeta declara
abiertamente que su vaticinio no ha de realizarse en Jerusalén, sino en el
desierto; a saber, que se manifestará la gloria del Señor, y la salvación de
Dios llegará a conocimiento de todos los hombres.
Y
todo esto, de acuerdo con la historia y a la letra, se cumplió precisamente
cuando Juan Bautista predicó el advenimiento salvador de Dios en el desierto
del Jordán, donde la salvación de Dios se dejó ver. Pues Cristo y su gloria
se pusieron de manifiesto para todos cuando, una vez bautizado, se abrieron los
cielos y el Espíritu Santo descendió en forma de paloma y se posó sobre él,
mientras se oía la voz del Padre que daba testimonio de su Hijo: Éste
es mi Hijo, el amado; escuchadlo.
Todo
esto se decía porque Dios había de presentarse en el desierto, impracticable e
inaccesible desde siempre. Se trataba, en efecto, de todas las gentes privadas
del conocimiento de Dios, con las que no pudieron entrar en contacto los justos
de Dios y los profetas.
Por
este motivo, aquella voz manda preparar un camino para la Palabra de Dios, así
como allanar sus obstáculos y asperezas,
para que cuando venga nuestro Dios pueda
caminar sin dificultad. Preparad un camino al Señor: se trata de la
predicación evangélica y de la nueva consolación, con el deseo de que la
salvación de Dios llegue a conocimiento de todos los hombres.
Súbete
a un monte elevado, heraldo de Sión; alza fuerte la voz,heraldo de Jerusalén.
Estas expresiones de los antiguos
profetas encajan muy bien y se refieren con oportunidad a los evangelistas:
ellas anuncian el advenimiento de Dios a los hombres, después de haberse
hablado de la voz que grita en el desierto. Pues a la profecía de Juan Bautista
sigue coherentemente la mención de los evangelistas.
¿Cuál
es esta Sión sino aquella misma que antes se llamaba Jerusalén? Y ella misma
era aquel monte al que la Escritura se refiere cuando dice: El monte Sión
donde pusiste tu morada; y el apóstol: Os habéis acercado al monte
Sión. ¿Acaso de esta forma se estará aludiendo al coro apostólico,
escogido de entre el primitivo pueblo de la circuncisión?
Y
esta Sión y Jerusalén es la que recibió la salvación de Dios, la misma que a
su vez se yergue sublime sobre el monte de Dios, es decir, sobre su Verbo
unigénito: a la cual Dios manda que, una vez ascendida la sublime cumbre,
anuncie la palabra de salvación. ¿Y quién es el que evangeliza sino el coro
apostólico? ¿Y qué es evangelizar? Predicar a todos los hombres, y en primer
lugar a las ciudades de Judá, que Cristo ha venido a la tierra.
*
* *
Dios
nos ha hablado en Cristo
De los tratados de san Juan de la
Cruz (Subida al monte Carmelo, II, 22, 3-4)
La
principal causa por la cual en la ley antigua eran lícitas las preguntas que se
hacían a Dios, y convenía que los profetas y sacerdotes quisiesen visiones y
revelaciones de Dios, era porque entonces no estaba aún fundada la fe ni
establecida la ley evangélica; y así, era menester que preguntasen a Dios y
que él hablase, ahora por palabras, ahora por visiones y revelaciones, ahora en
figuras y semejanzas, ahora en otras muchas maneras de significaciones. Porque
todo lo que respondía y hablaba y obraba y revelaba eran misterios de nuestra
fe y cosas tocantes a ella o enderezadas a ella. Pero ya que está fundada la fe
en Cristo y manifiesta la ley evangélica en esta era de gracia, no hay para
qué preguntarle de aquella manera, ni para qué él hable ya ni responda como
entonces.
Porque
en darnos, como nos dio, a su Hijo (que es una Palabra suya, que no tiene otra),
todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que
hablar.
Y
éste es el sentido de aquella autoridad, con que san Pablo quiere inducir a los
hebreos a que se aparten de aquellos modos primeros y tratos con Dios de la ley
de Moisés, y pongan los ojos en Cristo solamente, diciendo: Lo
que antiguamente habló Dios en los profetas a nuestros padres de muchos modos y
maneras, ahora a la postre, en estos días, nos lo ha hablado en el Hijo, todo
de una vez.
En
lo cual da a entender el Apóstol, que Dios ha quedado ya
como mudo, y no tiene más que hablar, porque lo que
hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado en él todo, dándonos
el todo, que es su Hijo.
Por
lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios o querer alguna visión o
revelación; no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no
poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra cosa o novedad. Porque
le podría responder Dios de esta manera: «Si te tengo ya hablado todas las
cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra cosa que te pueda revelar o
responder que sea más que eso, pon los ojos sólo en él; porque en él te lo
tengo puesto todo y dicho y revelado, y hallarás en él aún más de lo que
pides y deseas.
Porque
desde el día que bajé con mi espíritu sobre él en el monte Tabor, diciendo: Éste
es mi amado Hijo en que me he complacido; a él oíd, ya alcé yo la
mano de todas esas maneras de enseñanzas y respuestas, y se la di a él; oídle
a él, porque yo no tengo más fe que revelar, más cosas que manifestar. Que si
antes hablaba, era prometiéndoos a Cristo; y si me preguntaban, eran las
preguntas encaminadas a la petición y esperanza de Cristo, en que habían de hallar
todo bien, como ahora lo da a entender toda la doctrina de los evangelistas y
apóstoles».
*
* *
Las
promesas de Dios en su Hijo
De los comentarios de san Agustín
(Comentario a los Salmos, CIX, 1-3)
Dios
estableció el tiempo de sus promesas y el momento de su cumplimiento. El
período de las promesas se extiende desde los profetas hasta Juan Bautista. El
del cumplimiento, desde éste hasta el fin de los tiempos.
Fiel
es Dios, que se ha constituido en deudor nuestro, no
porque haya recibido nada de nosotros; sino por lo mucho
que nos ha prometido. La promesa le pareció poco, incluso; por eso, quiso
obligarse mediante escritura, haciéndonos, por decirlo así, un documento de
sus promesas para que, cuando empezara a cumplir lo que prometió, viésemos en
el escrito el orden sucesivo de su cumplimiento.
El tiempo profético era, como he dicho muchas veces, el del anuncio de las
promesas.
Prometió
la salud eterna, la vida bienaventurada en la compañía eterna de los ángeles,
la herencia inmarcesible, la gloria eterna, la dulzura de su rostro, la casa de
su santidad en los cielos y la liberación del miedo a la muerte,
gracias a la resurrección de los muertos. Esta última es como su promesa
final, a la cual se enderezan todos nuestros esfuerzos y que, una vez alcanzada,
hará que no deseemos ni busquemos ya cosa alguna. Pero tampoco silenció en
qué orden va a suceder todo lo relativo al final, sino que lo ha anunciado y
prometido.
Prometió
a los hombres la divinidad, a los mortales la inmortalidad,
a los pecadores la justificación, a los miserables la glorificación.
Sin
embargo, hermanos, como a los hombres les parecía increíble lo prometido por
Dios -a saber, que los hombres habían de igualarse a los ángeles de Dios,
saliendo de esta mortalidad, corrupción, bajeza, debilidad, polvo y ceniza-, no
sólo entregó la escritura a los hombres para que creyesen,
sino que también puso un mediador de su fidelidad. Y no a cualquier príncipe,
o a un ángel o arcángel, sino a su Hijo
único. Por medio de éste había de mostrarnos y ofrecernos
el camino por donde nos llevaría al fin prometido.
Poco
hubiera sido para Dios haber hecho a su Hijo manifestador del camino. Por
eso, le hizo camino, para que, bajo su guía, pudieras caminar por él.
Debía,
pues, ser anunciado el unigénito Hijo de Dios en todos sus detalles: en que
había de venir a los hombres y asumir lo humano, y, por lo asumido, ser hombre,
morir y resucitar, subir al cielo, sentarse a la derecha del Padre y cumplir
entre las gentes lo que prometió. Y después del cumplimiento de sus promesas,
también cumpliría su anuncio de una segunda venida, para pedir cuentas de sus
dones, discernir los vasos de ira de los de misericordia, y dar a los impíos
las penas con que amenazó, y a los justos los premios que ofreció.
Todo
esto debió ser profetizado, anunciado, encomiado como venidero, para que no
asustase si acontecía de repente, sino que fuera esperado porque primero fue
creído.
*
* *
El
amor desea ver a Dios
De los sermones de san Pedro Crisólogo
(Homilías, CXLVII)
Al
ver Dios que el temor arruinaba el mundo, trató inmediatamente de volverlo a
llamar con amor, de invitarlo con su gracia, de sostenerlo con su caridad, de
vinculárselo con su afecto.
Por
eso purificó la tierra, afincada en el mal, con un diluvio vengador, y llamó a
Noé padre de la nueva generación, persuadiéndolo con suaves palabras,
ofreciéndole una confianza familiar, al mismo tiempo que lo instruía
piadosamente sobre el presente y lo consolaba con su gracia, respecto al futuro.
Y no le dio ya órdenes, sino que con el esfuerzo de su colaboración encerró
en el arca las criaturas de todo el mundo, de manera que el amor que
surgía de esta colaboración acabase con el temor de la servidumbre, y se
conservara con el amor común lo que se había salvado con el común esfuerzo.
Por
eso también llamó a Abraham de entre los gentiles, engrandeció su nombre, lo
hizo padre de la fe, lo acompañó en el camino, lo protegió entre los
extraños, le otorgó riquezas, lo honró con triunfos, se le obligó con
promesas, lo libró de injurias, se hizo su huésped bondadoso, lo glorificó
con una descendencia de la que ya desesperaba; todo ello para que, rebosante de
tantos bienes, seducido por tamaña dulzura de la caridad divina, aprendiera a
amar a Dios y no a temerlo, a venerarlo con amor y no con temor.
Por
eso también consoló en sueños a Jacob en su huída, y a su regreso lo incitó
a combatir y lo retuvo con el abrazo del luchador; para que amase al padre de
aquel combate, y no lo temiese.
Y
así mismo interpeló a Moisés en su lengua vernácula, le habló con paterna
caridad y le invitó a ser el liberador de su pueblo.
Pero
así que la llama del amor divino prendió en los corazones humanos y toda la
ebriedad del amor de Dios se derramó sobre los humanos sentidos, satisfecho el
espíritu por todo lo que hemos recordado, los hombres comenzaron a querer
contemplar a Dios con sus ojos carnales.
Pero
la angosta mirada humana ¿cómo iba a poder abarcar a Dios, al que no abarca
todo el mundo creado? La exigencia del amor no atiende a lo que va a ser, o a lo
que debe o puede ser. El amor ignora el juicio, carece de razón, no conoce la
medida. El amor no se aquieta ante lo imposible, no se remedia con la
dificultad.
El
amor es capaz de matar al amante si no puede alcanzar lo deseado; va a donde
se siente arrastrado, no a donde debe ir. El
amor engendra el deseo, se crece con el ardor y, por el ardor, tiende a lo
inalcanzable. ¿Y qué más. El
amor no puede quedarse sin ver lo que ama: por eso los santos tuvieron en poco
todos sus merecimientos, si no iban a poder ver a Dios.
Moisés
se atreve por ello a decir: Si he
obtenido tu favor, enséñame tu gloria. Y
otro dice también: Déjame. ver tu figura. Incluso
los mismos gentiles modelaron sus ídolos
para poder contemplar con sus propios ojos lo que veneraban en medio errores.
*
* *
Eva
y María
De los tratados de san Ireneo (Contra las Herejías, V, 19, 1)
El
Señor vino y se manifestó en una verdadera condición humana que lo sostenía,
siendo a su vez ésta su humanidad sostenida por él, y, mediante la obediencia
en el árbol de la cruz, llevó a cabo la expiación de la desobediencia
cometida en otro árbol, al mismo tiempo que liquidaba las consecuencias de
aquella seducción con la que había sido vilmente engañada la virgen Eva, ya
destinada a un hombre, gracias a la verdad que el ángel evangelizó a la Virgen
María, prometida también a un hombre.
Pues
de la misma manera que Eva, seducida por las palabras del diablo, se apartó de
Dios, desobedeciendo su mandato, así María fue evangelizada por las palabras
del ángel, para llevar a Dios en su seno, gracias a la obediencia a
su palabra. Y si aquélla se dejó seducir para desobedecer a Dios, ésta se
dejó persuadir a obedecerle, que la Virgen María se convirtió en abogada de
la virgen Eva.
Así,
al recapitular todas las cosas, Cristo fue constituido cabeza, pues declaró la
guerra a nuestro enemigo, derrotó al que en un principio, por medio de Adán,
nos había hecho prisioneros, y quebrantó su cabeza, como encontramos dicho por
Dios a la serpiente en el Génesis: Establezco
hostilidades entre t¡ y la mujer, entre tu estirpe y la suya; ella te
herirá en la cabeza, cuando tú la hieras.
Con
estas palabras, se proclama de antemano que aquel que había de nacer de una
doncella y ser semejante a Adán habría de quebrantar la cabeza de la
serpiente. Y esta descendencia es aquella misma de la que habla el Apóstol en
su carta a los Gálatas: La ley se añadió hasta que llegara el descendiente
beneficiario de la promesa.
Y
lo expresa aún con más claridad en otro lugar de la misma carta, cuando dice: Pero
cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer. Pues
el enemigo no hubiese sido derrotado con justicia si su vencedor no hubiese sido
un hombre nacido de mujer. Ya que por una mejer el enemigo había dominado desde
el principio al hombre, poniéndose en contra de él.
Por
esta razón el mismo Señor se confiesa Hijo del hombre, y recapitula en sí
mismo a aquel hombre primordial del que se hizo aquella forma de mujer: para que
así como nuestra raza descendió a la muerte a causa de un hombre vencido,
ascendamos del mismo modo a la vida gracias a un hombre vencedor.
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* *
María
y la Iglesia
De los sermones del beato
Isaac de Stella (Homilías, LI)
El
Hijo de Dios es el primogénito entre muchos hermanos, y, siendo por naturaleza
único, atrajo hacia sí muchos por la gracia, para que fuesen uno solo con él.
Pues da poder para ser hijos de Dios a cuantos lo reciben.
Así
pues, hecho hijo del hombre, hizo a muchos hijos de Dios. Atrajo a muchos hacia
sí, único como es por su caridad y su poder: y todos aquellos que por la
generación carnal son muchos, por la regeneración divina son uno solo con él.
Cristo
es, pues, uno, formando un todo la cabeza y el cuerpo: uno nacido del único
Dios en los cielos y de una única madre en la tierra; muchos hijos, a la vez
que un solo hijo.
Pues
así como la cabeza y los miembros son un hijo a la vez que muchos hijos,
asimismo María y la Iglesia son una madre y varias madres; una virgen y muchas
vírgenes.
Ambas
son madres, y ambas vírgenes; ambas conciben
sin voluptuosidad por obra del mismo Espíritu; dieron a luz sin pecado la
descendencia de Dios Padre. María, sin pecado alguno, dio a luz la cabeza del
cuerpo; la Iglesia, por la remisión de los pecados, dio a luz el cuerpo de la
cabeza. Ambas son la madre de Cristo, pero ninguna de ellas dio a luz al Cristo
total sin sin la otra.
Por
todo ello, en las Escrituras divinamente inspiradas, se entiende con razón como
dicho en singular de la virgen María lo que en términos universales se dice de
la virgen madre Iglesia, y se entiende como dicho de la virgen madre Iglesia en
general lo que en especial se dice de la virgen madre María; y lo mismo si se
habla de una de ellas que de la otra, lo dicho se entiende casi indiferente y
comúnmente como dicho de las dos.
También
se considera con razón a cada alma fiel como esposa del Verbo de Dios, madre de
Cristo, hija y hermana, virgen y madre fecunda. Todo lo cual la misma sabiduría
de Dios, que es el Verbo del Padre, lo dice universalmente de la Iglesia,
especialmente de María y singularmente de cada alma fiel.
Por
eso dice la Escritura: Y habitaré en la heredad del Señor. Heredad del
Señor que es universalmente la Iglesia, especialmente María y singularmente
cada alma fiel. En el tabernáculo del vientre de María habitó Cristo durante
nueve meses; hasta el fin del mundo, vivirá en el tabernáculo de la fe de la
Iglesia; y, por los siglos de los siglos, morará en el conocimiento y en el
amor del alma fiel.
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CONSUELO
LOZANO, Murcia, España
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