28 de Noviembre

Martes XXXIV Ordinario

Equipo de Liturgia
Mercabá, 28 noviembre 2023

a) Dan 2, 31-45

         El cap. 2 de Daniel es considerado frecuentemente por los exegetas como anterior a la redacción del libro en sí. Se le suele situar en la 1ª mitad del s. III a.C, y su idea principal es revelar el sentido de la historia dirigida por Dios y su fin último: la constitución de su reino sobre la tierra.

         Nabucodonosor II de Babilonia tuvo un sueño que sólo Daniel, entre todos los sabios, conoce. Y eso porque Dios se lo ha revelado, cumpliendo de antemano la palabra mesiánica: "Tú se lo has revelado a los pequeños y ocultado a los sabios" (vv.14-19).

         La estatua vista por Nabucodonosor II representa los reinos de la tierra que se sucedieron destruyéndose mutuamente. Son 4 en total, cifra simbólica que la Biblia utiliza frecuentemente para designar las fuerzas terrestres (Ez 1,5-18; 7,2; 10,9-21; 14,21; 37,9; Zac 2,1-2; 6,1-5; Am 1,3-4; Is 11-12; Jer 15,2-3).

         Esta lucha por el poder entre las potencias terrestres es causa de una incesante decadencia: el oro degenera en plata, después en bronce, después en hierro y en tierra cocida, hasta el punto de que basta una piedrecita para propinar a la estatua el golpecito demoledor.

         Este proceso regresivo es igualmente una idea muy del agrado de la Biblia: una historia dirigida en exclusiva por el hombre le conduce inevitablemente a la decadencia (Gn 3, 1-6, 12). En este caso, el pasaje de hoy se centra en la descripción de la piedrecita destructora (vv.34-35.44-45).

         Arrojada contra la estatua de los imperios humanos sin la intervención de mano alguna, la piedra es dirigida por el mismo Dios (v.34). El v. 45 precisa que dicha piedra se ha desprendido de una montaña, lo que puede ser también una manera de decir que proviene de Dios, ya que la montaña es con frecuencia un símbolo divino (Sal 35,7; 67,1; Is 14,13; Ex 3,1). La piedra se convierte, a su vez, en una gran montaña que "llena toda la tierra", a la manera de la gloria de Dios (Num 14,21; Is 6,3; Hab 2,14; Sal 71,19; Is 11,9; Sab 1,7).

         ¿Cuál es el significado de esa piedra? ¿Designa a un mesías personal o a todo el pueblo mesiánico? El AT ha hablado en repetidas ocasiones de una piedra en la economía de la salvación, y ha hecho de Dios una piedra de choque para las tribus de Israel (Is 8, 11-15) y una roca de salvación (Sal 17, 2-3), yendo la falta de un apoyo sobre ella hacia la ruina (Dt 32, 15).

         Este el texto de hoy esa piedra designaría a Dios, o más exactamente al monoteísmo yahvista opuesto a la idolatría (la estatua) de los grandes imperios, que se extienden rápidamente sobre toda la tierra. La perspectiva del autor no es, pues, directamente mesiánica, sino apologética (Dn 2,46-49; 3,24-30; 4,31-32; 6,26-29; 14,40-42).

         Sin embargo, la tradición ha dado al tema de la piedra una interpretación mesiánica, probablemente por influjo de otros textos del AT (Is 28,16-17; Zac 3,9; Sal 117,22) en los que la piedra designa claramente al mesías personal.

         La autentificación de esa interpretación mesiánica la ha realizado Lucas (Lc 20, 18), en ósmosis con los textos del AT (Is 8, 14; Sal 117-118, 22). Es imposible saber si este pasaje de Lucas hay que ponerlo en labios de Cristo, o si es más bien un proverbio forjado por la Iglesia primitiva para centrar en torno a la piedra los principales testimonios escriturísticos.

Maertens-Frisque

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         Daniel es el héroe poseedor de la sabiduría que Dios le comunica. Es el mensajero de Dios, y a través de él Dios explica la historia. Las circunstancias que acompañan a los judíos en los tiempos del libro de Daniel no son gratas: están dominados y, además, por una potencia enemiga de Dios. Por eso el autor tiene que alentarles con la esperanza.

         El sueño resulta ser lo más patético y trascendente que jamás se haya escrito. La estatua de pies de arcilla es una imagen hoy proverbial y de clara significación.

         Podríamos fijar la atención en los imperios que representan las diferentes partes de la estatua y hacer su historia. Pero será mejor que nos detengamos en la teología del sueño. O sea, que a pesar de toda su fuerza, los imperios se desploman uno después de otro, y al final una piedrezuela, a los ojos de los hombres insignificante, derriba todos los fundamentos humanos.

         A los judíos les era imprescindible que alguien les confortase con la esperanza de que su situación de esclavitud no podía ser, en modo alguno, duradera. Debido a ello se recurre a este sueño de significado histórico. ¡Qué importa que Nabucodonosor II de Babilonia hubiese sido un gran rey! Porque él ya pasó, igual que pasaron los imperios posteriores a él. Si esto se relata en forma de profecía, rasgo característico en la apocalíptica, la argumentación parece ser que todavía adquiere más vigor.

         Todo era claro para los que lo leían: pasó Nabucodonosor II, pasaron los medos y los persas, pasó Alejandro Magno y pasaron igualmente los seléucidas. O sea, que todo imperio terrenal es como un gigante de pies de arcilla que puede derrumbarse en cualquier momento. Pero el pueblo fiel a Dios no pasará jamás. Esto puede parecer una tesis exagerada para quien no tiene puesta su confianza en Dios, pero en lo que se refiere al fiel, la cuestión es muy clara.

         Antíoco IV de Siria, el nuevo gigante de pies de arcilla, también caerá. Daniel era un ejemplo de piedad. El que triunfa es él. La piedad es, pues, maestra de la vida y de la historia.

Josep Mas

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         Escuchamos hoy una parábola muy clara. Los imperios terrestres se creen muy sólidos, y todo en ellos es brillante y aparentemente rico, construido de oro, plata, bronce y hierro. Pero las piernas del coloso (la base) son de arcilla. Y bastaría una nadería, una piedrecita (por ejemplo), para que todos ellos se vengan abajo.

         Daniel, amparándose en esta parábola, apunta hacia un gobierno, el gobierno persecutor de Antíoco IV de Siria. Un gobierno que, de momento y aparentemente, triunfa. Pero del que Daniel ve su devenir.

         Más allá de los trastornos políticos, o en el corazón de los trastornos políticos, Dios interviene en la historia. Y el profeta, como en los demás libros de ese género (llamados apocalípticos), no establece una clara distinción entre los diversos planos, y para él todo está ligado y mezclado (la caída política de Antíoco IV, la independencia de su país, o la liberación definitiva del fin de los tiempos).

         Para nosotros, lo esencial es abrir nuestros corazones a la esperanza, venga lo que venga. Dios conduce la historia, y su plan avanza y tendrá éxito. Evoco el contexto histórico de hoy: "A ti, oh rey de reyes, el Señor del cielo ha dado reino, poder y gloria".

         Es Nabucodonosor II de Babilonia quien oye esas palabras. Él, que es un rey pagano, y que ha destruido y deportado a Israel, oye decir que es "conducido por Dios". Incluso cuando hace cosas aparentemente contrarias a Dios, continúa estando bajo su control y realiza sin saberlo los proyectos de Dios.

         Creo, Señor, que los acontecimientos de hoy están bajo tu control. Hago oración para descubrir mejor su sentido. Te pido, Señor, que me otorgues participar en tu plan del mundo. A través de mi vida, de mis responsabilidades ¿qué puedo hacer para que la historia avance hacia su término? ¿Hacia el Reino, hacia el éxito en Dios?

         Así es, pues "el Dios del cielo hará surgir un reino que jamás será destruido". La sucesión de los «reinos» terrestres prepara un Reino definitivo: el reino de Dios, que "está cerca, está entre vosotros".

         Estamos en los "últimos tiempos", y también yo puedo hacer que reine Dios sobre mi voluntad, sobre el rinconcito del universo, sobre el huequecito de la historia que depende de mí, sobre la piedrecita que viste desprenderse del monte, sin intervención de mano alguna y que redujo a polvo el hierro, el bronce, la arcilla, la plata y el oro.

Noel Quesson

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         La interpretación del sueño de Nabucodonosor II de Babilonia alude con los diversos metales (vv.31-35) a los diversos reinos que se han ido sucediendo, para el tiempo en que se escribe este libro. Un sueño que era una alegoría sobre la historia de los reinos terrenales, que se habían sucedido desde el Imperio Babilónico (oro) hasta la herencia de Alejandro III Magno (hierro) y su posterior dividisión entre los Láguidas (bronce) y Seléucidas (barro cocido).

         Esta composición mixta de los pies del coloso indica la rivalidad que separaba a los Láguidas y a los Seléucidas, al mismo tiempo que subraya la fragilidad del reino seléucida, que pretendía imponer su ley a Israel. Bastará con una piedrecita para derribarlo.

         De esta piedra se dice que se desprenderá de una montaña, "sin intervención de mano alguna". Este detalle indica que, sin que intervengan los hombres, el derrumbamiento de los imperios terrenos será obra de Dios, que "hará surgir un reino que jamás será destruido". De esta manera, el libro de Daniel demuestra ser una crítica radical de todos los regímenes totalitarios: sólo el reino de Dios, un reino de justicia y de paz, conseguirá la eternidad.

         Después de los reinos babilonio (vv.37-38), medo (v.39a), persa (v.39b) y griego (vv.40), al final de ellos se espera la aparición del reino de Dios, del "Dios de los cielos" (v.44) cuya piedra se desprende "sin ayuda de mano" (v.45) y "permanecerá para siempre" (v 44).

         La frase final ("el sueño es verdadero y cierta su interpretación"; v.45) no va dirigida tanto a Nabucodonosor II cuanto a los lectores, a los que el autor tiene presentes. Es un canto a la esperanza, de que el reino de Dios está cerca (como anunciará Jesús) y cuya pronta venida nos exhorta a pedir en el Padrenuestro.

         Tal vez los gobernantes de la tierra nos deslumbren y llenen de temor por su forma de actuar, tal vez violenta y destructora. Pero nada del poder temporal subsistirá para siempre, y algún día esos reinos quedarán reducidos como el polvo, que se desprende cuando se trilla el grano en el verano, o el viento se lo lleva sin dejar rastro.

         Sólo quien ama podrá convertirse en un signo de Aquel que es el amor y cuyo reino jamás será destruido ni siquiera por el poder del infierno. En Cristo, Dios nos ha revelado que su Reino ya ha llegado a nosotros.

José A. Martínez

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         Los hombres, como la estatua que soñó el rey Nabucodonosor II de Babilonia en el pasaje de hoy de Daniel, tenemos una inteligencia de oro (que nos permite conocer a Dios), un corazón de plata (con una inmensa capacidad de amar) y una fortaleza de hierro (que dan las virtudes). Pero los pies los tendremos siempre de barro, con la posibilidad de caer al suelo si olvidamos esta debilidad del fundamento humano (de la que, por otra parte, tenemos sobrada experiencia).

         Este conocimiento del frágil material que nos sostiene nos debe volver prudentes y humildes. Sólo quien es consciente de esta debilidad no se fiará de sí mismo y buscará la fortaleza en el Señor (en la oración diaria, en el espíritu de mortificación, o en la firmeza de la dirección espiritual). De esta forma, las propias fragilidades servirán para afianzar nuestra perseverancia, pues nos volverán más humildes y aumentarán nuestra confianza en la misericordia divina.

         Nos enseña el Concilio de Trento que, a pesar de haber recibido el bautismo, permanece en el alma la concupiscencia o fomes peccati, "que procede del pecado y al pecado inclina" (Sesión V). Tenemos los pies de barro, como esa estatua de la que habla el profeta Daniel. Y tenemos la experiencia del pecado, de la debilidad, de las propias flaquezas, patentes en la historia del mundo y en la vida personal de todos los hombres.

         Cada cristiano es como una vasija de barro (2Cor 4, 7) que contiene tesoros de valor inapreciable, pero por su misma naturaleza puede romperse con facilidad. La experiencia nos enseña que debemos quitar toda ocasión de pecado. En nuestra debilidad resplandece el poder divino, como medio insustituible para unirnos más al Señor y mirar con comprensión a nuestros hermanos. Pues como enseña San Agustín, "no hay falta o pecado que nosotros no podamos cometer".

         Si alguna vez fuera más agudo el conocimiento de nuestra debilidad, o de las tentaciones que nos arrecian, oiremos cómo el Señor nos dice también a nosotros como a San Pablo: "Te basta mi gracia, porque la fuerza resplandece en la flaqueza" (2Cor 12, 9-10). El Señor nos ha dado muchos medios para vencer.

Francisco Fernández

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         Dios premió la fidelidad de Daniel y sus compañeros con el don de la sabiduría. Daniel supo interpretar para el rey la visión de aquella gigantesca estatua que contenía en sí 4 etapas de la historia. Una visión que ninguno de los adivinos del rey había logrado descifrar.

         Con los elementos en grado decreciente (oro, plata, bronce, hierro) se describen simbólicamente 4 imperios sucesivos. El de oro es el del mismo Nabucodonosor II de Babilonia, el de los caldeos. Le seguirá uno de plata, el de los medos. Luego, otro de bronce, el de los persas. Y finalmente uno de hierro, el de los griegos, en el que se entretiene más, porque corresponde al de los seléucidas, con Antíoco IV de Siria (que es el que están padeciendo los judíos cuando se escribe el libro).

         Todos ellos se creen reinos sólidos, pero no lo son, pues la estatua "tiene los pies de barro". Y en el futuro aparecerá un reino misterioso, "suscitado por el Dios del cielo" y producido por "una piedra que se desprende sin intervención humana y choca contra la estatua de los pies de barro", a la que "destruirá, y acabará con todos los demás reinos, y él durará por siempre". Es la clave de la historia, con su sucesión de imperios y reinos, todos caducos aunque sus dirigentes se enorgullezcan de ellos.

         La misma historia humana se encarga de que los varios imperios sean derribados por el siguiente. Las causas pueden ser políticas, o económicas o militares (además de los aciertos y los defectos humanos). Pero aquí la historia de los 4 imperios (que, escrita unos siglos más tarde, ya se ve en perspectiva cumplida) se interpreta desde la visión de la fe, y anuncia la llegada de un reino procedente del cielo, el del Mesías.

         ¡Cuántos imperios e ideologías han ido cayendo, y siguen cayendo en nuestros tiempos, porque tenían los pies de barro! Esto nos hace más humildes a todos, y nos advierte de la tentación de poner demasiado entusiasmo en ninguna institución ni en ningún ídolo. Pues como dice sabiamente el Salmo 146: "No confiéis en los príncipes, seres de polvo que no pueden salvar. Exhalan el espíritu y vuelven al polvo: ese día perecen sus planes".

         Y lo mismo habría que decir de nosotros mismos, que también tenemos pies de barro y somos frágiles: no podemos confiar demasiado en nuestras propias fuerzas. La lectura de hoy nos da ánimos para que confiemos en ese reino universal de Cristo, que celebramos el domingo pasado y que da color a estos últimos días del año litúrgico y al próximo Adviento. Todo lo demás es caduco. Cristo, ayer, hoy y siempre, es siempre el mismo.

José Aldazábal

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         Con 5 palabras (oro, plata, bronce, hierro, barro) se describe en el libro de Daniel la estatua de Nabucodonosor II de Babilonia, y se señalan las etapas del Imperio Babilónico. Daniel nos las explica en el texto de hoy, con rasgos históricos y caminando hacia la crisis final del poderío humano (que sólo por gracia divina, renacerá de sus cenizas).

         Entre la fantasía y la historia, la descripción de la estatua y su interpretación es deslumbrante. Así son las etapas de todos los imperios humanos. Así es la cadena que nos sujeta a la realidad (grandiosa o triste) de nuestro acontecer. Menos mal que, al final, se abre la puerta a la esperanza de resurrección y vida.

         La interpretación que hace hoy Daniel de la Visión de la Estatua, que tuvo el rey Nabucodonosor II, es una relectura de la historia. El autor sagrado la realiza en el s. III a.C, contemplando a distancia lo que vino sucediendo en tierras de Babilonia y los sucesivos imperios que subyugaron Israel.

         La explicación de Daniel se presenta en perspectiva histórica-profética, como si el profeta estuviera intuyendo el futuro desde el s. VI a.C. Pero eso no deja de ser una recomposición de los hechos, para transmitir un mensaje espiritual. ¿Y qué mensaje de valor es ése? El que sugiere el profeta: todos los imperios tienen su momento de creación, de crecimiento, de esplendor, de crisis y de ruina. Todos son efímeros, y ninguno ofrece perspectivas de eternidad.

         Sin embargo, existe un reino uno que está escondido y que sí durará para siempre: el reino de Dios. En cualquiera de los reinados efímeros, y más aún en tiempos de crisis y ruina, hay que levantar la cabeza y mirar con esperanza, porque está acercándose a nosotros el reino de Dios (el que nunca cesará, el que ofrece constantemente un triunfo de la gracia sobre el pecado).

         Si queremos aplicarnos la lección, podemos preguntarnos desde ya mismo: ¿Cómo vemos los cristianos el momento final de nuestra historia? ¿Tenemos conciencia de que somos peregrinos, y de que vamos por la tierra hacia la casa del Padre? Los cristianos hemos de ver el final de nuestra historia (personal y colectiva) con la confianza que nos ofrece el sabernos hijos amados de Dios. Una confianza que se la debemos al Señor Jesús, nuestro camino, verdad y vida.

         Si echamos una mirada a la historia de las religiones, en todas encontraremos signos apocalípticos, misteriosos, deslumbrantes, y hasta demoledores, sobre el final de los tiempos. Sus rasgos dependen del carácter que en cada una de ellas reviste la personalidad de Dios, principio y árbitro de nuestra existencia mortal.

         Pero en ninguna encontraremos tan unidas, como lo está en la palabra de Jesús, los rasgos más importantes: la majestad de Dios y su cercanía a nosotros, el poder de Dios y su amor hacia nosotros, la fuerza creadora de Dios y la fuerza salvadora ofrecida a nosotros. Celebrémoslo con acción de gracias, mientras reflexionamos preocupados todos por la salvación de los hombres.

Dominicos de Madrid

b) Lc 21, 5-11