9 de Agosto

Miércoles XVIII Ordinario

Equipo de Liturgia
Mercabá, 9 agosto 2023

a) Núm 13, 1-2.25-14, 1.26-35

         La narración de hoy de Números da a conocer el motivo de la extraordinaria duración (40 años) de la travesía a través del desierto, en el camino hacia la Tierra Prometida. De hecho, la 1ª etapa del desierto (Sucot-Sinaí) se había realizado en apenas 3 meses, y en el Sinaí tan sólo estuvieron acampados 1 año. Y la última etapa del desierto (de Madián a Judá, a través de Moab y Edom) duró apenas 2 meses. Entonces, ¿por qué 40 años? El desierto fue el mejor espacio para la reflexión y formación de aquella muchedumbre desarraigada (de más de 600.000 hebreos), así como su organización en pueblo y estado nacional.

         Pero volvamos al texto, porque nos encontramos ya a las puertas de la Tierra Prometida, cuando el Éxodo (y sus desiertos) es ya algo del pasado, y ahora toca preparar la conquista del país cananeo, para obtener su posesión. Y aquí surgen las dificultades más fuertes.

         En 1º lugar se trata de dificultades naturales. La multitud que ha pasado a través del desierto no oculta su intención de apoderarse de un territorio para convertirlo en el lugar de su residencia perpetua. La impulsa el deseo y la necesidad de una tierra propia, que a sus ojos aparecen alimentados por una idea religiosa: Dios se la había prometido, y ahora se las da.

         Pero los habitantes del país no tienen ninguna intención de abandonarlo ni de compartirlo con los recién llegados, de modo que presentan toda la resistencia que pueden. La Tierra Prometida tendrá que ser conquistada; Israel lo sabe y se prepara.

         Hay que comenzar por trazar un plan de espionaje, y es preciso tener ideas exactas sobre el terreno por conquistar, sobre el carácter de sus habitantesy las fortificaciones con que cuentan (vv.1-3a). Con este objeto se mandan exploradores y espías, personas de confianza y hombres escogidos de entre los principales del pueblo (vv.3b-16).

         Los exploradores vuelven con un informe exacto, e informan sobre las excelencias de la tierra y de sus frutos, así como de las ciudades amuralladas y fuertes, pobladas por gentes valientes y de gran talla (vv.27-29). La comparación de esta realidad con la de los hijos de Israel es para desanimar al más optimista. Y aquí radica, según la tradición religiosa, la prueba de fuego de la fe del pueblo: ¿Es Dios o el pueblo quien salva? (v.30). Israel, a la hora de la verdad, opta por valorar más la miseria del grupo que la fuerza de Dios.

         En esta ocasión, algunos de los expedicionarios actúan como un lazo para el pueblo. Se dejan llevar por el aspecto material del problema y, dejando de lado la fe y la confianza en Dios, desacreditan la tierra que han explorado. El resultado será la desmoralización del pueblo y su marginación del campo estricto de la fe, que los llevará al fracaso más ruidoso y a tener que dejar los huesos en el desierto para dar paso a una savia nueva a la hora de poblar la tierra prometida. Es lo que veremos en la lectura de mañana.

Josep Aragonés

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         Una vez finalizada la exploración de la tierra que quieren conquistar (Núm 13), los israelitas deben determinar la estrategia que es preciso seguir (Núm 14). El informe de los exploradores es doble y contradictorio, pero las 2 relaciones coinciden en señalar una realidad: la tierra es muy buena (vv.7-8), pero difícil de conquistar (v.32).

         Uno de los informes, reconociendo las dificultades, subraya que hay que confiar en la protección de Dios, que es en definitiva quien lleva adelante la empresa del éxodo y que juzga (discierne) a los otros dioses. Las divinidades de los cananeos no pueden proteger a sus fieles, mientras que Dios está con Israel (v.19). La consigna de la fe es, pues, no temer a los enemigos y confiar en Dios: "El nos hará entrar en esa tierra y nos la dará" (v.8).

         Contra esta visión realista, pero iluminada de la fe, sostenida por una exigua minoría, se alza la opinión de la mayoría de los exploradores, que desacredita la tierra que han explorado; éstos parten de que la empresa de la conquista es responsabilidad exclusiva del pueblo y depende sólo de sus posibilidades. ¿Se trataba originariamente de una discusión religiosa o de un simple enfrentamiento entre dos tendencias a la hora de determinar la estrategia que convenía seguir?

         Lo cierto es que el autor del libro, sobre el esquema de unos hechos estilizados por la distancia de los siglos (dificultades de la conquista, pobreza de medios de Israel, azote de la peste y necesidad de una retirada, más o menos estratégica), teje una lección de teología para edificación y aviso de sus contemporáneos.

         Una vez más entra en juego el espíritu conciliador de Moisés. A través de una plegaria rebosante de confianza en la bondad de Dios, Moisés esgrime el argumento del honor de Dios: todos saben que Dios es un Dios fuerte, que sacó de Egipto a su pueblo (v.13), que lo ha sustentado en el desierto y habita en medio de ellos (v.14). Y si ahora lo extermina, los pueblos no lo entenderán y creerán que lo ha destruido en el desierto porque no ha podido llevarlo a la tierra prometida (vv.15-16).

         Dios es justo, y por eso castiga la iniquidad. Pero lo que le caracteriza no es precisamente la justicia, sino la misericordia: Dios es tardo a la ira y rico en misericordia. La bondad de Dios se traduce en la práctica, en una fidelidad inconmovible a la Alianza, pese a que el pueblo la quebranta a cada paso. Es realmente conmovedora la confianza de Moisés en la bondad de Dios, que le convierte en un atrevido consejero de Dios. El Éxodo fue la historia del pecado del pueblo y, al mismo tiempo, la del perdón de Dios. Al abismo de iniquidad del pueblo, Dios responde con la grandeza de su misericordia (v.29).

         Dios accede al ruego de su siervo (v.20), pero pronunciará la sentencia que obligará a Israel a vagar durante cuarenta años por el desierto (v.25).

Josep Aragonés

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         Leemos hoy una de las explicaciones de los 40 años de estancia hebrea por el desierto. Sin duda hubo razones naturales de ese largo plazo, pero en años posteriores, y reflexionando en la fe sobre ese hecho, se vio en ello un castigo: ninguno de los que murmuraron contra Dios podrá entrar en la Tierra Prometida. Toda la generación culpable morirá antes, y tan sólo los hijos podrán beneficiarse de las promesas. Jesús comparó, a menudo a los hombres de su tiempo a esta generación del desierto (Mt 12,39; Lc 11,29).

         Moisés envió a algunos hombres (uno por tribu) a explorar el país de Canaan, y al cabo de 40 días volvieron de explorar la tierra, haciendo una relación y mostrando los productos del país. Hoy, en Israel, en muchos lugares está representada esa escena: se ve a 2 hombres con un bastón sobre los hombros, y colgado de él llevan un enorme racimo de uvas. Era el símbolo de la fecundidad extraordinaria de ese país. Para esos nómadas, habituados a tantas privaciones en el desierto, eso era motivo de envidia y de esperanza: ¡la Tierra Prometida está  cerca!

         Los exploradores dijeron: "Hemos explorado el país donde nos enviaste, y de veras es una tierra que mana leche y miel. Ved ahí los productos". Expresión simbólica muy evocadora: leche, miel y vino. Y todo esto en abundancia ¡una fuente inagotable de bienes!

         Más allá de la materialidad de esos alimentos suculentos, hemos de aceptar la revelación que aquí se nos repite, de un Dios que quiere colmar de felicidad su creación. ¿Soy un hombre de esperanza, abierto a la alegría que llega? ¿Creo en profundidad que Dios destina su creación a que el hombre encuentre en ella su propia alegría divina, cuyo acceso nos abre? Porque el Señor dirá: "Servidor bueno y fiel, entra en la alegría de tu Señor" (Mt 25, 21).

         Pero esa era la 1ª parte del informe de exploración, porque el 2º decía lo siguiente: "Todo el pueblo que habita ese país es poderoso. Las ciudades fortificadas son muy grandes. Ese pueblo es más fuerte que nosotros. Todos los que allí hemos visto, son altos. Hemos visto también gigantes. Nosotros nos veíamos ante ellos como saltamontes".

         A pesar de la maravillosa descripción precedente, a pesar del deseo de detenerse, de dejar el desierto... el pueblo de Israel escuchará la voz del miedo, mala consejera. ¡Cuán faltos estamos de valor también nosotros! ¡Cuántas ocasiones que se nos habían ofrecido, fallamos! Ayúdanos, Señor, a aceptar valientemente las oportunidades y las aventuras que están a nuestro alcance. Ayúdanos a no renunciar ante las dificultades de nuestras empresas humanas.

         Entonces, toda la comunidad "alzó la voz y se puso a gritar", y "el pueblo lloró aquella noche". Clamor emocionante de los descorazonados de todos los tiempos, a los que hay que saber escuchar y que puede suscitar nuestra oración y nuestra acción.

         El Señor habló a Moisés y a Aarón: "¿Hasta cuando esta comunidad perversa estará murmurando contra mí? En este desierto caerán vuestros cadáveres". Esta fue la condenación de andar errabundos durante 40 años. Sólo un pueblo nuevo podrá entrar en la Tierra Prometida. El evangelio nos repetirá también las exigencias de renovación necesarias para entrar en la alegría de Dios: el vestido nupcial para entrar en el festín (Mt 22, 11) el nuevo nacimiento para participar en el Reino (Jn 3, 3), el vino nuevo no puede mezclarse con el vino añejo (Lc 5, 37), la nueva masa purificada de la vieja levadura (1Cor 5, 7).

Noel Quesson

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         Estando ya cerca de la tierra soñada, Moisés envió unos exploradores para que reconocieran el terreno y vieran las posibilidades de entrar, por fin, en el país que Dios había prometido a su padre Abraham.

         Se trata de un episodio de especial importancia en la historia de Israel, porque viene a explicar porqué no entraron antes en Canaán, sino que estuvieron durante 40 años (el tiempo de una generación) dando vueltas como nómadas por el desierto, cuando la marcha desde Egipto hasta Israel podía haberse hecho en unos meses.

         El informe de los exploradores es bueno y malo a la vez. Bueno por las condiciones de la tierra en sí, un poco exageradas (recordemos las imágenes que suelen representar a 2 hombres llevando un enorme racimo colgado de un palo). Malo porque se han dado cuenta de que los pobladores de aquella tierra no están dispuestos -naturalmente- a cederla a otros.

         El pueblo reacciona con pesimismo, y se contagia fácilmente de la duda y el desánimo. Arrecian las murmuraciones, y si antes protestaban por el desierto, ahora protestan de tener que entrar en una tierra difícil. Les falta confianza en Dios y prefieren no acometer todavía la conquista de Canaán, a pesar de que hay un grupo (el de Caleb) que sí estaría dispuesto.

         Los 40 años dando vueltas por el desierto había sido un castigo de Dios, que los propios hebreos se habían buscado. Pues como dijo Dios, "esta generación no entrará en Israel", incluyendo a Moisés y al resto de jefes (excepto Josué). Dios les ha dejado a su pereza, a su indecisión, a su falta de iniciativa y valentía.

         Confiar no significa cruzarse de brazos, esperando que Dios lo haga todo. Significa seguir trabajando con ilusión, seguros de que la gracia de Dios sigue actuando y realiza maravillas. Que es él quien riega y da eficacia y fruto a nuestro trabajo. Dios no cabe en ningún ordenador, ni sale en las estadísticas, pero está ahí.

         Tendríamos que seguir escuchando, a pesar de las apariencias en contra, la palabra repetida de Dios: "No tengáis miedo. Yo estoy con vosotros". Y seguir creyendo que, después de la noche, viene siempre la aurora. Como Moisés, deberíamos estar dispuestos a pedirle a Dios por este mundo concreto en que vivimos, no el que quisiéramos idealmente.

         Como dice el salmo responsorial de hoy, "Moisés, su elegido, se puso en la brecha frente a él, para apartar su cólera del exterminio". ¿Pedimos castigos de Dios sobre este mundo perverso? ¿O más bien intercedemos ante Dios para que siga teniendo paciencia una vez más, como el agricultor con la higuera estéril, dándole tiempo para rehabilitarse?

José Aldazábal

b) Mt 15, 21-28