TOMÁS DE AQUINO
Compendio de Teología

LIBRO I

I
El Verbo del Padre eterno

El Verbo del Padre Eterno, comprendiendo en su inmensidad toda las cosas, quiso reducirse a nuestra humilde pequeñez sin despojarse de su majestad, para levantar al hombre caído por el pecado, y remontarle a la excesitud de su divina gloria . Con el fin de que nadie pudiera excusarse de no comprender la doctrina de la palabra divina, encerró en su compendio sucinto, para utilidad y provecho de aquellos que están consignados, ya en los escritos voluminosos de los hombres de la ciencia, ya en los diferentes libros de la Sagrada Escritura. En efecto, la salud del hombre consiste y se funda en el conocimiento de la verdad, conocimiento que le impide caer en los errores que oscurecen la inteligencia humana, y conduciéndole por caminos tortuosos, le arrebatan con este extravío la felicidad verdadera, por falta de observancia de la justicia, mancillándole con una infinidad de vicios. En pocos y sucintos artículos de fe ha compendiado, pues, la enseñanza de la verdadera verdad para la salvación del hombre. Esto es precisamente lo que el Apóstol dice a los romanos, cap. IX: “Palabra abreviada hará el Señor sobre la tierra", y esta es la palabra de fe que nosotros predicamos. Él ha rectificado la intención del hombre por medio de una oración corta en que nos enseñó a orar al mismo tiempo que el punto y fin al que debemos dirigir nuestra intención, y en que debemos fundar nuestras esperanzas; Él ha refundido en un sólo precepto de caridad toda la justicia humana, que consiste en la observancia de la ley; porque el amor es la plenitud de la ley. Por esta razón, dirigiéndose el Apóstol a los Corintios (I Cor., XIII), les enseña que toda la perfección de la vida presente consiste en la fe, la esperanza y la caridad, tres artículos en que se compendia toda nuestra salud; tres cosas en que, como dice San Agustín, está basado el culto de Dios. Con el fin de ofreceros, mi querido hijo Reinaldo, un compendio de la doctrina cristiana que podáis tener siempre a la vista, me propongo tratar en la presente obra de estas tres cosas: primera, de la fe; segunda, de la esperanza; tercera, de la caridad. Este es el orden que nos enseñó el Apóstol, y éste es también el más conforme a la recta razón. En efecto, no puede haber amor puro y recto si no se fija el fin legítimo de la esperanza, ni puede haber esperanza si falta el conocimiento de la verdad. Necesario es, por consiguiente: primero, la fe, que hace conocer la verdad; segundo, la esperanza, que dirige nuestros deseos a su legítimo fin, y tercero, la caridad, que arregla totalmente los afectos.

II
Orden de las Cuestiones sobre la fe

La fe es cierto goce anticipado de aquel conocimiento que nos hace bienaventurados en la felicidad futura. Por esto dice Apóstol que; la fe es la sustancia del objeto de nuestras esperanzas, como operando ya en nosotros el principio de la realización d estas, es decir, la bienaventuranza futura. Nuestro Señor Jesucristo nos ha enseñado que este conocimiento generador de la felicidad consistía en el conocimiento de dos verdades: la divinidad de la Trinidad y la humanidad de Cristo; así es que, dirigiéndose a su Padre, dice: “Esta es la vía eterna; que te conozcan, Dios, etc".

La divinidad de la Trinidad y al humanidad de Cristo son las dos verdades sobre que estriba toda la fe; sin que haya en esto nada que deba causarnos admiración, porque la humanidad de Cristo es la vía por la que se va a Dios.

El hombre, por consiguiente, tiene necesidad de conocer, durante su peregrinación, aquel camino recto que ha de conducirlo al fin de su viaje, el reconocimiento y acción de gracias de los elegidos hacia Dios no serian suficientes, Si no conocieran el camino que es principio de su salvación.

No fue otra la razón porque el salvador dijo a sus discípulos: "Sabéis a dónde voy, y el camino que allí conduce".

Necesario pues, por consiguiente, conocer todas aquellas cosas que se refieren a la Divinidad: primero, al unidad de esencia; segundo, la trinidad de personas; tercero, los efectos de la divinidad.

III
Hay un Dios

Lo primero que debemos creer sobre la unidad divina es que hay un Dios, verdad que la misma razón humana percibe con la mayor evidencia.

En efecto: vemos que todas las cosas que se mueven son movidas por otras; las inferiores por las superiores, como los elementos por los cuerpos celestes. Entre los mismos elementos, el que es más fuerte mueve al que es más débil;. y en los cuerpos celestes, los inferiores son movidos por los superiores. Esta comunicación de movimientos no puede prolongarse hasta el infinito, porque como todo lo que es movido por otro viene a ser como una especie de instrumento del primer motor, no habiendo primer motor, sería instrumento todo lo que comunicara el movimiento. Si la comunicación del movimiento fuera infinita, necesariamente faltaría el primer motor, y si así fuera, no habría más que instrumentos en esa serie infinita de seres que mueven y son movidos.

No hay hombre, por ignorante y sencillo que sea, que no conozca cuán absurdo y ridículo sería suponer que un instrumento tiene actividad propia para moverse, sin haberla recibido de un agente principal; porque esto equivaldría al intento de aquel que se propusiera construir un arca o un lecho dejando que obraran solas la sierra y demás instrumentos sin la acción del carpintero.

Es, por consiguiente, absolutamente necesario que haya un primer motor, principio de todo movimiento, y a ese primer motor es al que llamamos Dios.

IV
Dios es inmutable

De lo que acabamos de decir se deduce claramente que así como es necesario que haya un Dios que dé movimiento a todas las cosas, necesario es también que Dios sea inmutable (inmóvil). Sí Dios, que es el primer motor, recibiera movimiento, o lo recibiría de sí mismo, o de un agente entraño. Si Dios recibiera el movimiento de otro agente, habría un motor superior a Él; y esto repugna a la naturaleza de primer motor: y si le recibiera de sí mismo, lo recibiría en virtud de una de estas dos hipótesis: o porque sería motor y movido bajo un mismo concepto o relación, o porque sería motor bajo un concepto y movido bajo otro.

La primera de estas hipótesis es imposible; porque todo lo que es movido está por lo mismo in potentia, y todo lo que mueve in actu, y claro es que si Dios fuera motor y movido bajo un mismo concepto o relación, debería estar también bajo la misma relación in potentia et in actu, lo cuál es imposible. Tampoco es admisible la segunda hipótesis: porque si fuese en parte motor y en parte movido, no sería motor suyo de una manera absoluta, sino en virtud de aquella parte suya que tiene la fuerza motriz; es así que lo que es absoluto, o, lo que es lo mismo, lo que es y obra por sí, es anterior y preferente a lo que no lo es; luego no puede ser primer motor suyo, si sólo lo es en virtud de aquella parte que tiene fuerza motriz. De aquí resulta que el primer motor ha de ser entera y absolutamente inmóvil.

Lo mismo podemos afirmar considerando las cosas que mueven y son movidas. Todo movimiento precede de un agente inmutable o causa que no tiene en sí un movimiento de la misma naturaleza que el que comunica. Ahí vemos que las alteraciones, generaciones y corrupciones1 de los cuerpos inferiores, se refieren a un cuerpo celeste, como a su primer motor, sin embargo de que este no esté no esté bajo la influencia de un movimiento de la misma naturaleza, supuesto que no es susceptible ni de generación, ni de corrupción, ni de alteración. Necesario es, por consiguiente, que lo que es primer principio de todo movimiento, sea entera y absolutamente inmutable.

V
Dios es eterno

Resulta de lo que precede que Dios es eterno; porque todo lo que empieza a existir o deja de existir, nace y muere por movimiento y mutación; y como antes hemos demostrado que Dios es inmutable, necesariamente hay que deducir que Dios es eterno.

VI
Es necesario que Dios exista por sí mismo

En esto mismo tenemos la prueba de la necesidad de la existencia de Dios. En efecto; todo lo que puede ser o no ser, es mutable, es así que Dios es enteramente inmutable, según hemos demostrado antes; luego no hay en Dios posibilidad de ser de y no ser.

Todo ser que es, y que es imposible que no sea, existe necesariamente, porque la necesidad de la existencia y la imposibilidad de la no existencia significan una misma cosa. Dios, por consiguiente, existe necesariamente. Además, todo ser que tiene posibilidad de ser y no ser, tiene necesidad de otro ser diferente a él, que le comunique el ser, porque por su naturaleza es apto para lo uno y para lo otro: es así que el ser que da el ser es anterior al ser que recibe el ser, luego hay algún ser anterior al ser en quien hay posibilidad de ser o no ser; y como nada hay que sea anterior a Dios, no hay en Él posibilidad de ser o de no ser, sino mas bien una existencia necesaria. Además, hay cosas necesaria que tienen, por una necesidad forzosa, una causa anterior a ellas; es así que Dios, que es principio de todo, no tiene causa de su necesidad; luego Dios existe necesariamente por sí mismo.

VII
Dios existe siempre

De lo que procede se deduce que Dios existe siempre. En efecto: todo ser que existe necesariamente, jamás se deja de ser; porque cuando no hay posibilidad de no ser; hay imposibilidad de no ser, y, por consiguiente, existe siempre: es así que Dios existe necesariamente, según ya hemos probado; luego Dios existe siempre. Además, nada empieza a ser ni deja de ser sino por movimiento o mutación: es así que Dios es absolutamente inmutable, según ya hemos probado; luego es imposible que empezara a ser y que deje de ser.

Lo que no ha existido siempre, para empezar a ser tiene necesidad de un ser que sea causa suya eficiente, porque nada pasa por su propia virtud de la potencia al acto, o del no ser la ser; y como Dios no puede tener causa eficiente, puesto que es el primer ser, y la causa es anterior al efecto, necesario es que Dios haya existido y exista siempre.

Por último, la cualidad que conviene a alguno, y no proviene de ninguna causa extrínseca, pertenece a la esencia del ser que la posee: es así que Dios no ha recibido el ser de ninguna causa extrínseca, porque se así fuere, esta causa sería anterior a Él; luego Dios tiene el ser por sí mismo; y como las cosa que existen por sí mismas siempre existen, y necesariamente existen, Dios también existe siempre.

VIII
En Dios no hay sucesión alguna

Es también evidente que en Dios no hay sucesión alguna, sino una existencia completa y simultánea. La sucesión no existe más que en los seres que, de cualquier modo que sea, están sujetos la movimiento, supuesto que la sucesión del tiempo es el producto de la anterioridad o de la posterioridad en el movimiento: y como ya hemos probado que Dios no está de modo alguno sujeto al movimiento, claro es que en Dios no hay sucesión alguna, sino una existencia competa, indivisible, simultánea.

Además, el ser en quien no hay un simultaneidad completa de existencia, debe tener posibilidad de tener o de adquirir. Así es que todo lo que pasa es perdido para ese ser, en tanto que puede adquirir todo lo que en el tiempo venidero pueda ser objeto de su esperanza. Es así que en Dios ni disminución ni aumento, porque es inmutable; luego Dios tiene una existencia completa y simultánea. Esto prueba que dios es eterno y que esta es una propiedad de su naturaleza, supuesto que el ser que tiene una existencia permanente, completa y simultánea, es eterno por esencia, según estas palabras de Boecio: “La eternidad es la posesión simultánea y perfecta de una vida sin fin".

IX
Dios es simple

Dedúcese de lo dicho que el primer motor debe ser necesariamente simple, porque en toda composición ha de haber dos cosas que son entre sí lo que la potencia es el acto: es así que en el primer motor, si es completamente inmutable, es imposible admitir la potencia unida al acto, porque todo lo que es in potentia es por lo mismo móvil; luego es imposible que el primer motor sea un compuesto. Además, todo ser compuesto debe tener algo que sea anterior a él, porque las moléculas que entran en la composición de un cuerpo preceden naturalmente en existencia al cuerpo que forman.

Es, pues, imposible que lo que es primero que todos los seres sea compuesto. En el orden mismo de las cosas compuestas vemos que las más simples son las primeras, porque los elementos preceden naturalmente a los cuerpos mixtos3. Esto sucede aún entre los elementos; el primero es el fuego, porque es el más simple, y esto sucede también en los cuerpos celestes que son anteriores a todos los elementos, porque son de una naturaleza más simple, supuesto que están libres de toda contrariedad. No podemos, pues, dejar de deducir que el primero de los seres debe ser completa y absolutamente simple.

X
Dios es su propia esencia

Síguese esta otra consecuencia, a saber: Dios es su propia esencia. En efecto, la esencia de una cosa es lo que significa su definición, y esta cosa significada es idénticamente la misma que aquella de que es definición, a no ser que contenga accidentalmente algo que no corresponda a su definición, como la blancura que puede encontrarse en el hombre sin afectar a su definición de animal mortal y racional; de donde se sigue que un animal racional y mortal es lo mismo que un hombre. No sucede lo mismo en el hombre blanco, en cuanto es blanco. En un ser no pueden hallarse dos cosas, una de las cuales sea esencial y otra accidental, porque es necesario que su esencia sea idéntica a él de la manera más absoluta. En Dios, que es simple, según hemos visto, no pude haber dos cosas que sean un esencial y otra accidental; luego necesario es que su esencia sea absoluta e idénticamente la misma que Él. Además, en toda esencia no hay identidad perfecta con la cosa de que es esencia, supuesto que puede encontrar algo que la afecte por modum potentiae, y algo per modum actus, porque la esencia se refiere formalmente a la cosa de que es la esencia, como la humanidad la hombre. En Dios, por el contrario, no se puede encontrar la potencia y el acto, porque es acto puro. Luego Dios es su propia esencia.

XI
La esencia de Dios no es otra cosa que su ser

Es además necesario que la esencia de Dios no sea una cosa diferente de su ser. En todo ser hay una diferencia entre la esencia y el ser, y esto es así, porque necesariamente ha de haber una cosa que constituya su naturaleza íntima, y otra su manera de ser. En efecto, hablando de una cosa, se entiende por su ser el principio de su existencia, y por su esencia su manera de ser. De aquí se entiende que una definición se exprese la esencia, demuestra la manera de existir de una cosa; y como en Dios no es uno el ser, porque no es compuesto, según se ha demostrado; resulta que su esencia no es distinta de su ser. Antes hemos probado que Dios es un acto puro, sin mezcla alguna de potencialidad, y necesario es, por lo mismo, que su esencia sea un acto último, porque todo acto que precede al último está in potentia con relación a este acto último; y como un acto último no es otra cosa que el ser mismo, en atención a que todo movimiento es el paso de la potencia al acto, necesario es que sea el acto último aquel a que se dirige y tiende todo movimiento. Es así que todo movimiento natural tiende a lo que naturalmente es deseado; luego necesario es que este acto último sea al que aspiran todas las cosas. Este es el ser; luego la esencia divina, que es un acto puro y último, es necesariamente el ser mismo.

XII
Dios no está comprendido en género alguno como si fuera una especie

De lo hecho aparece que Dios no está en género alguno como una especie; la adición de la diferencia al género es lo que constituye la especie; luego la esencia de toda especie comprende algo más que el género. El ser, que es la esencia de Dios, no contiene en sí adición alguna; luego Dios no es especie de género alguno. Además: como todo género contiene diferencias en potencia, en todo ser cuya constitución está basada en el género y las diferencias hay acto mismo de potencia: es así que Dios es una acto puro sin mezcla de potencia, según se ha demostrado antes; luego su esencia no consta de género y diferencias, y por lo mismo no está en género alguno.

XIII
Es imposible que Dios sea género de ser alguno

Necesario es demostrar que es imposible que Dios sea género; en efecto, el género indica el modo de ser, no el hecho de ser, porque las diferencias específicas son las que hacen que un acosa esté constituida en su propio ser: es así que Dios es su propio ser; luego es imposible que sea un género. Además, todo género se divide en diferencias, pero su ser no consiste es la agregación de estas diferencias, porque las diferencias no participan del género más que por accidente, y en tanto en cuanto que las especies constituidas por las diferencias participan de este género: es así que no puede haber ningunas diferencia que no participe del ser, porque en el no ser no hay ni puede haber diferencia, luego es imposible que Dios sea un género que se divida en especies.

XIV
Dios no es una especie que se divida en individuos

Tampoco es posible que dios sea una especie que se divida en individuos. La diversidad de individuos que convienen en la esencia de una especie, se distinguen por algunas modificaciones que no pertenecen a la esencia de la especie. Los hombres, por ejemplo, están todos comprendidos en la humanidad, Pero se distinguen uno de otros por alguna cosa que no es inherente a la esencia íntima de la humanidad. Es así que esto no puede verificarse en Dios, porque Dios es su propia esencia, según queda ya probado; luego es imposible que Dios sea una especie que conste de número alguno de individuos. Además, muchos individuos contenidos en una misma especie se diferencian entre sí en cuanto al modo de ser, y sin embargo convienen en la esencia. Donde quiera que haya muchos individuos pertenecientes a la misma especie, necesariamente ha de haber diferencia entre el ser y la esencia de la especie: es así que en Dios el ser y la esencia son una misma y única cosa; luego es imposible que Dios sea una especie que conste de individuos.

XV
Es necesario confesar que Dios es uno

De lo expuesto aparece que es necesario haya un solo y único Dios. Si hubiera muchos dioses, seria preciso tomar esta locución, o en sentido equivoco, o unívoco (es decir, o en sentido impropio o en sentido literal). En el primer caso, se falta al propósito, porque no hay obstáculo en que nosotros demos el nombre de piedra a lo que otros llaman Dios, y en el segundo caso, necesario es que estos diversos dioses pertenezcan a un género o a una especie. Es así que Dios, como hemos probado, no pertenece ni a género ni a especie alguna en que se contengan muchos o pocos individuos; luego es imposible que haya muchos dioses. Además, lo que produce en una esencia común una modificación de individualidad, es imposible que convenga a muchos individuos; así es que aunque haya muchos hombres, tal hombre determinado es imposible que no sea uno. Luego si una esencia produce por sí misma la modificación individual sin ningún auxilio extraño, claro es que no puede convenir a muchos individuos. La esencia divina se individualiza por sí misma, porque en Dios la esencia y el ser no son diferentes, supuesto que, como ya hemos probado, Dios es su propia esencia; luego es imposible que haya más de un solo y único Dios. Aun podemos aducir otra prueba. Una forma cualquiera puede multiplicarse de dos maneras: o por las diferencias que contiene, como forma general, a la manera que el color se multiplica por sus diversas especies, o por el sujeto, que contiene las diferencias, como la blancura. Por consiguiente, toda forma que no puede multiplicarse por sus diferencias (a menos que no sea una forma inherente a un sujeto), es imposible que sea capaz de multiplicidad, como, por ejemplo, la blancura, que no podría ser más que una si existiera sin sujeto. La esencia de Dios es su mismo ser, que no puede admitir diferencias, según ya se ha probado; y como el ser divino es una especie de forma subsistente por sí misma, en razón a que Dios es su mismo ser, es imposible que la esencia divina no sea una sola; luego es también imposible que haya muchos dioses.

XVI
Es imposible que Dios sea un cuerpo

Es además evidente que Dios no puede ser un cuerpo; en todo cuerpo se encuentra alguna composición, supuesto que consta de partes; luego lo que es enteramente simple no puede ser cuerpo. Además, no hay cuerpo alguno que imprima movimiento, sin que él mismo esté sujeto al movimiento, según lo acredita la experiencia; luego siendo inmutable como lo es el primer motor, no puede ser cuerpo.

XVII
Es imposible que Dios sea forma de un cuerpo, o potencia unida a un cuerpo

Tampoco es posible que Dios sea forma de cuerpo alguno, o una potencia unida a un cuerpo. En efecto, como todo cuerpo es movible, preciso es que, estando el cuerpo en movimiento, todo lo que está unido al cuerpo sufra el mismo movimiento, al menos de un modo accidental: es así que el primer motor no puede recibir movimiento ni per sei, ni per accidens, porque debe ser completamente inmóvil; luego es imposible que sea una forma o una potencia unida a un cuerpo. Además, todo motor, por lo mismo que mueve, debe tener cierto poder o dominio sobre las cosas que mueve; así vemos que cuanto más superior es la fuerza motriz a la resistencia del objeto puesto en movimiento, tanto mayor es el movimiento que le comunica. Necesario es, por consiguiente, que el primer motor de todas las cosas tenga un poder y dominio supremo sobre las cosas todas sometidas al movimiento. Como esto no podría verificarse si el primer motor estuviera unido de cualquier modo que fuera a alguna cosa movible, como sucedería si fuera la forma o la potencia de una cosa, necesario es que el primer motor no sea ni un cuerpo, ni una forma, o una potencia unida a un cuerpo. Por esto dijo Anaxágoras, hablando de la inteligencia, que era simple, en cuanto que todo lo imperaba y movía.

XVIII
Dios es infinito en su esencia

De lo dicho se deduce también que Dios es infinito, no de un modo privativo, en cuanto que el infinito es un absorbente de la cantidad, y en el sentido de que el infinito es todo lo que puede ser naturalmente limitado en razón de su género, sin serlo realmente, sino negativamente y en el sentido de que el infinito es todo lo que no tiene limites, porque ningún acto es finito más que por la potencia que es fuerza receptiva. De este modo es cómo las formas están limitadas por relación a la potencia de la materia; luego si el primer motor es un acto sin mezcla de potencia, porque no es ni la forma de un cuerpo, ni una potencia unida al cuerpo, necesariamente ha de ser infinito. El orden mismo de las cosas demuestra esta verdad, porque cuanto más elevados están los seres en su escala, tanto más grandes se les considera en el sentido de su ser. En efecto, entre los elementos, los que son superiores son considerados como más aventajados que los otros en cantidad y simplicidad. Así lo demuestra su modo de generación, mediante la que en una proporción progresiva el fuego procede del aire, el aire del agua, y el agua de la tierra. Además de esto, un cuerpo celeste aventaja en cantidad a todos los elementos. Necesario es por consiguiente, que entre todos los seres, aquél que es el primero y no puede tener otro que sea superior a él, sea infinito en cantidad, según su naturaleza. No debe causar admiración que un ser simple, y que carece de cantidad corporal, sea considerado como infinito y aventaje por su inmensidad a toda cantidad corporal, supuesto que nuestra inteligencia, que es simple e incorporal, aventaja a la cantidad de todos los cuerpos, y lo abarca todo por el poder de su comprensión. Luego con mucha más razón el primero de los seres los aventaja y los comprende a todos en su inmensidad.

XIX
Dios tiene un poder infinito

De lo anterior se deduce claramente que Dios tiene un poder infinito. El poder de una cosa está en razón de su esencia, porque las cosas deben obrar según la naturaleza de su ser; luego si Dios es infinito en esencia, es también infinito en poder. Lo mismo se demuestra observando atentamente el orden de las cosas. En efecto; todo ser que está en potentia tiene por lo mismo la fuerza receptiva y pasiva, y la forma activa si existe in actu. Lo que está solamente in potentia, como la materia prima, tiene una fuerza infinita de recepción, sin participar en nada de la fuerza activa, y cuanto más formalmente está una cosa sobre ella, tanto más grande es su fuerza de acción. Esta es la razón por qué el fuego es el más activo de los elementos; luego Dios, que es un acto puro sin mezcla de potencialidad, tiene un poder activo, infinito sobre todos los seres.

XX
Lo infinito no implica imperfección en Dios

Aunque lo infinito en las cantidades corporales sea una imperfección, lo infinito en Dios demuestra una perfección suprema. Lo infinito en las cantidades corporales pertenece a la materia, en cuanto que está privada de fin: es así que la imperfección acontece en una cosa, según que la materia se encuentra en este estado de privación de fin, porque toda perfección procede de la forma; luego siendo Dios infinito porque no es más que forma o acto sin mezcla alguna de materia o potencialidad, lo infinito en Él implica su perfección suprema. Lo mismo podemos afirmar considerando el orden de las cosas. En efecto: aun cuando en un mismo y único objeto que pasa de la imperfección a la perfección haya algo imperfecto anterior a lo perfecto, a la manera que uno es niño antes de ser hombre, necesario es, sin embargo, que lo que es imperfecto proceda de lo que es perfecto, porque el niño no puede proceder sino del hombre, y la materia prolífica del animal o de la planta, necesario es también, por consiguiente, que el ser que por su naturaleza es anterior y da movimiento a todo, esté dotado de una perfección superior a todo.

XXI
Dios posee todas las perfecciones que se encuentran en las criaturas

Consecuencia es de lo que antes hemos dicho, que todas las perfecciones que se encuentran en las cosas han de existir necesaria, original y superabundantemente en Dios. Todo ser que comunica la perfección a otro, posee ya en sí esta misma perfección, a la manera que el maestro posee la ciencia antes de enseñarla a los demás; y como Dios es el primer motor que comunica a todas las cosas las perfecciones que les son propias, debe poseer y tener en sí superabundantemente las perfecciones de todas las criaturas. Además de esto, todo ser que posee una perfección y carece de otra, es limitado, o en el género, o en la especie, porque cada cosa está constituida en el género o en la especie que la forma, que es la perfección del ser: es así que lo que está constituido bajo una especie o bajo un género no puede tener una esencia infinita, que es necesario que la diferencia última que constituye su especie limite su esencia, y ésta es la razón por qué llamamos definición o fin a la razón que expresa una especie; luego si la esencia divina es infinita, es imposible que posea solamente las perfecciones de un género o de una especie, y esté privada de las demás, y es, por el contrario, esencial que reúna las perfecciones de todos los géneros y de todas las especies.

XXII
Todas las perfecciones están unidas necesariamente en Dios

Reasumiendo lo que antes hemos dicho, resulta con la mayor evidencia que todas las perfecciones están esencialmente unificadas en Dios. En efecto; hemos demostrado que Dios es simple: es así que donde hay simplicidad no puede haber diversidad en la intimidad del ser; luego si se encuentran en Dios las perfecciones de todas las criaturas, es imposible que estén en Él con su diversidad, y, por consiguiente, dichas perfecciones están unificadas en Él. Se demuestra esta verdad considerando lo que sucede en las facultades cognoscitivas; porque una potencia superior abarca en un solo acto de comprensión todas las cosas conocidas por las potencias inferiores, bajo puntos de vista diferentes. En efecto: la inteligencia, por una virtud única y simple, juzga de todas las percepciones de la vista, del oído y de los demás sentidos. Esto mismo sucede en las ciencias; y aunque las ciencias inferiores sean múltiples, en razón a sus diversos objetos, hay, sin embargo, una ciencia superior que lo abarca todo, y es conocida con el nombre de filosofía prima o trascendental. Lo mismo se verifica también en el poder; porque en la autoridad real, que es una, se encuentran refundidas todas las demás autoridades encargadas de ejercer las diversas funciones públicas. De este modo es como las perfecciones múltiples, que de diferentes modos se encuentran en las criaturas inferiores, están unidas al principio de todos los seres, que es Dios.

XXIII
En Dios no hay accidente alguno

Estando en Dios y siendo una cosa con Él las perfecciones todas, evidente es que en Dios no puede haber accidente alguno. El ser, la potencia, la acción y demás cosas semejantes, son perfecciones que necesariamente deben ser idénticas a su esencia; luego ninguna de ellas es accidental en Él. Además, es imposible que sea infinito en perfección aquello cuya perfección puede recibir algún incremento: es así que un ser que tiene alguna perfección accidental es susceptible de recibir el incremento de alguna otra perfección, porque todo accidente es una adición a la esencia; luego no se encuentra perfección infinita en la esencia de ese ser. Antes hemos demostrado que Dios, según su esencia, es infinitamente perfecto; luego no puede haber en Él ninguna perfección que sea accidental, sino que todo lo que es en Él, pertenece esencialmente a su substancia. Esta misma conclusión se deduce naturalmente de su suprema simplicidad, de su naturaleza de acto puro y de ser como es el primero de los seres. Todo sujeto está afectado de algún modo de composición, y además de esto, lo que es sujeto no puede ser acto puro, supuesto que un accidente es una forma cualquiera o un acto del sujeto. Lo que existe por sí, es también anterior a lo que no existe más que por accidente; de estos principios se deduce, como consecuencia legítima, que en Dios no hay nada que pueda decirse que es accidental.

XXIV
La multitud de denominaciones aplicadas a Dios no eliminan su simplicidad

Ocupémonos de la razón, de esa multitud de denominaciones que se aplican a Dios, aun cuando sea en sí mismo completa y absolutamente simple. Como nuestra inteligencia no puede abarcar la esencia de Dios, se eleva a su conocimiento por medio de las cosas que están a nuestro alcance, y en las que encontramos ciertas perfecciones, cuya raíz y origen común está en Dios: y como no podemos denominar una cosa sino en razón de la inteligencia o conocimiento que de ella tenemos, porque los nombres son los signos de la inteligencia, se sigue que no podemos aplicar a Dios denominación alguna sino por medio de las perfecciones que percibimos en los demás seres, y cuyo origen está en Dios; y como las perfecciones son múltiples en los seres, indispensable es aplicar a Dios muchas denominaciones. Por el contrario; si nosotros pudiéramos ver la esencia de Dios en sí mismo, no tendríamos necesidad de valernos de esta multitud de denominaciones, porque el conocimiento que tendríamos de Dios sería simple, y tan simple como lo es su esencia. Este conocimiento, objeto de nuestras esperanzas, nos está reservado para el día de nuestra glorificación, según las palabras de Zacarías: "En aquel día el Señor único no tendrá más que un solo nombre".

XXV
No hay sinonimia en las diferentes denominaciones aplicadas a Dios

De lo dicho podemos deducir las siguientes conclusiones: primera, que los diferentes nombres aplicados a Dios, aunque signifiquen una misma cosa en sí, no son, sin embargo, sinónimos. Para que ciertos nombres sean sinónimos, es necesario que signifiquen la misma cosa y representen la misma concepción del entendimiento: es así que cuando una cosa está designada según las diversas relaciones o concepciones que de ella tiene la inteligencia, no hay sinonimia, porque no hay identidad perfecta de significación, supuesto que las palabras significan inmediatamente las concepciones de la inteligencia, que son las semejanzas de las cosas; luego como las diversas denominaciones aplicadas a Dios significan las diferentes concepciones de nuestra inteligencia con relación a Dios, es evidente que no son sinónimas, aun cuando significan absolutamente una misma cosa.

XXVI
Lo propio de Dios no puede ser definido por definiciones

La segunda consecuencia es que no pudiendo nuestra inteligencia abarcar perfectamente la esencia divina por medio de ninguna de las concepciones significadas por las denominaciones aplicadas a Dios, es imposible que lo que está en Dios sea definido por las definiciones de estos nombres, como si, por ejemplo, creyéramos que la definición de la sabiduría era la definición del poder divino, y así en todo lo demás. Aun podemos presentar otra prueba. Toda definición está basada en el género y las diferencias; la especie es propiamente el objeto de la definición; es así que la esencia divina no puede ser contenida, ni en género ni en especie alguna, según hemos demostrado antes, luego no puede formularse ninguna definición de la esencia divina.

XXVII
Las denominaciones aplicadas a Dios no son unívocas ni equívocas

La tercera consecuencia es que las denominaciones aplicadas a Dios y a otras cosas, no están tomadas ni en un sentido completamente unívoco ni totalmente equívoco. No pueden pues tomarse en sentido equívoco, porque la definición de lo que es predicado de la criatura no puede ser la misma que la definición de lo que es predicado de Dios, siendo como es necesario que las cosas tomadas en un sentido unívoco, tengan una definición idéntica. Tampoco pueden ser tomadas en un sentido completamente equívoco. En efecto: en las cosas que son casualmente equivocas se impone el mismo nombre a una, sin consideración alguna a la otra, y esto hace que no pueda juzgarse de una cosa por otra; pero las denominaciones aplicadas a Dios y a otras cosas son atribuidas a Dios, en virtud de ciertas relaciones que Dios tiene con estas cosas, y en las cuales la inteligencia observa su significación, resultando de aquí que podemos juzgar y raciocinar de Dios por medio de otras cosas. No es, por consiguiente, en sentido completamente equivoco la aplicación que de estas denominaciones hacemos a Dios y a otras cosas, como sucede en las que son equívocas, por efecto de la casualidad. Estas denominaciones se aplican a Dios por analogía, es decir, en virtud de ciertas relaciones. En efecto; por la misma razón que comparamos las demás cosas a Dios, como a su primer origen, le atribuimos las denominaciones que significan las perfecciones de estas mismas cosas. Queda, pues, probado que estas denominaciones, en cuanto a la cosa significada por el nombre, son aplicadas anteriormente a Dios, del cual emanan las perfecciones de las demás criaturas, aunque en cuanto a la imposición del nombre se apliquen anteriormente a las cosas, en atención a que la inteligencia que impone la denominación se eleva de las criaturas a Dios.

XXVIII
Dios debe ser inteligente

Probemos ahora que Dios es inteligente. Todas las perfecciones de los seres preexisten en Dios de una manera superabundante, según se demostró antes: es así que entre las perfecciones todas es la primera la inteligencia activa, supuesto que las cosas intelectuales aventajan a las demás; luego necesario es que Dios sea inteligente. Además, y lo hemos demostrado también, Dios es un acto puro sin mezcla alguna de potencialidad, al paso que la materia es el ser en potencia; luego es necesario que en Dios no haya de modo alguno materia: es así que la inmunidad y exención de la materia es la causa de la facultad intelectual, cuyo signo es hacer actualmente inteligibles las formas materiales, por lo mismo que están abstraídas de la materia y de las condiciones de la materia; luego Dios es inteligente. Por otra parte, Dios es el primer motor: es así que el movimiento parece ser propio de la inteligencia, porque la inteligencia usa de todas las demás cosas como de instrumento para el movimiento, y así sucede que el hombre, por medio de su inteligencia, se sirve como de instrumentos, de los animales, de las plantas y de todas las cosas inanimadas; luego necesario es que Dios, que es el primer motor, sea inteligente.

XXIX
La facultad intelectual no existe en Dios ni en potencia ni en hábito. Sino en acto

Como nada se encuentra en Dios que esté en potencia, sino únicamente en acto, necesario es que Dios sea inteligente; pero no en potencia ni en hábito, sino solamente en acto; de donde resulta con la mayor claridad que Dios, en el ejercicio de esta facultad, no sufre sucesión alguna. En efecto; siempre que la inteligencia obra sucesivamente sobre muchos objetos, es necesario que en tanto que obra actualmente sobre una cosa, obre en potencia sobre otra; porque no hay sucesión en las cosas que existen simultáneamente; luego si el entendimiento divino no está nunca in potentia, necesariamente está exento de sucesión. De aquí se sigue que Dios lo comprende todo, y que lo comprende por un acto de comprensión simultáneo, que no está sujeto a novedad alguna, porque la inteligencia, que obra de nuevo sobre lo que ya ha sido objeto de su concepción; fue antes inteligencia en potencia. No es menos evidente que la inteligencia de Dios no obra de un modo discursivo para proceder de lo conocido a lo desconocido, a la manera que lo verifica nuestra inteligencia, que siempre procede por medio de laboriosos raciocinios. En efecto; hay acción discursiva en la inteligencia, siempre que procedemos de lo conocido a lo desconocido, o a lo que antes no había sido objeto de nuestra consideración, lo cual no puede verificarse en la inteligencia divina.

XXX
La inteligencia no obra en Dios por una especie distinta de su esencia

De los principios anteriores se deduce claramente, que Dios no ejerce su inteligencia por una especie distinta de su esencia. En efecto; todo entendimiento en quien la acción de entender se verifica por medio de una especie diferente de él mismo, es con respecto a esta especie intelectiva como la potencia es al acto, supuesto que la especie intelectiva es aquella de sus perfecciones que produce el acto de entender; luego si en Dios no hay nada que esté en potencia; luego si en Dios todo es acto puro, necesario es que el acto de entender no se verifique en Él por una especie distinta de su esencia. De aquí resulta que él mismo es el objeto directo y principal de su acción intelectiva. La esencia de una cosa no conduce directa y propiamente al conocimiento de alguna cosa, sino sólo de aquella cosa cuya es la esencia. En efecto; el hombre es conocido por la definición del hombre, y el caballo por la del caballo; luego si Dios es inteligente por su esencia, necesario es que el objeto directo y principal de su inteligencia sea el mismo Dios. Y como Dios es su propia esencia, se sigue que en Dios el ser inteligente, el modo y el objeto de la inteligencia, son absolutamente. una misma cosa.

XXXI
Dios es su inteligencia

Necesario es igualmente que Dios sea su inteligencia. Siendo la inteligencia un acto segundo, todo entendimiento que no es su propia inteligencia, es a su inteligencia como la potencia al acto; porque en el orden de las potencias y de los actos, lo que es anterior está en potencia con respecto a lo posterior, y lo que es último, es complementario, hablando de una misma y única cosa, sin embargo de que suceda lo contrario en cosas diferentes. En efecto: el motor y el agente son, con respecto al movimiento y al acto, lo que el agente es a la potencia. En Dios, que es acto puro, no puede haber comparación de una cosa a otra, como de la potencia al acto. Por consiguiente, Dios es su misma inteligencia. Además: el entendimiento es en cierto modo al acto de entender, lo que la esencia es al ser. Dios ejerce su inteligencia por su esencia: es así que su esencia es su ser; luego su entendimiento es su propia inteligencia. De aquí resulta que, por lo mismo que es inteligente, no hay composición en Él, y que en Él el entendimiento, la acción de entender y la especie intelectiva, son una misma cosa, y todas juntas su misma esencia.

XXXII
Es necesario en Dios el ejercicio de la voluntad

Es también evidente que el ejercicio de la voluntad debe darse en Dios; pues Él se comprende a sí mismo, que es el bien perfecto, según hemos demostrado: es así que el bien comprendido es necesariamente amado, y esto se verifica por medio de la voluntad; luego el ejercicio de la voluntad es necesario en Dios. Además, Dios es primer motor, y el entendimiento no se mueve sino mediante el apetito: es así que el apetito que se fija en un objeto concebido por el entendimiento no es otra cosa que la voluntad; luego el ejercicio de la voluntad es necesario en Dios.

XXXIII
La voluntad de Dios no es otra cosa que su inteligencia

Es evidente que la voluntad de Dios no debe ser diferente de su inteligencia. En efecto: siendo el bien comprendido objeto de la voluntad, determina esta voluntad y es acto y perfección de ella. En Dios, según ya se ha demostrado, el principio y el objeto del movimiento, la potencia y el acto, la perfección y la cosa perfectible, son una misma cosa, y es por consiguiente necesario que en Dios la voluntad no sea una cosa diferente del objeto mismo de la concepción intelectual. Es así que la inteligencia divina es lo mismo que su esencia; luego la voluntad divina no es otra cosa que su inteligencia y su esencia. Además, las principales perfecciones en las cosas creadas son la inteligencia y la voluntad, y su indicio o carácter es el encontrarse en los seres más nobles. Es así que las perfecciones de las cosas son en Dios una cosa con su esencia; luego en Dios la inteligencia y la voluntad están identificadas a su esencia.

XXXIV
La voluntad de Dios es su propia volición

Lo dicho prueba también que la voluntad divina no es otra cosa que la misma volición de Dios. En efecto: la voluntad divina es lo mismo que el bien querido por Dios: es así que no podría suceder esto si la voluntad fuera en Dios un acto diferente de la volición, puesto que la volición procede de la voluntad, por medio del objeto querido; luego la voluntad en Dios es lo mismo que su propia volición. Además, la voluntad de Dios, su entendimiento y su esencia, son una misma cosa: es así que el entendimiento de Dios es su propia inteligencia, y que su esencia es su ser; luego necesariamente su voluntad es su volición. De este modo resulta claramente que la voluntad de Dios no repugna a su simplicidad.

XXXV
Todo lo dicho hasta aquí está comprendido en un sólo artículo de fe

De todo lo dicho podemos deducir que Dios es uno, simple, perfecto, infinito, inteligente y volente; verdades todas que están contenidas en el Símbolo en un corto artículo de fe, en el que confesamos que creemos en un solo Dios todopoderoso. Como esta palabra Dios viene de la palabra griega Theos, derivada de otra de este mismo idioma, que significa ver o considerar, es evidente que el mismo nombre de Dios expresa en Él su inteligencia, y por consiguiente su volición. Además, cuando confesamos su unidad excluímos la pluralidad de dioses, porque no es simplemente uno sino aquello que es simple; y cuando confesamos que Dios es todopoderoso, damos a entender que hay en Él un poder infinito, al que nada puede sustraerse, comprendiendo en esta denominación su cualidad de infinito y perfecto, porque el poder de una cosa es proporcional a su esencia.

XXXVI
Todas estas verdades han sido objeto de consideración de los filósofos

Todo lo que acabamos de decir con respecto a Dios, ha sido objeto de consideraciones profundas, y de las sutilezas de algunos filósofos paganos, sin embargo de que muchos hayan incurrido en errores sobre esta materia. Aquellos que expusieron la verdad no han podido conocerla sino después de laboriosas y largas investigaciones. Hay además otras nociones acerca de Dios, nociones que nos enseña la doctrina cristiana, y que los filósofos paganos no han podido conocer: tales son las relativas a la fe católica, que están fuera del alcance de la razón humana. Por ejemplo, aun cuando Dios sea uno y simple, como queda demostrado, hay Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo, tres personas que no son tres Dioses, sino un solo Dios. Vamos a consagrarnos a la consideración de estos misterios en cuanto podamos hacerlo.

XXXVII
De que modo existe el Verbo en la naturaleza divina

Hemos dicho antes que Dios se comprende y se ama, y que en Él la inteligencia y la volición son una misma cosa que su ser. Por lo mismo que Dios se comprende, y que toda concepción de la inteligencia se encuentra en su ser, necesario es que Dios sea en sí mismo, como el objeto comprendido en el ser que le comprende: es así que el objeto de una concepción intelectual, en cuanto que está en el ser inteligente, es una especie de verbo del entendimiento, porque, en efecto, expresamos por un verbo exterior las operaciones intrínsecas de la inteligencia, y, según los filósofos, las palabras son los signos de las cosas entendidas; luego es necesario colocar en Dios la existencia del Verbo.

XXXVIII
El Verbo en la naturaleza divina es llamado Concepción

Lo que está contenido en el entendimiento como un verbo interior, es llamado comúnmente concepción de la inteligencia. Se dice que hay concepción material cuando un ser ha sido formado por una virtud vivífica en el seno de un animal Viviente, en virtud del concurso activo del macho y del concurso pasivo de la hembra, en quien se hace la concepción; de suerte que el ser concebido pertenece a la naturaleza del uno y de la otra, conformándose a ellos según la especie. Es así que lo que el entendimiento comprende está formado en él, con el concurso en cierta manera activo y pasivo del principio inteligente y del entendimiento: es así que lo que es comprendido por el entendimiento es conforme al principio inteligente motor, como siendo una especie de imagen suya, y a la inteligencia como pasiva, en cuanto que es producto intelectual; luego no sin razón se llama concepción del entendimiento a lo que es comprendido por él.

XXXIX
De qué modo el Verbo es comparado al Padre

En esto debemos hacer notar una diferencia. Como las concepciones del entendimiento son la imagen de la cosa concebida, representando su especie, estas concepciones son como los hijos de la inteligencia. Cuando el entendimiento comprende una cosa diferente de él mismo, la cosa comprendida es como el padre del verbo concebido en el entendimiento, al paso que el entendimiento es más bien asimilado a una madre, cuyo cargo es ser depositaria del producto de la concepción; pero cuando el entendimiento se comprende a sí mismo, el verbo concebido es comparado al principio inteligente, como el hijo es comparado al padre. Por consiguiente, cuando hablamos del Verbo, según el cual o por cuyo medio Dios se comprende a si mismo, necesario es compararle a Dios, de quien es Verbo, como se compara el Hijo al Padre.

XL
De qué modo se entiende la generación en las cosas divinas

En lo dicho antes está la razón de por qué el Símbolo de la fe católica nos enseña a confesar al Padre y al Hijo en la naturaleza divina, diciendo: Creo en Dios Padre y en su Hijo. Por temor de que al oír las palabras Padre e Hijo haya alguno que pueda sospechar una generación carnal, según el sentido que en orden natural damos a las palabras Padre e Hijo, San Juan Evangelista, a quien fueron revelados los secretos divinos. se vale de la palabra Verbo en lugar de la de Hijo, para darnos a entender que se trata de una generación intelectual.

XLI
El Verbo, que es el Hijo, tiene el mismo ser y esencia que el Padre

Es necesario considerar que, siendo en nosotros diferente el ser natural y el acto de entender, el verbo concebido en nuestro entendimiento, y que sólo tiene un ser intelectual, es de una naturaleza diferente de la de nuestro entendimiento, que tiene un Ser natural. Es así que en Dios el ser y el acto de entender son una misma cosa; luego el Verbo de Dios, que está en Dios, y de quien es Verbo, según el ser inteligible, tiene el mismo ser que Dios, de quien es Verbo; y esta es la razón por que debe tener la misma esencia y la misma naturaleza, y convenir al Verbo de Dios los atributos de Dios.

XLII
Así lo enseña la fe católica

En consecuencia de lo dicho antes, confesamos en el Símbolo de la fe católica que el Hijo es consubstancial al Padre; y por medio de esta fórmula dogmática evitamos el incurrir en dos errores: primero, que no podamos entender al Padre y al Hijo en el sentido de una generación carnal que se efectúe por una especie de distracción de la sustancia del Hijo de la del Padre; y segundo, que tampoco se pueda entender al Padre y al Hijo en el sentido de una generación intelectual, como la que tiene lugar en nuestra mente, cuando el Verbo es concebido en ella, como por una introducción accidental operada en el entendimiento, y sin que la existencia proceda de su esencia.

XLIII
En Dios, entre el Padre y el Verbo

No hay diferencia alguna e duración de especie ni de naturaleza. Las cosas que no se diferencian en la esencia, no pueden. admitir diferencia alguna de especie, de duración o de naturaleza. Por la misma razón que el Verbo es consubstancial al Padre, es claro que no puede diferenciarse del Padre por ninguna de estas tres relaciones. En primer lugar, no hay entre ellos diferencia de duración, en efecto, puesto que el Verbo existe en Dios por la razón de que Dios se comprende a sí mismo concibiendo a su Verbo, que es un acto intelectual de él mismo, necesario es que si el Verbo de Dios no ha existido siempre, Dios no haya tenido siempre inteligencia de sí mismo: es así que Dios se ha comprendido siempre, porque en Dios la inteligencia y el ser son una misma cosa; luego su Verbo ha existido igualmente siempre, y por esto decimos en el Símbolo que ha nacido del Padre antes de todos los siglos.

Es también imposible que el Verbo de Dios difiera de Dios en cuanto a la especie y sea como inferior a Dios, puesto que la inteligencia en Dios es adecuada a su ser: es así que el Verbo tiene una especie perfecta, porque el ser, de quien es Verbo, es comprendido de una manera perfecta; luego es necesario que el Verbo de Dios sea enteramente perfecto, según la especie de la divinidad. Sin embargo, hay cosas que proceden de otras sin llegar a poseer la perfección de su especie, como sucede, por ejemplo, en las generaciones impropiamente dichas. El sol no engendra otro sol, pero engendra ciertos animales4. Para excluir semejante imperfección de la generación divina decimos que el Verbo ha nacido Dios de Dios. Además, una cosa que procede de otra se diferencia de ella; por un defecto de pureza, por ejemplo, cuando se aplica a una materia extraña una cosa en sí pura y simple, el producto, llega a ser por lo mismo defectuoso, con relación a la primera especie; a la manera que se hace una casa material con el plano que existe en la mente del arquitecto; a la manera que se produce el color con la luz recibida en un cuerpo limitado, un cuerpo mixto con el fuego añadido a otros elementos, y la sombra con un rayo solar interceptado por un cuerpo opaco. Para excluir todo esto de la generación divina se añade que el Verbo es luz de luz. Tercera razón: una cosa que procede de otra no toma la especie de ésta, a causa de una falta de verdad, que no recibe en realidad su naturaleza, sino sólo cierta semejanza, como sucede con la imagen reflejada en un espejo, con una pintura o escultura, y aún con la semejanza de una cosa en el entendimiento o en el sentido. En efecto: no se dice que la imagen de un hombre es un hombre verdadero, sino la semejanza de un hombre; ni la piedra está en el alma, sino la especie do la piedra, como dicen los filósofos. Con el fin de excluir de esta generación divina semejante interpretación, se añade que el Verbo es Dios verdadero, de Dios verdadero. Es también imposible, según la naturaleza divina, que el Verbo sea diferente de Dios, puesto que es inherente a la naturaleza de Dios el conocerse a sí mismo. Si toda inteligencia conoce por su naturaleza ciertas cosas, como nuestro entendimiento los primeros principios con mucha más razón Dios, que es idéntico a su ser, debe conocerse a si mismo por su naturaleza. Luego su Verbo procede naturalmente de Él, no a la manera que unas cosas proceden de otras, sin un origen natural, como proceden de nosotros las cosas artificiales que nosotros hacemos, sino como las que naturalmente proceden de nosotros, a las cuales llamamos engendradas; Como el hijo. Para que no se entienda que el Verbo de Dios no procede de Él por su naturaleza, sino por el poder de su voluntad, añadimos: engendrado, no hecho.

XLIV
Conclusión de estas premisas

Como de las anteriores premisas se deduce que todas las condiciones de la generación divina se resumen en que el Hijo es consubstancial al Padre, se añade, por último, que el Hijo es consubstancial al Padre.

XLV
Dios está en Sí mismo como el objeto amado en el ser que ama

De la misma manera que el objeto de una concepción está en el ser inteligente, en cuanto que es objeto de la concepción, así también el objeto amado debe estar en el ser que ama, en cuanto que es objeto del amor. El Ser que ama es, en efecto, movido en cierto modo por el objeto amado, en virtud de cierto impulso intrínseco, de donde resulta, que estando el motor en contacto con el ser que recibe el movimiento, necesariamente el objeto amado ha de estar en el ser que ama. Como Dios se comprende a sí mismo, es igualmente necesario que se ame, porque el bien comprendido es amable en sí; luego Dios está en él mismo como el objeto amado en el ser que ama.

XLVI
El amor en Dios se llama Espíritu Santo

Estando el objeto de una concepción intelectual en el ser inteligente, y el objeto amado en el ser que ama, debernos meditar en que esto sucede así por razones y con condiciones diferentes. En efecto; como el acto de entender se ejerce por medio de una especie de asimilación del ser inteligente al objeto de la inteligencia, es necesario que este objeto de la acción intelectual esté en el ser inteligente, por lo mismo que su imagen está en él. La facultad de amar se pone en acción por cierto impulso que recibe el ser que ama del objeto amado; porque el objeto amado atrae a él, al ser que ama; luego la acción de amar no se efectúa por la semejanza del objeto amado, coma se ejerce la acción de entender por la semejanza del objeto de la concepción intelectual, sino en virtud de cierta atracción que arrastra al ser que ama hacia el objeto amado. La traslación de la semejanza principal se verifica por generación propiamente dicha, y en virtud de ella acontece en los seres vivientes que el que engendra recibe el nombre de padre, y el que es engendrado el de hijo. En estas mismas cosas la primera moción se hace según la especie; por consiguiente, así como tratándose de las cosas divinas, el modo con que Dios está en Dios, como el objeto de la concepción intelectual está en el ser inteligente, se expresa por estas palabras, el Hijo, que es el Verbo de Dios, así también el modo con que Dios está en Dios, como el objeto amado en el ser que ama, no es otra cosa que el Espíritu, que es el amor de Dios; luego según el símbolo de la fe católica estamos obligados a creer en el Espíritu.

XLVII
El espíritu que está en Dios es santo

Teniendo el bien amado razón de su fin, y haciendo el fin bueno o malo el movimiento de la voluntad, el amor que tiene por objeto al Sumo Bien, o lo que es lo mismo, a Dios, necesariamente ha de estar caracterizado por una bondad eminente, bondad que expresamos con el nombre de Santidad, ya se dé a la palabra santo la acepción de puro, como lo hacen los griegos, porque en Dios la bondad es perfectamente pura, sin defecto alguno, ya se la dé la acepción de estable o fecunda, como lo hacen los latinos, porque en Dios la bondad es inmutable; por esta razón se llama santo a todo la que se refiere a Dios, como el templo, los vasos del templo y todo lo que está consagrado al culto divino. Conveniente es, pues, sea llamado Espíritu Santo el Espíritu que nos da a conocer el amor que Dios se tiene a sí mismo. Por esto el símbolo de la fe católica llama santo a este espíritu cuando nos enseña a decir: creo en el Espíritu Santo.

XLVIII
El amor de Dios no tiene nada de accidental

Así como en Dios la inteligencia es su ser, así también su amor es su ser. Dios no se ama según que se agrega a su esencia alguna cosa, sino según su misma esencia; y como se ama porque está en Él mismo, como el objeto amado está en el ser que ama, Dios amado no está en Dios amante de un modo accidental, como lo están en nosotros nuestras afecciones, sino que Dios está en sí mismo substancialmente, como el objeto amado en el ser que ama. Por consiguiente, el Espíritu Santo, por cuyo medio se infunde en nosotros el amor divino, no es en Dios una cosa accidental; es una cosa subsistente en la esencia divina, como lo es el Padre y lo es el Hijo. Por esta razón el símbolo de la fe católica nos enseña que ha de ser adorado u glorificado juntamente con el Padre y con el Hijo.

XLIX
El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo

Debemos considerar también que la acción misma de entender procede de la facultad intelectiva del entendimiento. Desde el momento que el entendimiento entiende actualmente, el objeto de la concepción está en el mismo entendimiento. Por consiguiente, aquello que hace que el objeto comprendido esté en el ser que comprende, procede de la virtud intelectiva del entendimiento, virtud que es su verbo, como dijimos antes. Además, lo que es amado está en el amante por razón del acto afectivo presente. Es así que lo que hace que una cosa sea amada actualmente, procede de la virtud amativa del amante, y del bien amable actualmente concebido; luego lo que hace que el objeto amado esté en el ser que ama, procede del principio amativo y de la comprensión actual, que es el verbo concebido del objeto amable. Luego así como en Dios, que se comprende y se ama, el Verbo es el Hijo, y aquél de quien Él es el Verbo es e! Padre del Verbo; así también es evidente que el Espíritu Santo, que pertenece al amor, en virtud del cual Dios está en sí mismo como el objeto amado en el ser que se ama, procede del Padre y del Hijo, y por eso decimos en el Símbolo que procede del Padre y del Hijo.

L
La trinidad de personas no repugna en Dios a la unidad de esencia

De lo que acabamos de decir se deduce que en la divinidad admitimos un número ternario; número que, sin embargo, no repugna a la simplicidad de la esencia. No puede negarse que Dios, como existente en su propia naturaleza, es objeto de su inteligencia y de su amor, y que esto sucede en Dios de un modo distinto de lo que acontece en nosotros. La razón es que el hombre, en su naturaleza, es una substancia; pero su entendimiento y su amor no son su substancia. En efecto, el hombre, considerado en su naturaleza, es alguna cosa subsistente; pero considerado en su entendimiento , no es una cosa subsistente, sino el punto de vista de una cosa subsistente. Lo mismo sucede con respecto a la relación, en virtud de la cual está en sí mismo, como el objeto amado en el que ama. El hombre, por consiguiente, puede ser considerado bajo tres aspectos o relaciones de su existencia; esto es, en su naturaleza, en su entendimiento, en su amor; tres cosas que no constituyen unidad en le hombre; porque su inteligencia no es su ser, ni tampoco su amor; tres cosas, de las cuales, una sola es subsistente, a saber, la existencia del hombre en su naturaleza. En Dios, por el contrario, el ser la inteligencia y el amor son una sola cosa; luego Dios en su ser natural, Dios en su inteligencia, Dios en su amor, es una sola cosa; luego Dios en su ser natural, Dios en su inteligencia, Dios en su amor, es una sola cosa, y sin embargo cada una de las relaciones de esta triplicidad es una coas subsistente y substancial. Y como los latinos llaman personas y los griegos hypóstasis a las cosas substanciales o subsistentes en la naturaleza intelectual, los latinos dicen que en Dios hay tres personas y los griegos tres hypóstasis, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

LI
Repugnancia aparente en la trinidad personas en Dios

Parece que hay cierta repugnancia en lo dicho anteriormente; porque si se admite en Dios un número ternario cualquiera, como todo número implica división, necesario será reconocer en Dios cierta diferencia, en virtud de la cual cada una de las personas se distinga de las otras, quedando así destruída la suma simplicidad en Dios. En efecto: si las tres personas convienen en una cosa y se diferencian en otra, ha de haber necesariamente composición en ellas, y esto pugna con lo dicho antes. Además, si no puede haber más que un solo Dios, como una cosa que es única no puede provenir ni proceder de sí misma, imposible es admitir un Dios engendrado o un Dios procedente; luego es un error proclamar en Dios los nombres del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo procedente de los otros dos.

LII
Solución de la dificultad anterior

Para resolver esta dificultad, debe empezarse por reconocer que en las cosas diferentes, según la diversidad de su naturaleza, hay modos diversos de procedencia o procesión. En efecto; en las cosas inanimadas que no se mueven así mismas, sino que reciben el movimiento de una cosa extraña, en esas cosas una proviene de otra, en virtud de una cambio o alteración exterior, como, por ejemplo, el fuego es producido por el fuego, y el aire lo es por el aire. Por el contrario, en las cosas que tienen vida y por su naturaleza son susceptibles de moverse por sí mismas, la generación se hace en el ser que engendra, v. gr., el feto de los animales y el fruto de las plantas. Es, pues, necesario considerar los modos diferentes de procesión o procedencia, en razón a las diversas fuerzas y procesiones de los seres.

En efecto: hay en los seres ciertas fuerzas, cuyas operaciones no son extensivas más que a los cuerpos, en cuanto que son materiales, tales como las fuerzas del alma vegetativa que producen la nutrición, el crecimiento y la multiplicación. De la acción de esta clase o género de fuerzas no procede nada que no sea corporal, y corporalmente distinto, pero unido, sin embargo, de cierta manera en los seres vivientes a aquél de que proceden. Hay además, ciertas fuerzas, cuyas operaciones, sin salir del orden corporal, se extienden a las especies corporales, poniéndose en relación con estas sin el auxilio de la materia, como sucede con las fuerzas del alma sensitiva; porque, como dicen los filósofos, hay sentido susceptible de recibir especies sin materia. Aun cuando esta clase de fuerzas reciban de cierto modo las formas de las cosas inmaterialmente, no lo hacen, sin embargo, sin el auxilio de los órganos corporales. Si se encuentra alguna procesión en esta clase de fuerzas del alma, el sujeto de la procesión o aquello que de dichas fuerzas procede, no será una cosa corporal, o corporalmente distinta, o una cosa unida al principio de la procesión; será alguna cosa incorporal, inmaterial en cierto modo, pero producida con cierto auxilio de los órganos corporales. Así es como en los animales se producen las formas de las cosas imaginadas que existen en la imaginación, no como un cuerpo en otro cuerpo, sino en una manera en cierto modo espiritual. Esta es la razón porque San Agustín llama espirituales a las visiones de la imaginación; luego si de las operaciones de la imaginación procede alguna cosa extraña de toda corporalidad, con mayor razón debe suceder así en las operaciones del entendimiento, para cuyo ejercicio no tiene necesidad del auxilio de los órganos, porque sus operaciones son enteramente inmateriales. A la verdad, el verbo precede de las operaciones de la inteligencia, como existente en el entendimiento mismo del que habla; pero no como localizado en él, ni como corporalmente separado de él, sino como existente en é, según el orden de su origen. Esto mismo sucede con la procesión producida por las operaciones de la voluntad, en tanto que la cosa amada existe en el amante, según dijimos más arriba. Pero aunque las fuerzas intelectivas y sensitivas sean en sí mismas más nobles que las del alma vegetativa, sin embargo, ni en el hombre ni en los demás animales resulta nada subsistente en al naturaleza de la misma especie respecto a la procesión de la facultad imaginativa o de la facultad sensitiva. Este hecho sólo tiene lugar en la procesión que se efectúa por las operaciones del alma vegetativa, y la razón es que en todo ser compuesto de materia y de forma, la multiplicación de individuos en la misma especie se efectúa por la división de la materia. Así es como en los hombres y demás animales, como compuestos de materia y de forma, los individuos se multiplican en la misma especie, según la división corporal resultante de la procesión que se efectúa por las operaciones del alma vegetativa, lo cual no sucede así con las demás operaciones del alma. Por el contrario, en las cosas que no tiene ni materia ni forma, no puede encontrarse más que una distinción formal. Pero si es sustancia de la cosa la forma por cuyo medio se efectúa la distinción, necesario es que esta distinción recaiga sobre ciertas relaciones subsistentes, lo cual no es así, si la forma no está substancialmente identificada con la misma cosa.

Es, pues, una cosa clara para toda inteligencia, la necesidad de que lo que es concebido en el entendimiento, proceda en cierto modo del ser inteligente, en cuanto que es inteligente, y que su procesión o procedencia se distinga de él en cierto modo, a la manera que la concepción del entendimiento, que es una consideración de la inteligencia en ejercicio, se distinga del poder intelectual que la concibe. Del mismo modo es necesario que la acción afectiva del amante, en virtud de la cual el objeto amado está en el amante, proceda de la voluntad del amante, en cuanto que es amante. Es, empero, una propiedad de la inteligencia divina el que la inteligencia y el ser sean substancialmente idénticos, y, por lo mismo, la concepción del entendimiento, que es la consideración formulada intelectualmente, sea su substancia. Esto mismo sucede con la acción afectiva en Dios ejerciendo esta facultad. De lo dicho resulta que la concepción de la inteligencia divina, que es su Verbo, no es distinta de la persona divina que le produce, en cuanto al ser substancial, sino sólo en cuanto al modo de la procesión. Lo mismo podemos decir del amor de Dios en el ejercicio de esta facultad, que es relativa al Espíritu Santo. Así queda demostrado con claridad no haber nada que impida que el Verbo de Dios, que es el Hijo, sea uno con el Padre en cuanto a la substancia, y que sin embargo se distinga de Él en cuanto a la procesión. Es, finalmente, evidente que la misma cosa no proviene ni procede de si misma, porque el Hijo se distingue del Padre, en cuanto procede de Él, y lo mismo ha de decirse del Espíritu Santo respecto al Padre y al Hijo.

LIII
Las relaciones que distinguen al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, son reales y no de razón

Las relaciones en virtud de las cuales se distinguen uno de otro el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, son relaciones reales y no relaciones de razón. Las relaciones de razón solamente son aquellas que tienen por objeto, no alguna cosa existente en la naturaleza de las cosas, sino alguna cosa que sólo existe en la concepción: por ejemplo, la derecha o la izquierda, hablando de una piedra, no son relaciones reales, porque ni la derecha ni la izquierda se refieren a cualidad alguna realmente existente en la piedra; se refieren al hecho de considerar una piedra como si tuviera derecha o izquierda, porque esté a la derecha o a la izquierda de un animal. Es así que la derecha o la izquierda en un animal son relaciones reales, porque se refieren a ciertas propiedades existentes en partes determinadas del animal; luego existiendo como existen realmente en Dios las relaciones en virtud de las cuales el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se distinguen uno de otro, necesario es que estas relaciones sean reales, y no sólo de razón.

LIV
Estas relaciones no son accidentalmente inherentes

No es posible que estas relaciones sean accidentalmente inherentes, ya porque las operaciones a que se siguen directamente las relaciones son la misma substancia de Dios, ya porque, como antes se ha demostrado, no puede haber en Dios nada que sea accidental. De aquí se sigue que si las relaciones de que hablamos existen en Dios, no pueden ser accidentalmente inherentes, sino subsistentes. Por las premisas precedentes puede comprenderse cómo lo que es accidental en los demás seres, puede existir substancialmente en Dios.

LV
Las relaciones referidas constituyen en Dios una diferencia de personas

Como en la naturaleza divina la distinción se efectúa por relaciones que no son accidentales, sino subsistentes; y como la distinción de las cosas subsistentes en toda naturaleza intelectual es una distinción personal, necesario es que las relaciones de que hablamos constituyan en Dios una diferencia de Personas. Luego el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son tres Personas, y también tres hipóstasis, porque la palabra hipóstasis significa alguna cosa subsistente y completa.

LVI
Es imposible que haya en Dios más de tres personas

Es imposible que haya en Dios más de tres personas, porque es imposible que las Personas divinas se multipliquen por una división de substancia, sino solamente por una relación de procesión, y, no por una procesión cualquiera, sino por una procesión que no dé por resultado alguna cosa externa. En efecto: si esa procesión diera por resultado alguna cosa externa, no tendría naturaleza divina, y por consiguiente no sería una persona o una hipóstasis divina. Es así que en Dios la procesión que no tiene un término exterior no puede ser tomada más que en el orden de las operaciones de la inteligencia de donde procede el Verbo, o de las operaciones de la voluntad de donde procede el amor, como dijimos antes; luego no puede haber en Dios alguna persona divina que de Él proceda de otro modo que como procede el Verbo a quien llamamos Hijo, o el amor al que llamamos Espíritu Santo. Además, como Dios lo abarca todo con sola la intuición de su inteligencia, y su amor se extiende a todo por un solo acto de su voluntad, es imposible que en Dios haya muchos verbos o muchos amores; luego si el Hijo procede como Verbo, y el Espíritu Santo como amor, claro es que no puede haber en Dios muchos Hijos o muchos Espíritus Santos. Además, lo que admite fuera de si alguna cosa del mismo género no es simplemente perfecto, y por esta razón las cosas que son simplemente perfectas en su naturaleza no se multiplican en número, como Dios, el sol 5, la luna y otras cosas semejantes. Necesario es también que tanto el Hijo como el Espíritu Santo sean simplemente perfectos, siendo como es Dios cada uno de ellos. Es, pues, imposible que haya muchos Hijos y muchos Espíritus Santos. Además, lo que hace que algo subsistente sea tal cosa determinada y distinta de las demás, no puede multiplicarse en número, porque lo que es individual no puede ser predicado de muchos, En virtud de la filiación, el Hijo es esta persona divina subsistente en si misma y distinta de las demás; como por los principios de individualización Sortes es tal persona humana determinada. Así como los principios de individualización en virtud de los cuales Sortes es tal hombre determinado, no pueden convenir más que a uno solo; así también la filiación en Dios no puede convenir más que a una sola persona. Lo mismo sucede en cuanto a las relaciones del Padre y del Espíritu Santo, y, por consiguiente, es imposible que haya en Dios muchos Padres, muchos Hijos o muchos Espíritus Santos. Aún podemos insistir considerando que las cosas que poseen la unidad de forma no se multiplican en número, sino por la materia, como se multiplica la blancura, porque son muchos los objetos que la reciben: es así que en Dios no hay materia; luego en Él todo lo que posee la unidad de forma y la unidad de especie, no puede multiplicarse numéricamente, y así sucede, en efecto, con la paternidad, la filiación y la procesión del Espíritu Santo; luego es imposible que en Dios haya muchos Padres, muchos Hijos o muchos Espíritus Santos.

LVII
Las propiedades de Dios Padre

Reconocido en Dios este número de personas, debe haber en él cierto número de propiedades de las personas que sirvan para diferenciarlas entre sí. En el Padre hay tres: una que le distingue del Hijo sólo, la paternidad; otra que le distingue del Hijo y del Espíritu Santo, propiedad que llamamos inascibilidad, porque Dios Padre no procede de ninguno otro; otra, en fin, que es aquella por la cuál el Padre es con el Hijo distinto del Espíritu Santo, y se llama espiración común. No se asigna propiedad que distinga al Padre del Espíritu Santo, porque el Padre y el Hijo son el principio común del Espíritu Santo, como hemos manifestado antes.

LVIII
Las propiedades del Hijo y del Espíritu Santo

Dos propiedades convienen necesariamente al Hijo: una que le distingue del Padre, la filiación; otra que juntamente con el Padre le distingue del Espíritu Santo, la espiración común. No hay necesidad de asignar al Hijo una propiedad que le distinga del Espíritu Santo sólo; porque, como acabamos de decir, el Hijo y el Padre son el principio común del Espíritu Santo. Tampoco hay necesidad de asignar una propiedad, en virtud de la cual el Hijo y el Espíritu Santo se distingan del Padre, porque el Padre se distingue de ambos por una sola propiedad, la inascibilidad, en cuanto que el Padre no procede de nada. Como el Hijo y el Espíritu Santo tienen modos diferentes de procesión, claro es que se distinguen del Padre por dos propiedades. El Espíritu Santo no tiene más que una sola propiedad, por la cual se distingue del Padre y del Hijo, propiedad a que damos el nombre de procesión. De lo dicho aparece que no puede existir propiedad que distinga al Espíritu Santo del Hijo sólo o del Padre sólo. Cinco son, por consiguiente, las propiedades que se atribuyen a las Personas divinas, a saber: la inascibilidad, la paternidad, la filiación, la aspiración común, y la procesión.

LIX
Por qué estas propiedades son llamadas nociones

Estas cinco relaciones pueden ser llamadas nociones de las personas, porque nos dan a conocer la distinción de las Personas divinas; pero no pueden recibir el nombre de propiedades, entendiendo propio solamente lo que conviene a una sola persona; porque la espiración común conviene al Padre y al Hijo. Sin embargo, no hay inconveniente en que se llame propiedad a la espiración común, siguiendo la costumbre recibida de decir que una cosa es propia a muchos con relación a otra cosa distinta, como, por ejemplo, cuando se dice que la cualidad de bípedo conviene al hombre y al ave respecto del cuadrúpedo. Pero como las Personas divinas se distinguen por las relaciones solas, y como las nociones nos dan a conocer la distinción de estas mismas Personas, necesario es que estas nociones pertenezcan de algún modo a la relación. De estas relaciones, cuatro son relaciones verdaderas, que establecen entre las Personas divinas una reciprocidad de relaciones, porque, con respecto a la quinta noción, esto es, la inascibilidad, pertenece a la relación como negación de relación, supuesto que las negaciones se refieren al género de las afirmaciones, y las privaciones al género de las posesiones, como lo que no es hombre al género del hombre, lo que no es blanco al género de la blancura. Entre las relaciones que establecen entre las personas relaciones mutuas, unas tienen nombre, como la paternidad y la filiación, porque significan propiamente una relación; otras son innominadas, como las que designan las relaciones recíprocas entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; y en este caso, en lugar de darlas el nombre de relaciones, emplearemos la palabra orígenes. Es evidente que la espiración común y la procesión significan el origen y no las relaciones procedentes del origen. Así podemos decirlo, considerando las relaciones del Padre y el Hijo; porque la generación significa un origen activo, de donde procede la relación de la paternidad; y el nacimiento, por el contrarío, significa el origen pasivo del Hijo, de donde procede la relación de la filiación. La espiración común, y aún la procesión, producen alguna relación; pero como las relaciones son innominadas, nos valemos de los nombres de los actos en lugar de los nombres de las relaciones.

LX
No hay en Dios mas que tres personas

Aún cuando son cuatro las relaciones que en él subsisten. Debemos considerar que aunque las relaciones subsistentes en Dios sean las mismas Personas divinas, como dijimos antes, sin embargo, no puede haber en Dios cinco o cuatro personas, según el número de las relaciones. El número, en efecto, determina cierta distinción. Del mismo modo que la unidad es indivisible, así también la pluralidad es divisible. Para la pluralidad de personas es necesario que las relaciones tengan un valor distintivo, en razón a la oposición; porque la distinción formal no tiene lugar más que por la oposición. Considerando, pues, dichas relaciones, la paternidad y la filiación, se ve que tienen entre si una oposición relativa, en virtud de la cual no pueden existir simultáneamente en el mismo supuesto; y por lo tanto es necesario que la paternidad y la filiación sean dos personas subsistentes. La inascibilidad es en verdad opuesta a la filiación, pero no a la paternidad; y esta es la razón por qué la paternidad y la inascibilidad pueden convenir a una misma persona. La espiración común no se opone tampoco ni a la paternidad, ni a la filiación, ni aún a la inascibilidad, y por lo mismo no hay inconveniente alguno en que la espiración común se encuentre en la persona del Padre y en la del Hijo. Esta es la razón por que la espiración común no es una persona subsistente distinta de la persona del Padre y de la del Hijo. La procesión, por el contrario, tiene una oposición relativa a la espiración común. De aquí resulta que conviniendo al Padre y al Hijo toda espiración, necesario es que la procesión sea una persona distinta de la persona del Padre y de la del Hijo. De aquí aparece con la mayor claridad, porqué no se dice que hay en Dios cinco personas, en razón al número cinco de nociones, sino tres personas, en razón a las tres relaciones personales. Las cinco nociones no son por cierto cinco cosas subsistentes; al paso que las tres personas son tres cosas subsistentes. Aun cuando muchas nociones o propiedades puedan convenir a una persona, no hay más que una sola que constituya la persona; porque lo que constituye la persona no es la pluralidad de propiedades, sino la propiedad subsistente y relativa. En efecto, si se concibieran muchas propiedades como distintas y subsistentes por sí mismas, habría por lo mismo muchas personas en lugar de una; por consiguiente, es necesario decir que entre muchas propiedades o nociones que convienen a una persona sola, la que procede, según el orden de la naturaleza, es la que constituye la persona, y las demás son consideradas como inherentes a la persona ya constituida. Es, pues, evidente que la inascibilidad no puede ser la primera noción del Padre que constituye a su persona, ya porque la negación no constituye nada, ya porque la afirmación precede naturalmente a la negación. En cuanto a la espiración común, presupone en el orden de la naturaleza la paternidad y la filiación, del mismo modo que la procesión del amor presupone la procesión del Verbo; y de ahí resulta que la espiración común no puede ser la primera noción del Padre, ni del Hijo; y, por consiguiente, que la paternidad es la primera noción del Padre, la filiación la primera noción del Hijo, y la procesión sola la noción del Espíritu Santo. Queda probado que hay tres nociones que constituyen las personas, la paternidad, la filiación y la procesión; y que estas tres nociones son necesariamente propiedades. En efecto, lo que constituye la persona sólo debe convenir a la persona constituida; porque los principios de individualización no pueden convenir a muchos; por esto se da a estas tres nociones el nombre de propiedades personales, como constituyendo tres personas del modo que hemos dicho; y por esto se dice que las demás son propiedades o nociones de personas, pero no personales, supuesto que no constituyen las personas.

LXI
Sobre cómo las propiedades personales hacen desaparecer las hipóstasis

De lo dicho antes aparece que, apartando por una abstracción mental las propiedades personales, desaparecen las hipóstasis: En efecto: separada la forma por medio de la abstracción intelectual, queda el sujeto de la forma, a la manera que, después de haber separado la blancura, quede la superficie la cual separada permanece la substancia, de la cual removida la forma queda la materia prima; pero destruido el sujeto, ya no queda nada. Es así que las propiedades personales son las mismas personas subsistentes, porque estas propiedades no constituyen las personas como sobreviniendo en supuestos preexistentes; porque lo que en Dios es absoluto, no puede ser distinto, sino sólo lo que es relativo; luego necesario es decir que, hecha abstracción mental de las propiedades personales, no quedan ya hipóstasis distintas, en tanto que separando las nociones no personales quedan siempre hipóstasis distintas.

LXII
Sobre cómo después de la abstracción mental, siempre permanece la esencia divina

Si alguno preguntase si después de la abstracción mental de las propiedades personales queda la esencia divina, debe respondérsele, sí en un sentido, y no en otro. En efecto: hay dos clases de abstracciones mentales: una que consiste en abstraer la forma de la materia, procediendo de lo que es más formal a lo que es más material, porque lo que es primer sujeto queda siempre en primer lugar, y la última forma es lo primero que se aparta o remueve; otra, que consiste en abstraer lo que es universal de lo que es particular. Esta abstracción se efectúa en cierto modo en un sentido contrario, porque se apartan primero las condiciones materiales de individualización para atenerse sólo a lo que es común. Aun cuando en Dios no haya ni materia ni forma, ni universal ni particular, hay en Dios, sin embargo, algo que es común, que es propio y supuesto de la naturaleza común; y sucede así porque las personas son comparadas a la esencia, según el modo de entender, del mismo modo que los supuestos propios son comparados a la naturaleza común. Luego, según el primer modo de hacer la abstracción mental, separando las propiedades personales, que son las personas subsistentes, queda destruida la naturaleza común, al paso que haciendo la abstracción por el segundo modo, la naturaleza común existe siempre.

LXIII
Del orden de los actos personales con relación a las propiedades personales

De lo dicho puede colegirse cuál es intelectualmente el orden de los actos personales con relación a las propiedades personales. Las propiedades personales son personas subsistentes. La persona subsistente, cualquiera que sea su naturaleza, obra por la comunicación de su naturaleza y en virtud de esta misma naturaleza, porque la forma de la especie es el principio de la generación de un ser semejante en la misma especie. Luego como los actos personales pertenecen a la comunicación de la naturaleza divina, necesario es que la persona subsistente comunique la naturaleza común en virtud de su misma naturaleza. De aquí pueden deducirse dos conclusiones: primera, que la potencia generativa en el Padre es la misma naturaleza divina; porque el poder de hacer alguna cosa es el principio en virtud del cual se ejerce la acción; segunda, que un acto personal, a saber, la generación, según el modo de entender, presupone la naturaleza divina y la propiedad personal del Padre, que es la hipóstasis misma del Padre, aun cuando esta propiedad, en cuanto que es relación, proceda del acto. De esto se sigue que si se considera en el Padre la cualidad de persona subsistente, puede decirse que engendra, porque es Padre; y si, por el contrario se considera la relación, será necesario decir que es Padre, porque engendra.

LXIV
Cómo ha de entenderse la generación con respecto al Padre y al Hijo

Conviene saber que ha de entenderse de distinto modo el orden de la generación activa por la paternidad, y la generación pasiva o la natividad con relación a la filiación. La generación activa presupone en el orden de la naturaleza la persona del que engendra, al paso que la generación pasiva o la natividad precede en el orden de la naturaleza a la persona engendrada, porque ésta recibe su existencia de su natividad. Por consiguiente, la generación activa, según el modo de entender, presupone la paternidad, en cuanto que es constitutiva de la persona del Padre; por el contrario, la natividad no presupone la filiación, en cuanto que es constitutiva de la persona del Hijo, pues según el modo de entender, la precede de uno y otro modo, es decir, en cuanto que es constitutiva de la persona y en cuanto que es relación. Lo mismo debemos entender de todo lo que pertenece a la procesión del Espíritu Santo.

LXV
Entre los actos nocionales y las personas no hay más que una diferencia de razón

En el orden que hemos asignado a los actos nocionales y a las propiedades nocionales, no pretendemos establecer que los actos nocionales se diferencien en el fondo de las propiedades personales, sino solamente en cuanto al modo de entender Del mismo modo que la inteligencia de Dios es Dios mismo en el ejercicio activo de su inteligencia, así también la generación del Padre es el Padre que engendra, aun cuando estas cosas estén significadas de otra manera. Aunque una persona tenga muchas nociones, no por eso hay en ella composición alguna. En efecto, siendo la inascibilidad una propiedad negativa, no puede producir composición de ninguna clase. Las dos relaciones que existen en la persona del Padre, a saber, la paternidad y la espiración común, son en el fondo una misma cosa en tanto que son comparadas a la persona del Padre. En efecto así como la paternidad es el Padre, así también la espiración común en el Padre es el Padre, y en el Hijo es el Hijo. Estas relaciones se diferencian por razón de la diversidad de sus conceptos, porque el Padre se refiere al Hijo por medio de la paternidad, y al Espíritu Santo por la espiración común; y del mismo modo el Hijo se refiere al Padre por la filiación, y al Espíritu Santo por la espiración común.

LXVI
Las propiedades relativas son la misma esencia divina

Las propiedades relativas son la misma esencia divina, Las propiedades relativas son las mismas personas subsistentes: es así que en Dios la persona subsistente no puede ser más que la esencia divina: es así que la esencia divina es Dios mismo, como ya hemos demostrado; luego las propiedades relativas son en el fondo lo mismo que la esencia divina. Además, todo lo que hay en un ser, fuera de su esencia, está en él accidentalmente: es así que en Dios no puede haber accidente alguno; luego las propiedades relativas no son en el fondo diferentes de la esencia divina.

LXVII
Las relaciones no son exteriores, como afirmaron los porretanos

No puede decirse que las propiedades de que hemos hablado estén fuera de las personas, y no en las personas, como dijeron los Porretanos. En las cosas sometidas a las relaciones de esta clase, debe haber relaciones reales, como se ve claramente en las criaturas, en las cuales hay relaciones reales, como hay accidentes en los sujetos. Es así que las relaciones que distinguen a las personas divinas son relaciones reales, como dijimos antes; luego es necesario que estas relaciones estén en las personas divinas, pero no como accidentes. En efecto: hemos demostrado que aquellas cosas que en las criaturas son accidentes, trasladadas a Dios, dejan de ser accidentes, como la sabiduría, la justicia y otras cosas semejantes. Además de esto, en Dios no puede haber distinción más que por las relaciones, porque las cosas que están designadas de una manera absoluta son comunes; luego si las relaciones están fuera de las personas o son exteriores a ellas, no quedará ninguna distinción entre estas personas. Necesario es, por consiguiente, admitir que las propiedades relativas están en las personas; pero de tal suerte, que son las personas mismas, y aun la misma esencia divina, a la manera que se dice que la sabiduría y la bondad en Dios, son Dios mismo y la esencia divina.

LXVIII
De los efectos de la divinidad, y en primer lugar del ser divino

Después de estas consideraciones referentes a la unidad de la esencia divina y a la trinidad de personas, aun nos quedan por examinar los efectos de la divinidad. El primer efecto de Dios en las cosas, es su mismo ser, que suponen todos los demás efectos de que es fundamento. Todo lo que tiene una existencia cualquiera, necesariamente recibe su ser de Dios. En efecto: en todas las cosas ordenadas se encuentra comúnmente que lo que es primero y perfectísimo en un orden cualquiera, es causa de lo que es posterior en el mismo orden, como el fuego, que es calidísimo, es causa del calor en los demás cuerpos cálidos. Las cosas imperfectas traen su origen de las cosas perfectas, como las simientes, que proceden de los animales y de las plantas. Antes hemos demostrado que Dios es el primero y el más perfecto de los seres; luego necesario es que sea causa del ser en todo lo que goza del ser. Además, todo lo que tiene una cualidad por participación, se refiere a lo que goza de ella por esencia, como al principio y a la causa, a la manera que el hierro encendido tiene la virtud ígnea de lo que es fuego por esencia: es así que Dios es su propio ser, como antes se ha probado; luego el ser le conviene por su esencia, en tanto que no conviene más que por participación a los demás seres. En efecto: no hay ningún otro ser cuya esencia sea su propio ser; porque el ser absoluto y subsistente por sí mismo debe necesariamente ser único, como ya queda probado; luego Dios es necesariamente la causa de la existencia de todo lo que es.

LXIX
Dios no tuvo necesidad de materia preexistente para la creación de las cosas

Lo dicho anteriormente demuestra que Dios, al crear las cosas, no tiene necesidad de materia para obrar, porque ningún agente, antes de obrar, tiene necesidad de lo que produce con su acción, sino solamente de aquello que no puede producir con su misma acción. El arquitecto, para obrar, necesita piedras y maderas, porque no puede producir estos materiales con su acción, al paso que produce la casa con su operación, pero no la supone preexistente a su obra. Necesario es que la materia sea producida por la acción de Dios, puesto que hemos demostrado que todo lo que de cualquier modo es, tiene a Dios por causa de su existencia. Queda, pues, probado que Dios, al obrar, no supone la materia ya existente. Otra razón: el acto es naturalmente anterior a la potencia, y por esta razón le conviene primariamente la cualidad de principio: es así que todo principio que al crear presupone otro, no posee la cualidad de principio más que de un modo subalterno; luego siendo Dios el principio de todo como acto primo, y la materia como un ser en potencia, inconveniente sería decir que Dios, al crear las cosas, supone la materia existente. Además, cuanto más universal es una causa, tanto más universal es también su efecto, porque las causas particulares aplican los efectos de las causas universales a un objeto determinado; determinación que es al efecto universal lo que el acto es a la potencia. Toda causa que constituye una cosa en el estado de acto presupuesto, por lo mismo que está en potencia con respecto a este acto, es causa particular relativamente a alguna causa más universal. Es así que esto no conviene a Dios, siendo como es causa prima; luego la materia no es preexistente a su acción, y por consiguiente, a Él pertenece el poder hacer que las cosas pasen de la nada al ser, lo cual es crear. Por esta razón el Símbolo de la fe católica le confiesa Creador.

LXX
La Creación conviene solamente a Dios

Dedúcese también de lo dicho que la cualidad de Creador conviene solamente a Dios, porque la creación conviene a la causa que no reconoce otra causa más universal: es así que esto sólo pertenece a Dios; luego sólo Él es Creador. Además, cuanto más distante del acto está la potencia, tanta más virtud necesita para reducirse a acto: es así que cualquiera que sea la distancia de la potencia al acto, siempre queda mayor distancia si se substrae la misma potencia; luego para crear una cosa de la nada es necesaria una virtud infinita. Dios solo posee una virtud infinita, porque tiene una esencia infinita; luego Dios sólo puede ser Creador.

LXXI
La diversidad de la materia no es la causa de la diversidad en las cosas

De las premisas anteriores se deduce que la causa de la variedad de las cosas no es la diversidad de la materia. En efecto: hemos demostrado que la acción divina no supone la materia preexistente, supuesto que crea las cosas en su ser propio: es así que la causa de la variedad de las cosas no procede de la materia sino en cuanto la materia es necesaria para la producción de las cosas, a fin de que las formas sean diversas, según la diversidad do la materia; luego la materia no es la causa de la variedad de las cosas creadas por Dios. Además, lo que en las cosas constituye el ser, constituye también la unidad y la pluralidad, porque cada cosa, en cuanto que es ser, es también una: es así que las formas no tienen el ser por causa de la materia, sino más bien las materias por las formas, porque el acto es mejor que la potencia, y por esto una cosa por cuya virtud existe otra, es mejor que esta última; luego las formas no son diversas porque convengan a diferentes materias, sino que son diversas las materias en virtud de las diversas formas.

LXXII
De qué modo ha producido Dios los diversos seres

Siendo las cosas respecto de la unidad y de la pluralidad lo mismo que con respecto a su ser, y dependiendo de Dios el ser de todas las cosas, necesario es que la causa de la pluralidad de las cosas proceda de Dios. Veamos de qué manera. Es necesario que todo agente produzca alguna cosa semejante a él, en cuanto es posible; pero como no es posible que las cosas creadas por Dios pudieran asimilársele hasta en la bondad divina en aquella simplicidad con que existe en Dios, claro es que ha sido necesario que lo que es uno y simple fuese representado de un modo diverso y desemejante en las cosas creadas; y necesario ha sido, por consiguiente, que hubiera diversidad en las cosas creadas por Dios, a fin de que la diversidad de las cosas imitase a su manera la perfección divina. Además, todo ser que es producto de una causa, es finito, porque sólo la esencia divina es infinita: es así que todo ser finito se hace mayor por una adición cualquiera; luego es mejor que la diversidad existiera en las cosas creadas, a fin de que se multiplicasen los seres buenos, que no establecer un solo género de seres creados. Propio es de lo que es excelente producir obras excelentes; luego conveniente era que Dios produjera la variedad en sus criaturas.

LXXIII
De la variedad de las cosas y en grado y en orden

Conveniente era establecer cierto orden en la variedad de las criaturas para que unas fuesen mejores que otras. A la grandeza de la bondad divina pertenecía hacer, en cuanto es posible, a los seres creados, participantes de esta bondad. Dios no solamente es bueno en si mismo, sino que aventaja en bondad a todo, y todo lo dirige y atrae hacia su bondad. Para que fuese más perfecta la semejanza de las criaturas con Dios, necesario era que ciertos seres fuesen mejores que otros, a fin de que la acción de unos recayera sobre otros para su perfeccionamiento. La primera variedad de las cosas consiste principalmente en la diversidad de las formas; y la diversidad de las formas está basada en la contrariedad, porque el género está dividido en diversas especies, con contrarias diferencias. Y como es necesario que haya orden en la contrariedad, porque entre los contrarios hay diversos grados de perfección, claro es que estableciendo Dios la variedad entre los seres, ha debido poner en ellos cierto orden, haciendo que los unos sean mejores que los otros.

LXXIV
De qué modo entre las criaturas unas son más en potencia y menos en acto

Como una cosa es tanto más noble y perfecta cuanto más se aproxima a la semejanza divina, siendo Dios acto puro sin mezcla de potencia, necesario es que los seres más perfectos sean más en acto y menos en potencia, y que los que son inferiores a ellos sean más en potencia. Veamos cómo sucede esto. Como Dios es eterno e inmutable en su ser, los seres más ínfimos, como más distantes de la semejanza divina, son aquellos que están sometidos a la generación y a la corrupción, que existen en un tiempo y no existen en otro; y como el ser sigue la forma de la cosa, existen cuando tienen esta forma, y dejan de existir cuando están privados de ella. Necesario es, por consiguiente, que haya entre ellos alguna cosa que pueda, ya recibir esta forma, ya quedar privada de ella, y esto es a lo que llamamos materia. Los seres menos nobles han de estar por lo mismo compuestos de materia y de forma. Los que están más elevados en la escala de los seres, se aproximan más a la semejanza divina, sin que haya en ellos potencia para ser o no ser, porque mediante la creación han recibido de Dios el ser inmortal. Siendo la materia, en cuanto materia, la potencia para el ser que resulta de la forma, los seres en que no se encuentra la potencia para el ser o el no ser, no están compuestos de materia y de forma, pues no son más que formas subsistentes en su ser que recibieron de Dios. Es necesario que las substancias de este género sean incorporales e incorruptibles; porque en todas las cosas corruptibles hay potencia o no ser, lo cual no sucede lo mismo en las otras, como ya hemos dicho; luego son incorruptibles. Además, ningún ser se corrompe sino por la separación de la forma, porque el ser sigue siempre la forma: es así que siendo formas subsistentes las substancias de este género, no pueden ser separadas de sus formas, y por lo mismo no pueden perder el ser; luego son incorruptibles.

Entre estas dos clases de substancias hay otras intermediarias, que sin tener potencia para el ser o el no ser, tienen, sin embargo, potencia para la locomoción. Tales son los cuerpos celestes, que no están sometidos a la generación ni a la corrupción, porque no hay en ellos contrariedades; y sin embargo, son mutables en cuanto al lugar, y en algunos se encuentra materia y movimiento. El movimiento es el acto de un ser existente en potencia. Por consiguiente, estos cuerpos tienen una materia que no está sujeta a la generación y a la corrupción, sino sólo a la locomoción o mutación de lugar.

LXXV
Hay ciertas substancias intelectuales llamadas inmateriales

Las substancias de que hemos hablado, y que llamamos inmateriales, necesariamente han de ser también intelectuales. En efecto: una cosa es intelectual porque está exenta de materia, y puede ser percibida por el modo de entender, pues lo que es inteligible en acto y la inteligencia en acto son una misma cosa. Es evidente que una cosa es inteligible en acto por lo mismo que está separada de la materia, porque no podemos tener un conocimiento intelectual de las cosas materiales más que por la abstracción de la materia. El mismo juicio debemos formar del entendimiento; a saber: que las cosas que son inmateriales deben ser intelectuales. Además, las substancias inmateriales son los primeros y, los más perfectos entre los seres, porque el acto naturalmente es superior a la potencia. Es así que la inteligencia es superior a todo, porque ella se sirve de las cosas corporales como de instrumentos; luego es necesario que las substancias inmateriales sean intelectuales. Aun podemos dar otra razón. Cuanto más elevados son los seres creados, tanto más se aproximan a la semejanza divina. En efecto: hay ciertos seres que en un grado ínfimo participan de la semejanza divina, pero sólo en cuanto al ser, como los seres inanimados; otros participan del ser y de la vida, como las plantas; otros en cuanto al sentimiento, como los animales; pero el mejor modo de participar de la semejanza divina es el que se verifica por medio del entendimiento, por el cual nos asimilamos más a Dios. Las criaturas intelectuales son las más perfectas, y por lo mismo que se aproximan más a la semejanza divina se dice que han sido hechas a imagen de Dios.

LXXVI
Estas substancias gozan del libre albedrío

La inteligencia no obra ni apetece nada sin juicio como los seres inanimados, ni para formar un juicio es arrastrada como los brutos por una fuerza natural, sino en virtud de la elección y conocimiento propios. La inteligencia conoce el fin, lo que conduce al fin, y las relaciones mutuas de las cosas; y por lo mismo, la inteligencia es la causa de su juicio, juicio que determina en ella la acción o el apetito en consideración a un fin. Es así que nosotros llamamos libre lo que es causa de sí; luego la inteligencia en su acción y en sus apetitos procede con libertad de inicio, lo cual es tener libertad de arbitrio; luego las sustancias supremas tienen libre albedrío. Además, es libre lo que no está obligado a alguna cosa determinada: es así que el apetito de una substancia intelectual no está obligado a ningún bien determinado, porque sigue la elección del entendimiento que abraza cl bien de un modo general; luego el apetito de una substancia inteligente es libre, como dirigiendo sus tendencias al bien, cualquiera que sea.

LXXVII
En estas substancias hay un orden y un grado, según la perfección de la naturaleza

Del mismo modo que estas substancias inteligentes están elevadas ciertos grados sobre otras substancias, así también ellas mismas se distinguen entre sí por cierta gradación. Pero no pueden en verdad diferenciarse de una manera material, porque no tienen materia. De aquí se sigue que si en ellas hay pluralidad, esta pluralidad debe ser necesariamente producida por una distinción de forma, que constituye la diversidad de especie. En todas las cosas en que hay variedad de especie debe haber cierto grado y cierto orden, y la razón es que del mismo modo que en los números la adición o la sustracción de una unidad cambia la especie, del mismo modo también las cosas naturales son de especie diferente por la adición o la sustracción de las diferencias. Por esto sucede que lo que solamente es animado se diferencia de lo que es animado y sensible; y lo que es animado y sensible, de lo que es animado, sensible y racional. Necesario es, por consiguiente, que dichas substancias inmateriales se distingan por la diferencia de órdenes y grados.

LXXVIII
De los diferentes órdenes y grados en las operaciones intelectuales

Supuesto que el modo de operación está en relación con el modo de la substancia de una cosa, necesario es que aquellas substancias que son superiores a las demás gocen de un poder intelectual más noble, teniendo como tienen formas intelectuales y virtudes más universales y concentradas, y que las que son inferiores tengan una virtud intelectual inferior, formas más multiplicadas y menos universales.

LXXIX
La sustancia intelectual del hombre ocupa el último grado, en el género de las substancias intelectuales

Como la progresión infinita no es posible en los seres, del mismo modo que en estas substancias puede llegarse a una, la más elevada de todas que se aproxime más a Dios, así también puede descenderse al último grado de la escala, llegando a una que se aproxime más a la materia corporal. En el hombre debemos reconocer una inteligencia superior a la de los demás animales, porque es evidente que el hombre sólo considera la universalidad, las relaciones de las cosas y las cosas inmateriales, que sólo son percibidas por la inteligencia. La inteligencia no puede ser un acto ejercido por un órgano corporal, como la visión es ejercida por el ojo. En efecto: es necesario que todo instrumento de la potencia cognoscitiva o del conocimiento, carezca del género de las cosas que es conocido por su medio, a la manera que la pupila carece por su propia naturaleza de color. Los colores no son conocidos sino en cuanto las especies de colores son recibidas en la pupila, porque el objeto que recibe debe estar vacío de aquello que recibe. La inteligencia, sin embargo, es susceptible de conocer todas las naturalezas sensibles. Si este conocimiento se obrara por un órgano corporal, sería preciso que este órgano estuviese libre y desembarazado de toda naturaleza sensible, y esto no puede ser. Además, toda virtud cognoscitiva, o de conocimiento, opera el conocimiento o le ejerce de la manera con que la especie del objeto conocido está en ella, porque esta especie es para ella el principio del conocimiento: es así que el entendimiento conoce inmaterialmente las cosas mismas que por su naturaleza son materiales, abstrayendo la forma universal de las condiciones materiales que producen la individualización; luego es imposible que la especie de una cosa conocida esté materialmente en el entendimiento; luego esta especie de la cosa conocida no es recibida en un órgano corporal, porque todo órgano corporal es material; Lo mismo puede probarse considerando que los sentidos se debilitan, alteran o corrompen por la acción de las cosas sensibles de más intensidad, como el oído por los sonidos estrepitosos, la vista por el excesivo esplendor de los objetos; y así sucede, porque se destruye la armonía del órgano. La inteligencia, por el contrario, se robustece más y adquiere más vigor cuanto mayor es la excelencia de las cosas intelectuales, porque el que comprende las cosas intelectuales más elevadas, con más razón y facilidad comprende las demás. Ahora bien: supuesto que el hombre es inteligente, y que la inteligencia no ejerce su acción en el hombre por un órgano corporal, necesario es que sea una substancia incorporal la que produzca en él la acción intelectual; porque lo que por si puede obrar sin el auxilio del cuerpo, en nada depende del cuerpo en cuanto a su substancia. En efecto: todas las virtudes y formas que no pueden subsistir por sí mismas sin el cuerpo, tampoco pueden ejercer su acción sin el auxilio del cuerpo; así es que el calor no calienta por sí mismo, sino el cuerpo por medio del calor. Luego la substancia incorporal, con cuyo auxilio el hombre ejerce las operaciones de su inteligencia, ocupa el último grado en el género de las substancias intelectuales, y se aproxima mucho a la materia.

LXXX
De la diferencia del entendimiento y de la manera de entenderse

Como el ser intelectual es superior al ser sensible, así como el entendimiento es superior a los sentidos, y por esta razón los seres inferiores de la manera que pueden imitan a los superiores; como los cuerpos sujetos a la generación y a la corrupción imitan, en cierto modo, la circulación de los cuerpos celestes, necesario es que las cosas sensibles se asimilen a su manera a las cosas intelectuales, y que por medio de esta asimilación podamos llegar al conocimiento de las cosas intelectuales. En las cosas sensibles hay alguna cosa suprema, que es el acto, a saber, la forma, alguna cosa ínfima, que es la potencia o la materia, y alguna cosa media, a saber, el compuesto de materia y de forma. Esto mismo debemos considerar en el ser intelectual porque la inteligencia suprema, que es Dios, es un acto puro. Entre las substancias intelectuales, hay algunas que tienen alguna cosa de acto y de potencia, según el ser intelectual; y, por el contrario, la más ínfima de las substancias intelectuales, por cuyo medio el hombre ejerce la inteligencia, no está más que como en potencia en el ser intelectual. La prueba de esto es que el hombre en el principio no es inteligente más que en potencia, y después, poco a poco, llega a serlo en acto; y he ahí por qué se llama entendimiento posible a lo que produce la inteligencia en el hombre.

LXXXI
La inteligencia posible en el hombre recibe las formas intelectuales de las cosas sensibles

Como ya hemos visto que cuanto más elevada es una substancia intelectual tanto más universales son las formas intelectuales que recibe, claro es que el entendimiento humano, que hemos llamado posible, tiene entre las substancias intelectuales formas menos universales, y por eso recibe las formas intelectuales de las cosas sensibles. Aun puede darse otra razón de esto. Una forma debe ser proporcionada al objeto que la recibe; luego así como el entendimiento humano posible es el que entre las substancias intelectuales está más próximo a la materia corporal, necesario es que sus formas inteligibles estén más cerca de las cosas materiales.

LXXXII
El hombre tiene necesidad de potencias sensitivas para entender

Debemos considerar que en las cosas corporales las formas son particulares y tienen un ser material: en el entendimiento, por el contrario, son universales e inmateriales, como lo demuestra el modo de entender. En efecto: la inteligencia concibe las cosas de una manera universal e inmaterial: es así que el modo de entender debe ser proporcionado a las especies intelectuales por cuyo medio entendemos; luego puesto que nadie llega de un extremo a otro sino por el medio, necesario es que las formas de las cosas corporales lleguen al entendimiento por un medio cualquiera. Este medio son las potencias sensitivas, que reciben las formas de las cosas materiales sin el auxilio de la materia, a la manera que la especie de la piedra se produce en el ojo, pero no la materia. Estas formas de las cosas son, sin embargo, recibidas por las potencias sensitivas de un modo particular; porque no podemos conocer más que cosas particulares por medio de las potencias sensitivas. Necesario ha sido, por consiguiente, que el hombre, por lo mismo que es un ser inteligente, estuviese dotado de sentidos; prueba de esto es que el que carece de un sentido está privado del conocimiento de las cosas sensibles que se comprenden por medio de aquel sentido, como sucede, por ejemplo, con el ciego que no puede tener idea de los colores.

LXXXIII
Es necesario suponer un entendimiento activo

De lo que acabamos de decir se deduce claramente que el conocimiento de las cosas en nuestra inteligencia no es producido por la participación o influencia de algunas formas intelectivas en acto y subsistentes por sí mismas, como han supuesto los platónicos y otros secuaces suyos, sino que el entendimiento adquiere dicho conocimiento por las cosas sensibles y con el auxilio de los sentidos. Pero como en las potencias sensitivas las formas de las cosas son particulares, según se dijo ya, no son inteligibles en acto, sino solamente en potencia. En efecto: el entendimiento no concibe más que las cosas universales, y lo que está en potencia no se reduce al acto más que por un agente cualquiera. Es, pues, necesario que haya algún agente que haga inteligibles en acto las especies coexistentes en las potencias sensitivas; es así que el entendimiento posible no puede hacer esto, porque está más bien en potencia, con respecto a las cosas intelectuales, que como agente de estas mismas cosas; luego es necesario suponer otro entendimiento, que haga inteligibles en acto las especies que no lo son más que en potencia, del mismo modo que la luz hace visibles en acto los colores que lo eran en potencia. A este entendimiento es al que llamamos activo o agente, entendimiento que no habría necesidad de suponer si las formas de las cosas fuesen inteligibles en acto, como creyeron los platónicos Para concebir necesitamos, por consiguiente primero, un entendimiento posible, que reciba las especies inteligibles; y, segundo, un entendimiento activo, que haga las cosas inteligibles en acto. Cuando el entendimiento posible está perfeccionado por las especies inteligibles, recibe el nombre de entendimiento in habitu, o habitual, como poseyendo ya las especies inteligibles, de modo que pueda hacer uso de ellas a su voluntad, y ocupando cierto medio entre la potencia pura y el acto completo. Cuando el entendimiento abarca en un acto completo las especies de que acabamos de hablar, recibe el nombre de entendimiento en acto. Así, pues, concibe las cosas en acto cuando la especie de una cosa ha llegado a ser la forma del entendimiento posible. Por esta razón se dice que el entendimiento en acto es la cosa concebida in actu.

LXXXIV
El alma humana es incorruptible

De las anteriores premisas se deduce que el entendimiento, por cuyo medio concibe el hombre, debe ser incorruptible. Cada cosa obra de una manera conforme a su ser: es así que el entendimiento tiene una acción extraña a todo lo que es corporal, según antes hemos demostrado, y de lo que se deduce que obra por si mismo; luego es una substancia subsistente en su ser: antes hemos probado también: que las substancias intelectuales son incorruptibles; luego el entendimiento, por cuyo medio concibe el hombre, es incorruptible. Además, la materia es el sujeto propio de la generación y, de la corrupción. Las cosas están más o menos sujetas a la corrupción, cuanto más o menos distantes están de la materia; porque las cosas que están compuestas de materia y de forma, son por sí mismas corruptibles, al paso que las formas materiales son corruptibles por accidente8, y no por sí mismas; y las formas inmateriales que están fuera de las proporciones de la materia, son enteramente incorruptibles. Es así que el entendimiento, por su naturaleza, se eleva enteramente sobre la materia, como lo demuestran sus operaciones, porque, en efecto, nada comprendemos sino mediante la abstracción que hacernos de la materia; luego el entendimiento es por su naturaleza incorruptible. Otra razón. La corrupción no puede existir sin contrariedad, por que nada se corrompe más que por su contrario, en virtud de lo cual, los cuerpos celestes, en que no existe contrariedad, son incorruptibles: es así que la contrariedad está muy distante de la naturaleza del entendimiento, en tanto cuanto que las cosas que son contrarias en sí no lo son en el entendimiento, porque no hay más que una sola razón inteligible de los contrarios supuesto que una cosa se comprende por otra; luego es imposible que el entendimiento sea corruptible.

LXXXV
De la unidad del entendimiento posible

Quizá habrá alguno que diga que ciertamente es incorruptible el entendimiento, pero que es uno en todos los hombres, y que lo que queda después de la corrupción de todos los hombres, no puede ser, por consiguiente, más que uno. Que el entendimiento es uno sólo en todos los hombres, puede demostrarse de muchos modos. Primero, habida consideración a la parte inteligible, porque si en mí hay un entendimiento y en ti otro, preciso será que haya en mí una especie inteligible y otra en ti, y, por consiguiente, un modo de entender para mí y otro para ti. La intención intelectual se multiplicará por lo mismo según el número de los individuos, y será individual, pero no universal. De aquí parece deducirse que la intención intelectual no es inteligible en acto, sino sólo en potencia, porque las intenciones individuales son inteligibles en potencia y no en acto. Además, como la inteligencia es una substancia subsistente en su ser, según se ha probado, y como las substancias intelectuales no son numéricamente, muchas en una sola especie, según también se ha probado, se sigue que, si en mí hay un entendimiento y en ti otro, numéricamente, hay también otro en la especie, y por lo mismo tú y yo no somos de una misma especie. Otra razón: comunicando todos los individuos en la naturaleza de la especie, es necesario suponer algo extraño a la naturaleza de la especie, en virtud de lo cual se distingan unos individuos de otros. Si en todos los hombres hay un solo entendimiento en cuanto a la especie, y muchos en cuanto al número, necesario es suponer alguna cosa que numéricamente distinga a un entendimiento de otro. Esta cosa no puede ser algo que pertenezca a la substancia del entendimiento, porque el entendimiento no está compuesto de materia y de forma; luego toda diferencia que pudiera admitirse relativamente a lo que es de la substancia del entendimiento, es una diferencia formal que diversifica la especie. Réstanos decir que por lo mismo el entendimiento de un hombre no puede ser numéricamente distinto del de otro hombre más que por la diversidad de los cuerpos, y, por consiguiente, después de la corrupción de los cuerpos, parece que no quedarán muchos entendimientos, sino uno sólo. Que esto es imposible, aparece con la mayor evidencia. Para demostrar esta imposibilidad, debemos proceder como se procede con los que niegan los principios, esto es, fijando uno que absolutamente no pueda ser negado. Supongamos que un hombre cualquiera, por ejemplo, Sortes o Platón, comprende lo que nuestro adversario no podría negar sin conocer que era necesario negar. Con su negación afirma esta verdad, porque afirmar y negar es propio de un ser que comprende. Si este hombre comprende, necesariamente lo que comprende formalmente es su forma, porque no hace nada que no sea conforme a lo que él es en acto; luego aquello por lo cual obra un agente es su acto como el calor por el cual un cuerpo se calienta es su acto, luego también él entendimiento, por el cual comprende el hombre, es la forma de este hombre y de la misma condición que él. Es imposible que una forma numéricamente idéntica pertenezca a muchos seres numéricamente diferentes; porque pertenecer numéricamente a diversos seres, no es conservar su identidad, en atención a que cada cosa recibe su ser de su forma; luego es imposible que el entendimiento, por cuyo medio comprende el hombre, sea uno en todos. Conociendo algunos la fuerza de esta razón, han procurado buscar un medio de evadirla, y dicen que el entendimiento posible de que hemos hablado recibe las especies inteligibles, por medio de las cuales está constituido en acto; que las especies inteligibles están en cierto modo en la imaginación, y que mientras que una especie inteligible está en el entendimiento posible y en nuestra imaginación, el entendimiento posible se continúa entre tanto, y se une a nosotros de tal manera, que podamos comprender por su medio. Esta respuesta carece de valor. Primero, porque una especie inteligible, en tanto que está en la imaginación, sólo es comprendida en potencia; y en acto, en tanto que está en el entendimiento posible: es así que en tanto que está en el entendimiento posible no está en la imaginación, sino abstraída de la imaginación; luego no queda ninguna unión del entendimiento posible con nosotros. Segundo: aun concediendo que hubiera alguna unión, esta unión no sería bastante para hacernos inteligentes. En efecto: de que la especie de un objeto esté en el entendimiento, no se sigue que este objeto se comprenda a sí mismo, sino que sea comprendido; porque una piedra no comprende, aún cuando su especie esté en el entendimiento posible. De que las especies de la imaginación que están en nosotros estén en el entendimiento posible, no se sigue tampoco que nosotros seamos inteligentes, sino más bien que seamos entendidos, o, por mejor decir, las imágenes que están en nosotros. Esto es más evidente considerando la comparación que hace Aristóteles en el cap. III del De Anima, donde dice “que el entendimiento es con respecto a la imaginación lo que la vista a los colores". En efecto: porque las especies de colores que existen en la pared estén en la vista, no hemos de decir que la pared tiene facultad de ver, sino la propiedad de ser vista. De que las especies de nuestra imaginación se produzcan en el entendimiento, no se ha de deducir tampoco que nosotros seamos inteligentes, sino que seamos comprendidos. Además, si formalmente entendemos por medio del entendimiento, necesario es que la acción intelectual del entendimiento sea la inteligencia del hombre, a la manera que es una misma la acción cálida del fuego y del calor. Luego si el entendimiento es numéricamente el mismo en ti y en mí, necesariamente se signe que con respecto al mismo objeto inteligible, la inteligencia o acto de entender en mí y en ti es idénticamente una misma cosa; como, por ejemplo, cuando Concebimos simultáneamente una misma cosa, lo cual es imposible, porque la acción u operación de dos agentes diversos no puede ser numéricamente una e idéntica. Es, por consiguiente imposible que el entendimiento sea uno en todos los hombres. De aquí se sigue que si el entendimiento es incorruptible, como hemos demostrado, después de la corrupción quedarán tantos entendimientos como hombres. Fácil es resolver las objeciones que se hagan en contrario. La primera razón es defectuosa por muchos conceptos en primer lugar, Concedemos que el objeto del entendimiento es el mismo en todos los hombres; pero el objeto del entendimiento no es una especie inteligible, sino el ser mismo de la cosa (quidditas rei); porque todos los conocimientos intelectuales no abrazan las especies intelectuales, sino que tienen por objeto la naturaleza de las cosas, a la manera que el objeto de la vista es el color, y no la especie del color que está en el ojo. Aun cuando los entendimientos sean diferentes en los diferentes hombres, no hay, sin embargo, más que un solo objeto concebido por todos, como no hay más que un objeto colorado para todos los que lo ven. En segundo lugar, no es necesario que una cosa individual sea comprendida en potencia y no en acto, pero esto es verdadero solamente en aquellas cosas que están individualizadas por la materia; y la razón es, que lo que es comprendido en acto debe ser inmaterial. Por esto las substancias inmateriales, aun cuando sean individuos existentes por sí mismos, son sin embargo concebidas en acto; por esto las especies inteligibles que son inmateriales, aunque numéricamente sean diferentes en ti y en mí, no por eso pierden su cualidad de ser inteligibles en acto, en atención a que el entendimiento, que por su medio concibe su objeto, se refleja sobre sí mismo, comprendiendo su acción intelectual y la especie por cuyo medio comprende.

Debemos considerar también que si se admite un solo entendimiento para todos los hombres, la dificultad es la misma, porque aun queda una multitud de entendimientos, habiendo como hay muchas substancias inteligentes separadas, y se seguiría, según su modo de sentir, que los objetos de la inteligencia serían numéricamente diferentes, y por consiguiente individuales, y no concebidos en acto primo. Es por consiguiente claro como la luz, que si este raciocinio fuese sólido, destruiría simplemente la pluralidad de entendimientos, y esto no solamente en los hombres. Resulta, pues, que esta conclusión es falsa, y que el raciocinio no tiene fuerza. El segundo raciocinio queda destruido con la misma facilidad, considerando la diferencia que existe entre el alma intelectual y las substancias separadas. En efecto: el alma intelectual, por la naturaleza de su especie, tiene la propiedad de estar unida a un cuerpo como su forma, y en virtud de esto, el cuerpo entra en la definición del alma; razón por la que, por causa de su aptitud para diversos cuerpos, las almas son numéricamente diferentes, lo cual no sucede así en las substancias separadas. Esto nos revela el modo de resolver la cuestión. El alma intelectual, por la naturaleza de su especie, no tiene un cuerpo como parte de sí misma, sino aptitud para estar unida a este cuerpo; de donde resulta que, por lo mismo que es capaz de estar unida a diversos cuerpos, es numéricamente diferente; y lo mismo sucede en las almas después de la destrucción de los cuerpos. Las almas son, pues, capaces de estar unidas a diferentes cuerpos, aun cuando no unidas en acto.

LXXXVI
El entendimiento activo no es uno mismo en todos los hombres

Ha habido filósofos que, aunque concedían que el entendimiento posible es diverso en los hombres, sostenían, sin embargo, que el entendimiento activo era uno respecto de todos. Esta opinión, aunque más tolerable que la primera, puede ser refutada con las mismas razones. En efecto: la acción del entendimiento posible es recibir las. cosas concebidas y comprenderlas; y la acción del entendimiento activo es poner en acto las cosas concebidas por medio de la abstracción: es así que una y otra cosa convienen a un hombre cualquiera, porque tal hombre determinado, sea Sortes o Platón, recibe los objetos de la concepción, los abstrae y comprende la abstracción; luego es necesario que tanto el entendimiento activo como pasivo, se unan a este hombre como forma, siendo indispensable, por lo mismo, que uno y otro entendimiento sea múltiple en número, según el número de los hombres. Además, el ser pasivo y el ser activo deben ser proporcionados entre sí, como lo son la materia y la forma, porque la materia es puesta en acto por el agente; y por eso sucede que a cada potencia pasiva corresponde una potencia activa de su género, en razón a que el acto y la potencia son de un mismo género: es así que el entendimiento activo es comparado al entendimiento posible, como la potencia activa a la potencia pasiva, según aparece de lo ya dicho; luego es necesario que el uno y el otro sean de un mismo género. No estando el entendimiento posible separado de nosotros en cuanto al ser, sino unido a nosotros como forma, y siendo múltiple, según la multitud de los hombres, necesario es también que el entendimiento activo sea alguna cosa que esté formalmente unida a nosotros, y que sea múltiple, según el número de hombres.

LXXXVII
El entendimiento activo y el entendimiento posible tienen su fundamento en la esencia del alma

Estando unidos formalmente a nosotros el entendimiento activo y el entendimiento posible, necesario es afirmar que están unidos en la misma esencia del alma. En efecto: todo lo que formalmente se une a otra cosa, se une a ella, o por modo de forma substancial, o por modo de forma accidental: luego si el entendimiento posible y el entendimiento activo están unidos al hombre por modo de forma substancial, no teniendo cada cosa más que una sola forma substancial, necesario es decir que el entendimiento posible y el entendimiento activo están unidos en una misma esencia de forma, que es el alma. Si, por el contrario, están unidos al hombre por modo de forma accidental, es evidente que ni el uno ni el otro pueden ser accidentales al cuerpo. De que sus operaciones se ejercen sin el auxilio de un órgano corporal, como antes se dijo, se signe que el uno y el otro es accidental al alma: es así que en el hombre no hay más que una alma; luego el entendimiento activo y el entendimiento posible, han de estar unidos en una misma esencia del alma. Además, toda acción propia de una especie procede de los principios consiguientes a la forma que da la especie: es así que la inteligencia es una operación propia de la especie humana; luego el entendimiento activo y el entendimiento posible que son los principios de esta operación, son consiguientes al alma humana, de la cual el hombre recibe su especie. No se crea por esto que son consiguientes a ella, o la siguen, como procediendo de ella en el cuerpo, porque, como se dijo antes, esta operación se efectúa sin órgano corporal, y como la acción pertenece a aquel que tiene la potencia, se sigue que el entendimiento posible y el entendimiento activo están unidos en una misma esencia del alma.

LXXXVIII
De qué modo estas dos potencias están unidas en la misma esencia del alma

Réstanos examinar cómo puede verificarse esto, porque hay en ello alguna dificultad. El entendimiento posible está en potencia con respecto a todas las cosas intelectuales. El entendimiento activo hace inteligibles en acto las cosas inteligibles en potencia, y por lo mismo es necesario que sea comparado a ellas, como el acto a la potencia: pero como no parece posible que una cosa, respecto de sí misma, esté a la vez en acto y en potencia, imposible parece que el entendimiento posible y el entendimiento activo estén unidos en la misma esencia del alma. Esta dificultad se resuelve fácilmente, considerando de qué modo el entendimiento posible está en potencia respecto a las cosas inteligibles, y de qué modo el entendimiento activo las constituye en acto. El entendimiento posible está en potencia, con respecto a las cosas inteligibles, en cuanto que no hay en su naturaleza ninguna forma determinada de las cosas sensibles, como, por ejemplo, la pupila, que está en potencia con respecto a todos los colores. Por consiguiente, en tanto que las imágenes abstractas de las cosas sensibles son semejanzas de las cosas sensibles determinadas, en tanto son comparadas al entendimiento posible, corno el acto a la potencia. Sin embargo, las imágenes están en potencia con relación a alguna cosa que el alma inteligente tiene en acto, a saber, el ser abstraído de las condiciones materiales. En cuanto a esto, el alma inteligente es comparada a sí misma como el acto a la potencia. No repugna, en verdad, que una cosa esté en acto con relación a sí misma, y en potencia bajo diversos conceptos, porque en virtud de esto sucede que los cuerpos naturales son activos y pasivos, los unos respecto de los otros, porque cada una de estas dos disposiciones está en potencia con relación a la otra. No hay, por consiguiente, repugnancia alguna en que la misma alma inteligente esté en potencia con respecto a todas las cosas inteligibles, en cuanto que se la supone un entendimiento posible; ni tampoco hay inconveniente en que sea comparada como al acto, en cuanto que se admite en ella un entendimiento activo. Todo esto aparecerá con más claridad, considerando el modo con que el entendimiento constituye en acto las cosas inteligibles. El entendimiento activo no constituye en acto las cosa inteligibles como si emanaran de él mismo en el entendimiento posible, porque si así fuera no tendríamos necesidad de imágenes ni de sentidos para comprender: el entendimiento activo constituye en acto las cosas inteligibles abstrayéndolas de las imágenes, a la manera que la luz constituye en cierto modo los colores en acto, no como si la luz los tuviera en sí misma, sino en cuanto la luz los hace visibles. Por consiguiente, es necesario admitir que hay un alma inteligente que carece de la naturaleza de las cosas sensibles; que puede recibirlas de una manera intelectual, y que constituye las imágenes inteligibles en acto, abstrayendo de ellas las especies inteligibles. De aquí resulta que la potencia, en cuanto que recibe las especies inteligibles, es llamada entendimiento posible, y que esta misma potencia, en cuanto que abstrae de la imágenes las especies inteligibles, es llamada entendimiento activo, el cual es una luz intelectual que se comunica al alma inteligente, como sucede respecto de las substancias intelectuales superiores.

LXXXIX
Todas las potencias radican en la esencia del alma

No solamente el entendimiento posible y el entendimiento activo son los que están unidos en una misma esencia del alma; lo están también todas las demás potencias que son principios de las operaciones del alma. Todas estas potencias tienen su raíz en cierto modo en el alma; unas, como las potencias de la parte vegetativa y sensitiva, están en el alma como en su principio, y en el objeto en que se efectúa su unión como en un sujeto, porque sus operaciones pertenecen al conjunto y no sólo al alma, en razón a que lo que tiene la acción, tiene la potencia otras, están en el alma como en su principio y en su sujeto, porque sus operaciones son operaciones del alma sin el auxilio de ningún órgano corporal. Tales son las potencias de la parte intelectual. Es así que no es posible que haya muchas almas en un hombre luego es necesario que todas las potencias del alma pertenezcan a la misma alma.

XC
No hay más que una sola alma en el cuerpo

Esta verdad se prueba así. El alma es la forma substancial del ser que tiene su alma, en razón a que por medio del alma está constituido en un género animado y en tina especie. Es imposible que una misma cosa tenga muchas formas substanciales, porque la forma substancial se diferencia de la accidental en que da el ser pura y simplemente, al paso que la forma accidental se produce en el ser ya constituido como tal, determinando en él la cualidad, la cantidad o el modo de ser. Si una sola cosa tiene muchas formas substanciales, o la primera es la que le da el ser, o no; en este último caso no es una forma substancial, y en el otro caso es necesario considerar a todas las demás formas como accidentales al ser ya constituido. Luego todas las formas que sobrevengan después de ]a primera, son accidentales, y no substanciales. Así aparece claramente que una misma cosa no puede tener muchas formas substanciales, y por consiguiente, es imposible que haya muchas almas en un mismo cuerpo. Además, el hombre es llamado ser viviente, por razón del alma vegetativa; animal, por razón del alma sensitiva, y hombre, por razón del alma inteligente. Si hay tres almas en el hombre, a saber, la vegetativa, la sensitiva y la racional, se sigue que el hombre recibe su género de un alma, y su especie de otra: es así que esto es imposible, porque no resultaría del género y de la diferencia una unidad simple, sino una unidad por accidente, o una especie de agregación, como la música y la blancura, que juntas no constituyen una unidad simple; luego no puede haber en el hombre más que una sola alma.

XCI
Razones que parece demuestran que hay muchas almas en los hombres

La verdad consignada en el capítulo anterior tiene algunos adversarios. En primer lugar, la diferencia es comparada al género, como la forma a la materia: es así que lo animal es el género del hombre, y lo racional su diferencia constitutiva; luego siendo el animal un cuerpo animado de un alma sensitiva, parece que un cuerpo animado por una alma sensitiva está en potencia con respecto al alma racional, y por lo mismo, el alma racional será un alma diferente del alma sensitiva. Además de esto, el entendimiento no tiene órgano corporal: es así que las potencias sensitivas y nutritivas tienen un órgano corporal; luego parece imposible que la misma alma sea a la vez inteligente y sensitiva, porque una misma cosa no puede estar a la vez separada y no separada. Otra razón. El alma racional es incorruptible, según se demostró ya: es así que el alma vegetativa y el alma sensitiva están sujetas a la corrupción porque son actos de órganos corruptibles; luego el alma vegetativa, sensitiva y racional no es una misma, supuesto que es imposible que una misma cosa sea a la vez corruptible e incorruptible. Además, en la generación del hombre aparece la vida producida por el alma vegetativa, antes de que el feto haya recibido la forma de animal por medio de los sentidos y el movimiento, existiendo el animal con el movimiento y los sentidos antes de tener entendimiento. Si es la misma alma que da la vida al feto, primero haciéndole vivir con la vida de la planta, después con la vida de animal, y por último con la vida de hombre, se seguiría que las almas vegetativa, sensitiva y racional proceden de un principio externo, y se seguiría también que el alma inteligente tendría por principio la virtud seminal. Estas dos hipótesis son inadmisibles, porque las operaciones del alma vegetativa y del alma sensitiva no pueden efectuarse sin el cuerpo, ni sus principios pueden existir sin el cuerpo: es así que las operaciones del alma inteligente existen sin el cuerpo; luego parece imposible que su causa proceda de alguna virtud corporal, y por consiguiente, parece también imposible que la misma alma sea a la vez vegetativa, sensitiva y racional.

XCII
Solución de las objeciones anteriores

Para resolver estas dudas debemos considerar que así como en los números las especies se diferencian por la adición de la una a la otra, así también en las cosas materiales una especie aventaja a otra en perfección; porque todas las perfecciones que existen en los cuerpos inanimados se encuentran en las plantas y otros seres. Todo lo que tienen las plantas, lo tienen los animales, y alguna cosa mas; y así puede procederse hasta llegar al hombre, que es el ser más perfecto de todas las criaturas corpóreas. Todo lo que es imperfecto, es como la materia respecto de una cosa más perfecta; y así se ve más claramente en los diversos órdenes de las criaturas, porque los elementos son la materia de los cuerpos que constan de partes semejantes: estos cuerpos son a su vez materiales respecto de los animales, y la misma observación puede hacerse en un solo y mismo objeto. En efecto: en las cosas naturales, lo que ha llegado al más alto grado de perfección, posee, en virtud de su forma, las perfecciones que convienen a la naturaleza inferior, y además, por medio de la misma forma, posee aquella parte de perfección que recibe por incremento, a la manera que la planta recibe de su alma su cualidad de substancia corporal y de cuerpo animado. El animal, en virtud de su alma, goza de todas estas cualidades, y además, de la sensibilidad; y el hombre, además de todo esto, recibe de su alma la inteligencia. Si consideramos en una cosa lo que pertenece a la perfección del grado inferior, veremos que esto será material con respecto a lo que pertenece a la perfección del grado superior; por ejemplo, en el animal lo que tiene la vida de la planta, será en cierto modo material, con respecto a lo que pertenece a la vida sensitiva, que es propia del animal. El género no es la materia, porque no puede ser aplicado a todo, sino a alguna cosa procedente de la materia. En efecto; la denominación de una cosa es el género de la misma cosa, porque hay algo que es material en ella, y del mismo modo se toma la diferencia de la forma. Por esta razón cuerpo viviente o animado, es el género del animal; y sensible, la diferencia constitutiva; del mismo modo animal es el género del hombre, y racional su diferencia constitutiva. Por lo mismo que la forma del grado superior tiene todas las perfecciones del grado inferior, no hay en una cosa dos formas, una que constituya el género y otra la diferencia, sino una sola, de la que se deduce el género, en cuanto que dicha forma posee las perfecciones del grado inferior, deduciéndose de ella también la diferencia, en cuanto que posee las del grado superior. De lo dicho se deduce que aunque animal sea el género del hombre, y racional su diferencia constitutiva, no es, sin embargo, necesario que haya en el hombre una alma sensitiva y otra alma intelectual, como afirman los que hacen la primera objeción. Estas mismas razones sirven para resolver la objeción segunda. En efecto: hemos dicho que la forma de la especie superior comprende en sí todas las perfecciones de los grados inferiores.

Debemos considerar que cuanto más elevada está una especie material, tanto menos está sujeta a la materia y, por consiguiente, cuanto más noble es una forma, tanto más elevada está sobre la materia. De aquí se sigue que el alma humana, que es la más noble de las formas materiales, llega al más alto grado de elevación, ejerciendo, como ejerce, operaciones sin comunicación de la materia corporal. Pero como esta alma comprende las perfecciones de los grados inferiores, tiene otras operaciones, en virtud de las cuales está en comunicación con la materia corporal. Es así que la operación procede de una cosa según su virtud; luego el alma humana tiene fuerzas o potencias, que son los principios de las operaciones, que se ejercen por medio del cuerpo, y es necesario que sean actos de algunas partes del cuerpo. A este género pertenecen las potencias de la parte vegetativa y sensitiva. El alma tiene también potencias, que son los principios de las operaciones que se ejercen sin el cuerpo: tales son las potencias de la parte intelectual, que no son actos de órgano alguno. En virtud de esto, el entendimiento, tanto posible como activo, se llama separado, porque ni uno ni otro tienen órganos de que se deriven sus actos, como la vista y el oído, los cuales actos residen solamente en el alma, que es la forma del cuerpo. Porque el entendimiento se llame separado y no tenga órgano corporal, lo cual no sucede en los sentidos, no hemos de decir que haya en el hombre un alma inteligente y otra sensitiva: de esto se deduce también claramente que no estamos obligados a suponer en el hombre un alma inteligente y otra sensitiva, porque el alma sensitiva es corruptible, y la inteligente no lo es, en razón a que la incorruptibilidad conviene a la parte inteligente, en cuanto está separada. Como en la misma esencia del alma residen potencias, unas que están separadas, como hemos dicho, y otras que no lo están, no hay inconveniente en que algunas potencias del alma perezcan con el cuerpo, y que las otras permanezcan incorruptibles. Lo dicho anteriormente sirve para resolver la cuarta objeción. En efecto: todo movimiento natural pasa poco a poco de la imperfección a la perfección, lo que sucede de un modo distinto en la alteración y en la generación. La misma cualidad recibe más y menos, y, por consiguiente, la alteración, que es el movimiento en la cualidad, siendo una y continua de la potencia al acto, procede de lo imperfecto a lo perfecto. Por el contrario, la forma substancial no recibe más y menos; porque el ser substancial de cada cosa está constituido de una manera indivisible. Por esto la generación natural no procede de una manera continua por una serie de modificaciones de lo imperfecto a lo perfecto, sino que es necesario que haya una generación y una corrupción nueva para cada grado de perfección9. En la generación del hombre el feto vive primero con la vida de la planta por el alma vegetativa. Después, quedando destruida esta forma por la corrupción, adquiere por otra generación una alma sensitiva, y vive con la vida animal; y destruyéndose, en fin, esta alma por una nueva corrupción, recibe la última y completa forma, que es el alma racional, abrazando todas las perfecciones de las formas precedentes.

XCIII
La formación del alma racional no se efectúa por traducción

Esta forma última y completa, a saber, el alma racional, no recibe el ser de la virtud que existe en el semen, sino de un agente superior, porque la virtud que está en el semen es la virtud de un cuerpo cualquiera. En efecto; el alma racional aventaja a toda naturaleza y naturaleza y virtud corporal, supuesto que ningún cuerpo puede llegar a su operación intelectual. Como nada hace fuera de su especie, porque el agente es más noble que el que es pasivo, y el ser que produce más noble también que el ser producido, es imposible que la virtud de un cuerpo cualquiera produzca el alma racional, y por lo mismo lo es también que la produzca la virtud que está en el semen. Además, siempre que una cosa recibe nuevo ser, es necesario que sea nuevamente formada, porque quien tiene el ser tiene la forma, y ninguna cosa es hecha más que para que sea. Las cosas, pues, que tienen el ser en sí mismas, como las cosas subsistentes, les conviene ser hechas por sí mismas; lo contrario sucede en las cosas accidentales y en las formas materiales, las cuales no tienen el ser por si mismas: es así que el alma racional posee el ser en sí misma, porque tiene una operación propia, según se dijo antes; luego el alma racional debe ser producida de una manera propia. Como esta alma no está compuesta de materia y de forma, claro es que no puede recibir el ser sino por la creación: es así que el poder de crear compete sólo a Dios; luego Dios es el único que da el ser al alma racional. Hay además de estas razones una razón natural. En las artes mutuamente combinadas, el arte supremo da la última forma, y las artes inferiores preparan la materia para esta última forma: es así que el alma racional es la forma última y más perfecta que puede recibir la materia de las cosas sujetas a la generación y a la corrupción; luego los agentes naturales en los grados inferiores son las causas de las disposiciones primarias, y Dios, que es el agente supremo, es el autor de la forma última, que es el alma racional.

XCIV
El alma racional no está sacada de la substancia de Dios

Conviene, sin embargo, no creer que el alma racional está sacada de la substancia de Dios, como erróneamente han creído algunos. En efecto: hemos demostrado que Dios es simple e indivisible; luego Dios no une el alma racional al cuerpo, como por una separación de su propia substancia. También hemos probado antes que es imposible que Dios sea forma de un cuerpo: es así que el alma racional está unida al cuerpo como forma; luego no ha sido sacada de la substancia de Dios. Hemos probado, por último, también que Dios no es mudable ni por sí ni por accidente, y lo contrario sucede en el alma racional, porque se muda o mueve, pasando de la ignorancia a la ciencia, y del vicio a la virtud; luego el alma no está sacada de la substancia de Dios.

XCV
Las cosas que tienen el ser por una virtud extrínseca, venida de Dios

De lo antes dicho debe deducirse que las cosas que no pueden recibir el ser más que por la creación, vienen inmediatamente de Dios. Es evidente que los cuerpos celestes sólo pueden recibir el ser por la creación, porque no puede decirse que han sido hechos de una materia preexistente. Si así fuera, estarían sujetos a la generación, a la corrupción y a la contrariedad, cosas que no les convienen, como lo demuestra su movimiento. Este movimiento es circular: es así que el movimiento circular no tiene contrario; luego los cuerpos celestes han recibido el ser inmediatamente de Dios. Además, los elementos completos en sí mismos no han sido hechos de una materia preexistente, porque lo que fuera preexistente tendría una forma cualquiera, y así sería necesario que cuerpos diferentes de los elementos fuesen anteriores a ellos en el orden de la causa material. Si la materia preexistente a los elementos tuviera otra forma, preciso seria que uno de los elementos fuese anterior a los demás en el mismo orden, si la forma preexistente tenía la forma de elemento. Los elementos, pues, han sido producidos inmediatamente por Dios. Aun es mucho más imposible que las sustancias incorporales e invisibles hayan sido creadas por otro ser distinto de Dios, porque todas estas substancias son inmateriales. La materia no puede existir sin estar sujeta a dimensión; dimensión que hace sea divisible, y como es imposible que dichas substancias tengan por causa una materia preexistente, necesario es afirmar que han recibido el ser de Dios. Esta es la razón por qué la fe católica proclama a Dios Creador del cielo y de la tierra, de los cosas visibles e invisibles.

XCVI
Dios no obra por una necesidad natural, sino por su voluntad

Lo que antes hemos dicho prueba que Dios da el ser, no por una necesidad de su naturaleza, sino por un acto de su voluntad. En efecto: un agente natural no puede producir inmediatamente más que una cosa, al paso que un agente voluntario puede producir muchas, y la razón de esto es que todo agente obra por la forma. Es así que la forma natural, en cuya virtud obra un agente natural, no es forma más que de una cosa es así que las formas intelectuales; en cuya virtud obra un agente voluntario, son múltiples; luego produciendo Dios inmediatamente una multitud de cosas, según hemos demostrado antes, es evidente que Dios comunica el ser por un acto de su voluntad, y no por una necesidad de su naturaleza. Además, el agente que obra por la inteligencia y la voluntad, es anterior en el orden de los agentes al que obra por una necesidad de su naturaleza; porque el agente voluntario se propone un fin: es así que sin duda alguna, como resulta de lo antes dicho, Dios es el primer agente; luego Dios obra voluntariamente y no por una necesidad de su naturaleza. Antes hemos demostrado también que Dios posee un poder infinito, y que por consiguiente no está determinado hacia tal o tal efecto, sino que los abarca todos de una manera indeterminada. Lo que así es indeterminado con respecto a todos los efectos, es determinado para producir uno por el deseo o por la determinación de la voluntad, como un hombre que puede andar o no andar, y anda cuando quiere. Necesario es, pues, que los efectos procedan de Dios, según la determinación de su voluntad, y que esto sea así, no por una necesidad de su naturaleza, sino por un acto libre de su voluntad. Esta es la razón por qué la fe católica, no sólo llama a Dios Criador, sino también Hacedor, porque hacer es un acto propio del artífice que obra voluntariamente. Todo agente voluntario obra por la concepción de su entendimiento, llamada, su verbo. Y como el Verbo de Dios es el Hijo, por eso la fe católica hablando del Hijo confiesa que todo ha sido hecho por Él.

XCVII
Dios es inmutable en su acción

Por lo mismo que Dios da el ser a las cosas por un acto de su voluntad, es evidente que, sin experimentar mutación, puede dar la existencia a nuevos seres. Entre el agente natural y el agente voluntario, hay esta diferencia: el agente natural obra del mismo modo mientras tiene el mismo modo de ser, porque sus efectos son de la misma naturaleza que él, y el agente voluntario, por el contrario, produce lo que quiere. Puede suceder que, sin experimentar cambio alguno, el agente voluntario quiera obrar ahora, no habiendo querido obrar antes. Nada impide que sin cambio alguno tenga voluntad para obrar después, aun cuando no obre en la actualidad, y, por consiguiente, puede suceder que Dios, sin experimentar en sí mutación, y aun cuando sea eterno, no haya producido las cosas ab eterno.

XCVIII
Razones que prueban que el movimiento ha existido ab aeterno

Si Dios por su voluntad eterna e inmutable puede producir un efecto nuevo, parece necesario que a este efecto nuevo preceda algún movimiento. La voluntad no retarda lo que quiere hacer, sino en virtud de alguna cosa que existe en la actualidad y que deja de existir después, o por alguna cosa que no existe y que se espera que exista en el porvenir. Por ejemplo, el hombre en el estío tiene voluntad de vestirse con cierto traje que ahora no quiere tomar, sino más tarde, porque ahora hace calor, y cesará Cuando vuelva el invierno; luego si Dios quiso ab eterno crear cierto efecto, y no le produjo ab eterno, parece que esperó alguna cosa que había de sobrevenir y que no existía aún, o esperó a que desapareciera alguna cosa existente: es así que estas dos hipótesis son imposibles sin el movimiento; luego parece que un efecto cualquiera no podría ser producido en el porvenir por una voluntad precedente sin algún movimiento anterior, y por lo mismo, si la voluntad de Dios decretó la creación ab eterno, sin realizarla ab eterno, necesario es que el movimiento la precediera, y al mismo tiempo, por consiguiente, las cosas móviles; y si estas cosas móviles han sido creadas por Dios, y no ab eterno, necesario es también que hayan preexistido otros movimientos y otras cosas movibles en una progresión infinita.

Esta objeción se disuelve fácilmente considerando la diferencia que existe entre un agente universal y un agente particular. El agente particular tiene una acción proporcionada a la regla y a la medida que el agente universal estableció antes. Así se ve en las cosas del orden civil. El legislador propone una ley que debe ser la regla y la medida que ha de presidir a los juicios y a que ha de atenerse un juez particular. El tiempo es la medida de las acciones que se hacen en el tiempo; y por eso vemos que el agente particular tiene una acción proporcionada al tiempo, a saber: que obre ahora y no más tarde, en virtud de una razón determinada; por el contrario, el agente universal, que es Dios, ha establecido esta medida, que es el tiempo, y lo ha hecho según su libre voluntad. El tiempo es, pues, una de las cosas creadas por Dios. Como cada cosa posee en cantidad y en medida aquello que plugo a la voluntad divina darle, y como el tiempo tiene la cantidad que a Dios plugo concederle, el tiempo y las cosas que existen en el tiempo empezarían a existir desde que a Dios pluguiera. La objeción presente procede del agente que presupone el tiempo y obra en el tiempo, pero que no instituyó el tiempo. La pregunta que se hace cuando se dice: ¿Por qué la voluntad eterna de Dios crea ahora una cosa y no más tarde? Supone el tiempo preexistente, porque lo presente y lo anterior son partes del tiempo. Con respecto a la creación universal de las cosas, entre las que debe contarse el tiempo, no es necesario preguntar por qué ahora y no después, sino por qué ha sido dada al tiempo esta medida dependiente de la voluntad divina, a la cual es indiferente asignar al tiempo esta o la otra cantidad, pudiendo el tiempo ser considerado según la cantidad y dimensión del mundo. En efecto: no se pregunta por qué Dios constituyó el mundo corporal en tal lugar y no en otro lugar superior o inferior, o en una posición diferente; porque fuera del mundo no hay lugar. Fue un acto de la voluntad de Dios haber dado al mundo una cantidad tal, que ninguna parte de este mundo estuviese fuera de este lugar en cualquier posición diferente que fuese. Aun cuando el tiempo no haya existido antes del mundo, y aun cuando no haya lugar fuera del mundo, usamos de este modo de hablar, como cuando decimos que antes de que el mundo existiera no había nada más que Dios, y que fuera del mundo no hay cuerpo alguno, no comprendiendo en estas palabras antes y fuera otro tiempo u otro lugar más que un tiempo y un lugar puramente imaginarios.

XCIX
Razones que sostienen que la materia ha precedido a la creación ab aeterno

Parece que si no tuvo lugar ab aeterno la creación de las cosas, es necesario que la materia existiera ab aeterno. Todo lo que llega a ser después de no ser, pasa del no ser al ser por una mutación de estado. Si las cosas creadas, por ejemplo, el cielo, la tierra y otros seres, no han existido ab aeterno, sino que empezaron a ser dejando de no ser, necesario es decir que han pasado por mutación del no ser al ser. Toda mutación o movimiento tiene un sujeto cualquiera. En efecto: el movimiento es el acto del ser que existe en potencia; el sujeto de la mutación, en virtud de la cual una cosa recibe el ser, no es la misma cosa producida, es el fin del movimiento, y el fin y el sujeto del movimiento no son una misma cosa, sino que el sujeto de esta mutación es aquello en virtud de lo cual la cosa es producida; es aquello que llamamos materia. Si las cosas creadas han recibido el ser dejando el no ser, preciso es que la materia haya sido preexistente. Si esta materia ha sido creada después de no haber sido existente, claro es que ha debido tener otra materia precedente: es así que no puede haber en esto una progresión infinita; luego necesario es llegar a una materia eterna que no haya sido producida después de no haber sido. Además, si el mundo empezó a ser después de no ser, antes de que existiera, o era posible que el mundo fuera o fuese hecho o no lo era. Si no era posible que el mundo fuera o fuese hecho por la misma razón era imposible que el mundo fuera o fuese hecho; porque lo que no puede ser hecho, necesariamente no es hecho; luego el mundo no ha sido hecho. Siendo esto evidentemente falso, necesario es decir que si el mundo empezó a ser después de no ser, era posible que antes de ser pudiera ser. En efecto: había en potencia alguna tosa susceptible de que el mundo pudiera ser y fuera hecho. Lo que está en potencia con relación a la creación o al ser de una cosa, es a la materia de esta cosa lo que la madera con relación al escaño. Parece, pues, necesario que la materia existiera siempre, aun cuando el mundo no haya existido siempre. Pero como antes hemos demostrado que la materia misma no procede más que de Dios, por la misma razón la fe católica no llama ni eterna a la materia ni eterno al mundo. Es necesario expresar en las cosas la causalidad divina, de tal suerte, que los seres producidos por Dios empezarán a ser después de no ser, lo cual demuestra claramente que lo que existe no recibe el ser de sí, sino de un autor eterno. Ninguno de estos raciocinios nos convence de la eternidad de la materia, porque la producción universal de los seres no es propiamente una mutación. En efecto: en ninguna mutación es producido el sujeto de la mutación por la mutación misma; porque, como ya dijimos, el sujeto y el fin de la mutación no son una misma y única cosa.

Como la producción universal de las cosas hechas por Dios, a que llamamos creación, se extiende a todo lo que está en estado de ser, esta producción no puede ser considerada como una mutación propiamente dicha, aun cuando las cosas creadas empiecen a ser después de no ser. Ser después de no ser, no basta para constituir una verdadera mutación, a menos que se suponga que el sujeto esté ahora en estado de privación, y después en estado de forma. Estos dos estados se encuentran, uno después de otro, en las cosas en que no hay propiamente ni movimiento ni mutación, como cuando decimos que del día se hace la noche. Resulta, pues, que aun cuando el mundo empezara a ser después de no ser, no ha sido necesario que esto sucediera así por una mutación cualquiera, sino por la creación, que no es una mutación verdadera, sino cierta relación de la cosa creada, dependiente en su ser de su Criador, respecto del no ser precedente. En toda mutación debe haber alguna cosa idéntica, cambiando de modo de ser, que esté primero bajo una forma y después bajo otra. Esto no se encuentra en realidad en la creación, sino más bien en la imaginación, como cuando nos representamos una sola y única cosa como no existente antes y existente después. Sólo así, y en virtud de cierta analogía, puede llamarse mutación a la creación. La segunda objeción es tan débil como la primera. Aun cuando pueda decirse con verdad que antes de que el mundo existiera, era posible que existiera, o que fuese hecho, no puede sin embargo, decirse que esto sea así en virtud de cierta potencia. Se llama posible en el lenguaje común lo que significa cierto modo de verdad, a saber: lo que ni es necesario ni imposible. Este género de posibilidad no es llamado así en virtud de cierta potencia como enseña el Filósofo, en el libro VII de su Metafísica. Si se dice que, según cierta potencia, era posible que el mundo existiera, no por eso se ha de afirmar que había de ser así en virtud de una potencia pasiva, sino de una potencia activa, de tal suerte, que cuando se dice que era posible que el mundo fuese antes de que existiera, ha de ser entendido bien que es en el sentido de que Dios ha podido llamar al mundo al ser, antes de que en realidad le diese el ser. De todo resulta que no hay necesidad de suponer a la materia preexistente a la creación. En consecuencia de esto, la fe católica nada admite coeterno a Dios, y por lo mismo le proclama: Creador y Hacedor de todas las cosas visibles e invisibles.

C
Dios propone un fin en todas sus obras

Hemos demostrado antes que Dios ha creado los seres, no por una necesidad de su naturaleza, sino por un acto de su inteligencia y de su voluntad. Obrando de este modo en todo, en todo se propone un fin, porque el fin es el principio de toda inteligencia en estado de operación; por consiguiente, todas las cosas que han sido creadas por Dios, lo han sido en consideración a un fin. Además, la creación de los seres hecha por Dios, ha sido hecha de una manera excelente: es así que es mucho mejor que una- cosa sea hecha en consideración a un fin, que sin fin alguno, porque el fin es el que da a las cosas su cualidad de buenas; luego estos seres creados por Dios han sido creados para un fin. Así sucede también en las operaciones de la naturaleza, en todas las cuales hay un fin: es así que sería contrario a razón decir que hay más orden en las operaciones de la naturaleza que en la creación de esta misma naturaleza hecha por el primer agente, siendo así que todo el orden de la naturaleza se deriva del primer agente; luego todas las cosas creadas por Dios han sido creadas para un fin.

CI
La bondad divina es el fin último de todas las cosas

En efecto: el fin último de las cosas hechas por la voluntad de algún agente, es aquello que este agente quiso desde luego y por sí mismo, y en virtud de lo cual hace todo lo que hace: es así que el primer objeto de volición de la voluntad divina es su misma bondad, como ya queda probado; luego la bondad divina es el fin de las cosas creadas. Además, la forma es el fin de la generación de cada cosa engendrada; y la generación cesa cuando ya se ha recibido esta forma. En efecto: todo ser producido, o por el arte, o por la naturaleza, en cierto modo se asimila en su forma el agente, porque todo agente produce alguna cosa semejante a sí, en cierta manera: así sucede que la cosa que existe materialmente procede de la cosa que existe en la mente del arquitecto.

En el orden de la naturaleza el hombre engendra al hombre, y aun cuando sucediera que un ser hecho o engendrado en el orden natural no fuera semejante al que le produce en cuanto a su especie, tendría sin embargo, con sus autores la semejanza de lo imperfecto a lo perfecto. De aquí resulta que el ser producido no se asimila al que le produce en cuanto a su especie, porque no puede llegar a tener una semejanza perfecta con él, sino que participa de esta semejanza en cierto modo y de una manera imperfecta, como los animales y las plantas, que son engendrados por la virtud del sol. En todo lo que es producido, el fin de la generación o de la perfección es la forma del ser productor o generador, y la adquisición de su semejanza: es así que la forma del primer agente, a saber, Dios, no es otra que su bondad; luego todo lo que ha sido hecho, lo ha sido para que se asimile a la bondad divina.

CII
La asimilación divina es la causa de la variedad de las cosas

De lo anteriormente dicho se deduce la razón de la diversidad y de la distinción en las cosas. Como es imposible representar perfectamente la bondad divina por la distancia que separa a Dios de cada criatura, necesario ha sido representar esta bondad por medio de muchos seres, a fin de que lo que a uno falta fuese suplido por el otro. En las conclusiones silogísticas, cuando la conclusión no está suficientemente demostrada por un solo medio, deben multiplicarse los medios Para demostrar mejor la conclusión, como sucede en los silogismos dialécticos. No toda la universalidad de las criaturas representa perfectamente y de una manera adecuada la perfección divina; la representa según la perfección posible de la criatura. Además, lo que se encuentra simplemente y en estado de unidad en la causa universal, se encuentra en los efectos de una manera múltiple y distinta. En efecto: una cosa existe de un modo más perfecto en la causa que en los efectos: es así que la bondad divina una y simple es el principio y el origen de toda la bondad que se encuentra en las criaturas; luego necesario es que las criaturas se asimilen a la bondad divina, como lo que es múltiple y distinto se asimila a lo que es uno y simple. La multiplicidad y la distinción entre las cosas no es un efecto de la casualidad, como tampoco lo es su producción, sino que en una y otra hay un fin, porque la unidad, la multiplicidad y el ser de las cosas proceden del mismo principio. No es tampoco la materia la causa de la distinción de las cosas, porque la primera constitución de las cosas se obra por la creación, y la creación no tiene necesidad de la materia. Podemos también decir que las cosas que provienen de la necesidad de la materia, parece que son casuales. Podemos agregar, por otra parte, que la multiplicidad no es producida en las cosas por el orden de los agentes medios, de modo que no haya podido resultar inmediatamente de un ser simple más que un solo ser, distante, sin embargo, del primero en simplicidad, y que además la multiplicidad haya podido proceder de éste, y así progresivamente, siendo la multiplicación tanto más grande, cuanto más se aleja del primer ser simple, como han sostenido algunos filósofos. Ya hemos probado que hay muchas cosas que no han podido llegar al ser más que por la creación, que pertenece sólo a Dios, y por consiguiente debemos afirmar que Dios ha creado inmediatamente muchos seres. Es también evidente que, según esta aserción, la multiplicidad y la distinción de las cosas sería casual, como si no hubiera estado en la intención del primer agente.

La multiplicidad y la distinción de las cosas ha sido concebida e instituida por la inteligencia divina, a fin de que la bondad divina estuviese representada con diversidad por las cosas creadas, y éstas, en su diversidad, participasen de ella en diferentes grados; de tal suerte, que de esta diversidad ordinaria de los seres resultase en la naturaleza una belleza que fuese como una manifestación de la sabiduría divina.

CIII
La bondad divina es la causa de las cosas, y de todo movimiento y operación

La bondad divina no es solamente el fin de la constitución de todas las cosas, sino que es necesario que lo sea de toda operación y movimiento de toda criatura. Cada cosa obra de una manera conforme a su naturaleza, como lo que es cálido tiene la propiedad de calentar: es así que cada cosa creada posee en su forma cierta semejanza con la bondad divina; luego cada acción y todo movimiento de una criatura cualquiera está ordenado a la bondad divina como a su fin. Además, todo movimiento y operación de una cosa cualquiera parece que propende a alguna cosa perfecta: es así que todo lo que es perfecto tiene la cualidad de bueno, porque la perfección de una cosa es su bondad; luego todo movimiento y acción de una cosa cualquiera tiende al bien, y como todo bien, cualquiera que sea, es una especie de imagen del bien Sumo, a la manera que todo ser es imagen del primer ser, necesario es afirmar, por consiguiente, que el movimiento y la acción de cualquier cosa tiende a asimilarse a la bondad divina. Además, si hay muchos agentes constituídos en un orden cualquiera, necesario es que las acciones y los movimientos de todos estos agentes estén ordenados al bien del primer agente, como al fin último.

Como los agentes inferiores son movidos por un agente superior, y como todo motor imprime su movimiento en consideración a un fin propio, las acciones y los movimientos de los agentes inferiores tienden al fin del primer agente, a la manera que en un ejército las acciones de todos los cuerpos convergen a un fin último, la victoria, que es el fin del general. Antes hemos demostrado que el primer motor y agente es Dios, y que su fin no es otra cosa que su bondad; luego necesario es que todas las acciones y movimientos de las criaturas, sean las que fueren, tengan por fin la bondad divina, no para causarla y producirla, sino para adquirírsela o apropiársela a su manera, participando en cierto modo de su semejanza. Las cosas creadas adquieren de diferentes modos y por sus operaciones la semejanza de la bondad divina, así como la representan de diferentes maneras en su ser, porque cada cosa obra según su naturaleza. Como todas las criaturas tienen la propiedad común de representar a la bondad divina por su existencia, tienen igualmente de común el adquirir por sus operaciones la similitud divina en la conservación de su ser y en la comunicación de este ser a otro ser. En efecto: cada criatura en sus operaciones se esfuerza para conservarse en su estado perfecto en lo que es posible, y en ello tiende a su manera a asimilarse a la perpetuidad divina. En segundo lugar, cada criatura, por su operación, se esfuerza por comunicar a otra su ser perfecto, según su modo de acción, y por este medio tiende a asimilarse a la causalidad divina. La criatura racional, empero, tiende por su operación a asimilarse a la divinidad de una manera más perfecta que las demás criaturas, por lo mismo que tiene sobre las otras un ser más noble. En efecto: el ser de las criaturas, estando, como lo está, limitado por la materia, es finito, de suerte que no tiene la infinidad ni en acto ni en potencia; pero todo criatura racional posee la infinidad o en acto o en potencia, en cuanto que el entendimiento contiene en sí las cosas inteligibles.

Consecuencia de esto es que en nosotros la naturaleza intelectual, considerada en su ser primario, está en potencia con relación a las cosas que son de su competencia intelectual, las cuales siendo infinitas tienen cierta infinidad en potencia, de aquí se sigue que el entendimiento es la especie de las especies, porque no tiene solamente una especie determinada para una cosa sola, como la piedra, sino una especie capaz de recibir a todas las demás especies. En Dios la naturaleza intelectual es infinita en acto, teniendo como tiene anteriormente en sí la perfección de todo ser. Las demás criaturas intelectuales tienen, por el contrario, cierto medio entre la potencia y el acto, y por consiguiente la criatura intelectual por su acción tiende a la semejanza divina, no sólo con el fin de conservar su ser o de multiplicar su ser, comunicándole a otro de cierta manera, sino con el fin de tener en sí en acto lo que por su naturaleza tiene en potencia. Por consiguiente, el fin de la criatura intelectual, fin a que tiende en sus operaciones, es constituir completamente a su entendimiento en acto, con relación a todas las cosas inteligibles que tiene en potencia, y por este medio se asimilará mucho a Dios.

CIV
Sobre el fin intelectual de la criatura

Las cosas están en potencia de dos modos: primero, naturalmente, respecto de las cosas que pueden ser reducidas a acto por un agente natural; segundo, respecto de las cosas que no pueden ser reducidas a acto por un agente natural, sino por otro agente que aparece en verdad en las cosas corporales. En efecto: en que el niño proceda del hombre o el animal del semen, hay potencia natural; pero en que de un pedazo de madera se haga un banco, o en que de un hombre ciego se haga uno con vista, no hay potencia natural. Esto mismo sucede con respecto a nuestro entendimiento. Efectivamente: nuestro entendimiento está en potencia natural respecto de ciertas cosas inteligibles que pueden ser reducidas a acto por el entendimiento activo, que es un principio innato en nosotros, y que nos hace inteligentes en acto. Es, empero, imposible que nosotros lleguemos a nuestro último fin, sólo porque nuestro entendimiento sea así reducido a acto, porque la virtud del entendimiento activo consiste en hacer inteligibles en acto las imágenes inteligibles en potencia, según ya se ha demostrado: es así que las imágenes nos son trasmitidas por los sentidos; luego nuestro entendimiento es reducido a acto por el entendimiento activo, respecto solamente de las cosas inteligibles, cuyo conocimiento no podemos adquirir por los sentidos. Es, pues, imposible que el fin último del hombre consista en semejante conocimiento, porque una vez conseguido el fin último, el deseo natural está satisfecho. Sean las que fueren las conquistas intelectuales que se hicieran en esta clase de conocimientos que adquirimos por los sentidos, siempre subsiste el deseo natural de conocer cosas nuevas. En efecto: hay muchas cosas fuera del alcance de los sentidos, y sobre las cuales no podemos tener por medio de ellos más que nociones muy limitadas, como saber el hecho de su existencia y no la naturaleza de su ser; y esto es así, porque el modo y la naturaleza de ser de las cosas inmateriales son de otro género que en las cosas sensibles, y las exceden hasta tal punto, que apenas puede ponerse límites a la proporción. Entre las mismas cosas sujetas al alcance de los sentidos, hay muchas cuya naturaleza no podemos conocer de una manera cierta; en unas no la conocemos de modo alguno; en otras débilmente, y de ahí se sigue que siempre existe el deseo natural de conocerlas más perfectamente: es así que no puede ser vano un deseo natural; luego si nosotros alcanzamos nuestro último fin, consiste en que nuestro entendimiento está constituido en acto por algún agente más elevado que el que participa de nuestra naturaleza, el cual satisface el deseo natural que tenemos de saber.

Este deseo es tal, que cuando conocemos el efecto, deseamos conocer la causa, y cuando conocemos los detalles de cada cosa, no estamos satisfechos hasta que conocemos su esencia. El deseo natural que tenemos de saber no puede estar satisfecho en nosotros sin que conozcamos la primera causa, no de una manera cualquiera, sino por su esencia: es así que Dios es la primera causa; luego el fin último del hombre es ver a Dios en su esencia.

CV
Cómo el fin último de la criatura intelectual es ver a Dios en su esencia

Siendo evidente que nuestro entendimiento no conoce una cosa más que por alguna especie de esta cosa, es imposible que conozca la esencia de una cosa por la especie de otra. Cuanto más distante de la cosa común está la especie que sirve de medio de conocimiento a la inteligencia, tanto más imperfecto es en el entendimiento el conocimiento de esta cosa. Por ejemplo, si se conociera un buey por la especie del asno, se conocerla imperfectamente su esencia, solamente en cuanto al género, y el conocimiento sería aún más imperfecto si se le conociera por la especie de la piedra, porque sería por medio de un género más distante. Si, por el contrario, se conociera al buey por la especie de alguna cosa que de ninguna manera conviniera al género del buey, tampoco se conociera la esencia del buey: es así que ningún ser comunica con Dios en el género; luego es evidente que Dios no puede ser conocido en su esencia por medio de una especie creada, no sólo sensible, sino intelectual. Para que Dios sea conocido en su esencia, es necesario que Dios llegue a ser la forma del entendimiento que le conoce, y que esté unido a Él, no para constituir una misma naturaleza, sino como la especie inteligible se une a un ser inteligente; porque como Él es su ser, así también es su verdad, que es la forma del entendimiento, Es así que todo lo que toma una forma ha de tomar igualmente por necesidad una disposición propia para esta forma: es así que nuestro entendimiento no está por su naturaleza constituido en la última disposición respecto de la forma de Aquél, que es la verdad; porque si así fuera la tendría desde el principio; luego es necesario que cuando adquiere esta disposición última, sea elevado por alguna disposición agregada que llamamos luz de la gloría, mediante la cual nuestro entendimiento es perfeccionado por Dios, único que por su naturaleza posee esta forma propia, a la manera que la disposición del calor para la forma del fuego no puede proceder más que del fuego mismo. De esta luz es de la que se dice en el salmo XXXV: Nosotros veremos la luz en tu luz.

CVI
Cómo el deseo natural reposa en la visión de la divina esencia

Una vez conseguido este fin, necesario es que el deseo natural repose enteramente; porque la esencia divina, que, de la manera que hemos dicho, se une al entendimiento que recibe la visión de Dios, es un principio suficiente de ciencia universal y el origen de toda bondad, de suerte que ya no haya nada que desear. Este es también el medio más perfecto de llegar a la semejanza divina, de conocer a Dios del modo con que Él se conoce a si mismo, es decir, por su esencia, aun cuando no le comprendamos como Él se comprende a sí mismo, no porque ignoremos algunas de sus partes, porque no tiene partes, sino porque no le conoceremos de una manera tan perfecta como es susceptible de ser conocido, puesto que la potencia inteligible de nuestro entendimiento no puede ser adecuada a su verdad, según la cual es susceptible de ser conocido; y la razón de esto es que su claridad o verdad es infinita, y nuestro entendimiento limitado; su entendimiento no tiene, por lo mismo, límites, y su verdad tampoco. Por consiguiente, Él se conoce a sí mismo tanto cuanto es susceptible de ser conocido, a la manera que comprende una conclusión demostrable aquel que la conoce por la demostración, pero no el que no la conoce más que de una manera más imperfecta, a saber: por una razón probable. Como nosotros llamamos beatitud al último fin del hombre, la dicha del hombre o la beatitud consiste en ver a Dios en su esencia, aun cuando el hombre esté muy distante de Dios en la perfección de la beatitud, toda vez que Dios posee esta beatitud por su naturaleza, en tanto que el hombre, como ya hemos dicho, no goza de ella más que en virtud de la participación de la luz divina.

CVII
El movimiento hacia Dios para adquirir la beatitud, se asimila al movimiento natural

La beatitud está en el acto del entendimiento. Siendo la procesión de la potencia al acto un movimiento o alguna cosa semejante, se efectúa en la adquisición de la beatitud lo mismo que en un movimiento o en un cambio natural. En efecto: en el movimiento natural observamos desde luego cierta propiedad, en virtud de la cual el ser móvil y proporcionado o inclinado hacia tal o tal fin, como la gravedad sobre la tierra determina la dirección de arriba abajo. Ninguna cosa sería movida naturalmente hacia un fin determinado si no estuviera constituida con las condiciones propias para ello. Se observa, en segundo lugar, el movimiento hacia el fin; en tercero, la forma o el lugar; y en cuarto, el reposo en la forma o en el lugar: pon consiguiente, en el movimiento intelectual hacia el fin, observamos: primero, el amor que inclina al fin; segundo, el deseo, que es como el movimiento hacia el fin, y las operaciones que proceden de este deseo; tercero, la forma misma que recibe el entendimiento; y cuarto, la delectación o goce consiguiente, que no es otra cosa que el reposo de la voluntad en el fin ya conseguido. Así, pues, el fin de la generación natural es la forma, y del movimiento local el lugar; pero no el reposo en la forma o en el lugar, que es una consecuencia del fin; y el movimiento es mucho menos el fin o una proporción al fin. El último fin de una criatura intelectual es ver a Dios, y no deleitarse en él mismo, porque este deleite o goce acompaña al fin, y le perfecciona en cierto modo. El amor y el deseo tampoco pueden ser el último fin, puesto que preceden al fin.

CVIII
Error de los que ponen la felicidad en las criaturas

Es evidente que no puede haber verdadera felicidad fuera de Dios, ya se la haga consistir en los deleites corporales, que son comunes al hombre y al bruto; ya en las riquezas, que están destinadas a la conservación de los que las poseen, lo cual es el fin común de todo ser creado; ya en el poder, que está destinado a comunicar la perfección a los demás, lo cual es común a todos; ya en los honores o en la fama concedidos a los que ya llegaron a su fin, o están bien dispuestos para conseguirle; ni aun en una ciencia superior a los límites de la inteligencia humana; porque el deseo del hombre sólo descansa en el conocimiento de Dios.

CIX
Sólo Dios es bueno por esencia; las criaturas no los son más que por participación

De las anteriores premisas se deduce que existe una diferencia respecto de la bondad entre Dios y las criaturas, considerando el doble modo de bondad de las criaturas. En efecto: como el bien tiene la cualidad de perfección y de fin, debe considerarse su doble bondad según la doble perfección y fin de la criatura. Se observa cierta perfección de la criatura en el hecho de persistir en su naturaleza, que es el fin propio de la generación o de la manera de ser de esta criatura. Además, se observa en ella otra perfección que consigue por su movimiento su operación, la cual es el fin de su movimiento o de su operación. La criatura se aleja o dista de la bondad divina en estas dos clases de perfecciones; porque como la forma y el ser de una cosa es un bien y una perfección, según que es considerada en su naturaleza, una substancia compuesta no es ni su forma ni su ser, y una substancia simple creada, aunque sea forma, no es, sin embargo, su ser. Por el contrario, Dios, como ya está demostrado, es su esencia y su ser. Todas las criaturas consiguen la perfección de la bondad de un fin extrínseco; y como la perfección de la bondad consiste en llegar al fin último, el fin último de toda criatura está fuera de él mismo, que es la bondad divina, la cual no se ordena, en efecto, a un fin ulterior; luego necesario es decir que Dios de todos modos es su bondad, que es esencialmente bueno; pero no las criaturas simples, porque no son su ser, y porque se refieren a alguna cosa extrínseca como a último fin. En cuanto a las substancias compuestas, es evidente que en modo alguno son su bondad. Dios sólo es, por consiguiente, su bondad, y es esencialmente bueno; por el contrario, los demás seres son llamados buenos en razón de la participación que tienen de esta bondad divina.

CX
Dios no puede perder su bondad

Lo que esencialmente pertenece a un ser no puede dejar de estar en el ser, a la manera que la cualidad de animal no puede estar separada del hombre. Luego no es posible que Dios deje de ser bueno. Pongamos un ejemplo más decisivo: del mismo modo que no puede suceder que el hombre no sea hombre, tampoco puede suceder que Dios no sea perfectamente bueno.

CXI
La criatura puede sufrir menoscabo en su bondad

Es evidente que son dos las maneras con que la bondad reside inseparablemente en la criatura. Primero, porque la bondad pertenece a su esencia: segundo, porque la bondad tiene una determinación positiva. En el primer caso, la bondad que es forma, es inherente a las substancias simples de una manera inseparable, porque las formas simples son esencialmente forma; en el segundo caso, no pueden perder el bien, que es el ser. En efecto: la forma no es como la materia, que se presta al ser o al no ser; la forma sigue al ser aun cuando ella no es el ser. De aquí se sigue que las substancias simples no pueden perder el bien de la naturaleza en que subsisten, pues están inmovilizadas en él. Por el contrario, no siendo las substancias compuestas, ni su forma, ni su ser, pueden perder el bien de su naturaleza, excepto en las cosas en que la potencia de la materia no se presta a diversas formas, ni al ser y al no ser, como se ve claramente en los cuerpos celestes.

CXII
De qué modo las criaturas, según sus operaciones, sufren menoscabo en su bondad

Como no se considera solamente la bondad de una criatura en cuanto que es subsistente en sí misma, sino también en cuanto que la perfección de su bondad es estar ordenada a un fin, y como esta ordenación al fin se hace por su operación réstanos examinar de qué modo las criaturas sufren menoscabo en su bondad respecto a las operaciones en virtud de las cuales están ordenadas a un fin. Para esto debemos considerar: primero, que es necesario formar de las operaciones naturales el mismo juicio que de la naturaleza, que es su principio. De aquí se sigue que aquellas cosas cuya naturaleza no está sujeta a menoscabo, no pueden sufrir menoscabo por sus operaciones naturales, y que lo contrario sucede en aquellas cosas cuya naturaleza está sujeta a menoscabo; de aquí se sigue también que en las substancias incorruptibles, incorporales o corporales, tampoco puede acontecer menoscabo de la acción natural. En efecto: la virtud natural permanece siempre en los ángeles con la capacidad de ejercer sus operaciones, y el movimiento de los cuerpos celestes se efectúa siempre en la misma órbita. En los cuerpos inferiores, por el contrario, sobrevienen numerosos menoscabos en sus acciones naturales, en virtud de las corrupciones y defectos que recaen en sus naturalezas; así vemos que de la alteración de algún principia natural sobrevienen esterilidad en las plantas, monstruosidades en la generación de los animales, y otros desórdenes de este género.

CXIII
Del doble principio de acción, y de qué modo y en qué cosas puede haber defectos

Hay ciertas acciones cuya principio no es la naturaleza, sino la voluntad, cuyo objeto es el bien, y principalmente el fin, y de una manera secundaria lo que se dirige al fin. La operación de la voluntad es, con relación al bien, lo que la operación natural con respecto a la forma, en cuya virtud obra una cosa. Del mismo modo que no puede sobrevenir defecto o menoscabo en las acciones naturales por las cosas que no le sufren en sus formas, sino solamente en las cosas corruptibles, cuyas formas pueden alterarse, así también los actos de la voluntad pueden sufrir menoscabo en aquellas cosas en las que la voluntad puede extraviarse de su fin. Cuando la voluntad no puede apartarse de su fin, es claro que no puede sufrir menoscabo en la acción voluntaria. La voluntad no puede faltar respecto del bien, que es la naturaleza del que quiere. Cada cosa aspira a su manera a la perfección de su ser, que es el bien especial; pero con respecto al bien exterior, bien puede faltar, contentándose con un bien conforme a su naturaleza. No puede, pues, haber falta o menoscabo en la acción voluntaria de aquel que tiene a su naturaleza misma por fin de su voluntad. Esto es propio sólo de Dios, porque su bondad, que es el fin último de las cosas, es su misma naturaleza. En cuanto a los demás seres sujetos de la voluntad, su naturaleza no es el fin último de su voluntad, y por lo mismo puede sobrevenir en ellos un defecto de la acción voluntaria, en razón a que la voluntad permanece fija en un bien particular, y cesa de dirigirse ulteriormente al Sumo bien, que es el fin último. En todas las substancias intelectuales creadas puede, por consiguiente, sobrevenir un defecto o menoscabo de la acción voluntaria.

CXIV
Qué es lo que se entiende por el bien o el mal en las cosas

Aquí debemos considerar que, así como entendemos por bien la perfección del ser, por mal se entiende la privación de esta perfección. Pero como la privación propiamente dicha es la privación de un bien destinado a ser poseído en algún tiempo y de alguna manera, es evidente que una cosa es llamada mala porque carece de una perfección que debe tener. Por ejemplo, el estar el hombre privado del sentido de la vista es un mal para Él, pero no lo es para la piedra, porque no ha sido criada para ver.

CXV
Es imposible que una naturaleza cualquiera sea un mal

Toda naturaleza es, o un acto, o una potencia, o un compuesto mixto. Lo que es acto, es perfección, y tiene la cualidad del bien, porque lo que está en potencia, aspira naturalmente a estar en acto. Es un bien lo que todos apetecen; y por lo mismo, lo que está compuesto de acto y de potencia participa de la bondad en cuanto participa del acto. Por otra parte, la potencia, en cuanto que está dispuesta para el acto, participa de la bondad, y la prueba es que la potencia es tanto más recomendable, cuanto mayor es su capacidad para el acto y la perfección. Dedúcese de estas premisas que ninguna naturaleza es mal en sí misma. Además, cada cosa está completada por lo mismo que está puesta en acto, porque el acto es la perfección de la cosa. En las cosas opuestas no hay ninguna que se complete por la adición de otra, sino que más bien se altera o disminuye más, y por consiguiente el mal no se completa por la participación del bien. Toda naturaleza está completada porque tiene el ser en acto; y siendo el ser un bien codiciado por todos, toda naturaleza recibe su complemento por la participación del bien, y por consiguiente ninguna naturaleza es un mal. Además, toda naturaleza aspira a la conservación de su ser, y evita su destrucción en cuanto puede. Como aquello a que todos aspiran es bueno, y malo aquello de que todos huyen, necesario es decir que ser una naturaleza es bueno en sí, y no ser es malo: es que ser un mal no es ser un bien, es así que no ser un mal es más bien ser un bien; luego ninguna naturaleza es un mal.

CXVI
De qué manera el bien y el mal son diferencias del ser, y géneros contrarios

Réstanos examinar de qué modo el bien y el mal son llamados contrarios, géneros de los contrarios, y diferencias constitutivas de algunas especies o hábitos morales. En efecto: alguna ha de ser y es la naturaleza de dos contrarios. El no ser no puede ser ni género, ni diferencia, porque el género se atribuye a una cosa por lo mismo que es, y la diferencia porque tiene relación a su modo de ser. Debemos saber que, así como las cosas naturales reciben su especie de la forma, así también las cosas morales la reciben del fin, que es el objeto de la voluntad, del cual depende todo lo que es moral. Del mismo modo también que en las cosas naturales está unida a una forma la privación de otra, como la privación de la forma del aire a la forma del fuego, así en las cosas morales está unida a un fin la privación de otro fin. Como la privación de una perfección conveniente es un mal en las cosas naturales, es un mal tomar una forma a que esté unida la privación de la forma conveniente, no por causa de la forma, sino por causa de la privación a ella unida, a la manera que es un mal para el leño estar inflamado. En las cosas morales, adherirse a un fin a que esté unida la privación del fin conveniente, es un mal, no por causa del fin, sino por causa de la privación agregada. Así, pues, dos acciones morales que tienden a distintos fines, se diferencian en bien y en mal, y por consiguiente, hábitos contrarios se diferencian en bien y en mal, como por diferencias reales y contrarias entre sí, no por causa de la privación de que procede el mal, sino por causa del fin a que está unida la privación. Hay algunos que creen que es en este sentido en el que dijo Aristóteles que el bien y el mal son géneros de los contrarios, es decir, de las cosas morales; pero reflexionándolo bien, veremos que el bien y el mal, en el orden de las cosas morales, son más bien diferencias que especies, y por esto es preferible decir que el bien y el mal son llamados géneros, según el juicio de Pitágoras, que todo lo redujo al bien y al mal, como a los primeros géneros, juicio que tiene algo de cierto, en cuanto que en todos los contrarios hay uno que es perfecto, otro que lo es menos, como sucede en lo blanco y lo negro, en lo dulce y lo amargo, y en otras cosas semejantes. Lo que es perfecto tiende siempre al bien; lo que está disminuido tiende siempre al mal.

CXVII
Ninguna cosa puede ser esencialmente mala, sino corrupción de algún bien

Admitido que el mal es la privación de una perfección conveniente, evidente es de qué modo el mal corrompe al bien; a saber, en cuanto que el mal es privación del bien, a la manera que se dice que la ceguedad corrompe la vista, porque es privación de la vista. Sin embargo, el mal no corrompe totalmente al bien, porque, como hemos dicho antes, no sólo es un bien la forma, sino también la potencia para la forma, potencia que es efectivamente el sujeto de la privación, como lo es de la forma. De aquí se sigue que es necesario que el sujeto del mal sea un bien, no porque es opuesto al mal, sino porque es potencia para este mal. De aquí se sigue también que no todo bien pueda ser sujeto del mal, sino solamente el bien que es potencia para este mal, respecto de alguna perfección de que puede estar privado. Esta es la razón por qué las cosas que son solamente acto, o en las que el acto no puede estar separado de la potencia, el mal no puede existir con respecto a esto. De lo dicho podemos deducir, en fin, que no puede haber nada que sea esencialmente malo, porque es siempre necesario que el mal esté constituido en otro sujeto bueno, y, por consiguiente, nada puede haber que sea malo en sumo grado, como puede suceder que haya algo bueno en sumo grado, porque es esencialmente bueno. Según estos principios, se ve claramente que el mal ni puede ser deseado ni tener acción alguna más que en virtud de un bien a él agregado; porque lo que es codiciable, es perfección del fin, y la forma es el principio de la acción. Pero como a una perfección o a una forma se encuentra siempre unida la privación de otra perfección o forma, sucede por accidente que la privación o el mal es deseado, siendo el principio de una acción cualquiera, no en cuanto es mal, sino por causa del bien agregado, a la manera que un músico construye un edificio, no como músico, sino como arquitecto. De todo se deduce que el mal no puede ser primer principio, porque un principio por accidente es posterior a lo que es por sí.

CXVIII
El mal está fundado en el bien como en un sujeto

Si hubiera alguno que contra lo dicho nos hiciera la objeción de que el bien no puede ser sujeto del mal, porque en las cosas opuestas, una cosa no es sujeto de otra, y porque jamás sucede en las cosas opuestas que sean simultáneamente, haríamos observar que las demás cosas opuestas tienen algún género determinado, al paso que el bien y el mal son comunes. En efecto: todo ser en cuanto ser, es bueno; toda privación como tal, es mala, y por lo mismo, como el sujeto de la privación debe ser un ser, este ser debe también ser un bien. No es necesario que el sujeto de la privación sea blanco, o dulce, o con vista, porque estas cualidades no se aplican al ser en cuanto ser, y por esta razón, lo negro no está en lo blanco, ni la ceguedad en el que tiene vista. El mal está en el bien, como la ceguedad en el sujeto de la vista, y si el sujeto de la vista no es llamado vidente, es porque esta cualidad no es común a todo ser.

CXIX
Del doble género del mal

Como el mal es una privación y un defecto, este defecto, como resulta de lo dicho antes, puede sobrevenir a una cosa, no solamente en cuanto que es considerada en su naturaleza, sino también en cuanto que por la acción está dispuesta a un fin. Por consiguiente, el mal es de dos maneras: primero, con relación al defecto producido en la cosa, como la ceguedad es un mal del animal; segundo, por relación al defecto residente en la acción, como la cojera es una acción defectuosa. El mal de una acción dispuesta para un fin a que no puede llegar de una manera conveniente, se llama pecado, tanto en las cosas voluntarias como en las naturales. En efecto: el médico peca en su acción cuando no procede de un modo conveniente para conseguir el restablecimiento de la salud; la naturaleza peca también en sus operaciones cuando no produce por la generación un ser revestido de la disposición y forma conveniente, como cuando nacen monstruos en la naturaleza.

CXX
Del triple género de acción y del mal de la culpa

Debemos saber que algunas veces la acción está en la potencia del agente, como están todas las acciones voluntarias. Llamamos voluntaria la acción cuyo principio está en el agente, que conoce las cosas en que consiste la acción. Otras veces las acciones no son voluntarias; tales son los actos de violencia, cuyo principio está fuera del agente, como las acciones naturales o aquellas que se hacen por ignorancia, porque estas acciones no proceden de un principio de cognición. Si sobreviene un defecto en las acciones no voluntarias ordenadas a un fin, a este defecto se le llamará solamente pecado; si, por el contrario, acontece en las acciones voluntarias, se le llamará no solamente pecado, sino culpa, porque siendo el agente voluntario dueño de su acción, es digno de vituperio y de castigo. Si las acciones son mixtas, es decir, si en ellas hay alguna cosa que sea voluntaria, y alguna cosa involuntaria, la culpa es tanto menor, cuanto mayor sea lo involuntario. Pero como la acción natural sigue la naturaleza de la cosa, es evidente que en las cosas incorruptibles, cuya naturaleza no puede sufrir cambio, no puede sobrevenir pecado en la acción natural. La voluntad de una criatura intelectual está sujeta a sufrir defecto en su acción voluntaria, según hemos demostrado. Por consiguiente, aun cuando la exención del mal de la naturaleza sea una cosa común a todas las cosas incorruptibles, el estar exento por la necesidad de su naturaleza del mal de la culpa, mal de que sólo es capaz la naturaleza racional, es una propiedad exclusiva sólo de Dios.

CXXI
Hay un mal que tiene la cualidad de pena y no de culpa

Del mismo modo que el defecto de acción voluntaria constituye el pecado y la culpa, del mismo modo también el defecto de cualquier bien, sufrido por razón de la culpa, contra la voluntad del que le sufre, es un castigo o una pena, porque la pena se impone como remedio de la culpa y como medio armónico. En efecto: se impone como remedio, en atención a que el hombre se retrae de la culpa por la pena, absteniéndose de cometer una acción desordenada, que sería agradable a su voluntad, para no sufrir una cosa contraria a esta misma voluntad. Segundo, se impone también como un medio armónico de restauración, porque el hombre traspasa los límites del orden natural, concediendo a su voluntad más de lo que la conviene. Por esta razón el castigo restablece el orden de la justicia sustrayendo algo a la voluntad. De aquí se sigue claramente que la pena no es proporcionada a la culpa, cuando la contrariedad que hace sufrir a la voluntad no es mayor que el placer que ésta sacaría de la culpa.

CXXII
No toda pena contraría del mismo modo a la voluntad

Hay penas que contrarían al hombre en lo que actualmente quiere, y estas penas son muy sensibles; hay otras que no contrarían a la voluntad en acto, sino en hábito, como cuando alguno está privado de alguna cosa, de su hijo, por ejemplo, o de una propiedad, sin saberlo. Resulta, pues, de aquí, que nada de esto se hace actualmente contra su voluntad, al paso que, si lo supiera, lo hecho sería contrario a su voluntad. Algunas veces la pena contraría a la voluntad en la naturaleza de la potencia misma, porque a voluntad está naturalmente ordenada al bien. Esta es la razón por qué si alguno está privado de la virtud, no lo está algunas veces contra su voluntad actual, porque acaso menosprecie la virtud, ni tampoco es contra su voluntad habitual, porque acaso está habitualmente dispuesto a querer cosas contrarias a la virtud; es, sin embargo, contra la rectitud natural de la voluntad, en virtud de la cual el hombre naturalmente se inclina a la virtud. De lo dicho se deduce que los grados de las penas son de dos cases: primero, según la cantidad del bien de que está privado por la pena; y segundo, según que la pena es más o menos contraria a la voluntad. En efecto: es más contrario a la voluntad estar privado de un gran bien, que estar privado de un bien menor.

CXXIII
Todo está gobernado por la Divina Providencia

De lo dicho se deduce que la Divina Providencia gobierna todas las cosas. En efecto: las cosas que están dispuestas para el fin de un agente cualquiera, son dirigidas a este fin por este agente, a la manera que todos los soldados de un ejército están dispuestos rara el fin del general, que es la victoria, siendo dirigidos por él a este fin: es así, según antes hemos demostrado, que todas las cosas con sus actos tienden al fin de la bondad divina; luego son dirigidas a este fin por Dios; luego este es su fin propio. Como esto no es otra cosa que estar regido y gobernado por una Providencia, es evidente que todo está gobernado por la Divina Providencia. Además, las cosas que son defectibles y no son permanentes en el mismo estado, están ordenadas por aquellas que son permanentes en el mismo estado, como los movimientos todos de los cuerpos inferiores, que son defectibles, están ordenados al movimiento invariable de un cuerpo celeste. No hay criatura alguna que no sea susceptible de cambio o defecto, porque puede encontrarse en las criaturas intelectuales, según las condiciones de su naturaleza, un defecto de la acción voluntaria. Las demás criaturas participan del movimiento, ya según la generación y la corrupción, ya según la localidad. Sólo Dios es el que no está sujeto a defecto alguno; luego sólo Él es el que todo puede ordenarlo. Además, las cosas que existen por participación son reducidas o como traídas a lo que existe por esencia como a su causa, y por eso sucede que todas las cosas quemadas tienen al fuego por causa de su combustión de un modo cualquiera. Siendo solamente Dios bueno por esencia, y no teniendo los demás seres el complemento de su bondad más que por participación, necesario es que todo sea dirigido por Dios hacia este complemento de bondad, lo cual no es otra cosa que ser regido y gobernado, porque el ser regido y gobernado es estar constituido en el orden del bien; luego todas las cosas son regidas y gobernadas por Dios.

CXXIV
Dios gobierna a las criaturas inferiores por medio de las superiores

Se da el nombre de superiores a ciertas criaturas en cuanto que son más perfectas en bondad. Dios es el que comunica a las criaturas ese orden de bondad en cuanto que por él son gobernadas, y, por consiguiente, las criaturas superiores participan más que las inferiores del orden del gobierno divino. Es así que lo que participa más de una perfección cualquiera es, comparado a lo que participa menos de la perfección, como el acto a la potencia, y el ser activo al ser pasivo; es así que las criaturas superiores son comparadas a las inferiores en el orden de la Divina Providencia, como el ser activo al ser pasivo; luego las criaturas inferiores son gobernadas por las superiores. Además, es una propiedad de la bondad divina comunicar su semejanza a las criaturas, y por esta razón se dice que Dios lo hizo todo por su bondad, como aparece de lo dicho antes; luego pertenece a la perfección de la bondad divina ser bueno en sí y atraer a los demás seres a su bondad, cosas ambas que comunica las criaturas haciendo que sean buenas en sí, haciendo que una traiga a la otra al bien. De este modo es cómo por medio de ciertas criaturas conduce a otras al bien, y es, por consiguiente, necesario que estas criaturas sean criaturas superiores. En efecto: lo que participa por medio de algún agente de la semejanza de forma y de acción, es más perfecto que lo que sólo participa de la forma y no de la acción, como, por ejemplo la luna, que no solamente es luminosa, sino que comunica la iluminación, y recibe los rayos de sol de una manera más perfecta que los cuerpo opacos, que reciben la luz sin comunicarla. Dios por consiguiente, gobierna a las criaturas inferiores por medio de las superiores. Además, el bien de muchos es mejor que el bien de uno solo y por consiguiente representa mejor la bondad divina y que es el bien de todo el universo. Si la criatura superior que participa de una manera más abundante de la bondad de Dios no cooperara al bien de las criaturas inferiores, esta abundancia de bondad no sería más que de un solo: es así que es común a muchos por la cooperación de la criatura superior al bien de muchos luego es propio de la bondad divina regir y gobernar a las criaturas inferiores por medio de la superiores.

CXXV
Las substancias intelectuales inferiores son regidas por las superiores

Siendo las criaturas intelectuales superiores a las demás criaturas, es evidente que Dios se sirve de las criaturas intelectuales par gobernar a las demás. Además de esto, como entre las mismas criaturas intelectuales hay unas que son superiores a las otras, Dios se vale de las superiores para gobernar a las inferiores, y por eso sucede que los hombres que ocupan un lugar inferior, según el orden natural, en las substancias intelectuales son gobernados por los espíritus superiores, llamados ángeles o mensajeros, porque están encargados de llevar a los hombres las órdenes divinas. Aun entre los mismos ángeles, los que son inferiores son gobernados por los que son superiores, con arreglo a la distinción establecida entre ellos por las diversas jerarquías o principados sagrados, y por las diversas órdenes de las jerarquías.

CXXVI
Del grado y orden de los ángeles

Como toda operación de una substancia intelectual, en cuanto intelectual procede del entendimiento, necesario es que en las substancias intelectuales la operación, la superioridad y el orden sean diferentes, según los diversos modos de inteligencia. Cuanto más elevado o más digno es el entendimiento, tanta más posibilidad tiene para considerar las razones de los efectos en una causa más elevada y más universal. Antes hemos dicho también que una inteligencia superior tiene especies inteligibles más universales. El primer modo de entender que conviene a las substancias intelectuales, es participar en la causa primera, es decir, en Dios, del conocimiento de las razones de los efectos, y por consiguiente de sus obras, supuesto que por su medio Dios produce los efectos inferiores. Esto es propio del primer orden de las jerarquías, que se dividen en tres órdenes, en conformidad a las tres cosas que se observan en toda arte.

La primera, es el fin de donde se toman las razones de las obras; la segunda, las razones de las obras existentes en la mente del artífice, y la tercera, la aplicación de las obras a los efectos. Es propio del primer orden recibir del Sumo Bien, como fin último de las cosas, el conocimiento de los efectos; y por esta razón se dice que los serafines están como abrasados o encendidos en el fuego del amor, porque el bien es el objeto del amor. Es propio del segundo orden contemplar los efectos de Dios en las mismas razones inteligibles, según están en Dios, y por esta razón los querubines reciben su nombre de la plenitud de la ciencia. Es propio del tercer orden considerar en Dios mismo cómo las criaturas entran en participación de las razones inteligibles aplicadas a los efectos, y por esta razón son llamados Trónos, porque Dios descansa sobre ellos.

El segundo modo de entender es considerar las razones de los efectos en las causas universales, lo cual es propio de la segunda jerarquía, que se divide también en tres órdenes, según las tres cosas pertenecientes a las causas universales que obran principalmente en el orden intelectual. La primera es preordenar lo que debe hacerse, y esta es la razón por qué entre los arquitectos las primeras artes son preceptivas y reciben el nombre de arquitectónicas. En virtud de esto recibe el nombre de Dominaciones el primer orden de estas jerarquías; porque, en efecto, al Señor corresponde dar preceptos y preordenar. La segunda cosa que se encuentra en las causas universales, es aquello que mueve desde luego para la ejecución de la obra, como poseyendo el principado de la ejecución, y por esto el segundo orden de esta jerarquía recibe el nombre de Principados, según San Gregorio, o Virtudes, según Dionisio; derivándose esta denominación de virtudes de la grandísima virtud que hay en ellas para obrar desde luego. La tercera cosa que se encuentra en las causas universales es aquello que separa los obstáculos que se oponen a la ejecución, y por esto el tercer orden de esta jerarquía es llamado Potestades, siendo su oficio alejar todo lo que puede ser obstáculo para la ejecución de las órdenes divinas. Esta es la razón por qué se dice también que las potestades alejan los demonios.

El tercer modo de entender es considerar las razones de los efectos en los efectos mismos, lo cual es propio de la tercera jerarquía, que está en relación inmediata con nosotros, que recibimos de los efectos mismos el conocimiento que de ellos tenemos. Esta jerarquía tiene también tres órdenes, siendo el más inferior el de los ángeles, llamados así porque anuncian a los hombres las cosas necesarias para su gobierno, razón por la que son también llamados guardas o custodios de los hombres. Sobre este orden está el de los arcángeles, por cuyo medio se anuncia a los hombres todo aquello que es superior a la razón, como los misterios de la fe.

El orden más elevado de esta jerarquía es llamado Virtudes, según San Gregorio, porque obra cosas sobrenaturales para probar las cosas que anuncia y son superiores a las razones, y por eso se dice que es propio de las virtudes obrar los milagros. Dionisio, por el contrario, llama Principados al primer orden de esta jerarquía, para enseñarnos que los Principados presiden a cada nación, los ángeles a cada hombre, y los arcángeles están encargados de dar a conocer a cada hombre las cosas pertenecientes a la salud común. Obrando una potencia inferior en virtud de la potencia superior, el orden inferior ejerce las funciones del orden superior, en cuanto que obra por su virtud, al paso que las potencias superiores poseen de una manera más excelente lo que pertenece a las inferiores. Por esta razón todo es común entre ellas de cierta manera; pero sin embargo toman nombres particulares de las cosas que respectivamente les convienen. El último orden ha conservado el nombre común, obrando como obra por la virtud de todos. Siendo, como es, privilegio del superior obrar sobre su inferior, y como por otra parte la acción intelectual consiste en enseñar o instruir, los ángeles superiores, en tanto que instruyen a los inferiores, los purifican, los iluminan y los perfeccionan. Los purifican, en cuanto remueven su ignorancia; los iluminan, en cuanto que por medio de su luz robustecen la inteligencia de los inferiores, haciéndolos capaces de concepciones más altas, y los perfeccionan, conduciéndolos a la perfección de una ciencia superior; porque todas estas tres cosas, como dice San Dionisio, conducen a la adquisición de la ciencia. Nada de esto es obstáculo, sin embargo, para que todos los ángeles, aun los más inferiores, vean la esencia divina. En efecto: aunque cada uno de los espíritus bienaventurados vea a Dios en esencia, los unos le ven más perfectamente que los otros, como se deduce de lo dicho antes. Cuanto más perfectamente es conocida una causa, tanto mayor es el número de los efectos en ella conocidos; por consiguiente, sólo los efectos divinos que los ángeles superiores conocen en Dios más perfectamente que en los demás, son objeto de la instrucción que comunican a los inferiores, pero no la esencia divina, cuya visión tienen todos inmediatamente.

CXXVII
Los cuerpos inferiores son regidos por los superiores, pero no el entendimiento humano

Del mismo modo que las substancias intelectuales son por voluntad divina gobernadas por otras, las inferiores por las superiores, del mismo modo también, según la voluntad divina, los cuerpos inferiores son regidos por los superiores. Por eso sucede que todo movimiento de los cuerpos inferiores tiene por causa a los movimientos de los cuerpos celestes, consiguiendo aquellos sus formas y sus especies de la virtud de los cuerpos celestes, a la manera que las razones de las cosas inteligibles llegan a los espíritus inferiores por conducto da los espíritus superiores. Como en el orden de las cosas una substancia intelectual es preferible a los cuerpos, no conviene, según el orden de la Providencia de que hemos hablado, que una substancia intelectual cualquiera esté regida por medio de una substancia corporal. Siendo el alma humana una substancia intelectual, es imposible que sea regida y gobernada por los movimientos de los cuerpos celestes en su inteligencia y en su volición. Por consiguiente, los cuerpos celestes no pueden obrar directamente o influir sobre el entendimiento humano. Además, ningún cuerpo obra más que por el movimiento, y todo lo que sufre la acción de un cuerpo es, por consiguiente, movido por él. El alma humana, sin embargo, en cuanto a la parte intelectual de que depende la voluntad, no puede ser movida por un movimiento corporal, en atención a que el entendimiento no es el acto de un órgano corporal. Es imposible, por consiguiente, que el alma humana, en su entendimiento o en su voluntad, esté sujeta a alguna influencia de los cuerpos celestes. Otra razón: los efectos que en los cuerpos inferiores provienen de la impresión de los cuerpos celestes, son efectos naturales. Luego si las operaciones del entendimiento y de la voluntad procedieran de la impresión de los cuerpos celestes, procederían del instinto natural, y en este caso el hombre no se diferenciaría en sus acciones de los animales, que obran por instinto natural, y perecerían el libre albedrío, el consejo, la elección y todos los demás dones en que el hombre aventaja a los animales.

CXXVIII
De qué modo el entendimiento humano se perfecciona por medio de las potencia sensitivas

Debemos considerar que el entendimiento humano recibe de las potencias sensitivas el origen de su conocimiento; y esta es la razón por qué cuando hay perturbación en las facultades del alma relativas a la imaginación y a la memoria, hay también desorden en el conocimiento del entendimiento. Cuando, por el contrario, estas facultades están en su estado normal, la percepción del entendimiento se hace de un modo más conveniente. El cambio o mutación del apetito sensitivo contribuye a la mutación de la voluntad, que es el apetito de la razón, en el concepto de que el bien concebido es objeto de la voluntad. En efecto: una cosa nos parece de diverso modo buena o mala, según el diverso modo con que estamos dispuestos a la concupiscencia, a la cólera, al temor y a las demás pasiones.

Todas las potencias de la parte sensitiva, sean aprehensivas o apetitivas, son actos de ciertas partes corporales, mudados los cuales es necesario que estas mismas potencias estén accidentalmente mudadas. Por lo mismo que la mutación de los cuerpos inferiores está sometida al movimiento del cielo, por lo mismo las operaciones de las potencias sensitivas están sometidas al mismo movimiento, aunque por accidente, y así es que el movimiento del cielo tiene cierta influencia indirecta sobre el acto del entendimiento y de la voluntad humana, en cuanto que la voluntad está inclinada hacia alguna cosa por la fuerza de las pasiones. Pero como la voluntad no está de tal modo sometida a las pasiones que se vea obligada a seguir su impetuosidad, sino que tiene más bien fuerza para reprimirlas con el juicio de la razón, se sigue que la voluntad humana no está sometida a las impresiones de los cuerpos celestes, y, por consiguiente, tiene la elección libre para entregarse a ellas o resistirlas, cuando le parezca conveniente, lo cual sólo es propio de los sabios; porque es propio de la muchedumbre, que carece de sabiduría y de virtud, seguir las pasiones corporales y sus inclinaciones.

CXXIX
Sólo Dios y no las cosas creadas, es el que mueve la voluntad del Hombre

Como todo lo que es mutable y multiforme se refiere a alguna cosa que es primer móvil y único, como a su causa, y como la inteligencia y la voluntad del hombre son mutables y multiformes, necesario es que éstas se refieran a alguna cosa superior, imóvil y uniforme. No pudiendo referirse o depender la voluntad y la, inteligencia a los cuerpos celestes como a una causa, según se ha demostrado, necesario es que se refieran o dependan de causas más elevadas. Con el entendimiento no sucede lo mismo que con la voluntad, porque el acto del entendimiento se verifica según que las cosas comprendidas están en el entendimiento, y el acto de la voluntad, por el contrario, se considera según la inclinación de la voluntad a las cosas que son objeto de la volición. El entendimiento está por lo mismo destinado para ser perfeccionado por alguna cosa exterior, que se compara a él, como el acto a la potencia. Por esta razón el hombre puede ser auxiliado en sus actos intelectuales por cualquier ser exterior más perfecto en su ser inteligible; y esto, no solamente por Dios, sino también por un ángel, por un hombre más instruido, y de cualquiera otra manera. En efecto: el hombre es ayudado por otro hombre en el ejercicio de la inteligencia, en el sentido, de que uno expone a otro un punto inteligible al que no prestaba su atención, pero no en el sentido de que la luz del entendimiento de un hombre se perfeccione por otro hombre, porque una y otra luz natural es de la misma especie. Como la luz natural del ángel es en su naturaleza más sublime que la luz natural del hombre, éste puede ser auxiliado por el ángel en los actos intelectuales, no sólo respecto del objeto que se le propone por el ángel, sino también respecto de la luz, que es confortada por la luz del ángel. Sin embargo de esto, la luz natural del hombre no procede del ángel, porque la naturaleza racional del alma, que recibió el ser por la creación, fué constituida sólo por Dios. Dios ayuda al hombre en el ejercicio de la inteligencia, no sólo respecto del objeto que Dios propone al hombre o por adición de la luz, sino en atención a que la luz natural del hombre, que, le hace un ser intelectual, procede de Dios, y por, esto sucede también que siendo Dios la verdad prima, de la que toda verdad recibe su certeza, como las segundas proposiciones la reciben de las primeras en las ciencias demostrativas, claro es que nada debe haber de cierto en la inteligencia más que mediante la virtud divina, a la manera que en las ciencias las conclusiones no son ciertas más que en virtud de los primeros principios. Pero así como el acto de la voluntad es cierta inclinación procedente del interior al exterior, y es comparada a las inclinaciones naturales; y como las inclinaciones naturales residen solamente en las cosas en virtud de su naturaleza, así el acto de .la voluntad procede de Dios solo, porque Él solo es la causa de la naturaleza racional dotada de voluntad. Esto demuestra que no es contrario al libre albedrío el que Dios mueva la voluntad del hombre, del mismo modo que no es contra la naturaleza que Dios obre en las cosas naturales.

La inclinación natural y la voluntaria proceden de Dios, y la una y la otra, según las condiciones del orden a que pertenecen. En efecto: Dios mueve las cosas, según lo que a su naturaleza corresponde. Queda, pues, probado que los cuerpos celestes pueden ejercer una influencia en el cuerpo humano y comunicarle las virtudes corporales que le son propias, del mismo modo que a los demás cuerpos; pero de ningún modo pueden ejercer esta influencia sobre la naturaleza, sobre la cual sólo tiene acción la criatura intelectual. En cuanto a la voluntad, Dios es el único que puede ejercer sobre ella una influencia activa.

CXXX
Dios lo gobierna todo, y mueve ciertas cosas por medio de las segundas causas

Por lo mismo que las segundas causas no obran más que en virtud de la primera causa, como los instrumentos sólo obran por la dirección del arte, necesario es que todos los demás agentes, por cuyo medio efectúa y completa Dios el orden de su gobierno, obren por la virtud de Dios mismo. La acción de cada uno de ellos es, por consiguiente, causada por Dios, a la manera que el movimiento de la cosa que se mueve por el impulso del motor que la mueve, y el motor y el ser movido han de estar necesariamente unidos. Es necesario, por consiguiente, que Dios esté interiormente unido a cada agente, como obrando en el momento en que le impele a obrar. Dios, además de ser la causa de la acción de los agentes secundarios, lo es también de su ser, según antes hemos demostrado, y por lo mismo no hemos de considerar a Dios como causa del ser de los seres, de un modo igual que cuando consideramos al arquitecto como causa del ser de la casa, porque separado el arquitecto, la casa queda.

En efecto: el arquitecto no es causa del ser de la casa, más que en cuanto causa el movimiento para que la casa sea. Este movimiento, es en verdad, la construcción de la casa, y por esta razón es directamente la causa de la construcción de la casa, cesando por la remoción del arquitecto. Dios, por el contrario, es directamente por sí la causa del ser, como que comunica el ser a todas las cosas, a la manera que el sol comunica la luz al aire y a los demás seres iluminados por él. Así como para la conservación de la luz en el aire se requiere la iluminación perseverante del sol, así es necesario que, para que todas las cosas se mantengan en su ser, Dios les comunique incesantemente el ser. Esta es la razón por qué son comparadas a Dios, en cuanto que son conservadas en el ser, a la manera que la obra es comparada al artífice. Es así que la obra y el artífice deben estar unidos como el motor y el objeto movido; luego es necesario que Dios sostenga todas las cosas, y esté presente a ellas, en cuanto tienen el ser. Y como el ser es lo más íntimo que hay en las cosas, consiguiente es que Dios esté en todas las cosas. Además, todo el que ejerce su providencia por causas medias ha de conocer y ordenar los efectos de estas causas, porque de otro modo estarían fuera del orden de su providencia. La providencia del que gobierna es tanto más perfecta, cuanto más desciende a cada cosa su conocimiento y ordenación, porque si alguna cosa se sustrajese del conocimiento del que gobierna, la determinación de esta cosa se evadiría de su providencia: es así, según hemos demostrado, que todo está sometido a la Providencia divina: es así que la Providencia divina es perfectisima: es así que todo lo que se dice de Dios le conviene en sumo grado; luego la ordenación de su providencia es extensiva a los más pequeños efectos.

CXXXI
Dios lo dispone todo inmediatamente, sin disminución de su sabiduría

Aun cuando el gobierno de las cosas sea ejercido por Dios por medio de las segundas causas, en cuanto a la acción de su providencia, sin embargo, la disposición o la acción ordenadora de la Providencia se extiende inmediatamente a todas las cosas. En efecto: Dios no ordena las cosas grandes y las pequeñas, de tal modo que deje o confíe a otras las disposiciones y detalles de las cosas más pequeñas. Esto sucede así entre los hombres por la debilidad de su conocimiento, que no puede abarcar muchas cosas a la vez, y por esto los gobernadores superiores disponen las cosas grandes, encomendando a otros inferiores las más pequeñas. Dios, empero, puede conocer a un mismo tiempo muchos objetos, y por lo mismo no prescinde de ocuparse de las cosas grandes al ocuparse de las pequeñas.

CXXXII
Por qué la Providencia de Dios no es extensiva a las cosas particulares

Podrá haber alguno que crea que Dios no se ocupa de las cosas particulares, y que arguya diciendo: nadie ejerce su acción providencial más que sobre lo que conoce, y por lo mismo, no es posible persuadirse que Dios tenga conocimiento de cosas particulares, en atención a que las cosas particulares son conocidas por los sentidos, y no por la inteligencia. Como Dios es enteramente incorporal, no puede tener conocimiento sensitivo, sino intelectual, y por lo mismo, puede imaginarse que la Providencia Divina prescinde de las cosas particulares. Además de esto, siendo las cosas particulares infinitas, y siendo imposible conocerlas (el infinito como tal es desconocido), parece que las cosas particulares se evaden de la Providencia Divina y de su conocimiento. En las cosas particulares hay muchos contingentes, y por lo mismo no se puede tener de ellos un conocimiento cierto. Siendo, pues, certísima la ciencia de Dios, parece que Dios ni conoce ni ordena las cosas particulares. Además, no todo lo particular existe simultáneamente, porque hay cosas que se corrompen y son reemplazadas por otras que les suceden: es así que no puede conocerse lo que no existe; luego si Dios tiene conocimiento de las cosas particulares, empieza y deja de saber ciertas cosas, y por consiguiente es mudable. No parece, pues, que Dios tenga conocimiento de las cosas particulares, y que extienda a ellas su providencia.

CXXXIII
Solución de estas dificultades

Estas dificultades se resuelven con facilidad considerando las cosas en verdad y realidad. En efecto: conociéndose Dios perfectamente a sí mismo, necesario es que conozca lo que está en Él, de cualquier modo que esté. Como de El sea toda ausencia y toda virtud del ser creado, y como lo que procede de un ser está virtualmente en él, necesario es que, conociéndose , a sí mismo, conozca la esencia del ser creado y todo lo que está virtualmente en él, y que conozca también todas las cosas particulares que virtualmente están en él y en sus demás causas. El conocimiento de la inteligencia divina no tiene semejanza con el nuestro, como insinuaba la primera dificultad, porque nuestro entendimiento adquiere el conocimiento de las cosan por especies abstractas, que san las imágenes de la forma y no la materia, ni tampoco son las imágenes de las disposiciones materiales, que son los principios de la individualización. Esta es la razón por qué nuestro entendimiento no puede conocer las cosas particulares, sino solamente las universales. Por el contrario, el entendimiento divino conoce las cosas por su esencia, en la cual, como en un primer principio, están contenidas virtualmente la forma y también la materia, y por consiguiente conoce las cosas universales y también las particulares. No hay tampoco inconveniente en que Dios conozca las cosas infinitas, aun cuando nuestro entendimiento no pueda conocerlas. En efecto: nuestro entendimiento no puede actual y simultáneamente abarcar muchos objetos, pues si conociera objetos infinitos, seria necesario que, conociéndolos, los contara uno después de otro, lo cual es contra la naturaleza del infinito. Nuestro, entendimiento, sin embargo, puede virtualmente y en potencia conocer objetos, infinitos; por ejemplo, todas las especies de los números, o de las proporciones, y esto en cuanto que tiene un principio suficiente para conocerlo todo. Dios, empero, puede conocer muchos objetos simultáneamente, y esto por cuyo medio todo lo conoce, es decir, su esencia; es un principio para conocerlo todo, tanto lo que es como lo que puede ser.

Así como nuestro entendimiento conoce en potencia y virtualmente objetos infinitos, cuyo principio de conocimiento tiene, así Dios abarca actualmente el infinito en un acto solo. Es también evidente que, aunque cada cosa corporal y temporal no tenga existencia en el mismo tiempo, Dios tiene, sin embargo, conocimiento simultáneo de ellas, y las conoce efectivamente, según su modo de ser, que es eterno y sin sucesión. Así como conoce las cosas materiales de un modo inmaterial, y la multiplicidad por la unidad, así ve con una sola mirada las cosas que no existen simultáneamente. No es, pues, necesario que se quite a añada cosa alguna a su conocimiento, por la razón de que todo, lo conoce en particular. No es menos evidente que tiene un conocimiento cierto de las cosas contingentes porque antes de que fueran las veía por intuición, como existentes actualmente en su ser, y no sólo como futuras y contenidas en sus causas del modo que nosotros podemos conocer ciertas cosas futuras. Aunque las cosas contingentes, en cuanto que en sus causas son virtualmente futuras existentes, no tengan una determinación positiva, de modo que sean exactamente conocidas, sin embargo, en cuanto que son en acto en su ser, tienen ya una determinación positiva, y se puede tener un conocimiento cierto de ellas, porque nosotros podemos conocer por la certeza de la visión que Sortes está sentado, cuando está sentado. Del mismo modo Dios conoce ciertamente en su eternidad, todo lo que debe hacerse en el discurso del tiempo. Su eternidad está presente a todos los puntos del curso del tiempo, y aun va mucho más allá; de tal suerte, que podemos concebir que Dios, en su eternidad, conoce el curso del tiempo como un hombre colocado en una altura ve de una ojeada y a un mismo tiempo el paso de los viajeros.

CXXXIV
Sólo Dios conoce en particular los futuros contingentes

Propio es sólo de Dios, a quien real y propiamente conviene la eternidad, conocer los futuros :contingentes, según y como están actualmente en su ser, lo cual es tener certeza de ellos. Esta es a razón por qué la predicción de las cosas futuras es, en verdad, considerada, como una prueba fe la divinidad, según estas palabras de Isaías, XLI: Anunciadnos las cosas futuras, y sabremos que sois Dioses. Puede competer también a otros el conocimiento de las cosas futuras, pero este conocimiento no es cierto, sino conjeturar, y sólo con relación a los efectos que necesariamente proceden de sus causas. Por este medio el médico anuncia las enfermedades futuras, y el marino las tempestades.

CXXXV
Dios está en todas las cosas por potencia, por esencia y por presencia

No hay inconveniente alguno en que Dios tenga conocimiento aún de los efectos particulares, y en que los ordene inmediatamente por sí mismo, aunque se valga de causas medias. En la ejecución misma hay en cierta manera una relación inmediata con todos los efectos, en cuanto que todas las causas medias obran en virtud de la causa prima; de tal modo, que parece obrar en todo de cierta manera, pudiendo serle atribuidas todas las obras de las segundas causas, como se atribuye al artífice la obra del instrumento. En efecto: más conveniente es decir que el cuchillo es obra del artífice, que obra del martillo. También tiene relaciones inmediatas con los efectos, en cuanto que es por si mismo causa del ser, y en atención a que conserva todas las cosas en el ser. Según estos tres modos inmediatos, se dice que Dios está en todo por su potencia, por su esencia y por su presencia. Por su esencia, en cuanto que el ser de una cosa cualquiera es una especie de participación del ser divino, y así la esencia divina es inherente a cada ser existente, en cuanto que tiene el ser, como la causa a su efecto propio. Por su potencia, en cuanto que todas las cosas obran por su virtud. Por su presencia, en fin, en cuanto que todo lo ordena y dispone inmediatamente.

CXXXVI
Sólo conviene a Dios obrar milagros

Como todo el orden de las segundas causas y su virtud proceden de Dios, y como Él mismo no produce sus efectos por necesidad, y sí por su libre voluntad, es evidente que puede obrar fuera del orden de las segundas causas, como curar a los que no pueden ser curados, según la operación de la naturaleza, o hacer algunas otras cosas que no son conformes al orden de las causas naturales, y que sin embargo lo son al orden de la Providencia Divina; porque sucede algunas veces que lo que Dios hace fuera del orden de las causas naturales por É1 establecido, lo hace para algún fin. Cuando acontecen de una manera sobrenatural hechos de está. clase, se les da el nombre de milagros, porque maravilloso es ver un efecto e ignorar su causa.

Siendo Dios una causa simplemente oculta para nosotros, cuando hace alguna cosa fuera de las segundas causas, que no son conocidas, llamamos a esto que hace pura y simplemente milagros. Si, por el contrario, produce algún efecto de una causa desconocida para éste o para aquél, a este efecto no se le llama propiamente milagro, porque sólo lo es para aquel que ignora la causa. Por esto sucede que una cosa aparece a uno como maravillosa, y no lo es para otro que conoce la causa. A Dios sólo pertenece poder obrar fuera del orden de las segundas causas; porque Dios es el que le ha establecido, y no está subordinado a éste orden. Los demás seres, por el contrario, están sometidos a Dios, por esto Él sólo puede obrar milagros, según estas palabras del Salmista: Sólo es propio de Dios obrar milagros. Cuando se ve que alguna criatura hace milagros, o, no son milagros verdaderos, porque son producidos por alguna virtud natural, aunque desconocida, como los milagros de los demonios, que son efecto del arte mágico, o si son milagros verdaderos, han sido impetrados de Dios por alguno, y le ha concedido poder para hacerlos. Por consiguiente, como estos milagros no son obrados más que en virtud del poder divino, con razón son tomados como pruebas de la fe, la cual sólo se funda en Dios. De todo lo que el hombre produce por la voluntad divina, no hay nada en que esté más claramente impreso este sello que en las obras que sólo Dios puede hacer. Los milagros de este género, aunque obrados fuera del orden de las cosas naturales, no deben, sin embargo, llamarse contra naturaleza, porque está en el orden natural que las cosas inferiores estén sometidas a la acción de las cosas superiores. Esta es la razón por qué los efectos que en los cuerpos inferiores provienen de la impresión de los cuerpos celestes, no son llamados simplemente contra naturaleza, aunque por acaso sean algunas veces contra la naturaleza particular de tal o de tal cosa, como aparece en el movimiento del agua por el flujo y reflujo de la mar producido por la influencia de la luna. Así, pues, en las cosas que acontecen en las criaturas por la acción divina, aunque parezca que son contra el orden particular de las segundas causas, son, sin embargo, según el orden universal de la naturaleza. Por, consiguiente, los milagros no son contra naturaleza.

CXXXVII
Hay cosas llamadas casuales y fortuitas

Aunque todas las cosas, aun las más pequeñas, estén dispuestas por la Divinidad, no hay inconveniente alguno en que algunas acontezcan por la casualidad. En efecto: sucede que una cosa es casual o fortuita, con respecto a una causa inferior, cuando se hace alguna cosa contra su intención; pero esta cosa ni es fortuita. ni casual, con respecto a una causa superior, cuya intención no ha sido contrariada; así es cómo se prueba con el ejemplo de un amo que envía a dos criados suyos a un mismo sitio, sin enterar a ninguno de los dos de la misión de su compañero; el encuentro de estos dos criados es casual respecto a cada uno de ellos, pero no lo es respecto de su amo. Así, pues, las cosas que acontecen fuera de la intención de las segundas causas, son fortuitas o casuales con respecto a estas causas, y pueden llamarse simplemente casuales porque los efectos reciben su denominación de la condición de las causas próximas. Can respecto a Dios no puede decirse que son fortuitas, sino previstas.

CXXXVIII
Sobre el destino

Por lo dicho podemos conocer qué es el destino. Encontrándose muchos efectos que proceden de la casualidad, según la consideración de las segundas causas, hay algunos que no quieren referir estos efectos a alguna causa superior que los ordena. Otros han querido referir estos efectos, que parecen casuales y fortuitos, a una causa superior que los ordena; pero sin salir del orden de las cosas corporales, atribuyeron esta acción ordenadora a los cuerpos primos, es decir, a los cuerpos celestes. Los que esto afirman han dicho que el destino era una fuerza de posición de los astros, de la que en su juicio provenían los efectos de este género; pero como ya hemos demostrado que el entendimiento y la voluntad, que son los principios propios de los actos humanos, no están sometidos a los cuerpos celestes, no puede decirse que las cosas que parece acontecen en las cosas humanas de una manera casual y fortuita, se refieran a los cuerpos celestes como a una causa ordenadora. El destino o el hado no parece existir más que en aquellas cosas humanas en que exista la fortuna. En efecto: a estas cosas es a las que se pregunta cuando se quiere conocer el porvenir, y sobre ellas dan sus respuestas los adivinos. Esta es la razón por qué el destino es llamado hado, de la palabra latina fando, hablar, y por consiguiente la noción del destino es ajena o contraria a la fe; pero como no solamente las cosas naturales, sino también las cosas humanas que parece provienen de la casualidad, están sometidas a la Providencia Divina, necesario es referirlas a la acción ordenadora de la Divina Providencia. Así es cómo deben entender el destino los que pretenden que todo está sometido a la Divina Providencia. En efecto: el destino comprendido en este sentido se refiere a la Divina Providencia, como efecto propio suyo; esta es una explicación de la Divina Providencia aplicada a las cosas, según el pensamiento de Boecio, que dice que el destino es la disposición, esto es, ordenación inmóvil inherente a las cosas móviles. Como nosotros, en cuanto es posible, nada debemos tener de común con los infieles, ni aun los nombres de las cosas, por temor de que los ignorantes encuentren ocasión de error, es más prudente para los fieles omitir la palabra destino, porque la primera acepción es más conveniente y más común. Por esto dice San Agustín, en el libro V de la Ciudad de Dios, que si alguno entiende el destino en la segunda acepción, guarde su opinión y corrija su lenguaje.

CXXXIX
No todas las cosas están bajo el imperio de la necesidad

Aunque el orden de la Divina Providencia aplicado a las cosas sea cierto, lo que obliga a decir a Boecio qué el destino es una disposición inmutable inherente a las cosas móviles, no se sigue de aquí, sin embargo, que todo suceda por la ley de la necesidad, porque los efectos son llamados necesarios o contingentes, según la condición de las causas próximas. En efecto: es evidente que si la causa prima es necesaria, y la segunda contingente, se sigue un efecto contingente. Así es cómo, por ejemplo, en las cosas corporales la primera causa de generación es para las inferiores el movimiento de un cuerpo celeste, y aunque proceda de la necesidad, sin embargo, la generación y la corrupción en estas cosas inferiores provienen de una manera contingente, en atención a que las cocas inferiores son contingentes, y sujetas a defección. Es así que Dios (como ya hemos demostrado) ejerce su providencia por las causas inferiores; luego habrá ciertos efectos de la Divina Providencia contingentes, según la condición de las causas inferiores.

CXL
Hay muchas cosas contingentes y compatibles con la Divina Providencia

La contingencia de los efectos o de las causas, no puede perturbar la certeza de la Divina Providencia. Hay tres cosas que parece constituyen la certeza de la Providencia, a saber: la infalibilidad de la, presciencia divina, la eficacia de la voluntad divina y la sabiduría de la disposición divina, que encuentra medios suficientes para conseguir su efecto, sin que ninguna de estas tres cosas repugne a la contingencia. La ciencia de Dios es infalible, aun en los futuros contingentes, en cuanto que Dios ve en su eternidad las cosas futuras como si estuvieran actualmente en su ser, como dijimos antes. Siendo la voluntad de Dios causa universal de las cosas, no ejerce su acción solamente sobre la producción del ser, sino también sobre el modo de ser, y, por consiguiente, pertenece a la eficacia de 1a voluntad divina el que se haga lo que Dios quiere., y que se haga de la manera que quiere. Dios quiere que ciertas cosas sean hechas de una manera necesaria, y otras de una manera contingente, porque lo uno y otro se requiere para el ser completo de todo. Para que las cosas se efectúen en esta doble manera, estableció para ciertas cosas causas necesarias, y para otras, causas contingentes, a fin de que, haciéndose ciertas cosas de una manera necesaria y otras de una manera contingente, se realizase eficazmente la voluntad divina. Es también evidente que la certeza de la Providencia se conserva por la sabiduría de la disposición divina, permaneciendo la contingencia misma de las cosas. Si la providencia del hombre puede venir en auxilio de una causa, que puede dejar de producir su efecto, haciéndola que produzca infaliblemente su efecto, como se ve en el médico, que procura la curación, y en el cultivador de la viña, que se vale de remedios contra la esterilidad de la vid, con mayor razón la sabiduría de la disposición divina puede producir este resultado, haciendo que las causas contingentes que pueden dejar de producir sus efectos, produzcan, sin embargo, regularmente estos efectos con la ayuda de ciertos auxilios, que no destruyen su contingencia. Todo esto demuestra que la contingencia de las cosas no excluye la certeza de la Providencia Divina.

CXLI
La certidumbre de la evidencia divina no incluye el mal en las cosas

Del mismo modo podemos comprender que sin menoscabo de la Providencia Divina pueden acontecer finales en el mudo en razón de los defectos de las segundas causas. En efecto: vemos que en las causas ordenadas acontece el mal en el efecto por el defecto de la segunda causa, sin que este mal sea en modo alguno causado por la causa prima, del mismo modo que el mal de la cojera es causado por el encorvamiento de la pierna, y no por la virtud motriz del alma. Por eso sucede que todo lo que hay en la cojera respecto al movimiento, se refiere a la virtud motriz como a la causa, y todo lo que es relativo al encorvamiento, es causado, no por la virtud motriz, sino por el encorvamiento de la pierna. Por consiguiente, el mal que acontece en las cosas, en cuanto a tener un ser, una especie o una naturaleza cualquiera, se refiere a Dios como a la causa, porque no puede haber mal más que en el bien, como antes hemos demostrado. En cuanto a lo que es defectuoso, se refiere el mal a la causa interior defectuosa. Por consiguiente, aunque Dios sea la causa universal de todo, no es la causa de los males en cuanto son males, sino que todo el bien que les está unido tiene a Dios por causa.

CXLII
Dios no destruye su bondad permitiendo los males

Tampoco repugna a la Bondad Divina permitir el mal en las cosas sometidas a su gobierno. En primer lugar, porque no conviene a la Providencia destruir la naturaleza de las cosas que gobierna, sino conservarlas. Es así que la perfección del todo exige. que haya ciertas cosas inaccesibles al mal, y otras que puedan sufrir los efectos del mal, según su naturaleza; luego si el mal estuviera totalmente excluido de las cosas, no estarían gobernadas por la Providencia Divina, según su naturaleza; porque el defecto que de ello resultaría sería mayor que los defectos particulares que se les quitasteis. En segundo lugar, porque el bien de una cosa no puede verificarse sin el mal de otra, a la manera que la generación de una cosa no se verifica sin la corrupción de otra; la nutrición del león sin la. muerte de otro animal, y la paciencia del justo sin la persecución del injusto; luego si el mal estuviera totalmente excluido de las cosas, se seguiría que muchos bienes desaparecerán igualmente; luego no conviene a la Providencia Divina excluir enteramente el mal de las cosas humanas, sino que es necesario que los males que acontecen estén ordenados a algún fin. En tercer lugar, porque los bienes llegan a ser más recomendables por los males particulares, en razón a la comparación que se hace de ellos, a la manera que el esplendor del color blanco se hace más vivo con, la. oscuridad del coto; negro. Por lo mismo, pues, que la Bondad Divina permite el mal en el mundo, se hace más visible en las cosas, apareciendo más su sabiduría en la coordinación de los bienes con los males.

CXLIII
Dios ejerce su acción providencial sobre el hombre por medio de la gracia

Como la Divina Providencia provee a cada casa según su modo de ser, y como la criatura racional es más dueña de sus actos que todas las demás criaturas, por causa, de su libre albedrío, necesario es qué la criatura racional sea el objeto especial de la acción providencial, de dos modos: el primero, relativo a los auxilios que recibe de Dios por sus obras; el segundo, por la retribución de sus mismas obras. Las criaturas privadas de razón no reciben de Dios más que los auxilios que necesitan para la acción natural, al paso que las criaturas racionales reciben enseñanza y preceptos destinados para el régimen de su vida. En efecto: no es conveniente dar preceptos más que a la criatura que es dueña de sus actos, aun cuando se diga, por analogía, que Dios dio preceptos a las criaturas privadas de razón, según este pasaje del salmo XCVIII, vers. 6: Estableció un precepto, y no le traspasará. Este precepto no es otra cosa que una disposición de la Providencia Divina, comunicando á. las cosas naturales impulso para las acciones que les son propias. Las acciones de las criaturas racionales les son imputadas como criminales o meritorias, porque son dueñas de sus actos, y así sucede, no sólo por parte del hombre constituido en autoridad, sino por parte de Dios; porque los hombres son gobernados por el hombre y por Dios. A todo el que está sometido a la autoridad de alguno, se le imputa por esta autoridad lo bueno o malo que hace; y como las buenas obras necesitan recompensa, y castigo las malas, como se dijo antes, las criaturas racionales, en conformidad a la Justicia Divina, son castigadas por el mal y recompensadas por el bien que hacen. En cuanto a las criaturas privadas de razón, ni se les puede penar ni recompensar, como tampoco otorgarles alabanzas ni imponerles vituperio.

Como el fin último de una criatura racional excede las facultades de su naturaleza, y como las cosas que están ordenadas a un fin, deben ser proporcionadas a este fin, según la rectitud del orden providencial, se sigue que la criatura racional recibe auxilios divinos, no sólo proporcionados a su naturaleza, sino superiores también a las facultades, de su naturaleza. Esta es la razón por qué además de las facultades naturales de la razón, Dios otorga al hombre la, luz de la gracia que le forma interiormente para la perfección de la virtud, en cuanto al conocimiento, elevando por esta luz el espíritu del hombre y disponiéndolo al conocimiento de las cosas superiores a su razón; y en cuanto a la acción y a la afección, elevando por esta luz la facultad afectiva del hombre sobre todas las cosas criadas para inclinarle al amor de Dios, para esperar en Él, y para hacer todo lo que el amor exige. Estos dones o auxilios concedidos sobrenaturalmente al hombre, son llamados gratuitos: primero, porque Dios los concede gratuitamente, en atención a que no puede encontrarse en el hombre mérito alguno que le dé derecho para semejantes auxilios, porque son superiores a las facultades de la naturaleza humana. Segundo, porque por medio de estos dones el hombre llega a ser más agradable a Dios de una manera especial. Siendo el amor de Dios una causa de bondad en las cosas, cuando no ha sido producida por una bondad preexistente, como nuestro amor, necesario es admitir una razón especial del amor divino respecto de aquellos a quienes concede algunos efectos especiales. Por esto se dice que ama mucho a aquellos a quienes concede tales efectos de bondad, con cuyo auxilio pueden llegar a su fin, que es Dios mismo la fuente de la bondad.

CXLIV
Cómo Dios, por medio de dones gratuitos, remite los pecados que destruyen la gracia

Como los pecados provienen de que las acciones se apartan del orden legítimo que conduce al fin, y como el hombre está ordenado a un fin, no sólo por los auxilios naturales, sino también por los gratuitos, necesario es que los pecados de los hombres estén contrariados, no sólo por los auxilios naturales, sino también por los gratuitos: es así que las cosas contrarias se excluyen mutuamente; luego del mismo modo que los pecados privan al hombre de estos auxilios gratuitos, así también los pecados son remitidos al hombre por los dones gratuitos. De otro modo, la malicia del hombre que peca tendría más poder alejando la gracia divina, que la misma bondad divina destruyendo el pecado por los dones del la gracia.

Además, Dios gobierna todas las cosas por su providencia, según su modo de ser: es así que el modo de ser de las cosas mudables consiste en que puedan producirse en ellas alternativamente cosas contrarias, como la generación, y la corrupción en la materia corporal, lo blanco y lo negro en un cuerpo colorado; el hombre es mudable en cuanto a la voluntad todo el tiempo que vive; luego así Dios concede al hombre dones gratuitos, de tal modo, que pueda perderlos por el pecado, y así el hombre por su parte comete pecados que pueden, ser remitidos por dones gratuitos. Además de esto, en las cosas que se producen en el orden sobrenatural, se considera lo posible y lo imposible con relación a la potencia divina, y no según la potencia humana y natural. Restituir la vista a un ciego y la vida a un muerto, no es un efecto de la potencia natural; es un efecto de la potencia divina; y como los dones gratuitos son sobrenaturales, siendo como es la facultad de obtenerlos un efecto de la potencia divina, decir que después del pecado no pueden obtenerse dones gratuitos, es lo mismo que destruir la potencia divina. Los dones gratuitos no pueden subsistir simultáneamente con el pecado, porque los dones gratuitos conducen al hombre a su fin, y el pecado le aleja de él. Por consiguiente, decir que los pecados no son remisibles, es contrariar a la divina Omnipotencia.

CXLV
Los pecados no son remisibles

Es evidentemente falso decir que los pecados son irremisibles, no por razón de la impotencia divina, sino porque conviene a la justicia de Dios que el que cae del estado de la gracia no vuelva a recobrar este estado. En efecto: el orden de la justicia divina no permite se conceda lo que pertenece al término de la vía al que está, aún en la vía, porque la inmovilidad en el bien o en el mal es una ventaja que no pertenece más que al término de la vía, porque la inmovilidad es el fin del movimiento: es así que toda la vida presente es status viae (estado de vía), como lo demuestra la mutabilidad del hombre en cuanto al cuerpo y en cuanto al alma; luego no es propio de la justicia divina dejar que el hombre quede inmovilizado en el pecado. Además, los beneficios de Dios, y principalmente los más grandes, no pueden ser nunca un peligro para el hombre: es así que sería peligro para el hombre, dotado de una vida sujeta a mutación, la gracia, si pudiera pecar después de haber recibido esta gracia, y no pudiera recobrarla, principalmente cuando los pecados que preceden a la gracia son remitidos por esta gracia, y son estos pecados frecuentemente mayores que los que el hombre comete después de recibida la gracia; luego no puede decirse que los pecados del hombre son irremisibles, ya se hayan cometido antes, ya después.

CXLVI
Sólo Dios puede remitir los pecados

En efecto: sólo el que ha sido objeto de la falta puede remitir la falta cometida. Los pecados son imputados al hombre como falta, no sólo por el hombre, sino también por Dios; pero ,como aquí hablamos de los pecados en cuanto son imputados al hombre por Dios, claro es que sólo Dios puede remitir los pecados. Además, como los pecados separan al hombre del orden que conduce al último fin, no pueden ser remitidos sin que el hombre sea restablecido en este orden, lo cual se verifica por los dones gratuitos, que sólo proceden de Dios, porque son superiores a las facultades de la naturaleza; luego sólo Dios puede remitir los pecados. Por último, el pecado, en tanto es imputado al hombre, en cuanto que es voluntario: es así que Dios sólo puede mudar la voluntad; luego Dios sólo puede remitir los pecados.

CXLVII
De ciertos artículos de fe que son efectos del gobierno de Dios

El segundo efecto de Dios es el gobierno de las cosas, y especialmente de las criaturas racionales, a las que concede la gracia y remite los pecados. En el Símbolo de la fe se hace una indicación de este efecto, y en cuánto que todas las cosas están ordenadas al fin de la bondad divina, y en virtud de esto proclamamos Dios al Espíritu Santo, porque es propio de Dios dirigir a sus súbditos al fin, ya en cuanto que Dios da movimiento a todo, y por lo mismo le llamamos vivificante. En efecto: el movimiento comunicado al cuerpo por el alma, es la vida del cuerpo, y así también el movimiento comunicado por Dios a todas las cosas, es como una especie de vida del universo. Como toda la razón del gobierno divino está sacada de la bondad divina, apropiada al Espíritu Santo, que procede como el amor, con razón de conveniencia los efectos de la bondad divina son colocados en las atribuciones de la persona del Espíritu Santo. En cuanto al efecto del conocimiento sobrenatural que Dios produce en el hombre por la fe, se dice “la Santa Iglesia Católica”, porque la Iglesia es la congregación de los fieles: en cuanto a la gracia que Dios comunica a los hombres, se dice “la Comunión de los Santos”; y en cuanto a la remisión de la culpa, se dice “la remisión de los pecados”.

CXLVIII
Todas las cosas han sido hechas para el hombre

Como todas las cosas se ordenan a la bondad divina como a último fin, hay algunas de estas cosas ordenadas a este fin que están mas próximas a él, participando de una manera más completa de la bondad divina. Por consiguiente, las cosas que son inferiores en la creación, y que tienen por lo mismo, menos participación en la bondad divina, están ordenadas de cierta manera a los seres superiores como a sus fines. En todo orden de fines; las cosas que están más cerca del último fin son a su vez fines de aquellas que están más distantes de él. Por ejemplo, la poción medicinal tiene por objeto la purgación; la purgación tiene por objeto la delgadez, y la delgadez la salud; siendo así en cierto modo, y con razón, la delgadez el fin de la purgación. Como en el orden de las causas activas la virtud del primer agente llega a los últimos efectos por medio de las causas medias, así también, en el orden de los fines, las cosas que están más distantes del fin llegan al fin último por medio de las que es más próximas al fin, a la manera que la poción no se dirige a la salud más que por medio de la purgación. Esta es la razón por qué en el orden del universo las cosas inferiores llegan principalmente, a su último fin, en cuanto que están ordenadas a las superiores, lo cual es evidente para todo el que fije su consideración en el orden mismo de las cosas.

Las cosas que naturalmente se hacen son empleadas según su destino, y así vemos que las cosas imperfectas se destinan para el uso de los seres más nobles. De este modo es cómo las plantas se alimentan de la tierra, los animales de las plantas, y todo, está destinado para el uso del hombre. Por consiguiente, las cosas inanimadas han sido creadas para las animadas, las plantas para los animales, y todo esto para el hombre. Habiendo demostrado antes que la naturaleza intelectual es superior a la naturaleza corporal, se sigue que toda la naturaleza corporal está ordenada por la naturaleza intelectual: es así que entre las naturalezas intelectuales, la que está más cerca del cuerpo es el alma racional, que es la forma del hombre; luego toda la naturaleza corporal parece estar creada para el hombre en su cualidad de animal racional, y, por consiguiente, la consumación de toda la naturaleza corporal depende en cierto modo de la consumación del hombre.

CXLIX
Cuál es el último fin del hombre

La consumación del hombre está en la posesión del último fin, que es la bienaventuranza o felicidad perfecta, la cual consiste en la visión de Dios, según se demostró antes. La inmutabilidad de la inteligencia y de la voluntad se adquieren con la visión de Dios. La inmutabilidad, porque cuando se ha llegado a la primera causa en que pueden ser conocidas todas las cosas, cesa la investigación de la inteligencia. La movilidad de la voluntad cesa también, porque nada más queda que desear, una vez conseguido el fin último, que encierra la plenitud de toda bondad. La voluntad es mudable en cuanto que desea alguna cosa que no tiene; luego es evidente que la consumación última del hombre consiste en un reposo perfecto del entendimiento y de la voluntad.

CL
De qué modo llega el hombre a la eternidad y a la consumación

En las anteriores premisas queda demostrado que las condiciones de la eternidad se adquieren por la inmovilidad. Del mismo modo que el movimiento es la causa del tiempo, que consta de anterioridad y posterioridad, necesario es que esta anterioridad y posterioridad cesen por el anonadamiento del movimiento, y que nada quede más que la eternidad, que toda entera no es más que un punto; luego el hombre en la consumación última adquiere la eternidad de la vida, no sólo relativamente a la vida eterna del alma que posee por su naturaleza, como se demostró antes, sino también relativamente a la inmutabilidad perfecta en que el hombre está constituido.

CLI
De qué modo se requiere que el alma se una a su cuerpo

Es necesario considerar que no puede haber inmovilidad completa de la voluntad sin la satisfacción total de los deseos naturales. Las cosas destinadas a estar unidas según su naturaleza, aspiran naturalmente a esta unión, porque cada cosa apetece aquello, que le conviene según su naturaleza. Como el alma está naturalmente unida al cuerpo, experimenta el deseo natural de esta unión del cuerpo. Por consiguiente, no podrá haber un reposo perfecto de la voluntad, a menos que el alma se una nuevamente a su cuerpo, lo cual no es otra cosa que la resurrección del hombre. Además, la perfección final requiere la perfección prima. La perfección prima de cada cosa es ser perfecta en su naturaleza, y la perfección final consiste en la adquisición del fin último. Para que el alma humana esté constituida completamente en su fin, es necesario que sea perfecta en su naturaleza, lo cual no puede ser sin que esté unida al cuerpo. Es propio de la naturaleza del alma ser una parte del hombre en cualidad de forma: es así que ninguna parte es perfecta en su naturaleza si no lo es en su todo; luego para la beatitud última del hombre es necesario que su alma se una nuevamente a su cuerpo. Otra razón: lo que es accidental y contra naturaleza, no puede ser eterno, es así que la separación del alma y del cuerpo es necesariamente accidental y contra naturaleza, si es una necesidad para el alma estar naturalmente unida al cuerpo; luego el alma no estará perpetuamente separada del cuerpo; luego como su substancia es incorruptible, claro es que debe unirse nuevamente al cuerpo.

CLII
La separación del alma y del cuerpo es según la naturaleza

Parece que la separación del alma y del cuerpo no es un hecho accidental, sino conforme a la naturaleza. En efecto: el cuerpo del hombre está compuesto de elementos contrarios: es así que todo ser de esta condición es naturalmente corruptible; luego el cuerpo humano es naturalmente corruptible. Después de la corrupción del cuerpo, necesariamente ha de quedar el alma separada del cuerpo. Si el alma es inmortal, necesariamente la separación del alma y del cuerpo es según la naturaleza. Vamos a considerar cómo esta separación es conforme y contraria a la naturaleza. Antes hemos demostrado que el alma racional excede a la facultad de toda la materia corporal, como lo prueba su operación intelectual, la cual ejerce sin el auxilio del cuerpo. Para que una materia corporal haya podido serle convenientemente adaptada, necesario ha sido añadir al cuerpo cierta disposición por cuyo medio esta materia conviniera a la forma. Como esta forma recibe el ser de Dios solo, mediante la creación, así también esta disposición, superior a la naturaleza corporal, ha sido concedida por Dios sólo al cuerpo humano, para que le conservase incorruptible, y para que pudiera convenir así a la perpetuidad del alma. Esta disposición permaneció en el cuerpo humano durante todo el tiempo que el alma del hombre permaneció unida a Dios; pero habiéndose separado de Dios el alma del hombre por el pecado, era conveniente que el cuerpo del hombre perdiese también esta disposición sobrenatural, por medio de la cual era el sujeto inmóvil del alma; y así fue como el hombre adquirió la necesidad de morir. Por consiguiente, si se considera la naturaleza del cuerpo, la muerte es un hecho natural; pero si se considera la naturaleza del alma, y esta disposición que por causa del alma desde el principio había sido sobrenaturalmente infusa en el cuerpo humano, en este caso es un hecho accidental y contra naturaleza, porque es natural que el alma esté unida al cuerpo.

CLIII
El alma volverá a tomar el mismo cuerpo, y no un cuerpo de otra naturaleza

Estando el alma unida al cuerpo como una forma, y correspondiendo a cada forma una materia propia, necesario es que el cuerpo, al que volverá a unirse el alma, sea de la misma naturaleza y de la misma especie que el cuerpo que el alma dejó por la muerte. El alma en la resurrección no tomará un cuerpo celeste o aéreo, o el cuerpo de otro animal, según el delirio de algunos, sino el cuerpo humano, compuesto de carne y huesos, y con los mismos órganos que hoy lo forman. Otra razón: así como a la misma forma, según la especie, es debida la misma materia, según la especie, así a la misma forma, según el número, es debida la misma materia, según el número. En efecto: no pudiendo el alma de un buey ser el alma del cuerpo de un caballo, tampoco el alma de un caballo puede ser el alma de un buey. Es, por consiguiente, necesario que, permaneciendo el alma racional numéricamente la misma, en la resurrección se una a un cuerpo numéricamente el mismo.

CLIV
El alma volverá a tomar el mismo cuerpo, sólo por el poder de Dios

Las cosas que se corrompen en su substancia no son restauradas por la operación de la naturaleza más que según la especie. En efecto: la nube que produce la lluvia no es numéricamente la misma que la que se ha formado de nuevo por la caída y evaporación de la lluvia. Por consiguiente, como el cuerpo humano se corrompe substancialmente por la muerte, no puede ser numéricamente restaurado por la operación de la naturaleza. Como la resurrección exige que esto sea así, se sigue que la resurrección de los hombres no se operará por la acción de la naturaleza, como han pretendido algunos, sosteniendo que después de muchos ciclos de años, volviendo los cuerpos a su posición primera, los mismos hombres volverán a aparecer numéricamente los mismos. La resurrección se obrará por solo el poder divino. Es también evidente que los sentidos privados no pueden ser restablecidos por la operación de la naturaleza, ni tampoco puede serlo nada de aquello que procede de la generación, porque no es posible que una cosa, numéricamente la misma, sea producida muchas veces. Si alguna cosa de este género es restituida a alguno, como un ojo sacado, una mano cortada, le será restituida por la virtud divina que obre sobre el orden de la naturaleza. Como todos los sentidos del hombre y todos sus miembros se destruyen por la muerte, es imposible que un hombre muerto sea restituido a la vida más que por la operación divina.

Diciendo como decimos que la resurrección deberá obrarse por el poder divino, fácil es ver cómo los cuerpos serán restablecidos numéricamente los mismos. Habiendo demostrado antes que todas las cosas, aun las más pequeñas, están sometidas a la divina Providencia, es evidente que la materia del cuerpo humano, cualquiera que sea la forma que tome después de la muerte del hombre, no se sustraerá ni al poder ni al conocimiento divino, quedando esta materia numéricamente la misma, en cuanto que se la considera como existente bajo las dimensiones según las cuales puede decirse que es, y, es, en efecto, el principio de individualización. Quedando esta materia la misma, y siendo el cuerpo humano restaurado con ella por el poder divino, así como el alma, que, siendo incorruptible, queda la misma unida al mismo cuerpo, resulta que el hombre es restablecido numéricamente el mismo. La identidad numérica no puede encontrar obstáculo porque la humanidad no sea numéricamente la misma, como han objetado algunos, porque la humanidad, llamada por éstos la forma del todo, no es otra cosa que la forma de la parte que es el alma, la cual es llamada forma del cuerpo, en cuanto que da la especie al todo. Siendo esto así, claro es que la humanidad queda numéricamente la misma, supuesto que el alma racional permanece numéricamente la misma. Pero como la humanidad es lo que significa la definición del hombre, así como la esencia de cada cosa es aquello que es significado por su definición, y como la definición del hombre no significa solamente la forma, sino también la materia, puesto que en la definición de las cosas materiales es necesario que entre la materia; con mucha más razón, dicen otros, el alma y el cuerpo están comprendidos de diferente modo bajo el término humanidad, que en la definición del hombre. Bajo la palabra humanidad están comprendidos los solos principios esenciales del hombre, con exclusión de los demás, y como la humanidad es llamada así porque el hombre es hombre, claro es que todas aquellas cosas de las que no puede decirse con verdad que el hombre es hombre, están excluidas de la humanidad. Por otra parte, llamando hombre al que tiene la humanidad, no porque tenga la humanidad el hombre está privado de tener otras cosas, como la blancura, etc. Este nombre, hombre, significa sus principios esenciales, sin exclusión de otras cosas, aun cuando no estén comprendidas en su naturaleza en acto, sino solamente en potencia. En Sortes o en Platón hay una materia y una forma, y como es propio de la naturaleza del hombre estar compuesto de alma y de cuerpo, si se definiera a Sortes, la razón de su definición sería estar compuesto de carne, de huesos y de un alma. Como la humanidad no es una forma fuera del alma y del cuerpo, sino un compuesto de ambos, es evidente que, siendo restablecido el mismo cuerpo y permaneciendo la misma alma, habrá numéricamente la misma humanidad. Esta identidad numérica no sufre contrariedad porque la corporalidad no sea numéricamente restaurada, supuesto que es destruida por la corrupción de1 cuerpo. Si por corporalidad se entiende una forma substancial, por cuyo medio está constituida una cosa en el género de substancia corporal, como cada cosa no tiene más que una forma substancial, esta corporalidad no es otra cosa que el alma. En efecto: un animal cualquiera no es solamente animal por esta alma, sino cuerpo animado, y cuerpo, y aun hombre, y alguna cosa aun existente en el género de substancia. De otro modo el alma se uniría al cuerpo existente en acto, y sería así una forma accidental. El sujeto de una forma substancial no es en acto un ser cualquiera, sino solamente en potencia; por consiguiente, cuando recibe una forma substancial, no se dice sólo que es producido según tal o cual modo, como se hace en las formas accidentales; se dice simplemente que es producido como recibiendo simplemente el ser, y de este modo recibida la corporalidad, permanece numéricamente la misma, existiendo también la misma alma racional. Si bajo el nombre de corporalidad se entiende cierta forma de la que toma su denominación un cuerpo que está constituido en el género de cantidad, entonces es cierta forma accidental, puesto que no significa más que una triple dimensión. Esta es la razón por qué aun cuando no sea numéricamente restaurada, no hay obstáculo en la identidad del sujeto, bastándola la unidad de los principios.

Lo mismo sucede en todos los accidentes cuya diversidad no destruye la identidad numérica. Por eso siendo la unión cierta relación, y por lo mismo un accidente, su diversidad no destruye numéricamente la identidad del sujeto. Lo mismo sucede con la diversidad numérica de las potencias del alma vegetativa y sensitiva, suponiendo que pudieran corromperse. Las potencias naturales existentes del sujeto unido están en el género de accidente; y no procede del sentido la sensibilidad en cuanto que es una diferencia constitutiva del animal; procede de la substancia misma del alma sensitiva, la cual en el hombre es substancialmente la misma que el alma racional.

10. Sto. Tomás y los escolásticos, siguiendo la enseñanza del Pseudo-Areopagita, comúnmente dicen que son nueve los coros de los ángeles que se mencionan en la Sda. Escritura, y que estos coros forman una celestial jerarquía, semejante a la jerarquía eclesiástica de la tierra. Los nueve coros están divididos en tres jerarquías, a la primera de las cuales, pertenecen los Serafines, Querubines y Tronos; a la segunda, las Dominaciones, Virtudes y Potestades; a la tercera, los Principados, Arcángeles y Angeles. El principio de división varía según los autores. Comúnmente se atiende a su ministerio y a su oficio de iluminación que ejercen los unos para con los otros. Lo único cierto que hay en todo esto, parece ser lo siguiente: a) que estos órdenes de ángeles son de alguna manera distintos entre si; b) que entre los ángeles los unos son superiores a los otros, conforme a los diversos grados de dignidad.

CLV
No resucitaremos para el mismo modo de vivir

Aunque todos los hombres resucitarán con identidad numérica, sin embargo, no tendrán el mismo modo de vivir. Ahora gozan de una vida corruptible; entonces gozarán de una vida incorruptible; porque si la naturaleza en la generación del hombre tiene por fin la perpetuidad, con mayor razón Dios se propondrá la perpetuidad en la restauración del hombre. La tendencia de la naturaleza a la perpetuidad procede de que es movida por Dios. En la restauración del hombre resucitado no se atiende a la perpetuidad de la especie, porque esto podía conseguirse por la continuidad de la generación; a lo que se atiende es a la perpetuidad del individuo. De aquí es necesario deducir que los hombres, después de la resurrección, vivirán eternamente. Además, si los hombres después de la resurrección murieran de nuevo, las almas separadas de los cuerpos no podrían quedar eternamente privadas del cuerpo, porque sería contra la naturaleza del alma, como hemos demostrado antes. Necesario sería que resucitasen de nuevo, y lo mismo volvería a suceder si después de la segunda resurrección volvieran a morir. Si esto fuera así, la vida y la muerte se reproducirían en un mismo hombre en un círculo infinito, lo cual es un absurdo, y por lo mismo debemos fijarnos en la primera aserción, a saber: que los hombres, después de la primera resurrección, gozarán de la inmortalidad. Esta destrucción de la mortalidad no producirá diversidad ni en la especie ni en el número. En efecto: la mortalidad, según su razón propia, no puede ser la diferencia específica del hombre, supuesto que designa cierta pasión; la mortalidad está tomada en lugar de diferencia del hombre, a fin de que llamándole mortal, se designe la naturaleza del hombre que se compone de contrarios, a la manera que llamándole racional se designa su forma propia, porque las cosas materiales no pueden ser definidas sin materia. La destrucción de la mortalidad no es producida por la separación de la materia propia, porque el alma no volverá a tomar un cuerpo celeste o aéreo, como se dijo antes, sino un cuerpo humano, compuesto de contrarios. La incorruptibilidad, sin embargo, se unirá al cuerpo por la fuerza del poder divino, mediante el cual el alma tendrá tal imperio sobre el cuerpo, que ya no podrá corromperse. Y esto será así, porque una cosa se mantiene en su ser tan largo tiempo como la materia esté bajo el imperio de la forma.

CLVI
Después de la resurrección cesarán la nutrición y la generación

Como suprimiendo un fin es necesario igualmente suprimir todo lo que se dirige a este fin, destruida la mortalidad por la resurrección de los cuerpos, queda destruido también todo lo que constituye el orden de la vida mortal. A este género pertenece todo lo que sirve para la alimentación necesaria al sostenimiento de la vida mortal, para reparar por medio de los alimentos la pérdida producida por el calor natural. Por consiguiente, después de la resurrección no habrá necesidad de comer ni de beber. Por la misma razón será inútil el uso de los vestidos, porque no son necesarios al hombre más que para preservarle de los objetos exteriores, que podrían alterar su constitución por el calor y el frío. Necesario es igualmente que cese el uso de los actos generadores, que tienen por fin la generación animada. Como la generación es necesaria para la vida mortal, a fin de que lo que no puede ser conservado en el individuo lo sea al menos en la especie, y como los hombres serán mantenidos eternamente en una identidad numérica, no habrá lugar a la generación, ni por consiguiente al uso de los actos generadores. Además, siendo el semen un producto de la nutrición, cesando la nutrición debe cesar también todo acto generador. No puede decirse que el uso de los alimentos y de los actos generadores se conservarán sólo para delectación, porque en este estado final no habrá nada que sea desordenado, en atención a que en él recibirán todas las cosas a su manera una consumación perfecta. El desorden es opuesto a la perfección; y como procederá inmediatamente de Dios la restauración de los hombres por la resurrección, no podrá haber desorden alguno en este estado, pues según se lee en la Epístola a los Romanos, XIII: Todo lo que procede de Dios está ordenado. Es así que es un desorden usar sólo por delectación de los alimentos y de los actos generadores, y aun actualmente entre los hombres es esto considerado como un vicio; luego después de la resurrección no podrá existir para delectación el uso de los alimentos y de los actos generadores.

CLVII
Resucitarán todos los miembros

Aunque después de la resurrección cesará el uso de todas estas cosas, los hombres tendrán, sin embargo, los órganos destinados para todas estas cosas, porque sin ellos, el cuerpo del hombre resucitado no permanecería íntegro: es así que en la restauración del hombre por la resurrección, restauración que procederá inmediatamente de Dios, cuyas obras son perfectas, es conveniente que la naturaleza sea reparada en su integridad; luego los hombres, después de la resurrección, poseerán dichos órganos para la conservación de la integridad de la naturaleza, y no para ejercer los actos a que estaban destinados. Además, si en la otra vida los, hombres. reciben castigo o recompensa por las acciones que ejercieron en la presente, como se verá después, conveniente es que tengan los mismos miembros de que se han valido para el pecado o para la justicia, a fin de que sean castigados o recompensados en los órganos por cuyo medio pecaron o merecieron.

CLVIII
No habrá defectos después de la resurrección

Es igualmente conveniente que los: cuerpos resucitados estén exentos de todos los defectos naturales. Todos estos defectos naturales son contrarios a la integridad da la naturaleza, y si es conveniente que en la resurrección la naturaleza humana sea íntegramente restaurada por Dios, necesario es, por consiguiente, que desaparezcan todos estos defectos. Además de eso, estos defectos provinieron del defecto de la virtud natural, que había sido el principio de la generación humana; pero en la resurrección no habrá otra virtud activa que la virtud divina, la cual no está sujeta a defecto alguno; luego los defectos que los hombres hayan adquirido por la generación, no se encontrarán en ellos después de su restauración por la resurrección.

CLIX
Solamente resucitará lo que es necesario para la realidad de la naturaleza

Todo lo que se ha dicho de la integridad de los hombres después de la resurrección, debe referirse a lo que pertenece a la realidad de la naturaleza humana; porque lo que no pertenece a la verdad de la naturaleza humana, no será restaurado en los hombres resucitados: de otro modo sería necesario que todos los hombres fuesen de una magnitud extraordinaria, si todos los alimentos convertidos en carne y sangre fuesen restaurados. Es así que sólo se atienden a la verdad de cada naturaleza según su especie; luego las partes del hombre que son consideradas según su especie y su forma, se encontrarán todas íntegramente en los hombres resucitados, como las partes orgánicas y las partes consemejantes, como la carne, los nervios y todas las cosas de este género que entran en la composición de los órganos. No toda la materia que haya estado en estas partes durante su estado natural será restaurada, sino sólo la que baste para la integridad de la especie de estas partes. Sin embargo, el hombre no dejará de ser numéricamente el mismo en su integridad, aun cuando no resucito todo lo que materialmente haya estado en él. En efecto: es evidente que el hombre en esta vida es numéricamente el mismo desde el principio hasta el fin.

Sin embargo, lo que está materialmente en él bajo la especie de las partes, no queda lo mismo, sino que está sujeto a pérdida o incremento, a la manera que el fuego se conserva él mismo por la adición de la leña, a medida que se consume; el hombre está entero cuando se conservan la especie y la cantidad convenientes de la especie.

CLX
En los cuerpos restaurados, Dios suplirá al defecto de la naturaleza

Del mismo modo que en la restauración de los cuerpos por la resurrección, Dios suplirá todo lo que haya estado materialmente en el cuerpo del hombre, así también suplirá todo lo que materialmente pueda faltar. En efecto: si puede suceder, por las fuerzas de la naturaleza, que el niño que no tiene la cantidad debida reciba de una materia extraña por la recepción de la comida y de la bebida lo que necesita para llegar a la cantidad perfecta, sin que por esto deje de ser numéricamente el mismo que fue, con mayor razón la virtud divina puede suplir en aquellos a quienes falta materia extrínseca, aquello de que estuvieron privados en esta vida para la integridad de los miembros naturales y de la cantidad conveniente. Por consiguiente, aun cuando en esta vida haya habido algunos que han estado privados de ciertos miembros o no alcanzaron la cantidad perfecta, conseguirán en la resurrección la perfección conveniente de los miembros y de la cantidad, cualquiera que sea la cantidad que tenían cuando fallecieron.

CLXI
Solución de algunas objeciones

Con estos principios pueden resolverse fácilmente las objeciones que algunos hacen contra la resurrección. Dicen así: puede suceder que un hombre se alimente de carne humana, y que, usando de estos alimentos, engendre un hijo que se alimente también con carne humana. Si los alimentos se convierten en carne, parece imposible que uno y otro resuciten en su integridad porque la carne del uno se ha convertido en carne del otro. Además, y esto es más difícil, si el semen es el producto de la nutrición, como dicen los filósofos, se sigue que el semen que ha producido al hijo, proviene de la carne de otro, y por lo mismo parece imposible que el hijo engendrado por tal semen pueda resucitar, si resucitan íntegramente aquellos hombres cuya carne comieron el padre y el hijo mismo. Nada de esto es, empero, contrario a la resurrección común.

Antes hemos dicho que no es necesario que todo lo que ha estado materialmente en un hombre sea restablecido cuando resucite, sino solamente todo lo que es necesario para conservar la cantidad conveniente. Hemos, dicho también que si algo falta a la materia para la cantidad perfecta, será suplido por el poder divino. Es necesario considerar, además, que una cosa existente materialmente en el cuerpo del hombre, llega a la verdad de la naturaleza humana por diversos grados. Primero y principalmente, lo que se toma de los padres es perfecto bajo la verdad de la especie humana, como que es lo que hay más puro para la virtud formativa; pero lo que proviene de los alimentos, no es necesario más que de una manera secundaria para la cantidad conveniente de los miembros, porque la agregación de elementos extraños debilita siempre la virtud de una cosa, y por eso es, finalmente, necesario que el incremento cese, y que el cuerpo envejezca y se disuelva, a la manera que el vino acaba y se convierte en licor acuoso por la mezcla del agua. En segundo lugar, los alimentos producen en el cuerpo humano algunas superfluidades, de las cuales, unas son necesarias para cierto uso, como el semen para la generación, y los cabellos para cubrirse y para el ornato; otras no sirven absolutamente de nada, como las que son expelidas por el sudor y las diversas excreciones, o son retenidas en el interior con perjuicio de la naturaleza. En la resurrección común hará la Divina Providencia que lo que haya estado materialmente en dos hombres, con una identidad numérica, resucite en aquel en que haya obtenido el grado principal. Si esta materia se encuentra en los dos de un mismo modo, resucitará en aquel que haya existido primero. El poder divino suplirá lo que falte al otro; y así es evidente que la carne de un hombre comida por otro, no resucitará en aquel que la haya comido, sino en aquel a quien la carne pertenecía. Sin embargo de esto, la carne resucitará en aquel que haya sido engendrado por el semen resultante de esta nutrición, en cuanto a lo que dicha carne contenga de humedad alimenticia. En cuanto a lo demás, resucitará en el primero, supliendo Dios lo que falte al uno y al otro.

CLXII
La resurrección de los muertos está expresada en los artículos de fe

Para expresar la fe en la resurrección se ha insertado en el Símbolo de los Apóstoles: La resurrección de la carne. Las palabras de la carne no se han añadido sin razón; porque aún en tiempo de los Apóstoles había hombres que negaban la resurrección de la carne, no admitiendo más que una resurrección espiritual, por cuyo medio resucitaría el hombre de la muerte del pecado. Por esta razón el Apóstol, en la segunda carta a Timoteo, habla por segunda vez de ciertos hombres que han salido de las vías de la verdad, diciendo que la resurrección ya estaba hecha, y han perturbado la fe de ciertas almas. Para alejar su error y confirmar la fe en la resurrección futura, se dice, en el Símbolo de los Padres: Espero la resurrección, de los muertos.

CLXIII
Cuál será la operación de los seres resucitados

Cada ser viviente tiene por necesidad una operación, que es su fin principal, y en esto se dice que consiste su vida. Del mismo modo que de los que se entregan de un modo particular a las voluptuosidades se dice que traen una vida voluptuosa, así de los que se entregan a la contemplación se dice que tienen una vida contemplativa, y de los que se ocupan del gobierno de las ciudades una vida civil. Hemos demostrado que, después de la resurrección, no se hará ya uso alguno ni de los alimentos, ni de los placeres de los sentidos, a los que parece referirse toda la vida corporal. Separando los actos corporales, quedan las operaciones espirituales, en las cuales hemos dicho que consiste el fin último del hombre, fin que pueden conseguir los seres resucitados, libres ya del estado de corrupción y mutación. El fin último del hombre no consiste en los actos espirituales, cualesquiera que sean; consiste en ver a Dios en su esencia, como se demostró antes. Es así que Dios es eterno; luego es necesario que el entendimiento esté unido a la eternidad. Por consiguiente, así como se dice de los que se entregan a la voluptuosidad que traen una vida voluptuosa, así también los que gozan de la visión divina adquieren la vida eterna según estas palabras de San Juan, XVII: La vida eterna consiste en conoceros como el verdadero Dios.

CLXIV
Dios será visto en su esencia, y no en su imagen y semejanza

La inteligencia creada verá a Dios en su esencia, y no en imagen, por medio de la cual la cosa concebida pueda alejarse del entendimiento presente, como una piedra está presente a la vista por su imagen y alejada por su substancia. Hemos demostrado que la esencia misma de Dios está en cierto modo unida a la inteligencia creada, de tal suerte, que Dios pueda ser visto en su esencia. Así como en este fin último se verá lo que antes se creía de Dios, así también se poseerá como presente lo que, se expresaba como distante, y a esto es a lo que se llama comprensión, según estas palabras del Apóstol a los Filipenses, III: “Mas voy siguiendo por si de algún modo podré alcanzar aquello para lo que fui tomado de Jesucristo”. Estas palabras no deben ser entendidas en el sentido de que la comprensión implique la inclusión, sino la presencialidad y una especie de posesión de la cosa sobre la cual se ejerce.

CLXV
Ver a Dios es la suma perfección y sumo goce

Es necesario considerar también que la delectación nace de la posesión del objeto que es agradable, como la vista se deleita con los colores hermosos, y el gusto, con las cosas dulces. Pero este placer de los sentidos puede estar contrariado por la indisposición del órgano, como sucede con la luz, que ofende a los ojos enfermos y recrea a los ojos sanos. Como el entendimiento no ejerce su acción por medio de un órgano corporal, según queda demostrado, ningún pesar puede contrariar al goce que se experimenta en la consideración de la verdad. Sin embargo, de la contemplación del entendimiento puede resultar accidentalmente pesar, cuando el objeto de la inteligencia sea concebido como dañoso, de suerte que haya en el entendimiento delectación respecto del conocimiento de la verdad, y tristeza en la voluntad con relación a la cosa que es percibida, no en cuanto que es objeto del conocimiento, sino en cuanto es dañosa, es así que Dios en su esencia es la verdad; luego es imposible que la inteligencia que ve a Dios no experimente delectación en esta visión. Además, Dios es la bondad misma, que es la razón del amor, y, por consiguiente, la bondad debe ser necesariamente amada por todos los que la perciben. En efecto: aunque una cosa buena pueda no ser amada y aún detestada, no es amada o detestada en cuanto es percibida como buena, sino en cuanto es percibida como dañosa; luego en la visión de Dios, que es la bondad misma y la verdad, debe necesariamente encontrarse con la comprensión el amor o la delectación, según estas palabras de Isaías, capítulo último: Le veréis, y se regocijará vuestro corazón.

CLXVI
Está confirmada en el bien el mal que goza de la visión de Dios

De las premisas anteriores aparece que el alma, o cualquiera otra criatura espiritual que goza de la visión de Dios, posee una voluntad confirmada en él; de tal modo, que no puede experimentar inclinación contraria. Siendo el bien el objeto de la voluntad, imposible es que la voluntad se incline a nada, sino movida por alguna razón de bondad: es así que todo bien particular puede carecer de alguna cosa, que el que conoce el bien debe buscar en otra; luego la voluntad del que percibe algún bien particular no debe fijarse en él, de modo que de él no se aparte, sino solamente en Dios, que es el bien universal, la bondad misma, a quien no falta nada bueno que sea necesario buscar en otra parte; luego todo el que ve la esencia de Dios, no puede separar su voluntad de Él sin experimentar una tendencia hacia todas las cosas, según su naturaleza. Esto mismo puede verse por analogía en las cosas inteligibles. Nuestra inteligencia, por efecto de la duda, puede vagar en diversos sentidos hasta llegar a un primer principio, en el que necesariamente debe detenerse. Puesto que el fin es en las cosas apetecibles lo que el principio es en las inteligibles, la voluntad puede ser arrastrada hacia cosas contrarias hasta que haya llegado al conocimiento o goce del fin último en que necesariamente ha de fijarse. En efecto: sería contrario a las condiciones de la felicidad perfecta que el hombre pudiera ser arrastrado en sentidos diversos, y no estuviese totalmente exento del temor de perder dicha felicidad, lo cual impediría que su deseo estuviese en un reposo perfecto. Por esta razón se dice en el Apocalipsis, III, 12, hablando del bienaventurado: “Y no saldrá jamás fuera”.

CLXVII
Los cuerpos estarán enteramente sometidos al alma

Como el cuerpo ha sido hecho para el alma, así como la materia para la forma y el instrumento para el obrero, cuando el alma haya conseguido la vida de que hemos hablado, tendrá en la resurrección un cuerpo tal y como a su dicha conviene. Las cosas que están destinadas a un fin, deben estar dispuestas según las exigencias de este fin. Cuando el alma esté constituida en el más alto grado de la operación intelectual, no puede convenirle un cuerpo que sea para ella causa de inacción o de tardanza. El cuerpo humano, por causa de su corruptibilidad, entorpece e impide al alma entregarse continuamente a la contemplación, o elevarse a gran altura en sus meditaciones; esta es la, razón por qué mediante la abstracción de los sentidos corporales, los hombres se hacen más aptos para comprender ciertas verdades divinas. En efecto: en el sueño o en algún éxtasis del alma, se manifiestan las revelaciones proféticas, según este pasaje de los números, XII, 6: Si hubiere entre nosotros algún profeta del Señor, en visión me apareceré a él o le hablaré durante el sueño. Después de la resurrección, por consiguiente, los cuerpos de los bienaventurados no serán ya corruptibles, ni un obstáculo para el alma, como sucede ahora, sino que serán enteramente incorruptibles, y totalmente sometidos al imperio del alma, sin resistencia alguna.

CLXVIII
De las cualidades de los cuerpos gloriosos

Por lo antes dicho puede comprenderse cuál es la condición de los cuerpos bienaventurados. En efecto: el alma es la forma y el motor del cuerpo. En cuanto forma, es no sólo el principio del cuerpo respecto de su ser substancial, sino también respecto de los accidentes propios que son producidos en el sujeto por la unión de la materia a la forma. Cuanto más poderosa es la forma, tanto menor es el obstáculo que por parte de un agente exterior cualquiera experimenta la impresión de esta forma en la materia. Así se ve en el fuego, cuya forma, la más noble entre las formas elementales, da al fuego la ventaja de no ser fácilmente transformado en su condición natural por un agente cualquiera. Habiendo, adquirido el alma bienaventurada un alto grado de nobleza y de poder por su unión al primer principio de las cosas, confiere al cuerpo a ella unido por la divinidad, un ser substancial del modo más noble, reteniéndole completamente bajo su imperio, por cuya razón será sutil y espiritual. El alma conferirá también al cuerpo una cualidad nobilísima, es decir, la gloria de la claridad; y en virtud del poder del alma, el cuerpo no podrá ser transformado en su condición por ningún agente, y, por lo mismo, esto le hará impasible, y por lo mismo también que prestará una obediencia absoluta al alma, como el instrumento al motor, se hará ágil. Cuatro son, por consiguiente, las cualidades de los cuerpos gloriosos, a saber: sutileza, claridad, impasibilidad y agilidad. En consideración a esto dice el Apóstol (I a los Corintios, XV, 42): “Así también la resurrección de los muertos. Se siembra en corrupción; resucitará en incorrupción (en cuanto a la impasibilidad): es sembrado en vileza; resucitará en gloria (en cuanto a la claridad): es sembrado en flaqueza; resucitará en vigor (en cuanto a la agilidad): es sembrado cuerpo animal; resucitará cuerpo espiritual (en cuanto a la sutilidad)”.

CLXIX
El hombre será entonces renovado así, como toda naturaleza corporal

Es evidente que todo lo que está ordenado a un fin tiene las disposiciones conformes a las exigencias de este fin. De donde se sigue que si aquello por lo cual son algunas cosas, varía haciéndose perfecto o imperfecto, las cosas que le están ordenadas deben disponerse de modo diverso, para que puedan servirle en cada estado. En efecto: el vestido y los alimentos se preparan para un hombre de distinto modo que para un niño: es así, y así lo hemos demostrado antes, que la naturaleza corporal está ordenada a la naturaleza racional, como a su fin; luego necesario es que, habiendo sido constituido el hombre en la perfección última por la resurrección, la criatura corporal pase a un estado diferente. Por esto se dice que el mundo será renovado después de la resurrección de los cuerpos, según este pasaje del Apocalipsis, XX, 1: Yo vi un cielo nuevo y una tierra nueva: y este otro de Isaías, LXV, 17: Yo creo nuevos cielos y una tierra nueva.

CLXX
No toda criatura será destruida

Habrá criaturas que serán renovadas, y otras que tendrán una existencia permanente. Es necesario considerar que los diversos géneros de criaturas corporales están ordenados para el hombre de una manera diferente. En efecto: las plantas y los animales sirven al hombre para subvenir a sus necesidades, puesto que de ellos toma el alimento, el vestido, los medios de trasporte y todos los auxilios necesarios para remediar su debilidad. En el estado último la resurrección rescatará al hombre de toda clase de debilidad y entonces los hombres no necesitarán ni de alimento para vivir, siendo incorruptibles, como se ha demostrado antes; ni de vestidos para cubrirse, porque revestidos estarán de una claridad gloriosa; ni de animales para la conducción, porque gozarán de agilidad; ni de remedios para conservar la salud, porque serán impasibles. Es, por consiguiente, conveniente que las criaturas corporales, es decir, las plantas, los animales y los cuerpos mixtos de este género, no permanezcan en el estado de aquella consumación última. Los cuatro elementos, el fuego, el aire, el agua y la tierra, están ordenados al hombre, no sólo para el uso de su vida corporal, sino para la constitución de su cuerpo. Como el cuerpo humano está formado de estos elementos, claro es que estos elementos están en un orden esencial relativo al cuerpo humano. De aquí se sigue que habiéndose efectuado la consumación del hombre en el cuerpo y en el alma, es conveniente que los elementos subsistan siempre, pero constituidos en mejor disposición. Los cuerpos celestes, respecto de su substancia, no son destinados al hombre para los usos de su vida corruptible, ni entran en la substancia del cuerpo humano, pero son, sin embargo, útiles al hombre, en cuanto que con su forma y magnitud le demuestran la excelencia de su Criador. Esta es la razón por qué el hombre es frecuentemente excitado en las Sagradas Escrituras a considerar los cuerpos celestes como un medio de inspirarse reverencia a la divinidad. Así se lee en Isaías, XL, 26: “Levantad vuestros ojos a lo alto, y considerad y ved al Criador de todas las cosas”. Aun cuando el hombre en el estado de perfección en que estará constituido, no tenga necesidad de las criaturas sensibles para llegar al conocimiento de Dios, porque verá a Dios en sí mismo, es, sin embargo, un verdadero goce, conociendo la causa, considerar de qué modo su semejanza resplandece en sus efectos. Suma alegría será, por consiguiente, en los Santos considerar el esplendor de la bondad divina en los cuerpos, y principalmente en los celestes, que son preeminentes a los demás.

Los cuerpos celestes están también ordenados de cierto modo esencial al cuerpo humano respecto de la causa activa, a la manera que los elementos lo están respecto de la causa material. En efecto: el hombre engendra al hombre con la influencia del sol, y por esta razón conviene que los cuerpos celestes permanezcan después. Lo mismo aparece, no sólo de la comparación con el hombre, sino según las naturalezas de las criaturas corporales de que hemos hablado. En efecto: lo que en sí no es corruptible bajo ningún aspecto, no debe permanecer en este estado de corrupción. Los cuerpos celestes son incorruptibles relativamente al todo y a la parte, y los elementos lo son relativamente al todo, pero no relativamente a la parte. En cuanto al hombre, es incorruptible relativamente a la parte, es decir, respecto del alma racional; pero no relativamente al todo, porque lo que está compuesto se disuelve por la muerte. Los animales, las plantas y todos los cuerpos mixtos no son incorruptibles ni en todo ni en parte: por consiguiente, en este estado último de incorrupción sobrevivirán los hombres, los elementos y los cuerpos celestes, pero no los animales, las plantas ni los cuerpos mixtos. Lo mismo aparece, y con razón, en la constitución del universo. Siendo el hombre una parte del universo corporal, en la consumación última del hombre es necesario quo subsista ulteriormente el universo corporal, porque la parte no puede ser perfecta estando separada del todo. El universo corporal no puede subsistir si sus partes esenciales no subsisten con él, y los cuerpos celestes y los elementos son partes suyas esenciales, porque constituyen la máquina del mundo. En cuanto a las demás criaturas, no parece que pertenecen a la integridad del universo corporal, sino que están más bien destinadas a ser ornamento y decoración suya, lo cual conviene al estado de mutabilidad, en atención a que los animales, las plantas y los minerales son producidos por un cuerpo celeste como agente, y por los elementos como materiales. Es así que en el estado de consumación última los elementos recibirán un ornato diferente y conveniente al estado de corrupción; luego los hombres, los elementos y los cuerpos celestes permanecerán en este estado, pero no los animales, las plantas y los minerales.

CLXXI
Los cuerpos celestes cesarán en sus movimientos

Como parece que los cuerpos celestes tienen un movimiento continuo puede creerse que, si sobrevive su substancia, conservarán su movimiento en el estado de consumación. Esta creencia no carecería de razón si el movimiento de los cuerpos celestes fuera de la misma naturaleza que el de los elementos. El movimiento de los elementos existe en los cuerpos graves o ligeros para su perfección, porque con su movimiento natural tienden hacia el lugar que les conviene, y en que es mejor para ellos estar. Por esta razón, en el último estado de consumación, cada elemento y cada una de sus partes estarán en el lugar que les sea propio. No puede decirse lo mismo del movimiento de los cuerpos celestes, supuesto que un cuerpo celeste no se fija en lugar alguno, pues del mismo modo que se mueve naturalmente hacia un punto cualquiera, del mismo modo también se aparta de él. Por consiguiente, los cuerpos celestes no sufren disminución alguna por la pérdida del movimiento, porque el movimiento no existe en ellos para su perfeccionamiento. Es ridículo decir que así como un cuerpo ligero se eleva naturalmente a lo alto, así también un cuerpo celeste se mueve circularmente por su naturaleza como por un principio activo. Es evidente, en efecto, que la naturaleza tiende siempre a la unidad, y de aquí se sigue que lo que por su naturaleza repugna a la unidad, no puede ser el fin último de la naturaleza: es así que el movimiento repugna a la unidad en cuanto que lo que es movido, mientras se mueve, cambia sin cesar: es así que la naturaleza no produce el movimiento por sí misma, sino en consideración al fin del movimiento, a la manera que la naturaleza de una cosa ligera tiende a elevarse; luego no teniendo el movimiento circular de un cuerpo celeste tendencia hacia un punto determinado, no puede decirse que la naturaleza es el principio activo del movimiento circular de un cuerpo, como es el principio del movimiento de los cuerpos pesados y ligeros. Esta es la razón por qué no hay impedimento alguno en que los cuerpos celestes queden en reposo conservando su misma naturaleza, aun cuando sea imposible que el fuego quede en reposo fuera de su lugar propio mientras permanezca su misma naturaleza. El movimiento de un cuerpo celeste es denominado, sin embargo, natural, no por razón del principio activo del movimiento, sino por razón de la facultad y aptitud que tiene para moverse de cierta manera. Dedúcese, por consiguiente, que el movimiento de un cuerpo celeste procede de alguna inteligencia. Pero como una inteligencia no comunica el movimiento sino en consideración a un fin, necesario es considerar cuál es el fin de los cuerpos celestes. No puede decirse que el mismo movimiento sea el fin, porque siendo el movimiento vía para la perfección, no tiene el carácter de fin, sino el carácter de lo que está dispuesto para el fin. Tampoco puede decirse que la renovación de las posiciones es el fin del movimiento de un cuerpo celeste, de tal modo, que el fin del movimiento del cuerpo sea llegar en acto a todos los puntos hacia los cuales tenía una tendencia en potencia, porque esto sería el infinito: es así que el infinito repugna a la noción del fin; luego debemos considerar el fin del movimiento del cielo. En efecto: es evidente que un cuerpo cualquiera, puesto en movimiento por una inteligencia, es instrumento suyo. El fin del movimiento de un instrumento es la forma concebida por el agente principal la cual se actúa por el movimiento del instrumento. La forma de la inteligencia divina que recibe su complemento en el movimiento del cielo, es la perfección de las cosas por vía de generación y corrupción. El último fin de la generación y de la corrupción es una forma nobilísima, es el alma humana, cuyo último fin es la vida eterna, como ya se ha probado. El último fin del movimiento del cielo es, pues, la multiplicación de los hombres para la vida eterna. Esta multitud no puede ser infinita, porque la intención de toda inteligencia recae sobre un objeto finito. Por consiguiente, luego que se haya completado el número de hombres que deben ser creados para la vida eterna, y luego que estén en ella constituidos, cesará el movimiento del cielo, como cesa el movimiento de todo instrumento cuando está concluida la obra. Cesando el movimiento del cielo, cesará, por consiguiente, el movimiento en los cuernos inferiores, a excepción del movimiento producido por el alma en el hombre; y en virtud de todo esto el universo corporal tendrá otra disposición y otra forma, según este pasaje de la primera carta a los corintios, capítulo VII: La figura de este mundo pasa.

CLXXII
De los premios y castigos del hombre, según sus obras

Debemos considerar que si hay una vía determinada para llegar a un fin, no pueden llegar a este fin los que llevan un camino contrario o los que se apartan del camino recto. El enfermo no puede sanar si usa cosas prohibidas por el médico, o que son contrarias a su salud, a menos que no sea de una manera accidental. Para llegar a la felicidad hay un camino determinado, a saber, la virtud. No hay cosa alguna que llegue a su fin, si no ejerce bien las operaciones propias. La planta no produciría fruto si no se conservara en ella el modo natural de operación; el corredor no alcanzaría el premio de su carrera, ni el soldado la palma de la victoria, si ambos no desempeñaran cumplidamente sus deberes. El hombre ejerce rectamente las operaciones que le son propias cuando obra conforme a la virtud, porque la virtud de cada cosa es lo que hace bueno al que la posee, así como a sus operaciones, según se dice en el cap. II de la Ética. Siendo la vida eterna de que hemos hablado el fin último del hombre, no todos llegarán a ella, sino sólo los que obren con arreglo a la virtud. Además, antes, hemos demostrado que en la divina Providencia están contenidas no sólo las cosas naturales, sino también las cosas humanas, tanto de un modo general como de un modo particular. Al que tiene a su cargo el cuidado de cada hombre, corresponde otorgar recompensas a la virtud y castigos al crimen, porque el castigo es el remedio de las faltas con las que tiene cierta correlación. La recompensa de la virtud es la felicidad que la bondad divina concede al hombre; por consiguiente, propio es solamente de Dios privar de la felicidad a los que obran contra la virtud, y condenarlos al castigo, que es el mayor infortunio.

CLXXIII
Después de esta vida hay para el hombre premios y castigos

Los efectos de los contrarios son contrarios entre sí. A las obras de la virtud se oponen la obras de la malicia, y por consiguiente la desdicha a que se llega por las obras de la malicia, es contraria a la felicidad que merecen las obras virtuosas, pues los contrarios son de un solo género. Como la dicha suprema que se alcanza por las obras virtuosas es un bien de la vida futura, y no de la vida presente, necesario es que la desdicha suma, a donde conduce la malicia, sea un mal de la vida futura. Además de esto, todos los bienes o males de esta vida están ordenados a un fin. Los bienes exteriores, y aun los bienes corporales, sirven orgánicamente para adquirir la virtud, que es el camino recto para que lleguen a la felicidad los que usan bien de las cosas, así como para aquellos que usan mal de ellas son instrumento de la malicia, por cuyo medio llegan a la desgracia. Los males que les son opuestos, como las enfermedades, la pobreza y otras cosas semejantes, son para unos, medios de adquirir la virtud, y para otros, incrementos de malicia, según el diferente uso que de ellos hacen. Lo que tiende a otro fin, no es el fin último, porque no es ni el último premio ni la última pena; luego la dicha suprema no existe en los bienes de esta vida, ni en los males la infelicidad suprema.

CLXXIV
En qué consiste el castigo del hombre con respecto a la pena de daño

Como la desdicha a que la malicia conduce es contraria a la felicidad a que conduce la virtud, necesario es que aquellas cosas que pertenecen a la desdicha, estén en oposición a las que pertenecen a la felicidad. Hemos dicho antes que la felicidad suprema del hombre, en cuanto a la inteligencia, consiste en la visión plena de Dios, y en cuanto al afecto, en que la voluntad del hombre está confirmada de una manera inmutable en la bondad primera. Por consiguiente, la extrema desdicha del hombre consistirá en que la inteligencia estará totalmente privada de la luz divina, y el afecto obstinadamente alejado de la bondad de Dios. Esta es la principal pena de los condenados, llamada pena de daño. Debemos considerar, sin embargo, una cosa que se deduce de lo que hemos dicho y es, que el mal no puede excluir totalmente al bien, puesto que todo mal tiene su Principio en algún bien. Es necesario, por consiguiente, que la desdicha, aunque opuesta a la felicidad, que estará inmune de todo mal, esté fundada en un bien de la naturaleza. El bien de una naturaleza intelectual consiste en que la inteligencia vea la verdad, y la voluntad tenga tendencias al bien. Como toda verdad y todo bien se derivan del primero y sumo bien, que es Dios, resulta de ahí ser necesario que la inteligencia del hombre, colocada en la extrema desdicha, tenga cierto conocimiento de Dios y cierto amor de Dios, en cuanto que es principio de las perfecciones naturales, que es el amor natural, no en cuanto a lo que Él es en sí mismo, ni tampoco en cuanto que es principio de las virtudes o de las gracias y bienes de todo género, por los cuales perfecciona una naturaleza intelectual, lo cual es la perfección de la virtud y de la gloria. Los hombres constituidos en este estado de desdicha, no están privados del libre albedrío, aun cuando tengan la voluntad firme en el mal de una manera inmutable, del mismo modo que sucede en los bienaventurados, aunque su voluntad esté afirmada en el bien. En efecto: el libre albedrío se extiende propiamente a la elección; y la elección se ejerce sobre cosas que pertenecen al fin. Es así que cada uno desea naturalmente el fin último; luego todos los hombres, por lo mismo que son inteligentes, desean naturalmente la felicidad como el fin último, y la desean de una manera tan inmutable, que nadie puede querer ser desgraciado, sin que esto repugne al libre albedrío, que no se extienda más que a las cosas que pertenecen al fin. En cuanto a que un hombre cifre su felicidad suprema en tal cosa particular, y otro en otra diferente, esto no conviene ni a éste ni a aquél como hombre, supuesto que los hombres difieren en sus juicios y en sus apetitos, sino que esto conviene a cada uno, en razón de sus disposiciones personales.

Digo disposiciones personales, relativamente a alguna pasión o hábito, y esta es la razón por qué si fuera transformado, le parecería otra cosa la mejor, como se observa perfectamente en aquellos que por pasión desean una cosa como, la más excelente; pero cuando la pasión desaparece, como la cólera o la concupiscencia, ya no les parece bueno, como les parecía antes. Los hábitos son más permanentes, y por eso se persevera más firmemente en las cosas que se buscan por hábito. Sin embargo, siempre que pueda mudarse el hábito cambian igualmente el apetito y el juicio del hombre sobre el fin último; pero esto no conviene a los hombres en esta vida, en la cual están constituidos en un estado de mudanza. El alma después de esta vida es intransformable, en cuanto a la alteración, porque semejante transformación no la conviene más que por accidente y relativamente a cierta transformación corporal. Después que el alma haya vuelto a tomar su cuerpo, no se seguirá un cambio de cuerpo, sino lo contrario. El alma está actualmente unida a un cuerpo engendrado, y, por consiguiente, sigue las transformaciones del cuerpo; entonces, por el contrario, el cuerpo estará unido a una alma preexistente, y, por consiguiente, seguirá totalmente sus condiciones. Sea cual fuere el fin último que el alma haya elegido, y en el que se encuentre en el estado de muerte, en ese estado permanecerá eternamente apeteciéndole como el mejor, sea bueno o sea malo, según estas palabras del Eclesiastés, XI: “Si cayere el árbol al Norte o al Mediodía, en cualquier lado que caiga, allí quedará”. Por consiguiente, después de esta vida los que sean considerados buenos en el artículo de la muerte, tendrán eternamente su voluntad afirmada en el amor al bien; y, por el contrario, los que sean considerados malos, obstinados eternamente quedarán en el mal.

CLXXV
Después de esta vida no son remitidos los pecados mortales, sino sólo los veniales

Los pecados mortales son tales pecados mortales por el alejamiento del fin último, alejamiento en que el hombre queda inmovilizado después de la muerte, según se ha dicho; pero los pecados veniales no miran al fin último, sino a la vía que conduce a este fin. Si la voluntad de los malos está completamente fija en el mal, siempre apetecerán como excelente lo mismo que antes apetecieron, sin que se duelan de haber pecado, porque nadie siente haber seguido en pos de aquello que consideraba excelente. Debemos saber, sin embargo, que los condenados a las penas eternas no podrán tener después de la muerte aquello que descaran como bien sumo. En efecto: los lujuriosos no tendrán ya facultad para entregarse al libertinaje; los iracundos y los envidiosos tampoco podrán insultar ni dañar, y lo mismo podremos decir de todos los vicios. Los condenados conocerán, sin embargo, que los que han tenido una vida virtuosa gozan de aquello que habían deseado como sumo bien. De este modo los malos se duelen de haber pecado, no porque el pecado les desagrade, porque aun entonces quieren más bien pecar, si pudieran, que poseer a Dios, sino porque no pueden poseer lo que habían elegido, y podrían tener lo que habían desechado. Su voluntad, pues, estará firmemente obstinada en el mal, y, sin embargo, sentirán vivamente haber pecado y haber perdido la gloria. Este sentimiento es llamado remordimiento de la conciencia, porque este sentimiento es llamado por metáfora en las Sagradas Escrituras un gusano roedor, como en este pasaje de Isaías, capítulo último: “El gusano de su conciencia no muere”.

CLXXVI
Los cuerpos de los condenados estarán sujetos al dolor, permaneciendo íntimos

Así como en los Santos la bienaventuranza del alma se comunica en cierto modo a los cuerpos, según se dijo antes, así también los sufrimientos del alma serán extensivos a los cuerpos de los condenados, teniendo, sin embargo, presente que, así como las penas no excluyen del alma el bien de la naturaleza, tampoco le excluyen del cuerpo. Los cuerpos de los condenados permanecerán, pues, en la integridad de su naturaleza, pero no poseerán las cualidades pertenecientes a la gloria de los bienaventurados; no serán ni sutiles ni impasibles; estarán, por el, contrario, adheridos de una manera más estrecha a su materialidad y pasibilidad: no tendrán agilidad, porque apenas serán susceptibles de ser movidos por el alma; no tendrán claridad sino oscuridad, a fin de que la oscuridad del alma se refleje en los cuerpos, según estas palabras de Isaías: “Semblantes quemados los rostros de ellos”.

CLXXVII
Los cuerpos de los condenados, aunque pasibles, serán, sin embargo, incorruptibles

Debemos saber que aunque los cuerpos de los condenados hayan de ser pasibles, no estarán sujetos a la corrupción aun cuando esto parezca contrario a lo que actualmente experimentamos, porque cuanto más intensa es la pasión, tanto más menoscabo irroga a la substancia. Entonces habrá dos razones por las cuales la pasibilidad eternizada no corromperá los cuerpos a ella sujetos. Primera, porque cesando el movimiento del cielo, como ya se ha dicho, necesariamente ha de cesar todo cambio en la naturaleza, y por consiguiente nada podrá sufrir alteración por parte de la naturaleza, sino alteración por parte del alma. Entiendo por alteración de la naturaleza, una modificación como la que sufre un objeto que de cálido se hace frío, o que experimenta una variación cualquiera en sus cualidades. Por alteración del alma entiendo lo que se produce cuando un ser adquiere una cualidad, no según el orden natural de la cualidad, sino según su ser natural, a la manera que la pupila no recibe la forma del color para colorarse ella misma, sino para que sienta el color. Los cuerpos de los, condenados sufrirán los ataques del fuego o de cualquiera otro agente corporal, no para tomar por la alteración la especie o la cualidad del fuego, sino para que sientan la fuerza de la acción y cualidad del fuego, consistiendo la pena en que estas propiedades son contrarias a la armonía que constituye el placer de los sentidos. Esta acción no producirá la corrupción, porque la recepción espiritual de las formas no muda la naturaleza de los cuerpos, a no ser que esto ocurra accidentalmente. La segunda razón es respectiva al alma, a cuya perpetuidad estará asociado el cuerpo por el poder divino, y por eso el alma del condenado, en cuanto que es forma y naturaleza de tal cuerpo, le comunicará la perpetuidad, sin comunicarle la impasibilidad por causa de su imperfección. Por consiguiente, los cuerpos de los condenados sufrirán siempre, sin que jamás se destruyan.

CLXXVIII
La pena de los condenados existe en los malos antes de la resurrección

Es evidente, según lo que acabamos de decir, que la dicha y la desdicha consisten principalmente en el alma, y secundariamente en el cuerpo, por una especie de derivación. La dicha o la desdicha del alma no dependen, por consiguiente, de la dicha o de la desdicha del cuerpo, sino al contrario. Así como después de la muerte las almas son consagradas antes de la resurrección, unas a la felicidad y otras a la desgracia, así también ciertas almas, antes de la resurrección, gozan de la felicidad referida, según estas palabras del Apóstol en la segunda epístola a los Corintios, cap. V: “Sabemos que si esta casa de tierra en que habitamos llega a disolverse, Dios nos dará otra casa en el cielo; una casa que no será construida por mano de hombre, y que durará eternamente”; y más abajo: “Mas tenemos confianza, y queremos más ausentarnos del cuerpo y estar presentes al Señor”; y otros serán entregados a los tormentos, según estas palabras de San Lucas, cap. XVI: “Murió el rico, y fue sepultado en los infiernos”.

CLXXIX
El castigo de los condenados consiste en los males, tanto espirituales como corporales

Es necesario observar que la felicidad de las almas justas consistirá en sólo los bienes espirituales, y que, por el contrario, la pena de las almas réprobas antes de la resurrección no consistirá solamente en los males espirituales, como algunos creyeron, sino que también sufrirán penas corporales. La razón de esta diferencia es que las almas de los Santos, mientras que en este mundo estuvieron unidas a los cuerpos, se mantuvieron en el orden, no sometiéndose a las cosas corporales, sino a Dios solo, en cuya posesión cifraron toda su dicha, y no en algunos bienes corporales. Por el contrario, como las almas de los réprobos no observaron el orden de la naturaleza, se hicieron por afección esclavas de las cosas corporales, y despreciaron las cosas espirituales y divinas. Por lo mismo, es consiguiente que sean penadas, no sólo con la privación de los bienes espirituales, sino con aquello mismo que las hizo esclavas de las cosas corporales. Esta es la razón por qué si se encuentran en las Sagradas Escrituras algunos pasajes que prometen a las almas de los Santos una remuneración de bienes corporales, deben estos pasajes entenderse en el sentido místico, por la razón de que en la Escritura las cosas espirituales suelen estar designadas bajo imágenes corporales. En cuanto a los pasajes que amenazan con penas corporales a las almas de los condenados, como aquellos que declaran que serán atormentados por el fuego del infierno, estos pasajes deben entenderse a la letra.

CLXXX
¿Puede sufrir el alma la acción de un fuego material?

Para evitar que a alguno la parezca un absurdo que el alma separada del cuerpo esté atormentada por un fuego material, debemos considerar que no es contrario a la naturaleza de una substancia estar aligada a un cuerpo. Así sucede esto por obra de la naturaleza, como aparece en la unión del alma y del cuerpo, y por obra de las artes mágicas, por cuyo medio un espíritu cualquiera está aligado a imágenes, a anillos, o a otras cosas semejantes. El poder divino puede hacer que substancias espirituales, aunque elevadas por su naturaleza sobre 1as cosas corporales, se aliguen a algunos cuerpos, como, por ejemplo, al fuego del infierno, no por unión, sino por cierta especie de comprehensión, siendo una pena para una substancia espiritual verse así sometida a una criatura ínfima. Prueba de que esta consideración es dolorosa para una substancia espiritual, es decir, como se dice, que el alma, por lo mismo que ve que se quema, se quema, y además, que este fuego es un fuego espiritual, porque lo que causa inmediatamente el dolor es percibir la comprensión del fuego. En cuanto a la cualidad de material atribuida al fuego, se prueba con el testimonio de San Gregorio, cuando dice que el alma sufrirá la pena del fuego, no sólo viéndole, sino sufriendo su acción. Como el fuego no tiene por su naturaleza, sino por el poder divino, fuerza para encadenar una substancia espiritual, dicen algunos, con bastante razón, que este fuego obra sobre el alma como un instrumento de la Justicia divina que castiga, no porque obre sobre una substancia espiritual a la manera que obra en los cuerpos calentándolos, disecándolos, disolviéndolos, sino aligándolos o comprimiéndolos, como hemos dicho. Como la causa próxima del tormento para una substancia espiritual es la consideración del fuego, cuya aligación es un castigo, fácil es comprender que la pena no cesa, aun cuando sucediera que la substancia espiritual se libertara por privilegio de la aligación del fuego, a la manera que el hombre condenado en prisión perpetua no dejara de sufrir, aun cuando se le abrieran las puertas de su prisión.

CLXXXI
Para penar los pecados mortales, hay después de esta vida penas purgatorias

Aun cuando ciertas almas gozan de la felicidad eterna desde el momento en que se ven libres de los vínculos del cuerpo, hay otras que no son inmediatamente puestas en posesión de esta felicidad. En efecto: hay algunos que después de haber llorado sus pecados, no han acabado de hacer penitencia de ellos en esta vida. Como el orden de la Justicia divina exige que toda falta sea castigada, necesario es decir que las almas sufren después de esta vida el castigo que en ella no sufrieron, sin que por esto se entienda que serán condenadas a la pena suprema de los réprobos, supuesto que por medio de la penitencia recobraron el estado de gracia, estado que las une a Dios como a fin último, y que las hizo acreedoras a la vida eterna. De lo dicho debemos deducir que después de esta vida hay penas purgatorias destinadas para purificar y completar la penitencia no consumada.

CLXXXII
Hay penas del mismo género, aun para las faltas veniales

Sucede también que algunos fallecen sin pecado mortal, pero con pecados veniales que no alejan del último fin, aun cuando haya habido faltas en adherirse de una manera poco conveniente a las cosas que se refieren a este fin. ¡Estos pecados son borrados en ciertas almas por el fervor de la caridad; pero es necesario que en otras sean purificados por ciertas penas, porque no obtendrá la vida eterna sino el que estuviese exento de todo pecado o imperfección. Necesario es, por consiguiente, admitir después de esta vida las penas del purgatorio. Estas penas tienen la virtud de purificar en razón de las disposiciones de los que las sufren en aquellos en quienes se encuentra la caridad, por medio de la cual conforman su voluntad a Dios, y por eso sucede que, en virtud de esta caridad, las penas que sufren sirven para purificarlos de sus faltas, en tanto que con respecto a los que no tienen la caridad, como los condenados, estas penas no tienen la virtud de purificar, y por eso la mancha del pecado es permanente, y permanente también la pena.

CLXXXIII
¿Es contrario a la justicia divina imponer una pena eterna por una culpa temporal?

No es contrario a la Justicia divina que el pecador sufra una pena eterna, porque ni aun las mismas leyes humanas exigen que la pena sea medida de la falta en el tiempo. En efecto: los pecados de adulterio y de homicidio, para cuya comisión basta poco tiempo, son penados por la ley humana, o por el destierro, o por la muerte, que excluyen para siempre de la sociedad al hombre. El destierro no tiene una duración perpetua, más que por accidente, porque la vida del hombre no es perpetua, y la intención del juez parece ser imponer una pena perpetua. Por consiguiente, no es una injusticia el que Dios castigue con una pena eterna el pecado de un momento. Debemos considerar también que la pena eterna se impone al pecador que no se arrepiente de su pecado, perseverando en él hasta la muerte; y como está en la disposición de pecar eternamente, con razón Dios le castiga eternamente. Además, todo pecado contra Dios tiene cierta infinidad respecto a Dios. Es evidente que cuanto más elevada es la persona ofendida, tanto más grave es la falta, como el que da una bofetada a un militar causa una ofensa más grave que si la diera a un paisano, y aun sería mucho más grave la ofensa si fuera inferida a un príncipe o a un rey. Siendo Dios infinitamente grande, el pecado cometido contra Él es en cierto modo infinito, y por eso digno en cierto modo de una pena infinita. Como la pena no puede ser intensivamente infinita, porque nada creado puede ser infinito de esta manera, se deduce que el pecado mortal debe ser castigado con una pena infinita en duración. Además, la pena temporal se impone al que puede corregirse, para que se enmiende y purifique; luego si el pecador no puede corregirse, y si la voluntad está obstinadamente adherida al pecado, como se ha dicho antes, hablando de los condenados, claro es que su pena no debe tener fin.

CLXXXIV
Lo dicho anteriormente conviene a las demás substancias espirituales, así como a las almas

Como el hombre en la naturaleza intelectual está en relación con los ángeles, en los cuales, del mismo modo que en los hombres, puede existir el pecado, todo lo que se ha dicho sobre la pena y gloria de las almas debe entenderse de la gloria y pena de los ángeles buenos y malos. La única diferencia que hay entre los hombres y los ángeles, consiste en que las almas humanas adquieren la confirmación de la voluntad en el bien o la obstinación en el mal, cuando son separadas del cuerpo, según se dijo antes, al paso que los ángeles llegaron a este resultado desde el momento en que por un acto deliberado de su voluntad se propusieron por fin o a Dios o a un objeto creado, haciéndose desde entonces o felices o desgraciados. En las almas humanas puede haber mutación, no sólo por la libertad de la voluntad, sino también por la mutabilidad del cuerpo; pero en los ángeles es sólo por el libre albedrío. Esta es la razón por qué los ángeles adquieren la inmutabilidad por el hecho de su primera elección, y las almas por su separación del cuerpo. Para expresar las recompensas de los buenos, se lee en el Símbolo: “la vida eterna”. Esta eternidad no ha de entenderse solamente de la duración, sino más bien del goce de la eternidad. Como sobre este punto hay otras muchas cosas que son de fe respecto a las penas de los condenados y al estado final del mundo, para comprenderlo todo en pocas palabras se dice en el Símbolo de los Padres: “la vida del siglo futuro”. Por consiguiente, el siglo futuro comprende todo lo concerniente a este artículo.

CLXXXV
Segundo tratado de la fe sobre la humildad de Cristo

Como la fe cristiana, según dijimos al principio, versa principalmente sobre dos puntos, a saber: la divinidad de la Trinidad y la humanidad de Cristo, después de habernos ocupado de lo relativo a la divinidad y sus efectos, nos resta ocuparnos de lo relativo a la humanidad de Cristo; pero como, según estas palabras de la Epístola primera de San Pablo a Timoteo, cap. I: “Jesucristo vino a este mundo para salvar a los pecadores”, necesario es demostrar antes cómo el género humano cayó en el pecado, para que de este modo pueda conocerse con más claridad el modo con que los hombres fueron librados de pecado por la humanidad de Cristo.

CLXXXVI
De los preceptos dados al primer hombre, y de su perfección en el estado primitivo

El hombre, según se dijo ya, fue constituido por Dios en su condición natural, de tal suerte que el cuerpo estuviese sometido totalmente al alma; y con respecto a las partes del alma estuviesen sometidas a la razón sin repugnancia alguna, y la misma razón del hombre a Dios. Por lo mismo que el cuerpo estaba sometido al alma, sucedía que no podía producirse en el cuerpo pasión alguna que repugnase al dominio del alma sobre el cuerpo, y por esta razón ni la muerte ni las enfermedades tenían acción sobre el hombre. Mediante la sumisión de las fuerzas inferiores a la razón, reinaba en el hombre una tranquilidad completa de espíritu, porque la razón humana en nada era perturbada por las pasiones desordenadas. Por lo mismo que la voluntad del hombre estaba sometida a Dios, el hombre lo refería todo a Dios como a fin último, en que consistían la justicia y la inocencia. La última de estas tres cosas era la causa de las de más; porque si el cuerpo no estaba sujeto a la disolución o a cualquiera otra pasión contraria a la vida, no era en virtud de su naturaleza, habida consideración a las partes que le componen, porque está formado de elementos contrarios. Tampoco era por un efecto de la naturaleza del alma el que las fuerzas sensibles se sometieran sin repugnancia a la razón, porque las fuerzas sensibles son naturalmente inclinadas a las cosas que deleitan los sentidos, y que frecuentemente repugnan a la razón. Todo esto procedía de una virtud superior; a saber: de Dios, que así como unió al cuerpo un alma racional superior al cuerpo y a todas las fuerzas corporales, tales como las fuerzas sensibles, dio también al alma el poder necesario para contener al cuerpo sobre su condición, y fuerzas sensibles proporcionadas a un alma racional. Para que la razón pudiera dominar de una manera firme las cosas inferiores, fue necesario que la misma razón estuviera firmemente sometida a Dios, del cual había recibido el poder superior a su naturaleza. El hombre fue, por consiguiente, constituido de modo que, si la razón no se sustraía del imperio de Dios, su cuerpo no podría sustraerse de la acción del alma, ni las fuerzas sensibles separarse de la recta razón. Esto hacía que hubiera en el hombre cierta vida inmortal e impasible, porque no podía sufrir ni morir no habiendo pecado. Podía, empero, pecar, porque su voluntad no estaba aún confirmada por la consecución del último fin, y bajo este concepto pedía sufrir y morir. La impasibilidad y la inmortalidad que poseía el primer hombre se diferencian en esto de las de que gozarán los Santos después de la resurrección, los cuales no podrán ni sufrir ni morir, porque su voluntad estará completamente confirmada en Dios, como dijimos antes. Hay, además, otra diferencia, y consiste en que, después de la resurrección, los hombres no usarán de los alimentos ni de los órganos sensuales, al paso que el primer hombre estaba constituido de tal modo que tenía necesidad de usar de los alimentos, para sostener su vida, y el deber de entregarse a la generación para la multiplicación del genero humano. Por esta razón se le impusieron dos preceptos en su condición primitiva. Primero: “Comed de todos los frutos del Paraíso”. Segundo: “Creced, multiplicaos y llenad la tierra”.

CLXXXVII
Sobre este estado de justicia original, o lugar en que fue colocado el hombre

Este estado tan bien ordenado del hombre era llamado justicia original. En virtud de ella estaba sometido a su superior, y al mismo tiempo estaban sometidos a él todos los seres inferiores, según estas palabras referentes a él: “Para que mande a los peces de la mar y a las aves del cielo”. Entre las mismas partes del hombre, la inferior estaba sometida a la superior sin repugnancia alguna. Este estado fue concedido al primer hombre, no como a cierta persona singular, sino como al primer principio de la naturaleza humana, para que por medio de él fuera trasmitido con la naturaleza humana a todos sus descendientes. Como cada uno debe tener un lugar correspondiente a su condición, el hombre constituido en este hermoso orden fue colocado en un lugar de dicha y de delicias, en el que no fuera molestado por ninguna pena interior ni por ninguna contrariedad exterior.

CLXXXVIII
Del árbol de la ciencia del bien y del mal, y del primer precepto impuesto al hombre

Como este estado del hombre dependía de que su voluntad estuviera sometida a Dios, a fin de que el hombre se acostumbrara desde el primer momento a seguir la voluntad de Dios, Dios le propuso ciertos preceptos, tales como el de comer el fruto de todos los árboles del Paraíso, prohibiéndole con pena de muerte comer el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal; y esto, no porque fuera malo en sí mismo el uso de este fruto, sino para que el hombre observase un precepto tan llevadero, sólo porque Dios lo había mandado. El uso del fruto prohibido llegó a ser un mal, porque fue prohibido. Este árbol era llamado el árbol de la ciencia del bien y del mal, no porque tuviera virtud para producir la ciencia, sino por el acontecimiento subsiguiente, es decir, porque el hombre, al comer su fruto, supo por experiencia la diferencia que hay entre el bien de la obediencia y el mal de la desobediencia.

CLXXXIX
De la seducción de Eva por el demonio

El demonio, que ya había pecado, viendo al hombre constituido de tal suerte que podía conseguir la felicidad eterna que aquél había perdido, y viendo que podía pecar, se propuso separarlo de la vía recta de la justicia, atacando al hombre en su parte más débil, y tentando a la mujer, en la que era menor el don o la luz de la sabiduría. Para conseguir con más facilidad la trasgresión del precepto, excluyó mentidamente el temor de la muerte, y le prometió aquello que el hombre desea naturalmente, a saber: la exención de la ignorancia, diciendo: “se abrirán vuestros ojos”; la excelencia de la dignidad, añadiendo: “seréis como dioses”, y la perfección de la ciencia, por estas palabras: “conoceréis el bien y el mal”. El hombre, respecto de su inteligencia, aborrece la ignorancia y apetece la ciencia; y respecto de su voluntad, que es naturalmente libre, desea la elevación y la perfección, de modo que no esté sujeto a superioridad alguna, o sufra la menos posible.

CXC
Cuáles fueron los motivos que indujeron a la mujer

La mujer deseó la elevación y la perfección de la ciencia prometidas, y a esto se unieron la bondad y la hermosura del fruto, que la incitaron a comer de él, de suerte que, despreciando el temor de la muerte, traspasó el precepto de Dios, prevaricación que encierra una culpabilidad múltiple. En primer lugar, es pecado de soberbia, porque la mujer deseó la elevación de una manera desordenada; en segundo lugar, es pecado de curiosidad, porque mediante ella aspiró a la ciencia más allá de los límites que la estaban marcados; en tercer lugar, es pecado de gula, porque fue incitada a comer el fruto a vista de su suavidad; en cuarto lugar, es pecado de infidelidad, porque desconfió de Dios y confió en las palabras del demonio; en quinto lugar, es pecado de desobediencia, porque infringió el precepto de Dios.

CXCI
De qué modo se extendió el pecado al hombre

La persuasión de la mujer hizo extensivo, su pecado al hombre, el cual, sin embargo, como dice el Apóstol, no fue seducido como la mujer hasta llegar a creer en las palabras del demonio contra las palabras de Dios. En efecto: no podía comprender que Dios le hubiese amenazado falsamente y prohibido sin razón una cosa útil. El hombre fué seducido por la promesa del demonio, aspirando indebidamente a la elevación y a la ciencia. Su voluntad fue extraviada por este medio de la rectitud de la justicia, y queriendo mostrarse complaciente con su mujer, la imitó en la trasgresión del precepto divino comiendo del fruto vedado.

CXCII
Del efecto que siguió a la culpa en cuanto a la rebelión de las cosas inferiores a la razón

Como toda la integridad del armónico estado de que acabamos de hablar era producida por la sumisión de la voluntad humana a Dios, de la sustracción de la voluntad humana a esta sumisión divina resultó una alteración de la sumisión perfecta de las fuerzas inferiores a la razón, y del cuerpo al alma; y por consiguiente, el hombre sintió en el apetito sensitivo inferior los, movimientos desordenados de la concupiscencia, de la cólera y de las otras pasiones extrañas al orden de la razón, y contrarias a la razón misma, envolviéndola en las tinieblas la mayor parte de las veces y perturbándola en sus facultades. Esta hostilidad de la carne contra el espíritu es de la que hablan las Santas Escrituras. Como el apetito sensitivo, del mismo modo que las demás fuerzas sensitivas, obran por medio de un instrumento corporal, en tanto que la razón no tiene necesidad de órgano corporal, con razón se imputa a la carne lo que pertenece al apetito sensitivo, y al espíritu lo que pertenece a la razón; y en este sentido se llaman espirituales las substancias que están separadas de: los cuerpos.

CXCIII
De qué modo fue impuesta la pena en cuanto a la necesidad de morir

Fue también consiguiente que la corrupción se hiciera sentir en el cuerpo, y que por esta razón el hombre incurriera en la necesidad de morir, como si el alma no hubiera podido ya mantener al cuerpo en la permanencia de la existencia infundiéndole la vida. De aquí provino que el hombre se hiciera pasible y mortal, no sólo porque pudiera sufrir y morir como antes, sino porque tenía necesidad de sufrir y de morir.

CXCIV
De otros efectos que sobrevinieron al entendimiento y a la voluntad

Otros muchos defectos fueron en el hombre la consecuencia de esta perturbación. Haciéndose sentir frecuentemente los movimientos desordenados de las pasiones en el apetito inferior, desfalleciendo al mismo tiempo en la razón la luz de la sabiduría que la alumbraba divinamente cuando la voluntad estaba sometida a Dios, el apetito del hombre fue arrastrado a someterse a las cosas sensibles, por cuyo medio se alejó de Dios, cometió numerosas faltas, y fue después, avasallado por los espíritus inmundos, de los que esperó grandes auxilios para la adquisición de los objetos de su codicia. De este modo fue cómo se produjeron en el género humano la idolatría y los demás pecados. Cuanto más se corrompió el hombre sometiéndose a ellos, tanto más se alejó del deseo y del conocimiento de los bienes espirituales y divinos.

CXCV
De qué modo se han transmitido estos defectos a la posteridad

Como el bien de la justicia original fue concedido al género humano en nuestro primer padre para que por medio de éste pasase a sus descendientes, y como el efecto cesa por la destrucción de la causa, claro es que, habiendo sido privado el hombre de este bien por su propio pecado, todos sus descendientes lo quedaron igualmente; y así, después del pecado de nuestro primer padre, todos los hombres nacen privados de la justicia original y con los defectos propios de esta falta. No es contrario al orden de la Justicia el que aparezca que Dios castigará en los hijos la falta del primer padre, porque esta pena no fue otra cosa que la substracción de los bienes sobrenaturalmente concedidos al hombre para que fueran transmitidos a su posteridad. Por esta razón no eran estos bienes debidos a los demás, sino en cuanto se comunicarían a ellos por nuestro primer padre. A la manera que un Rey, concediendo a un soldado un título feudal transmisible a sus herederos, este título no pasa a ellos, si el soldado comete una falta que merezca la pérdida de su título, así también los hijos son justamente privados de un bien por la falta de su padre.

CXCVI
La falta de la justicia original, ¿tienen en los descendientes un carácter de culpabilidad?

Aún hay que resolver una cuestión más importante, y consiste en saber si la falta de justicia original puede tener un carácter de culpabilidad en los descendientes del primer hombre. En efecto: parece que para cometer una acción culpable es necesario que el mal que se llama culpable esté en la potestad de aquel a quien se imputa la culpa, porque a nadie se le inculpa una acción que no estaba en sus facultades hacer o no hacer: es así que no depende del que nace tener o no tener la justicia original; luego parece que esta falta no tiene carácter de culpabilidad. Esta cuestión se resuelve fácilmente, distinguiendo entre la persona y la naturaleza. Así como en una persona hay muchos miembros, así también en la naturaleza humana hay muchas personas; de suerte que por la participación de la especie muchos hombres son considerados como un solo hombre, según dijo Porfirio. Es muy de notar en el pecado de un solo hombre, que los diferentes pecados son cometidos por los diferentes miembros, y que no es necesario, para que haya culpabilidad, que cada pecado sea un acto de la voluntad de los miembros, que son instrumento del pecado, sino un acto de la voluntad de aquello que hay más principal en el hombre; a saber: la Parte intelectual. En efecto, la mano no puede dejar de herir, ni el pie de marchar, cuando la voluntad lo manda.

En virtud de esto la falta de justicia original es un pecado de la naturaleza, en cuanto proviene de la voluntad desordenada del primer principio en la naturaleza humana; es decir, del primer padre, y de este modo es pecado voluntario, habida consideración a la naturaleza, este, es por la voluntad del primer principio de la naturaleza; y así pasa a todos los que reciben la naturaleza del primer padre, como a miembros suyos. Este pecado es llamado pecado original porque se transmite a los descendientes por el origen del padre. He aquí por qué este pecado afecta directamente a la naturaleza, en tanto que los pecados actuales afectan sólo a la persona. El primer padre, en efecto, corrompió la naturaleza con su pecado, y la naturaleza, corrompida a su vez, comunica el mal a la persona de sus hijos, que reciben la naturaleza del primer padre.

CXCVII
No todos los pecados pasan por transmisión a la descendencia

No todos los demás pecados, ya del primer padre, ya de los demás individuos, se transmiten a la posteridad porque el pecado del primer padre haya destruido completamente el don que de una manera sobrenatural fue concedido a la naturaleza, humana en la persona del primer padre; y en virtud de esto se dice que ha infestado o corrompido a la naturaleza; y esto es así, porque los pecados subsiguientes no encuentran nada que sustraer a la naturaleza entera, si bien arrebatan al hombre o disminuyen en él algún bien particular, es decir, personal, corrompiendo solamente a la naturaleza, en cuanto pertenece a ésta o a la otra persona. Es así que el hombre no engendra a sus semejantes en persona, sino en naturaleza; luego el pecado que vicia la persona no se trasmite del padre a los hijos, como se trasmite el primer pecado que vició la naturaleza.

CXCVIII
Los méritos de Adán no sirvieron de nada, para la reparación de sus descendientes

Aunque el pecado del primer padre haya corrompido a toda la naturaleza humana, sin embargo, no ha podido ser rehabilitada, ni por la penitencia, ni por los méritos del primer padre, cualesquiera que hayan sido. En efecto: es, evidente que la penitencia de Adán y sus demás méritos han sido un acto de la persona particular. El acto de un individuo cualquiera no puede influir sobre toda la naturaleza de la especie, porque las causas que obran sobre toda la especie son equívocas y no unívocas. El sol es la causa de la generación en toda la especie humana; pero el hombre es la causa de la generación en un hombre determinado. Por consiguiente, los méritos particulares de Adán o de cualquier otro hombre puro no pueden bastar para la rehabilitación de toda la naturaleza. Si toda la naturaleza ha sido viciada por un acto particular del primer hombre, lo fue como una consecuencia accidental, porque estando privado del estado de la inocencia, no pudo ser transmitido a los otros por él. Aun cuando Adán haya recobrado el estado de gracia por la penitencia, no ha podido, sin embargo, recobrar su inocencia primitiva, a la que Dios otorgó el don de justicia original, de que hemos hablado. Es igualmente cierto que este estado de justicia original fue un don especial de la gracia: es así que la gracia no se adquiere con méritos, porque es un don gratuito de Dios; luego así como en el principio el primer hombre no tuvo la justicia original en virtud de sus méritos, sino por un don de Dios, así también, y aun mucho menos después de su pecado, puede merecerla por la penitencia o cualquiera otra obra buena.

CXCIX
De la reparación de la naturaleza humana por Cristo

Necesario era que la naturaleza humana, corrompida de la manera que hemos dicho, fuese reparada por la divina Providencia. En efecto: la naturaleza humana no podía conseguir la beatitud perfecta sin que desapareciera esta corrupción, porque siendo la beatitud el bien perfecto, no sufre defecto alguno, y mucho menos la deformidad del pecado, el cual es en cierto modo opuesto a la virtud, que es la vía que conduce a la felicidad suma, como ya se ha dicho. Habiendo sido creado el hombre para la felicidad suma, que es su fin último, no siendo reparado se seguiría que la obra de Dios no produciría efecto, o se frustraría en una criatura tan noble. El salmista juzga esto poco conveniente, cuando dice, en el salmo LXXXVIII: ¿Acaso habéis creado en vano a los hijos de los hombres? La restauración de la naturaleza humana era, por consiguiente, una necesidad. Además de esto, la bondad divina sobrepuja al poder de la criatura para obrar el bien: es así, según hemos dicho antes, que la condición del hombre es tal mientras vive vida mortal, que del mismo modo que no está confirmado en el bien de una manera permanente, tampoco está tan obstinado en el mal que de él no pueda salir; luego es esencial a la condición de la naturaleza humana poder purificarse de la corrupción del pecado, y por lo mismo no hubiera sido conveniente que la bondad divina dejase este poder sin efecto, lo que se hubiera verificado a no haberle proporcionado un medio de rehabilitación.

CC
Solo por Dios, y por un Dios encarnado, ha debido ser reparada la naturaleza humana

Hemos demostrado antes que la naturaleza humana no podía ser reparada ni por Adán ni por ningún otro hombre puro, ya porque ningún individuo tenía en la naturaleza una existencia preeminente, ya porque ningún hombre, por más santo que fuera, podía ser causa de la gracia. Por esta misma razón no ha podido ser tampoco un ángel el autor de esta restauración, porque un ángel no puede ser tampoco causa de la gracia, ni aun la recompensa del hombre en cuanto a la última bienaventuranza perfecta, a la cual era necesario volver a traer al hombre, porque hay en ella partes. Resulta, pues, que sólo por Dios podía verificarse esta reparación. Si Dios hubiera reparado al hombre sólo con su voluntad y su poder, no se hubiera observado el orden de la justicia divina que exige una satisfacción por el pecado. Dios no podía ser sujeto de satisfacción ni de mérito, porque esto pertenece a un ser sometido a otro. Por consiguiente, no convenía a Dios satisfacer por el pecado de toda la naturaleza humana, y como ni tampoco podía hacerlo un hombre puro, fue necesario que un Dios se hiciera hombre para que así pudiese a la vez reparar y satisfacer. Esta es la causa de la encarnación divina indicada por el Apóstol, cuando en su epístola a Tito, I, 1, dice: Jesucristo vino a este mundo para salvar a los pecadores.

CCI
De las otras causas de la encarnación del Hijo de Dios

Hay además otras razones de la Encarnación del Hijo de Dios. Como el hombre se había alejado de las cosas espirituales y se había entregado enteramente a las corporales, de las cuales no podía desprenderse por sí mismo para volver a Dios, la sabiduría divina, que crió al hombre tomando la naturaleza corporal, le visitó cuando estaba adherido a las cosas corporales para atraerle a las cosas espirituales por el misterio de su cuerpo. Fue, pues, necesario al género humano que Dios se hiciera hombre para demostrar la dignidad de la naturaleza humana, y para que de este modo el hombre no estuviese sometido, ni a los demonios ni a las cosas corporales. Haciéndose Dios hombre demostró al mismo tiempo la inmensidad de su amor hacia los hombres, a fin de que en lo sucesivo estuviesen sometidos a Dios, no por el temor de la muerte, que el primer hombre había despreciado, sino por los efectos de la caridad. Además, Dios por este medio dio al hombre una especie de ejemplo de aquella venturosa unión, que por la operación de la inteligencia existirá entre el entendimiento criado y el espíritu increado. No es ya increíble que el entendimiento de la criatura pueda estar unido a Dios por la visión de su esencia, después que Dios se ha unido al hombre revistiéndose con su naturaleza. Por la Encarnación, en fin, la obra de Dios está en cierto modo acabada en su universalidad, en razón a que el hombre, que es. el último que fue creado, vuelve por una especie de circulo a su principio, mediante su unión con el principio de todas las cosas por la obra de la encarnación.

CCII
Error de Fotino sobre la encarnación del Hijo de Dios

Este misterio de la Encarnación fue combatido y aún destruido por Fotino, en cuanto pudo hacerlo. Este heresiarca, siguiendo el ejemplo de Ebión, de Cerinto y de Pablo de Samosata, enseñó que Nuestro Señor Jesucristo había sido puro hombre, que no había existido antes de la Virgen María, pero que mediante sus méritos, la excelencia de su vida y los sufrimientos de su pasión y muerte, mereció la deificación; habiendo sido llamado Dios, no porque lo fuera por naturaleza, sino por una gracia de adopción. Si de este modo fuera, no habría habido unión de la divinidad con el hombre; habría habido una deificación del hombre por la gracia, lo cual no es una cosa singular en Cristo, porque en esto conviene con todos los Santos, aun cuando en esta gracia unos sean más excelentes que otros.

Este error es contrario a la Sagrada Escritura. En el cap. I de San Juan se lee: En el principio era el Verbo; y después añade: El Verbo se hizo carne; luego el Verbo, que era al principio un Dios, tomó carne, y no la tomó el hombre que antes no había sido deificado por una gracia de adopción. En el cap. VI de San Juan, dice el Señor: Bajé del cielo, no para hacer mi voluntad, sino para hacer la voluntad del que me envió. Según el error de Fotino, no podría decirse de Cristo que descendió, sino que ascendió, diciendo el Apóstol, como dice en su carta a los de Efeso: Y que subió, ¿qué es sino que antes había descendido a los lugares más bajos de la tierra? De donde claramente se deduce que Cristo no hubiera ascendido si antes no hubiera descendido.

CCIII
Error de Nestorio sobre la encarnación

Nestorio, queriendo evitar estas consecuencias, se separó en parte del error de Fotino, afirmando que Cristo era hijo de Dios, no sólo por una gracia de adopción, sino por la naturaleza divina, en la cual era coeterno al Padre. Sin embargo, incurrió también en el error de Fotino, diciendo que el Hijo de Dios no estaba de tal modo unido al hombre que hubiese en él una sola persona divina y humana, sino que en Él no había unión más que por la habitación en Él. Así, pues, este hombre, que según Fotino es llamado Dios sólo por gracia, según Nestorio es llamado Dios, no porque lo sea verdaderamente, sino porque el Hijo de Dios habita en Él, lo cual es una pura gracia. Este error es contrario a la autoridad de las Sagradas Escrituras. En efecto: el Apóstol, en su Epístola a los Filipenses, dice lo siguiente: Que siendo en forma de Dios, no tuvo por usurpación el ser Él igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando forma de siervo.

No es, empero, un anonadamiento para Dios habitar por la gracia en una criatura racional, porque de otro modo el Padre y el Espíritu Santo quedarían también anonadados, habitando como habitan también por la gracia en la criatura racional. Por esto el Señor, hablando de sí y del Padre, dice por San Juan, cap. XIV: Vendremos a Él y habitaremos en Él. Y el Apóstol, hablando del Espíritu Santo en la Epístola I a los Corintios, cap. III, dice: El espíritu de Dios habita en vosotros. Además, no convenía a aquel hombre hablar como Dios, si no fuera Dios personalmente, razón por la que hubiera dicho con infinita presunción: El Padre y yo somos uno, y en otra parte: Yo existía antes de que Abraham existiera. El pronombre yo demuestra la persona del que habla: es así que era el hombre el que hablaba; luego no hay más que una sola persona, Dios y hombre todo junto. Para destruir estos errores, después de haberse hablado en el Símbolo de los Apóstoles y en el de los Padres de la persona del Hijo, se añade: Que, fue concebido por el Espíritu Santo: que nació, sufrió, murió y resucitó. No se atribuiría al Hijo de Dios lo que concierne al hombre, si no hubiera sido la misma la persona de Dios y del hombre, porque lo que conviene a una persona no conviene por lo mismo a otra, a la manera que lo que conviene a Pablo no es por esto mismo predicado de Pedro.

CCIV
Error de Arrio sobre la encarnación

Ciertos herejes, para Confesar la unidad de Dios y del hombre, han incurrido en un error contrario, diciendo que en Cristo había no sólo una misma persona divina y humana, sino una sola naturaleza. Arrio fue el autor de este error, a fin de que lo que en la Sagrada Escritura se dice de Cristo cuando se afirma que es menor que el Padre, no pudiera referirse al Hijo más que en cuanto tomó la naturaleza humana; supuso que en Cristo no había otra alma que el Verbo de Dios, el cual, según dicho hereje, sirvió de alma para el cuerpo de Cristo. De aquí deducía que cuando Cristo dice: Mi Padre es mayor que yo, o cuando se lee que oró, que se entristeció, todo esto debe referirse a la naturaleza propia del Hijo de Dios. Esto supuesto, se sigue que la unión del Hijo de Dios con el hombre se obró no solamente en la persona, sino también en la naturaleza. En efecto: es evidente que la unidad de la naturaleza humana se compone de alma y cuerpo. La falsedad de esta suposición en lo concerniente a la aserción de la inferioridad del Hijo con respecto al Padre, ha sido ya demostrada cuando probamos que el Hijo es igual al Padre.

En cuanto a lo que se dice de que el Verbo de Dios había servido de alma a Cristo, es una falsedad, que se prueba también con lo que dijimos antes. En efecto: hemos demostrado que el alma estaba unida al cuerpo como una forma, y es imposible que Dios sea forma de un cuerpo, según se dijo antes. Para evitar que Arrio dijera que esto debía entenderse del Sumo Dios Padre, puede demostrarse que lo mismo sucede con los ángeles, los cuales en su naturaleza no pueden estar unidos a un cuerpo por modo de forma, siendo como son por su naturaleza extraños a los cuerpos. Con mucha más razón el Hijo de Dios, que ha criado a los ángeles, como también afirma Arrio, no puede ser la forma de un cuerpo. Además de esto, el Hijo de Dios, aun cuando fuera una criatura, como falsamente afirma Arrio, es superior por sí mismo en beatitud a todos los espíritus creados. La felicidad de los ángeles es tan grande, que no pueden experimentar tristeza, y claro es que su felicidad no sería ni verdadera ni plena si faltara alguna cosa para la satisfacción de sus deseos: porque la naturaleza de la beatitud consiste en ser final, y un bien perfecto que constituye el apetito en un reposo completo. El Hijo de Dios, con más razón que los ángeles, no puede experimentar tristeza o temor en su naturaleza: es así que experimentó tristeza, puesto que se dice: Empezó Jesús a temer y a entristecerse; es así que Él mismo confiesa su tristeza cuando dice: Mi alma está triste hasta la muerte; luego es evidente que la tristeza no era del cuerpo, sino de alguna sustancia aprehensiva. Necesario es, pues, que entre el Verbo y el cuerpo haya habido en Cristo otra substancia susceptible de experimentar tristeza; y esta substancia es a la que llamamos alma. Además, si Cristo se ha revestido de lo que nos pertenece para purificarnos de nuestros pecados, aún teníamos más necesidad de ser purificados en nuestra alma, que había sido origen y que es sujeto del pecado. Por consiguiente, Cristo no tomó un cuerpo sin alma, sino que tomó un cuerpo con un alma, porque más particularmente debía tomar un alma.

CCV
Error de Apolinar sobre la encarnación

Las mismas razones anteriores sirven para refutar el error de Apolinario, quien, después de haber adoptado primero la herejía de Arrio, admite después en Cristo una alma diferente del Verbo. Como Apolinario no seguía la opinión de Arrio, que decía que el hijo de Dios era una criatura, y como se dicen de Cristo muchas cosas que ni pueden ser atribuidas al cuerpo, ni convienen al Criador, tales como la tristeza, el temor y otras sensaciones semejantes, se vio obligado por último a suponer en Cristo cierta alma que hiciera al cuerpo sensible, y sujeto de estas sensaciones, pero privada de razón y de inteligencia; y en este concepto el Verbo, según su opinión, hacía las veces de inteligencia y razón en Cristo hombre. Esta doctrina es falsa por muchos conceptos. Primero, porque es contra naturaleza que un alma no racional sea la forma de un hombre, aun cuando tenga la forma de un cuerpo. En la Encarnación de Cristo hemos de creer que no hubo nada que fuera monstruoso, ni contra naturaleza. En segundo lugar, es falsa aquella aserción, porque es contra el fin de la Encarnación, que consiste en la restauración de la naturaleza humana, cuya rehabilitación empieza especialmente por la parte intelectual, que puede ser partícipe del pecado. ¿Esta es la razón por qué convenía principalmente que Cristo tomase la parte intelectual del hombre. Se dice también que Cristo experimentó admiración: es así que la admiración sólo puede convenir a un alma racional, y no en modo alguno a Dios; luego así como la tristeza nos obliga a admitir en Cristo un alma sensitiva, así la admiración nos obliga a suponer una parte intelectual del alma.

CCVI
Error de Eutiques, que supone la unión en naturaleza

Eutiques ha seguido a estos heresiarcas en ciertos puntos. En efecto: sostiene que después de la Encarnación hubo unidad de naturaleza divina y humana, pero no afirma que Cristo careciera de alma, de inteligencia, ni de nada de lo que es necesario para la integridad de la naturaleza. No es menos evidente, sin embargo, la falsedad de esta proposición. La naturaleza divina es en sí perfecta e inconmutable. Una naturaleza que es perfecta en sí, no puede confundirse con otra en una unidad de naturaleza, sino convirtiéndose ella misma en esta otra naturaleza, como sucede con el alimento en el que le toma, o transformándola en su esencia, como el fuego transforma la leña, o transformando a ambas, en una tercer naturaleza, como se transforman los elementos en un cuerpo mixto: es así que la inmutabilidad divina rechaza todas estas suposiciones, porque lo que se transforma o amalgama no es inmutable; luego no es posible que la naturaleza divina, perfecta en sí, se confunda al mismo tiempo con una naturaleza cualquiera. Además de esto, según el orden de las cosas, la adición de una perfección mayor cambia la especie de la naturaleza, porque lo que es y vive, como la planta, es de una naturaleza diferente de lo que existe solamente; así como lo que es, vive y siente, como el animal, es de una especie diferente de lo que no tiene más que el ser y la vida, como la planta. Por último, lo que tiene ser, vida, sentimiento e inteligencia, como el hombre, es de una especie diferente de lo que no tiene más que ser, vida y sensación, como el bruto; luego si aquella una naturaleza que se supone en Cristo tiene, además de estas cualidades, alguna cosa de divino, esta naturaleza es de una especie diferente de la naturaleza humana, del mismo modo que la naturaleza humana es diferente de la del bruto. Cristo no era un hombre de la misma naturaleza que los demás, lo cual se ha demostrado ser falso, porque Cristo tuvo su origen en los hombres, según la carne, como lo expone San Mateo al principio de su Evangelio cuando dice: Libro de la generación de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham.

CCVII
Error de Maniqueo, que decía que Cristo no había tenido un cuerpo verdadero, sino fantástico

Así como Fotino destruía la Encarnación quitando a Cristo la naturaleza divina, así también la destruía Maniqueo quitándole la naturaleza humana. Suponía que toda criatura corporal era obra del demonio, y que no era conveniente que el hijo de un Dios bueno tomase la criatura del demonio. En su consecuencia, pretendía que Cristo no tenía carne verdadera, sino fantástica, y que todo cuanto en el Evangelio se refiere de Cristo relativo a la naturaleza humana, era una cosa ilusoria y no real. Esta suposición es evidentemente contraria a la Escritura, donde se afirma que Cristo nació de una Virgen, que fue circuncidado, que tuvo hambre, que comió, y que estuvo sometido a otras necesidades propias de la naturaleza humana. Era, por consiguiente, necesario que fuera falso el texto de los Evangelios que refiere de Cristo todas estas cosas. Además, Cristo dice de sí mismo: Yo he nacido y he venido al mundo para dar testimonio de la verdad. Es así que Cristo no hubiera sido testimonio de la verdad, y sí de la falsedad, si hubiera demostrado en sí lo que en Él no era, sobre todo cuando predijo que sufriría, lo cual no podría suceder sin tener verdadera carne, que sería entregado en manos de los hombres, escupido, azotado y crucificado; luego decir que Cristo no tuvo verdadera carne, y que por lo mismo no había sufrido en realidad, sino en apariencia, es tratar a Cristo de falsario. Además, destruir en los hombres la opinión verdadera, es cometer una falacia: es así que Cristo cuando se apareció a sus discípulos después de su resurrección, creyendo éstos que era un espíritu o un fantasma, les dijo, para alejar sus dudas: Tocadme, y veréis que un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo los tengo; y en otro sitio dice a sus discípulos, que viéndole andar sobre las olas creían que era un fantasma: Yo soy, no temáis; luego si la opinión que combatimos es verdadera, necesario es decir que Cristo fue falaz. Es así que Cristo es la verdad; luego es falsa dicha opinión.

CCVIII
Cristo tuvo un cuerpo verdadero, y no un cuerpo venido del cielo, como pretende Valentín

Aunque Valentín confesaba que Cristo había tenido un cuerpo verdadero, decía, sin embargo, que no había tomado carne de una virgen, sino que había traído del cielo un cuerpo formado, que pasó por la Santa Virgen sin recibir nada de ella, como el agua pasa por un canal. Esta aserción es igualmente contraria a la Sagrada Escritura, porque el Apóstol dice a los Romanos, cap. I: De su hijo, que le fue hecho del linaje de David según la carne; y en la epístola a los Gálatas cap. IV: Envió a su hijo hecho de mujer. San Mateo dice también: Y Jacob engendró a José, esposo de María, de la que nació Jesús, llamado Cristo; en seguida hace mención de su Madre, añadiendo: Habiéndose casado su Madre con José: es así que estas cosas no serían verdaderas si Cristo no hubiera tomado carne de una virgen; luego es falso que tomara un cuerpo celestial. Lo que dice el Apóstol en la primera carta a los Corintios, cap. XV, debe entenderse en el sentido de que vino del cielo según la divinidad, no según la substancia de un cuerpo. Además, no había razón alguna para que el Hijo de Dios, trayendo su cuerpo del cielo, entrase en el seno de la Virgen, si nada debía tomar de su substancia; y hubiera sido una ficción aparente el salir del seno de una virgen, y que de ella había recibido carne, siendo así que nada había recibido. Toda falsedad es ajena a Cristo; luego necesario es confesar que Cristo salió del seno de su Madre, tomando su carne de su propia substancia.

CCIX
Cuál es la verdadera fe sobre la encarnación

De todo lo dicho podemos deducir que, según la verdad, de la fe católica, tenía Cristo un verdadero cuerpo de nuestra naturaleza, una verdadera alma racional, y al mismo tiempo la divinidad perfecta. Estas tres substancias se unen en una sola persona, pero no en una sola naturaleza. Ciertas inteligencias han incurrido en errores al exponer esta verdad. En efecto: considerando algunos que lo que a alguno sobreviene después del complemento del ser está accidentalmente agregado a él, como el vestido al hombre, han supuesto que la humanidad estuvo unida a la divinidad en la persona del Hijo con una unión accidental; de modo que la naturaleza que fue asumida era, con respecto a la persona del Hijo, lo que el vestido es al hombre. En prueba de esto, aducían lo que de Cristo dice el Apóstol a los Filipenses: Fue semejante a un hombre.

Consideraban también que de la unión del alma con el cuerpo resulta cierto individuo de una naturaleza racional, al cual se llama una persona. Si el alma en Cristo había sido unida al cuerpo, no podían dejar de reconocer como consecuencia que esta unión constituía una persona, y de ahí se seguiría que en Cristo hay dos personas; a saber: la persona que toma y la persona que es tomada; porque en el hombre vestido no hay dos personas, supuesto que el vestido no tiene el carácter de una persona, y si el vestido fuera una persona, se seguiría que había dos personas en el hombre vestido. Para evitar esta dificultad han supuesto algunos que el alma de Cristo jamás había estado unida al cuerpo, y que la persona del Hijo de Dios había tomado separadamente un alma y un cuerpo. Pero queriendo en esta opinión evitar un inconveniente, se incurre en otro mayor. De ella se sigue necesariamente que Cristo no fue un hombre verdadero. La verdad de la naturaleza humana exige la unión de un alma y de un cuerpo, porque es hombre lo que se compone del uno y de la otra. También se seguiría que Cristo no tomó verdadera carne, y que no fue real ninguno de sus miembros, porque sin el alma no hay ni ojo, ni mano, ni carne, ni figura más que de una manera equívoca, como un objeto pintado o esculpido. Se seguiría también que Cristo no murió verdaderamente, porque la muerte es la pérdida de la vida. La divinidad no puede perder la vida por la muerte, y el cuerpo no puede estar vivo si no está unido a un alma. Por último, se seguiría que el cuerpo de Cristo no ha podido ser sensible, porque el cuerpo no tiene sensibilidad sino por el alma a él unida.

Además de esto, esta opinión cae en el mismo error de Nestorio que se proponía evitar. Nestorio erró suponiendo que el Verbo de Dios había estado unido a Cristo hombre por la inhabitación de la gracia; de tal modo, que el Verbo de Dios habitó en este hombre como en su templo. Importa poco, en cuanto al fin, decir que el Verbo está en el hombre como en su templo, o decir que la naturaleza humana se unió al Verbo como un vestido a un hombre vestido. Esta opinión es más detestable, porque no puede confesar que Cristo es un hombre verdadero; opinión que justamente ha sido condenada. Además, un hombre vestido no puede ser la persona del vestido o del traje, ni tampoco puede decirse de modo alguno que esté en la especie del vestido; luego si el Hijo de Dios tomó la naturaleza humana como un vestido, de modo alguno podrá ser considerado como una persona de la naturaleza humana, ni tampoco podrá decirse que el Hijo de Dios sea de la misma naturaleza que los demás hombres, aun cuando el Apóstol diga de Él que fue hecho a semejanza de los demás hombres. De todo resulta que es necesario rechazar enteramente esta opinión.

CCX
En Cristo no hay dos supuestos

Hay otros hombres que queriendo evitar los inconvenientes de que hemos hablado, admitieron que en Cristo el alma habla estado unida al cuerpo, y que esta unión había constituido cierto hombre, el cual dicen fue tomado por el Hijo de Dios en unidad de persona. En virtud de esto llaman a este hombre asumido Hijo de Dios, y dicen que el Hijo de Dios es este hombre; diciendo que esta asunción o recepción de la persona se limita a la unidad de la persona, confesarían que en Cristo hay una persona Dios y hombre todo junto. Pero como este hombre que dicen, compuesto de cuerpo y alma, es una especie de supuesto o hipóstasis de la naturaleza humana, admiten en Cristo dos supuestos o hipóstasis: uno de la naturaleza humana, creada y temporal; otro de la naturaleza divina, increada y eterna. Aun cuando esta aserción se aleja al parecer del error de Nestorio, en cuanto a los términos, examinándola bien se verá que incurre en el error de dicho heresiarca. En efecto: es evidente que una persona es una substancia individual de la naturaleza racional. Es así que la naturaleza humana es racional; luego por lo mismo que se admite en Cristo una hipóstasis o un supuesto de la naturaleza humana temporal y creada, se admite también en Él una persona temporal creada. La palabra supuesto o hipóstasis no significa en verdad otra cosa que una substancia individual; luego admitiendo en Cristo dos supuestos o dos hipóstasis, si comprenden lo que dicen, forzosamente están obligados a admitir dos personas. Además de esto, las cosas que se diferencian en supuesto son tales, que lo que es propio de una no puede convenir a otra; luego si el Hijo de Dios y el hijo del hombre no son el mismo supuesto, se sigue que las cosas que son propias del hijo del hombre no pueden atribuirse al Hijo de Dios, y viceversa. Por consiguiente, no podrá decirse que Dios fue crucificado, que nació de una virgen, lo cual es precisamente la impiedad de Nestorio. Si alguno dijera que lo que pertenece a este hombre se atribuye al Hijo de Dios, y viceversa, en virtud de la unidad de personas, aun cuando sean diferentes los supuestos, debe responderse que esta explicación no tiene valor alguno. En efecto: es evidente que el supuesto eterno del Hijo de Dios no es otra cosa que su propia persona, y, por consiguiente, todo lo que se dice del Hijo de Dios por razón de su persona, se diría también de él por razón de su supuesto. Las cosas que son propias del hombre no se dicen de Él, por razón de su supuesto, porque se pretende que el Hijo de Dios se diferencia en supuesto del hijo del hombre; ni podrá atribuirse al Hijo de Dios, por razón de la persona, lo que es propio del hijo del hombre, como nacer de una virgen, morir, y otras cosas semejantes. Además, si se aplica el nombre de Dios a un supuesto temporal, será un hecho reciente y nuevo hacerlo así. Todo lo que es llamado reciente y nuevamente Dios, no es Dios sino porque ha sido hecho Dios: es así que lo que ha sido hecho Dios no es naturalmente Dios sino por adopción; luego se sigue que este hombre no ha sido verdadera y naturalmente Dios, sino sólo por adopción, lo cual es incurrir en el error de Nestorio.

CCXI
En Cristo hay un sólo supuesto y una sola persona

Es necesario decir que en Cristo no sólo no hay más que una sola persona, Dios y hombre todo junto, sino también un solo supuesto y una sola hipóstasis, al paso que no hay una sola naturaleza, sino dos. Para demostrar esto debemos considerar que estas palabras persona, hipóstasis, supuesto, significan alguna cosa entera, porque no puede decirse que la mano, la carne o cualquiera otra parte sea una persona, una hipóstasis o un supuesto, sino todo aquello que constituye al hombre. Las palabras que son comunes a las substancias individuales y a los accidentes, como la individualidad y la singularidad, pueden aplicarse al todo y a las partes. Las partes tienen algo de común con los accidentes, y consiste esto en que no existen por sí mismas, sino por su adhesión a otras, aunque de una manera diferente. Puede decirse que la mano de Sortes o de Platón es cierto individuo, esto es, alguna cosa particular, aun cuando no sea ni una hipóstasis, ni un supuesto, ni una persona. Es necesario considerar también que la reunión de ciertas cosas, consideradas en sí mismas, constituye algunas veces, en verdad, alguna cosa íntegra, en tanto que no sucede as! en otros casos, por la adición de otra cosa, como en la piedra la reunión de los cuatro elementos produce alguna cosa entera. Esta es la razón por qué lo que está compuesto de elementos, puede ser llamado en la piedra o hipóstasis o supuesto de esta piedra, pero no persona, porque no es una hipóstasis de la naturaleza racional. En un animal la combinación de los elementos no constituye una cosa íntegra, sino una parte, a saber, el cuerpo; porque para el complemento del animal se necesita alguna cosa más, un alma. Por esta razón la combinación de los elementos en el animal no constituye un supuesto o una hipóstasis. El animal ha de estar completo para que sea hipóstasis o supuesto. La combinación de los elementos no es menos eficaz en el animal que en la piedra, sino mucho más, porque se refiere a una cosa más noble. De este modo en los demás hombres la unión del alma y del cuerpo constituye una hipóstasis o un supuesto, porque nada más hay fuera de estas dos cosas.

En nuestro Señor Jesucristo, además del alma y del cuerpo, hay una tercera substancia: la divinidad. El supuesto o la hipóstasis, lo mismo que la persona que es un compuesto de cuerpo y alma, no están separados, sino que. el supuesto, la hipóstasis o la persona, es un compuesto de tres substancias: el cuerpo, el alma y la divinidad; y de este modo no hay en Cristo más que un supuesto, una hipóstasis y una sola persona. El alma se une al cuerpo de distinto modo que la divinidad al uno y a la otra. El alma se une al cuerpo como su forma, y de esta unión de dos substancias resulta una naturaleza llamada naturaleza humana. La divinidad, por el contrario, no se une al alma ni al cuerpo por modo de forma, ni por modo de parte, porque es contrario a la perfección divina. Por consiguiente, de la divinidad del alma y del cuerpo no se constituye una naturaleza, sino que la naturaleza divina, en sí misma íntegra y pura, de cierta manera incomprensible e inefable, asume la naturaleza humana, compuesta de cuerpo y alma, verificándose esto por un acto del poder infinito.

En efecto: vemos que cuanto más poder tiene un agente, tanto mayor es la relación que tiene con este poder el instrumento que el agente emplea para obrar. Así como el poder divino es infinito por causa de su infinidad, y es también incomprensible, así también el modo con que Cristo se unió a la naturaleza humana, como a una especie de órgano para obrar la salvación del género humano, es para nosotros inefable y muy superior a cualquiera otra unión de Dios con la criatura. Como la persona, la hipóstasis y el supuesto designan alguna cosa íntegra, según dijimos antes, si la naturaleza divina es en Cristo como una parte, y no como alguna cosa íntegra, como, por ejemplo, el alma en la composición del hombre, la persona única de Cristo no procedería solamente de la naturaleza divina; sería un compuesto de tres cosas, como en el hombre la persona, la hipóstasis y el supuesto consisten en que está compuesto de alma y de cuerpo. Pero por lo mismo que la naturaleza divina es alguna cosa íntegra que tomó la naturaleza humana por medio de cierta unión inefable, la persona está constituida por parte de la naturaleza divina, y del mismo modo la hipóstasis y el supuesto. Además, el alma y el cuerpo son atraídos a la personalidad de la persona divina de tal modo, que haya en ella la persona del Hijo de Dios y la persona del Hijo del hombre, como la hipóstasis y el supuesto. En las criaturas se puede encontrar algún ejemplo de esta especie de unión. La unión del sujeto y del accidente no produce una tercera entidad, y por esto en esta unión el sujeto no aparece como parte, aparece como alguna cosa íntegra, que es la persona, la hipóstasis y el supuesto. El accidente, por el contrario, es atraído a la personalidad del sujeto de modo que sea una misma persona del hombre, y del hombre blanco, y del mismo modo la misma hipóstasis y el mismo supuesto. Por consiguiente, según esta semejanza, más o menos exacta, la persona, la hipóstasis y el supuesto del Hijo de Dios es la persona, la hipóstasis y el supuesto de la naturaleza humana en Cristo. Por causa de esta comparación se han atrevido a decir algunos que la naturaleza humana en Cristo degenera en accidente, y que está unida accidentalmente al Hijo de Dios, sin reparar la diferencia que hay entre la realidad y la imagen. Es, pues, evidente, según lo dicho, que en Cristo no hay otra persona que la persona eterna, que es la persona del Hijo de Dios, ni otra hipóstasis o supuesto. Por consiguiente, cuando se dice este hombre hablando de Cristo, esta locución implica el supuesto eterno. Sin embargo, la palabra hombre aplicada a Cristo y a los demás hombres, no debe entenderse de una manera equívoca, porque el equívoco no se toma según la diversidad de la suposición, sino según la diversidad de la significación. La palabra hombre aplicada a Pedro y a Cristo, significa la misma cosa, esto es, la naturaleza humana; pero no el mismo supuesto, porque en un caso supone el supuesto eterno del Hijo de Dios, y en otro el supuesto creado. Como pueden aplicarse a cada supuesto de una naturaleza cualquiera las cosas que convienen a la naturaleza de que es supuesto, y como en Cristo no hay más que un supuesto para la naturaleza divina y para la naturaleza humana, es claro que puede atribuirse a este supuesto de una y otra naturaleza (usando de un término relativo a la naturaleza o a la persona divina y humana indiferentemente), lo que corresponde a la naturaleza divina, y lo que es propio de la naturaleza humana, como, por ejemplo, cuando decimos que el Hijo de Dios es eterno, que el Hijo de Dios nació de una virgen, podemos decir igualmente que este hombre es Dios, que ha criado las estrellas, que nació, murió y fue sepultado. Lo que se atribuye a un supuesto cualquiera, se le atribuye según cierta forma o cierta materia, como, por ejemplo: Sortes es blanco, según la blancura, y racional, según el alma. Antes hemos dicho que en Cristo hay dos naturalezas y un supuesto. Respecto al supuesto, se debe indiferentemente atribuir a Cristo lo que es humano y lo que es divino; pero debe tenerse muy presente la diferencia que hay en estas aplicaciones; porque las cosas divinas se atribuyen a Cristo en consideración a la naturaleza divina, y las cosas humanas bajo el aspecto de la naturaleza humana.

CCXII
De lo que en Cristo se dice ser uno o múltiple

Como hay en Cristo una persona y dos naturalezas, debemos considerar, con relación a esta armonía, que es lo que en Cristo es uno a múltiple. Todo lo que es múltiple por razón de la diversidad de naturaleza, debe ser también múltiple en Cristo. En cuanto a esto, debemos considerar que recibiéndose la naturaleza por la generación o por el nacimiento, necesario es que, del mismo modo que en Cristo hay dos naturalezas, haya también en Él dos generaciones o nacimientos: una eterna, en virtud de la cual recibió la naturaleza divina de su Padre; otra temporal, en virtud de la cual recibió la naturaleza humana de su Madre. De este mismo modo también es necesario admitir, como múltiple en Cristo, todo lo que, perteneciendo a la naturaleza, con razón se atribuye a Dios y al hombre. Se atribuye a Dios la inteligencia y la voluntad, con las perfecciones de estas facultades; a saber: la ciencia o la sabiduría, la caridad o la justicia, atribuidas igualmente al hombre, como pertenecientes a la naturaleza humana, porque la voluntad y la inteligencia son partes de alma, y sus perfecciones son la sabiduría, la justicia y las demás cualidades de este género. Necesario es, pues, admitir en Cristo dos entendimientos, uno divino y otro humano; dos voluntades, y también una doble ciencia y una doble caridad, una creada y otra increada. Es necesario admitir, sin embargo, como único en Cristo lo que pertenece al supuesto o a la hipóstasis, y por esta razón, si se atiende al ser como único en supuesto, parece que debe decirse que no hay en Cristo más que un solo ser. En efecto: es evidente que las partes separadas o divididas tienen cada una un ser propio; pero consideradas en el todo no tienen su ser particular, porque todas participan del ser del todo. Considerando a Cristo como el supuesto íntegro de dos naturalezas, no habrá en Él más que un solo ser, como un solo supuesto.

Pero, como las operaciones son resultados de los supuestos, creyeron algunos que, así como no hay en Cristo más que un solo supuesto, tampoco hay más que una operación única. Los que esto dicen no reflexionaron con madurez; porque en todo individuo se encuentran muchas operaciones, si son muchos los principios de las operaciones, como sucede en el hombre, en el que hay una operación de inteligencia y una operación de sensación, habida consideración a la diferencia de la sensibilidad y del entendimiento. En el fuego sucede también que una es la operación de calentar y otra la de ascender, en razón a la diferencia que hay entre el calor y la ligereza del fuego: es así que la naturaleza es comparada a la operación como a su principio; luego en Cristo no hay una sola operación por causa de un solo supuesto, sino dos operaciones por causa de dos naturalezas, en tanto que en la Santísima Trinidad, por el contrario, no hay más que una sola operación a causa de la unidad de la naturaleza. En Cristo, empero, la operación de la humanidad participa en alguna cosa de la virtud divina, porque todas las cosas que convienen en un supuesto sirven de instrumento a lo que es principal, a la manera que las demás partes del hombre son los instrumentos de la inteligencia. De este modo la humanidad en Cristo es considerada como cierto órgano de la divinidad. Es así que el instrumento obra por la virtud del agente principal, y por eso en la acción del instrumento, además de la virtud del instrumento, se encuentra también la del agente principal, como la acción de la según hace un mueble por la dirección del obrero; luego en Cristo la operación de la naturaleza humana recibe de la divinidad cierta fuerza superior a la fuerza humana. En efecto: tocar a un leproso era una acción de la humanidad; pero la curación de la lepra por este contacto procedía del poder de la divinidad. Todas las acciones y pasiones de la naturaleza humana fueron de este modo saludables por la virtud divina, y por eso llama Dionisio a la operación humana de Cristo, Theandrica, es decir, virtud de Dios, porque de tal modo procedía de la humanidad que estaba animada de la virtud divina. Con respecto a la filiación dudaron algunos si era una en Cristo, por causa de la unidad de supuesto, o si había dos filiaciones en Cristo por causa de la dualidad de nacimiento. Parece que en Cristo hay dos filiaciones; porque la multiplicación de la causa produce la multiplicación del efecto: es así que el nacimiento es causa de la filiación; luego así como hay en Cristo dos nacimientos, parece que hay dos filiaciones. No obsta el que la filiación sea una relación personal, esto es, que constituya la persona, porque esto es verdadero en la filiación divina. La filiación humana, empero, no constituye a la persona; es un accidente en la persona constituida.

Del mismo modo no hay obstáculo alguno en que un hombre se refiera por una sola filiación al padre y a la madre, porque por el mismo nacimiento procede del padre y de la madre. Cuando es una misma la causa de la relación, la relación es una en realidad, aun cuando haya multiplicidad de razones. En efecto: nada impide que una cosa tenga una relación con otra, sin que la relación esté realmente en ella, a la manera que el objeto de la ciencia se refiere a la ciencia por una relación que no existe en el objeto. Nada impide tampoco que una relación real tenga muchos respectos o razones. Como una relación recibe de su causa el ser alguna cosa, así también recibe de ella el ser una o múltiple. Por consiguiente, no naciendo Cristo de su Padre y de su Madre por el mismo nacimiento, parece que hay en Él dos relaciones reales por causa de sus dos nacimientos. Hay un obstáculo en la posibilidad a la existencia de muchas filiaciones reales en Cristo. En efecto: todo lo que recibe su existencia de otra cosa, no debe ser llamado hijo suyo, sino solamente lo que es un supuesto completo. La mano de un hombre no es llamada hija, ni el pie hijo, sino que se llama hijo al todo individual, que es Pedro o Juan. El supuesto mismo es, por consiguiente, el sujeto propio de la filiación. Antes hemos demostrado que en Cristo no hay otro supuesto que el supuesto increado, el cual no puede adquirir temporalmente una relación real cualquiera; y si, como también hemos dicho antes, toda relación de Dios a la criatura se hace solamente según la razón, necesario es que la filiación, en virtud de la cual el supuesto eterno del hijo se refiere a la Virgen Madre, no sea una relación real, y sí sólo una relación de razón. No impide esto que Cristo sea real y verdaderamente Hijo de la Virgen Madre, porque realmente nació de ella, así como Dios es real y verdaderamente Señor de la criatura, porque tiene poder real para dominarla, y sin embargo la relación de dominio es atribuida a Dios solo, según la razón. Si en Cristo hubiera, por el contrario, muchos supuestos, como creyeron algunos, nada impediría admitir en él dos filiaciones, porque se sometería un supuesto creado a la filiación temporal.

CCXIII
Cristo debió ser perfecto en la gracia y en la sabiduría de la verdad

Habiendo dicho antes que la humanidad de Cristo es a su divinidad como una especie de órgano, y siendo la disposición y cualidad de los órganos principalmente apreciada según el fin y la conveniencia del que de ellos se sirve para obrar, debemos considerar ahora, según estas apreciaciones, la cualidad de la naturaleza humana tomada por el Verbo de Dios. La salud y la reparación de la naturaleza humana es, el fin que se propuso el Verbo de Dios al revestirse de ella. Cristo debió estar constituido de tal modo en la naturaleza humana, que pudiera ser convenientemente el autor de la salud de la humanidad. Es así que la salud del género humano consiste en gozar de Dios, y en virtud de este goce el hombre se hace bienaventurado; luego necesario fue que Cristo, revestido de la naturaleza humana, estuviera en posesión del goce perfecto de Dios. En todo género el principio ha de ser perfecto. El goce de Dios existe bajo dos conceptos: según la voluntad, y según el entendimiento. Bajo el aspecto de la voluntad, adhiriéndose perfectamente a Dios por el amor; bajo el aspecto del entendimiento, conociendo perfectamente a Dios. La adhesión perfecta de la voluntad a Dios por el amor se obra por la gracia, que es la que justifica al hombre, según estas palabras de la epístola a los Romanos cap. III: Justificados estáis por su gracia. En efecto: el hombre es justificado por lo mismo que se une a Dios por el amor. Por otra parte, el conocimiento perfecto de Dios se adquiere por la luz de la sabiduría, que es el conocimiento de la verdad divina; luego necesario ha sido que el Verbo de Dios encarnado fuera perfecto en la gracia y en la sabiduría de la verdad. Por esto leemos en el capítulo I de San Juan: El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y nosotros vimos su gloria, gloria digna del Hijo único del Padre: lleno estaba de gracia y de verdad.

CCXIV
De la plenitud de la gracia de Cristo

Con respecto a la plenitud de la gracia de Cristo, debemos considerar que la palabra gracia puede entenderse de dos modos: primero, en el sentido de ser agradable a Dios, y en este concepto se dice que uno tiene la gracia de otro, porque es agradable para él; segundo, en el sentido de ser otorgada gratuitamente, y en este concepto se dice que un hombre hizo gracia a otro cuando le prestó algún servicio gratuito. Estas dos acepciones de la gracia no son completamente diferentes. En efecto: se da gratuitamente una cosa a alguno, en razón a que aquel a quien se dispensa el don, es agradable al que le dispensa: o simplemente, o secundum quid. Es agradable simplemente, cuando en tanto el que recibe es agradable al que da, en cuanto el que da se propone atraerse al que recibe, según el modo y medida con que le es agradable; es agradable secundum quid, cuando el que recibe el, don es agradable al que le da, en cuanto es necesario para recibir de él alguna cosa, pero no para ser absorbido en su afección. Por consiguiente, todo el que recibe una gracia, recibe alguna cosa que es dada gratuitamente; pero no toda persona que recibe un don gratuito es agradable al que le da. Por esta razón se distingue la gracia de dos modos: una que es dada sólo gratuitamente, y otra que además hace agradable. Se dice que es don gratuito aquello que de ninguna manera es debido. Las cosas se deben de dos maneras: según la naturaleza, o según la operación. Según la naturaleza, es debido a una cosa lo que exige el orden natural de la misma cosa, a la manera que el hombre tiene un derecho para tener razón, manos y pies. Se debe una cosa, según la operación, a la manera que se debe una recompensa al que trabaja. Dios ha dado gratuitamente a los hombres aquellos dones que son superiores al orden de la naturaleza: y no pueden adquirirse por merecimiento, aun cuando las cosas que Dios otorga en razón a los merecimientos no pierdan algunas veces, el nombre y la condición de gracias, ya porque el principio de los merecimientos provino de la gracia, ya porque fueron dadas más abundantemente de lo que requerían los merecimientos humanos. Por esto dice el Apóstol, en la epístola a los Romanos cap. VI: La gracia de Dios es el vida eterna. Algunos de estos dones son superiores a la naturaleza humana, y no son concedidos al hombre en virtud de sus merecimientos, y en este caso el hombre que es favorecido con ellos no es agradable a Dios sólo por la posesión de estos dones, tales son los dones de profecía, de milagros, de ciencia, de doctrina y otros semejantes concedidos por Dios. La razón de esto es que el hombre no está unido a Dios por medio de estos dones y otros semejantes, sino quizás por razón de cierta semejanza en cuanto que participa en algo de la bondad divina, medio por el cual todas las criaturas se asimilan a Dios.

Hay ciertas cosas que hacen al hombre agradable a Dios y le unen a Él. Los dones de este género no sólo son llamados gracias porque sean dados gratuitamente; se llaman también gracias porque hacen al hombre agradable a Dios. La unión del hombre con Dios es de dos maneras: una por la afección, y esta unión se produce por el amor, que en cierto modo, mediante la afección, unifica al hombre con Dios, según estas palabras del cap. VI, de la carta I del Apóstol a los Corintios: El que se adhiere a Dios es un espíritu con Él. Mediante esta unión, Dios habita también en el hombre, según estas palabras del cap. XIV de San Juan: Si alguno me ama, guardará mis mandamientos; mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos en él nuestra morada. Esta misma unión hace también que el hombre esté en Dios, según dice San Juan: El que permanece en la caridad, en Dios está, y Dios en él. Aquel hombre, pues, que ha recibido un don gratuito de Dios, es por esto mismo agradable a Dios, llegando a ser de este modo, por el ardor de la caridad, un mismo espíritu con Dios, viviendo en Dios, y poseyéndole de una manera permanente. Esto obligó a decir al Apóstol, en su carta I a los Corintios, cap. XIII: Sin la caridad, de nada sirven a los hombres los demás dones, porque no pueden hacerse agradables a Dios si no tienen caridad. Esta gracia es común a todos los Santos, y por esto, impetrando Cristo- hombre esta gracia para sus discípulos, dice por San Juan: Para que estén unidos por el vínculo del amor como estamos unidos nosotros mismos. Hay otra unión del hombre con Dios, que se opera, no sólo por la afección o inhabitación, sino también por unidad de hipóstasis o de persona, de tal suerte, que la misma hipóstasis o persona sea Dios y hombre. Esta unión del hombre con Dios es propia de Jesucristo, y de ella hemos hablado ya con extensión. Es también una gracia particular de Cristo- hombre estar unido a Dios en la unidad de persona, y por esto es un don gratuito, supuesto que excede las facultades de la naturaleza, y es un don que no está precedido de mérito alguno. Este don le hace infinitamente agradable a Dios, porque de él se dice especialmente en dos capítulos de San Mateo: Este es mi Hijo muy amado, en quien yo tengo mis complacencias. Entre una y otra gracia hay, sin embargo, la diferencia de que la gracia que une al hombre a Dios por afección, es alguna cosa habitual en el alma, porque, verificándose esta unión por un acto de amor, y procediendo del hábito los actos perfectos, consiguiente es que se comunique al alma alguna gracia habitual, para constituirla en este hábito eminentemente perfecto, mediante el cual el alma está unida a Dios por el amor. El ser personal o hipostático no es, sin embargo, producto de un hábito; es producto de las naturalezas a las que pertenecen las hipóstasis o personas.

La unión de la naturaleza humana con Dios se efectúa por la conjunción de las naturalezas mismas en una misma persona, y no por alguna gracia habitual. Cuanto más se aproxima a Dios una criatura, tanto más participa de su bondad y recibe más abundantes dones de su influencia; a la manera que recibe más calor el que más se acerca al fuego. No puede haber ni puede imaginarse un medio más íntimo de adhesión de la criatura a Dios que estar unido a Dios en la unidad de persona. Necesario es que a consecuencia de esta unión de la naturaleza humana con Dios en la unidad de persona, el alma de Cristo estuviera más llena que todas las demás de los dones habituales de las gracias. Así es que la gracia habitual en Cristo no es una disposición habitual para la unión, es un efecto de la unión, lo cual aparece claramente según el modo de hablar de que se vale el Evangelista cuando en los pasajes citados, dice: Le vimos, como el Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. Cristo- hombre, en cuanto Verbo hecho carne, es el Hijo unigénito del Padre. Por lo mismo que el Verbo se hizo carne, por lo mismo ha debido estar lleno de gracia y de verdad. En las cosas que están llenas de una bondad o de una perfección cualquiera, se reconoce que, por lo mismo que comunican a las demás la abundancia en que rebosan, están más abundantemente provistas, a la manera que luce más el cuerpo que más puede iluminar a otros; luego del mismo modo que Cristo, en calidad de Hijo único del Padre, obtuvo una plenitud suma de gracia, del mismo modo fue necesario que esta gracia se derivase de Él a los demás, de tal suerte que el Hijo de Dios hecho hombre hiciera a su vez a los hombres dioses e hijos de Dios, según estas palabras del Apóstol a los Gálatas, IV: Dios envió a su Hijo engendrado de la mujer, nacido bajo la ley, para libertar a los que estaban bajo la ley, y comunicarles el título de hijos adoptivos. Derivándose la gracia de Cristo a los demás hombres, conveniente era que fuera la cabeza de la Iglesia, porque de la cabeza se comunican la sensibilidad y el movimiento a los demás miembros, conforme a su naturaleza. De este modo es cómo la gracia y la verdad pasan de Cristo a los demás hombres; y por esto dice el Apóstol a los de Éfeso, I: Y le puso por cabeza sobre toda Iglesia, la cual es su Cuerpo.

Cristo puede ser llamado también Jefe, no sólo de los hombres, sino también de los ángeles, en cuanto a la excelencia y a la influencia, aunque no en cuanto a la conformidad de naturaleza, según la misma especie, y por esto el Apóstol, antes de las palabras que acabamos de citar, dice que Dios le constituye, esto es, a Cristo, a su derecha en las regiones celestes sobre toda potestad, principado, virtud y dominación. En virtud de lo dicho se suele asignar a Cristo una triple gracia. Primero, una gracia de unión, en cuya virtud la naturaleza humana, sin mérito alguno precedente recibió el don de estar unida al Hijo de Dios en la persona. Segundo, una gracia singular, en virtud de la cual el alma de Cristo fue más llena que todas las demás de gracia y de verdad. En tercer lugar, una gracia de Jefe o Cabeza, en virtud de la cual la gracia se deriva de Él a los demás. Esta triple gracia está anunciada en un orden conveniente por el Evangelista, porque respecto de la gracia de unión, dice: El Verbo se hizo carne. Respecto de la gracia singular, expresa: Le vimos, como el Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad; y respecto de la gracia de Jefe o Cabeza, añade: Todos hemos recibido de su plenitud.

CCXV
De la infinidad de la gracia de Cristo

Es propio de Cristo tener una gracia infinita, porque, según el testimonio de San Juan Bautista, Dios no dio con medida los done del Espíritu Santo a Cristo hecho hombre. En la epístola de San Juan se lee también: Con medida, es dado a otros el Espíritu Santo; y además el Apóstol, en su carta a los de Éfeso, IV: Mas a cada uno de nosotros ha sido dada la gracia, según la medida de la donación de Cristo; y a la verdad, si esto se refiere a la gracia de unión, no hay duda alguna en todo lo que se dice, por que concedido ha sido a los Santos ser dioses o hijos de Dios por participación, según la influencia de un don cualquiera, el cual, siendo creado, debe necesariamente ser limitado como las demás criaturas. Cristo, empero, según la naturaleza humana, fue digno Hijo de Dios, y no por participación, sino por naturaleza: es así que la divinidad es infinita por naturaleza; luego en virtud de la misma unión recibió un don infinito, resultando de aquí, sin duda alguna, que la gracia de unión es infinita. Puede dudarse si es infinita la gracia habitual. En efecto: siendo esta gracia un don creado, hay que convenir necesariamente en que tiene una esencia finita. Sin embargo, puede llamarse infinita de tres modos. Primero, por parte del que la recibe. En efecto: es evidente que la capacidad de cada naturaleza creada es finita, porque aunque pueda recibir un bien infinito por el conocimiento y el goce, no le recibe, sin embargo de una manera infinita. Cada criatura tiene, según su especie y naturaleza, una medida determinada de capacidad, sin que esto sea obstáculo para que el poder divino pueda hacer otra criatura de una capacidad superior, en cuyo caso no sería ya de la misma naturaleza, según la especie, a la manera que si se añadiera la unidad al número tres, resultaría un número de otra especie. Cuando no se da a alguno tanta cantidad de bondad divina cuanta es la capacidad natural de su especie, parece que se le concede este don con cierta medida; pero cuando se llena toda la capacidad natural, en este caso no hay medida en la concesión, porque aun cuando la haya por parte del que recibe, no la hay por parte del que da y está dispuesto a darlo todo, a la manera que el que va al río con un vaso encuentra agua sin medida, aun cuando él la tome con medida, por causa de la capacidad determinada del vaso. Así, pues, la gracia habitual de Cristo es en verdad finita, según la esencia; pero se dice que ha sido dada de una manera infinita y sin medida, porque fue dada según toda la capacidad de una naturaleza creada. En segundo lugar, es llamada esta gracia infinita con relación al don recibido. Debemos ahora considerar que no hay obstáculo alguno en que una cosa sea finita, según la esencia, y sea, sin embargo, infinita en razón de cierta forma. En efecto: es infinito en esencia lo que posee toda la plenitud del ser, lo cual sólo conviene a Dios, que es el ser mismo. Si se supone una forma especial cualquiera no existente en el sujeto, como la blancura o el calor, esta forma no tendrá una esencia infinita, porque su esencia estaría limitada al género o a la especie; poseería, sin embargo, toda la plenitud de esta especie, y, por consiguiente, por razón de esta especie no tendría ni término ni medida, poseyendo todo lo que puede pertenecer a esta especie. La blancura y el calor, cuando se encuentran en un sujeto cualquiera, no tienen siempre todo lo que siempre y necesariamente pertenece a la razón de esta forma, sino sólo cuando tienen el grado de perfección que pueden tener, a saber, de tal manera que el modo de posesión sea igual al poder de la cosa poseída. La gracia habitual de Cristo ha sido finita, según la esencia, y se dice, empero, que no ha tenido límites ni medida, porque Cristo recibió todo lo que puede pertenecer a la gracia. Los demás no reciben el todo, sino que unos lo reciben de una manera, y otros de otra, porque hay divisiones de gracias, como se dice en la primera carta a los de Corinto, cap. XII.

En tercer lugar, es infinita esta gracia respecto de la causa. La causa contiene al efecto de cierta manera. Por consiguiente, todo el que tiene una causa de un poder infinito de influencia, posee esta influencia sin medida, y en cierto modo de una manera infinita; por ejemplo, el que poseyera una fuente cuya agua pudiera correr siempre, equivaldría a tener agua sin medida, y en cierto modo de una manera infinita. Así, pues el alma de Cristo posee una gracia infinita sin medida, por lo mismo que está unida al Verbo, que es el principio indeficiente de la emanación de todas las criaturas. Por lo mismo que la gracia singular del alma de Cristo es infinita, de la manera que hemos dicho, se deduce con la mayor evidencia que su gracia es infinita, en cuanto que es Cabeza de la Iglesia, porque da de aquello que tiene. De todo resulta, que habiendo recibido sin medida los dones del Espíritu Santo, tiene poder para dar sin medida lo que pertenece a la gracia de Jefe o Cabeza, de tal modo, que su gracia, no sólo es suficiente para la salvación de algunos hombres, sino para la de todo el género humano, según estas palabras de la carta primera de San Juan cap. II: “Él es la propiciación por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros sino también por los de todo el mundo", y aun pudiera añadirse, y por la de muchos mundos, si muchos existieran.

CCXVI
De la plenitud de la sabiduría de Cristo

Conveniente es hablar ya, como una consecuencia natural, de la plenitud de la sabiduría de Cristo, considerando, en primer lugar como hay en Él dos naturalezas, la humana y la divina; todo lo que pertenece a la una y a la otra debe ser necesariamente doble en Él, según ya se ha dicho. La sabiduría conviene a la naturaleza divina y a la naturaleza humana. En efecto: en el cap. IX de Job se lee: Él es sabio de corazón y fuerte de bríos.

La Escritura da algunas veces a los hombres el título de sabios, ya ,con respecto a la sabiduría del mundo, según estas palabras de San Jerónimo, IX: Que el sabio no se glorifique, en su sabiduría; ya respecto de la sabiduría divina, según estas palabras de San Mateo, XXIII: He aquí que yo envío a vosotros Profetas, sabios y escribas. Luego necesario es confesar que en Cristo hay dos sabidurías, según las dos naturalezas, a saber: la sabiduría increada, que le conviene en cuanto es Dios, y la sabiduría creada, que le conviene en cuanto es hombre.

Como Dios y Verbo de Dios es la sabiduría engendrada del Padre, según estas palabras del Apóstol en su primera carta a los Corintios cap. I: El Cristo la sabiduría y la virtud de Dios. En efecto: no hay para todo ser inteligente otro verbo interior más que la concepción de su sabiduría; y como antes hemos dicho que el Verbo de Dios es perfecto y único, necesario es que el Verbo de Dios sea la concepción perfecta de la sabiduría del Padre, de tal suerte, que todo lo que está contenido en la sabiduría de Dios Padre bajo la forma de no engendrado, esté totalmente contenido en el Verbo bajo la forma de engendrado y concebido. Por esta razón se dice que en Cristo están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia. En Cristo hay dos conocimientos: uno que es deiforme, en cuanto ve a Dios por esencia, y todas las demás cosas en Dios, del mismo modo que Dios, comprendiéndose a sí mismo, comprende todo lo demás. En virtud de esa visión, Dios es bienaventurado en si mismo, y toda criatura racional goza perfectamente de Dios. Como hemos :dicho que Cristo es el autor de la salud del género humano, necesario es, decir que semejante conocimiento conviene al alma de Cristo, cual conviene al autor de la salud. Es así que convenía que el principio fuese inmutable y de una virtud eminentemente superior; luego conveniente ha sido que esta visión de Dios, en que consisten la bienaventuranza de los hombres y la salvación eterna, existiera en Cristo de un modo más excelente que en todo lo demás, y como en su principio inmutable. Entre las cosas mutables y las que no lo son, hay esta diferencia, a saber: que las cosas mutables no reciben su perfección propia de su principio, en cuanto son mutables; la reciben por la sucesión del tiempo, al paso que las cosas inmutables, como tales, gozan de sus perfecciones desde el principio de su ser. Ha sido conveniente, pues, que Cristo, autor de la salud del género humano, poseyera desde el principio de su encarnación la visión plena de Dios, y no que recibiera esta visión por la sucesión del tiempo, como los Santos.

Ha sido también conveniente que un alma que estaba más íntimamente unida a Dios, obtuviera mucha mayor beatitud que las demás criaturas que ven a Dios, en cuya visión se distinguen diversos grados, según se ve más claramente a Dios, que es causa de todas las cosas. Cuanto más plenamente se ve una causa, tanto más pueden percibirse en ella sus efectos. A la verdad, para conocer más una causa hay que conocer más claramente su virtud, y el conocimiento de esta virtud no puede existir sin el conocimiento de los efectos, porque la cantidad de la virtud suele medirse por los efectos. Esta es la razón por qué, entre los Santos que ven la esencia de Dios, hay algunos que perciben en Él mayor número de efectos o razones de las obras divinas, que aquellos otros que tienen una visión menos clara de la esencia divina, y en virtud de esto los ángeles inferiores son instruidos por los superiores, como dijimos antes. Gozando el alma de Cristo de la suma perfección de la visión divina más que todas las demás criaturas, contempla plenamente en Dios todas las obras divinas con sus razones, cualesquiera que sean, fueren o hayan sido, de modo, que no sólo ilumina a los hombres, sino también a los ángeles más elevados. Por esta razón dice el Apóstol a los Colosenses, II: “Todos los tesoros de la ciencia y de la sabiduría de Dios, están escondidos en Él"; y a los Hebreos IV: “Todas las cosas están desnudas y descubiertas a sus ojos". Sin embargo, el alma de Cristo no puede llegar a la comprensión de la Divinidad, porque, como antes hemos dicho, para que una cosa sea comprendida por el conocimiento, es necesario que sea tan conocida cuanto es susceptible de serlo. Cada cosa es susceptible de ser conocida, como ser, y como verdadera: es así que el Ser Divino es infinito, lo mismo que su verdad; luego Dios es un objeto de cognición infinita. Ninguna criatura puede conocer de una manera infinita, aun cuando lo que conoce sea infinito; luego ninguna criatura viendo a Dios puede comprenderle. El alma de Cristo es una criatura, y todo lo que en Cristo pertenece exclusivamente a la naturaleza humana, es creado, porque de otro modo la naturaleza de la humanidad en Cristo no sería diferente de la naturaleza de la divinidad, única que es increada. La hipóstasis o la persona del Verbo de Dios, es increada, y esta hipóstasis es una en dos naturalezas, por cuya razón no llamamos a Cristo una criatura, simplemente hablando, porque bajo el nombre de Cristo está comprendida la hipóstasis. Sin embargo, decimos que el alma de Cristo o su cuerpo son una criatura. El alma de Cristo no comprende, por consiguiente a Dios, sino que Cristo le comprende por su sabiduría increada, y en este sentido, hablando de su conocimiento de comprensión, dice el Señor en el capítulo XI de San Mateo: “Nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni nadie conoce al Padre más que el Hijo".

Debemos observar que lo mismo es comprender la esencia de una cosa, que comprender su virtud. Cualquier ser, como tal, puede hacer lo uno y lo otro; luego si el alma de Cristo no puede comprender la esencia de la divinidad, como dijimos antes, tampoco es posible que comprenda la virtud divina, y la comprendería si conociera todo lo que Dios puede hacer, y por qué medios puede producir los efectos, lo cual es imposible. Por consiguiente, el alma de Cristo no conoce todo lo que Dios puede hacer, ni los medios de que se vale para obrar. Pero como Cristo, aun en cuanto hombre, fue antepuesto toda criatura por Dios Padre, conveniente era que tuviera en la visión de la esencia divina el pleno conocimiento de las obras de Dios, cualesquiera que fuesen. En virtud de este conocimiento, se dice que el alma de Cristo lo sabe todo, porque tiene pleno conocimiento de todas las cosas que son, han sido y serán.

Entre las demás criaturas que ven a Dios, unas :tienen un conocimiento más extenso, y otras menos extenso de los efectos de que hemos hablado en la visión misma de Dios. Además, de este conocimiento de las cosas que adquiere en la visión de Dios un entendimiento creado, hay otros modos de cognición, que sirven a las criaturas para adquirir el conocimiento de las cosas. Los ángeles, además del conocimiento matutino (primitivo), por cuyo medio conocen las cosas en el Verbo, tienen el conocimiento vespertino (secundario o posterior) en sus propias naturalezas. Esta especie de conocimiento conviene de un modo a los hombres, según su naturaleza, y de otro a los ángeles. Los hombres, según su naturaleza, adquieren, por el órgano de los sentidos, la verdad inteligible de las cosas, como dice Dionisio; de tal modo, que las especies inteligibles son abstraídas en su entendimiento de los productos de la imaginación por la acción del entendimiento activo. Los ángeles, empero, adquieren la ciencia de las cosas por la influencia de la luz divina; de suerte que así como las cosas pasan de Dios al ser, así las razones de las cosas o sus semejanzas son impresas por Dios en el entendimiento de los ángeles. En los unos y en los otros, esto es, tanto en los hombres como en los ángeles, además de este conocimiento que les conviene, según su naturaleza, se encuentra cierto conocimiento de los misterios divinos, en los que los ángeles son instruidos por otros ángeles, y los hombres por revelaciones proféticas.

Como no puede rehusarse al alma de Cristo, la más excelente de todas las criaturas, ninguna de las perfecciones concedidas a las criaturas, conveniente es atribuirle otras tres especies de conocimiento, además del conocimiento, por cuyo medio ve la esencia de Dios y todas las cosas en ello. Uno de estos tres conocimientos es experimental, como en los demás hombres, en cuanto que una cosa es conocida por los sentidos, como conviene a la naturaleza humana. Otro conocimiento es divinamente infuso, para conocer todas las cosas que son objeto efectivo o posible del conocimiento natural del hombre. En efecto: no era conveniente que la naturaleza humana, tomada por el Verbo de Dios, careciera de perfección alguna estando como estaba destinada a rehabilitar a toda la naturaleza humana. Todo lo que está en potencia es imperfecto antes de estar en acto: es así que el entendimiento humano está en potencia relativamente a las cosas inteligibles que el hombre puede comprender naturalmente; luego el alma de Cristo ha recibido divinamente el conocimiento de todas estas cosas, por las especies influyentes, supuesto que toda la potencia del entendimiento humano fue reducida a acto. Como Cristo en el orden de la naturaleza humana no ha sido solamente el restaurador de la naturaleza, sino el propagador de la gracia, fue dotado de un tercer conocimiento, por cuyo medio conoce de la manera más extensa todo lo perteneciente a los misterios de la gracia, superiores al conocimiento natural del hombre. Estos misterios son conocidos de los hombres por el don de sabiduría o espíritu de profecía, porque el entendimiento humano está en potencia para conocer tales cosas, aunque sea puesto en acto por un agente de un orden superior. Para conocer las cosas naturales, es puesto en acto por la luz del entendimiento activo, en tanto que adquiere el conocimiento de las demás cosas por la luz divina. De lo que acabamos de decir resulta con la mayor claridad que el alma de Cristo ha recibido un elevadísimo grado de conocimiento respecto a la visión de Dios, por cuyo medio ve la esencia divina y otras cosas en la misma esencia. Lo mismo que decimos con respecto al conocimiento de los misterios de la gracia, sucede con respecto al conocimiento de las cosas naturales, susceptibles de ser conocidas; de donde se sigue que Cristo no pudo progresar en ninguna de estas tres clases de conocimientos. Es evidente que la experiencia de los sentidos del cuerpo le hizo conocer más y más las cosas sensibles por la sucesión del tiempo, y esta es la razón por qué Cristo no ha podido hacer progresos más que en los conocimientos experimentales, según estas palabras de San Lucas, II: “El niño progresaba en sabiduría y edad". Este pasaje puede, sin embargo, ser entendido también en el sentido de que Cristo progresaba en sabiduría, no porque se hiciera más sabio, sino porque su sabiduría era más provechosa a los hombres instruyéndolos más y más. Esto se hizo así para mostrarse conforme a los demás hombres, no fuera que si en la infancia hubiera demostrado una sabiduría perfecta, el misterio de la Encarnación pareciera una pura ilusión.

CCXVII
De la materia del cuerpo de Cristo

Por lo que acabamos de decir se ve claramente cuál debió ser la formación del cuerpo de Cristo. Dios podía ciertamente tomar el cuerpo de Cristo del limo de la tierra, o de cualquiera otra materia, como formó el cuerpo del primer padre; pero esto no hubiera sido, conveniente para la restauración de la naturaleza humana, en consideración a lo cual, como antes dijimos, tomó carne el Hijo de Dios. En efecto: la naturaleza del género humano, que procedía de nuestro primer padre y estaba necesitada de curación, no hubiera sido restablecida en su gloria primitiva si el vencedor del demonio y el triunfador de la muerte hubiera tomado un cuerpo fuera de nuestra naturaleza para rescatar al género humano, cautivo por el demonio y por la muerte, a causa del pecado del primer hombre. Las obras de Dios son perfectas, y de tal modo hace perfecto lo que quiere reparar, que siempre da más de lo que se había perdido, según estas palabras del Apóstol a los Romanos, V: “La gracia de Dios por Cristo fue más abundante que el pecado de Adán". Fue, pues, conveniente que Cristo tomara un cuerpo en la naturaleza de Adán. Además de esto, el misterio de la Encarnación se hizo más provechoso a los hombres por la fe. Si los hombres no hubiesen creído que el Hijo de Dios era el hombre que veían, no se hubieran adherido a Él, como autor de la salud, lo cual aconteció a los judíos; quienes, por causa de su incredulidad, consiguieron del misterio de la Encarnación su condenación, más bien que su salud. Para hacer más creíble este inefable misterio, el Hijo de Dios lo dispuso todo de manera que apareciese hombre verdadero, lo cual no hubiera aparecido así si hubiera tomado cuerpo fuera de la naturaleza humana. Conveniente fue, pues, que tomara un cuerpo derivado del primer hombre. Además, el Hijo de Dios hecho hombre efectuó la salud del género humano, no sólo confiriéndole el remedio de la gracia, sino ofreciéndole un ejemplo que no podía ser rechazado. En efecto: pueden suscitarse dudas sobre la doctrina y la vida de otro hombre, a causa del defecto del humano conocimiento y de la verdad. Pero como lo que el Hijo de Dios enseña se cree indudablemente como verdadero, también se considera como indudablemente bueno todo lo que hace. Necesario fue, pues, que tuviéramos en Él un ejemplo de la gloria que esperamos y de la virtud por cuyo medio la merecemos. Uno y otro ejemplo hubieran sido menos eficaces, si el Hijo de Dios hubiera tomado la naturaleza de su cuerpo de otro origen diferente del que los hombres la toman. Si se quisiera persuadir alguno que sufriera los padecimientos que Cristo sufrió, y que esperara resucitar algún día como Cristo resucitó, podría excusarse con la diferencia de la condición corporal. Para que el ejemplo de Cristo fuera más eficaz, conveniente fue que tomase la naturaleza de su cuerpo de aquella misma que se deriva del primer padre.

CCXVIII
De la formación del cuerpo de Cristo, exento de influencia seminal

No convenía, sin embargo, que el cuerpo de Cristo fuese formado en la naturaleza humana del mismo modo que el de los demás hombres. Tomando, como en efecto tomaba, esta naturaleza para purificarla del pecado, convenía que se revistiese de ella, de tal modo, que no contrajese bajo ningún aspecto el contagio del pecado. Los hombres contraen el pecado original, por lo mismo que son engendrados por la virtud activa humana, residente en el semen viril, que ha preexistido en Adán prevaricador, en razón de su naturaleza. Del mismo modo que el primer hombre hubiera transmitido la justicia original a sus descendientes, transmitiéndoles la naturaleza, así también les transmite el pecado original, transmitiéndoles la naturaleza, que tiene su origen en la virtud activa del semen viril. Fue, pues, necesario que el cuerpo de Cristo se formase sin el concurso de esta substancia.

Además de esto, la virtud activa de esta substancia obra naturalmente, y, por consiguiente, el hombre, que por ella es engendrado, no llega desde luego a la perfección, sino por progresos graduados; porque todas las cosas naturales llegan a fines determinados por medio de la misma naturaleza: conveniente era que el cuerpo de Cristo, desde el mismo momento que lo tomó, fuese perfecto y estuviese animado de un alma racional; porque un cuerpo no es susceptible de ser tomado por el Hijo de Dios, sino en cuanto está unido a un alma racional, aun cuando no fuese perfecto según la debida cantidad; luego el cuerpo de Cristo no ha debido ser formado por virtud del semen viril.

CCXIX
De la causa de la formación del cuerpo de Cristo

Como la formación del cuerpo del hombre se opera naturalmente por el semen viril, de cualquier modo que se haya formado el cuerpo de Cristo se formó de un modo sobrenatural. Dios solo es el autor de la naturaleza, y como tal puede obrar de un modo sobrenatural en las cosas naturales; y de aquí se deduce que Él sólo formó milagrosamente este cuerpo de la materia de la naturaleza humana. Aunque toda la operación de Dios en la criatura sea común a las tres personas, sin embargo, por razón de cierta conveniencia, la formación del cuerpo de Cristo es atribuida al Espíritu Santo. En efecto: el Espíritu Santo es el amor del Padre y del Hijo, mediante el cual se aman mutuamente, y al mismo tiempo nos aman a nosotros. Dios, como dice el Apóstol a los de Éfeso, II, “quiso que su Hijo encarnase por el sumo amor que nos profesa". Conveniente fue, pues, que la formación de la carne se atribuyera al Espíritu Santo. Además el Espíritu Santo es el agente activo de todas las gracias porque es el primero en quien se dan gratis todos los dones, y fue una gracia superabundante unir la naturaleza humana a una persona divina, según resulta de lo que antes hemos dicho.

Para demostrar esta gracia se atribuye al Espíritu Santo la formación del cuerpo de Cristo, y también se dice esto por una razón de conveniencia, a causa de la semejanza del Verbo humano y del Espíritu Santo. En efecto: existiendo el verbo humano en el corazón, tiene una semejanza con el Verbo eterno, en cuando existe en el Padre: y así como el verbo humano toma una voz para darse a conocer sensiblemente a los hombres, así también el Verbo de Dios tomó carne para aparecer visiblemente a los hombres. La voz humana está formada por el espíritu del hombre; luego la carne del Verbo debió estar formada por el espíritu del Verbo.

CCXX
Sobre la concepción y natividad de Cristo

Para no incurrir en el error de Ebión y de Cerinto, que dijeron que el cuerpo de Cristo fué formado por el semen viril, se dice en el Símbolo de los Apóstoles que fue concebido del Espíritu Santo. En lugar de estas palabras, se lee en el Símbolo de los Padres: “Y encarnó del Espíritu Santo", para que se crea que tomó una carne verdadera y no un cuerpo fantástico, como pretenden los Maniqueos. En el Símbolo de los Padres se añade: “Por nosotros los hombres", para no incurrir en el error de Orígenes, que enseñó que los mismos demonios serían libertados por virtud de la pasión de Cristo. Se añade también en el mismo Símbolo: “Por nuestra salud" para demostrar que el misterio de la encarnación de Cristo es suficiente para la salud del género humano contra la herejía de los Nazareos, que afirmaban que la fe en Cristo no era suficiente para la salud del género humano, sin las obras de la ley. Se añade también en el mismo Símbolo. “Bajó del cielo", para excluir el error de Fotino, que afirmaba que Cristo era un puro hombre, añadiendo que tuvo principio de María, a fin de que fuese más apto para subir al cielo por los méritos de su vida teniendo su principio en la tierra, y no descendiendo para tomar carne con origen celestial. Por último se añade: “Y se hizo hombre", para no incurrir en el error de Nestorio, que afirmaba que el Hijo de Dios, de que habla el Símbolo, era más bien un habitante del hombre que un hombre.

CCXXI
Fue conveniente que Cristo naciera de una Virgen

Habiendo demostrado antes que el Hijo de Dios tomó carne de la misma naturaleza humana, y siendo la mujer la que suministra la materia en la generación humana, Cristo debió tomar carne de la substancia de la mujer, según estas palabras del Apóstol a los Gálatas, IV: “Dios envió a su Hijo engendrado de mujer". La mujer tiene necesidad del concurso carnal del hombre para que la materia que suministra se transforme en cuerpo humano. La transformación del cuerpo de Cristo no debió efectuarse por la virtud del semen viril, como ya dijimos, y esta es la razón por qué la mujer, de la cual tomó carne el Hijo de Dios, concibió sin comunicación del semen viril. Cuanto más lleno está uno de los dones espirituales, tanto más distantes está de las cosas carnales, porque el hombre se eleva por las cosas espirituales, y se rebaja por las cosas carnales. Debiendo formarse el cuerpo de Cristo por la operación del Espíritu Santo, ha debido estar eminentemente llena de los dones espirituales la mujer de quien Cristo tomó cuerpo, a fin de que el Espíritu Santo, no sólo pudiera hacer su alma fecunda en virtudes, sino también su seno en su fruto divino. Por consiguiente, fue necesario que además de estar su cuerpo exento de pecado, lo estuviera también de toda corrupción de la concupiscencia carnal. Por consiguiente, ni en la concepción de Cristo, ni antes, ni después, experimentó la Virgen concurso de varón. En efecto: Cristo vino al mundo tomando carne para elevarnos al estado de la resurrección, en el que ni habrá esposos prometidos ni matrimonios, sino que los hombres estarán en el cielo como los ángeles. Por esta razón enseñó la práctica de la continencia y de la virginidad, a fin de que brillara en la vida de los fieles cierto reflejo de la gloria futura. Conveniente era que glorificase la pureza de vida en su nacimiento, naciendo de una virgen. Por esta razón se lee en el Símbolo de los Apóstoles: “Nació de la Virgen María". En el Símbolo de los Padres se dice “que encarnó en el seno de la Virgen María", para refutar el error de Valentino y otros, que afirmaban que el cuerpo de Cristo era fantástico o de otra naturaleza, y que no había sido tomado del de la Virgen, ni formado en su seno.

CCXXII
La bienaventurada Virgen María es madre de Cristo

Lo dicho antes basta para refutar el error de Nestorio, que rehusaba confesar que la Virgen María era Madre de Dios. En ambos Símbolos se dice “que el Hijo de Dios nació de la Virgen María, o que encarnó en ella". Es así que se llama madre a una mujer de la que nace un hombre, por lo mismo que suministra la materia de la concepción humana; luego la bienaventurada Virgen que suministró la materia de la concepción del Hijo de Dios, debe ser llamada su verdadera Madre. Importa poco a la cualidad de madre la virtud, sea la que fuere, que forma la materia suministrada por ella; por consiguiente, la mujer que suministró una materia que debió recibir su forma por la operación del Espíritu Santo, no es menos madre que la que suministra la materia a la acción del semen viril. Si hubiera alguno que se atreviera a decir que la bienaventurada Virgen no debe ser llamada Madre de Dios porque de ella se tomó solamente la carne, y no la divinidad, como afirmaba Nestorio, el que tal diga no sabe lo que dice. En efecto: una mujer no es llamada madre de alguno porque todo lo que esté en él esté tomado de ella. El hombre consta de alma y cuerpo, y es más hombre en virtud del alma que en virtud del cuerpo. El alma no procede de la madre; porque, o es creada inmediatamente por Dios, y así es la verdad, o procede por traducción, como algunos han creído; y en este caso no procedería de la madre, procedería más bien del padre; porque en la generación de los demás animales, según la doctrina de los filósofos, el macho da el alma y la hembra el cuerpo. Por consiguiente, así como una mujeres, llamada madre de un individuo porque suministró la materia de su cuerpo, así también, y por la misma razón, la bienaventurada Virgen María debe ser llamada Madre de Dios, supuesto que suministró la materia del cuerpo de Dios. Necesario es decir que este cuerpo es verdaderamente el cuerpo de Dios, si llega a estar unido a la persona que es realmente Dios. Los que reconocen que el Hijo de Dios tomó la naturaleza humana y se personificó con ella, obligados están a decir que la bienaventurada Virgen María es Madre de Dios. Como Nestorio decía que la persona de Dios y la persona de Jesucristo no eran una sola y misma persona, negaba, por consiguiente, a la Virgen María la cualidad de Madre de Dios.

CCXXIII
El Espíritu Santo no es el Padre de Cristo

Aunque se diga que el Hijo de Dios fue concebido y encarnó en el seno de la Virgen María por obra del Espíritu Santo, sin embargo, no puede decirse que el Espíritu Santo sea el Padre de Cristo hecho hombre, aun cuando a la bienaventurada Virgen María se la llame su Madre. En la bienaventurada Virgen María se encuentra todo lo que constituye a una madre, porque ella suministró la materia a la concepción de Cristo, que debía efectuarse por obra del Espíritu Santo, en tanto que no se encuentra en el Espíritu Santo todo lo que constituye a un padre, porque para ser padre es necesario que produzca por su naturaleza un hijo que tenga la misma naturaleza.

Esta es la razón por qué no puede llamarse padre a un agente cualquiera que no provenga de su substancia ni le sea semejante en naturaleza. En efecto: no decimos sino metafóricamente que el hombre es padre de las cosas que produce por medio de un arte cualquiera. El Espíritu Santo es en verdad de la misma naturaleza que Cristo respecto a la naturaleza divina, según la cual no es Padre de Cristo, sino más bien procedente de Él; pero según la naturaleza humana, no es de la misma naturaleza que Cristo, porque en Cristo hay una naturaleza diferente de la naturaleza divina, sin que sea una parte de la naturaleza divina la que se ha convertido en naturaleza humana. El Espíritu Santo, por consiguiente, no puede ser llamado Padre de Cristo hecho hombre. Además, todo lo que en el hijo hay de más principal procede del padre, y lo que es secundario de la madre. En efecto: en los demás animales el alma proviene del padre y el cuerpo de la madre; pero en el hombre, aun cuando el alma racional no proceda del padre, supuesto que es criada por Dios, es la virtud del semen paternal la que obra positivamente con respecto a la forma: es así que lo que hay más principal en Cristo es la persona del Verbo, que de ninguna manera procede del Espíritu Santo; luego el Espíritu Santo no puede ser llamado Padre de Cristo.

CCXXIV
De la santificación de María

Consta de lo dicho que la Santísima Virgen fue Madre del Hijo de Dios, por haber concebido del Espíritu Santo. Era, pues, conveniente que brillara en Ella una pureza sin par a fin de no desdecir de tan sublime Hijo. Debemos por lo tanto creer que fue inmune de todo pecado actual, no sólo grave, sino también leve, lo cual no fue propio sino de Cristo, conforme a lo que se lee en la carta de San Juan cap. I: “Si dijéramos que no tenemos pecado, nosotros mismos nos engañamos y no hay verdad en nosotros".

Pero de la bienaventurada Virgen Madre de Dios se puede entender lo que se dice en el Cantar de los Cantares IV: “Toda tú eres hermosa, amiga mía, y no hay mancha alguna en ti".

Y no solamente jamás fue empañada su pureza por el pecado actual, pero aun por especial privilegio le fue borrado el pecado original. Así debió ser, pues, fue engendrada por la unión de ambos sexos, y consiguientemente concebida con pecado original. Porque a ella sola le fue otorgado el privilegio de concebir, sin detrimento de su virginidad, al Hijo de Dios. Ahora bien, el comercio sexual, que no puede ser sin libido después del pecado de nuestro primer padre, trasmite a los hijos el pecado original. Y además, si hubiera sido concebida sin pecado original, no habría necesitado ser redimida por Cristo, y por consiguiente Cristo no sería redentor de todos los hombres, lo cual derogaría su excelsa dignidad.

Hay que sostener, pues, que fue concebida con pecado original, pero purificada de él de especial manera.

Algunos se ven libres del pecado original, después de nacidos, por medio del Bautismo.

De otros se lee que, por singular privilegio, fueron santificados antes de nacer. Así el Profeta Jeremías, I, 5: “Antes que yo te formara en el seno materno te conocí; y antes que nacieras te santifiqué". Y de S. Juan Bautista, que dijo el Ángel: “Será lleno de Espíritu Santo aún en el seno de su madre".

Y no se puede pensar le haya sido negado a la Madre de Cristo lo que fue concedido a su Precursor y al Profeta. Luego es de creer que haya sido santificada antes de su nacimiento.

Esta santificación no precedió a la infusión del alma. Pues de tal modo nunca habría estado sujeta al pecado original ni necesitado de la redención.

Por otra parte, no puede ser sujeto de pecado sino la criatura racional. Del mismo modo, la gracia santificante radica principalmente en el alma y no puede llegar al cuerpo si no es por medio del alma; de donde se sigue que después de la infusión del alma fue santificada.

Pero su santificación fue mucho más perfecta que la concedida a los otros también purificados del pecado antes de nacer. Porque a éstos les fue borrado el pecado original, pero no les fue concedida la prerrogativa de no poder pecar, cuando menos venialmente. En cambio a la Santísima Virgen le fue comunicada tanta abundancia de gracia que jamás pudo cometer ni siquiera falta leve.

Y, como el pecado venial muchas veces se comete sin plena deliberación, por causa de algún movimiento repentino de la concupiscencia, o de cualquier otro apetito, que precede a la razón, por el cual motivo se llama a estos movimientos pecado; es manifiesto que la Santísima Virgen jamás pecó venialmente porque nunca experimentó tales desordenados impulsos de la pasión.

Estos movimientos desordenados se deben a que el apetito sensitivo, sujeto de estas pasiones, no está subordinado a la razón de tal modo que nunca obre más de lo que ésta le dicta, o aun a veces contra su dictamen. Pero en la Santísima Virgen, de tal suerte estuvo el apetito sujeto a la razón, que nunca obraba contra sus normas, sino conforme a ellas. Esto no obstante, podía experimentar algunos movimientos espontáneos no imperados por la razón.

En Cristo fue mucho más perfecto este imperio de la razón; pues de tal manera estaba el apetito inferior sujeto a ella, que tan sólo ejecutaba lo que la misma le ordenaba o le permitía.

Esto parece haber sido propio de la integridad de Adán, es decir, que las fuerzas inferiores estaban totalmente sujetas a las superiores. Adán, pecando. Perdió esta subordinación, no solamente para sí, sino también para todos los que contraen el pecado original; de tal modo que, aun después de haber sido regenerados por el Bautismo, queda en ellos la rebelión e inobediencia de la concupiscencia contra la razón, lo que llamamos causa del pecado (fomes peccati), y que no existió en Cristo, según lo dicho.

En la Santísima Virgen las fuerzas inferiores no estaban sujetas a la razón de tal modo que no se diera ningún movimiento no ordenado por la misma. Pero estaban de tal modo cohibidas por la gracia que nunca obraban contra el dictamen racional. Por este motivo suele decirse que en la Santísima Virgen, después de su santificación, quedó sí la concupiscencia, pero ligada.

CCXXV
De la perpetua virginidad de la madre de Cristo

Si María fue tan fortalecida contra todo movimiento del pecado, la gracia obró en Ella con mucha más intensidad, puesto que en Ella estaba completamente destruido el fomes del pecado, cuando el Espíritu Santo vino a Ella, según la palabra del Ángel, para formar de Ella el cuerpo de Cristo. Por consiguiente, luego que fué hecha santuario del Espíritu Santo y morada del Hijo de Dios, sería un crimen creer, no sólo que hubiera en Ella movimiento alguno del pecado, sino que ni aun experimentara la delectación de la concupiscencia carnal. Es uno de los más abominables errores, el en que incurrió Elvidio, quien al mismo tiempo que confesaba que Cristo fue concebido y nació de una virgen, afirmaba, sin embargo, que la Virgen María tuvo después otros hijos en José. No pueden servir para apoyo de este error estas palabras del capítulo I de San Mateo: Y no la conoció (a María) hasta que parió a su Hijo primogénito, como si efectivamente hubiera tenido hijos después del nacimiento de Cristo, porque la palabra hasta que en este pasaje, no significa un tiempo limitado, sino indeterminado. En las Sagradas Escrituras es costumbre decir que una cosa ha sido hecha o no hecha hasta el momento en que pueda dudarse que se hace o no se hace. En efecto: en el salmo CIX se lee: Sentaos a mi derecha hasta que yo ponga a mis enemigos por escabel de tus pies, porque podía dudarse si Cristo se sentaría a la derecha del Padre, en tanto que no estuviesen sometidos a Él sus enemigos; pero luego que así se vio, ya no podía haber duda.

Podía dudarse también si antes del nacimiento del Hijo de Dios, José había tenido relaciones conyugales con María, y esta es la razón por qué el Evangelista tuvo cuidado de alejar esta duda, estableciendo como indubitable que no las tuvo, que no fue conocida después del parto. Tampoco puede aducirse como prueba del error de Elvidio que Cristo es llamado primogénito de María, porque en la Escritura se llama primogénito a aquel cuyo nacimiento no ha sido precedido de ningún otro, aun cuando no hubiera otros hijos posteriores, como se ve claramente en los primogénitos que, según la ley, eran consagrados al Señor y ofrecidos a los sacerdotes. Tampoco es favorable a este error el que en la Sagrada Escritura se llame a algunos personajes hermanos de Cristo, como si su Madre hubiera tenido otros hijos. En efecto: la Escritura acostumbra a llamar hermanos a todos los parientes, como Abraham llamó a Lot hermano suyo, aun cuando era su sobrino. En virtud de este uso, los sobrinos de María y sus demás parientes son llamados hermanos de Cristo, y lo mismo los parientes de José, que era considerado como padre de Cristo. Por esto se dice en el Símbolo que “nació de la Virgen María", y es llamada Virgen en el sentido absoluto de la palabra, porque permaneció Virgen antes del parto, en el parto y después del parto. Antes hemos demostrado suficientemente que su virginidad no sufrió menoscabo antes ni después del parto. En el acto del parto tampoco sufrió menoscabo su virginidad. En efecto: el cuerpo de Cristo que penetró en el lugar en que estaban sus discípulos sin abrir las puertas cerradas, pudo muy bien, en virtud de la misma potestad, salir del seno cerrado de su Madre. Convenía, por consiguiente, que, naciendo para restablecer en su integridad todo lo que había sido corrompido, no destruyera con su nacimiento una integridad existente.

CCCXXVI
De los defectos tomados por Cristo

Así como fue conveniente que el Hijo de Dios tomando la naturaleza humana para la salvación del género humano, mostrase en esta naturaleza el fin de la salud humana por la perfección de la gracia y la sabiduría, así también convino que en la naturaleza humana tomada por el Verbo de Dios, existiera con ciertas condiciones que fueran, conformes al modo más propio para el rescate del género humano. El modo más propio y conveniente era que el hombre que había perecido por la injusticia, fuese restaurado por la justicia. El orden de la justicia exige que el que se hizo deudor de pena por el pecado que cometió, se libertara de la pena sufriéndola. Y corno parece que nosotros hacemos o sufrimos en nosotros mismos lo que hacemos o sufrimos por nuestros amigos, en razón a que el amor es una fuerza mutua que hace en cierto modo de dos personas que se aman una sola persona, no es contrarío al orden de la justicia que un culpable sea libertado del castigo que merece, por la satisfacción de un amigo. Por el pecado del primer padre, la perdición se hizo extensiva a todo el género humano, y la expiación de un hombre cualquiera no era suficiente para libertar al género humano todo entero. En efecto: no era una satisfacción suficientemente digna y equivalente la que hubiera ofrecido un solo hombre puro para la libertad de todo el género humano. Tampoco era suficiente, en rigor de justicia, que un ángel, por amor al género humano, ofreciese satisfacción, porque un ángel no tiene una dignidad infinita para que su satisfacción pudiera ser suficiente para pecados y seres infinitos. Dios sólo tiene una dignidad infinita y podía ofrecer para el hombre una satisfacción suficiente, revistiéndose de su carne. Debió, por consiguiente, tomar la naturaleza humana con condiciones tales, que pudiera sufrir por el hombre lo que el hombre había merecido por su pecado, para que sus sufrimientos pudieran satisfacer por el hombre. Todo castigo merecido por el hombre por causa de su pecado no era idóneo para la satisfacción, porque el pecado del hombre procede de que se aleja de Dios y se dirige a las cosas pasajeras. El hombre es castigado bajo uno y otro aspecto, porque está privado de la gracia y de los demás dones, por cuyo medio se une a Dios y merece además sufrir molestias y pérdidas en aquello mismo que fue causa de su separación de Dios. Eran por consiguiente necesarias satisfacciones de tal naturaleza, que el pecador fuera atraído a Dios por las penas que sufre en los bienes perecederos.

Las penas que separan al hombre de Dios son contrarias a esta atracción. Nadie satisface a Dios porque esté privado de la gracia, o porque no conozca a Dios, o porque su alma esté desordenada: aun cuando todo esto sea pena del pecado, satisface experimentando en sí mismo algún dolor y alguna pérdida en las cosas exteriores. Cristo no ha podido tomar en sí los defectos por los que el hombre está separado de Dios, aunque sean pena del pecado, como la privación de la gracia, la ignorancia y otras cosas semejantes, porque si así hubiera sido, por lo mismo hubiera sido menos idóneo para satisfacer. Por lo mismo que era autor de la salud del género humano, era necesario que poseyese la plenitud de la gracia y de la sabiduría, como ya se ha dicho. Pero como el hombre incurrió por el pecado en la necesidad de morir y sufrir en su cuerpo y en su alma, Cristo quiso tomar estos defectos para rescatar al género humano sufriendo la muerte de los hombres. Conviene observar, sin embargo, que estos defectos son comunes en Cristo y en nosotros, aun cuando por razones diferentes se encuentren en Cristo y en nosotros, porque estos defectos son, según se dijo ya, la pena del pecado del primer hombre. Como nosotros contrajimos el pecado original por nuestro viciado origen, decimos que hemos contraído estos defectos de nuestro origen. Cristo no tiene en su origen mancha alguna de pecado, y si tomó estos defectos, los tomó por un acto de su voluntad, razón por la que no debe decirse que recibió, sino que tomó estos defectos. A la verdad se contrae aquello que necesariamente se recibe de otro: es así que Cristo ha podido tomar la naturaleza humana sin estos defectos, como los tomó, exentos de toda mancha de pecado: es así que el orden de la razón parecía exigir que el que estaba exento de falta lo estuviera también de castigo; luego es evidente que por ninguna necesidad, ya de origen viciado, ya de justicia se encuentran estos defectos en Él, y por lo mismo es necesario decir que no fueron contraídos, sino voluntariamente tomados.

Como nuestro cuerpo está sujeto a estos defectos en castigo del pecado, pues antes del pecado estábamos exentos de ellos, con razón se dice que Cristo, en cuanto que tomó estos defectos en su carne, se revistió de las apariencias del pecado, según estas palabras del Apóstol a los Romanos, VIII: “Enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado". Esta es la razón por qué la pasibilidad de Cristo, o la Pasión, es llamada pecado por el Apóstol cuando añade: “Aun del pecado condenó al pecado en la carne", y a los Romanos, cap. VI: “Porque cuanto al haber muerto por el pecado murió una vez". Aun es más admirable lo que el Apóstol dice a los Gálatas, III: “Hecho por nosotros (Jesucristo) maldición". En este sentido se dice haber tomado de nosotros la simple necesidad de la pena, para consumar la doble necesidad de la falta y del castigo. Debemos también hacer notar que los defectos penales en el cuerpo son de dos clases: unos son comunes a todos, como el hambre, la sed, la fatiga después del trabajo, el dolor, la muerte, y otros semejantes; otros no son comunes, sino propios de algunos hombres, como la ceguedad, la lepra, la fiebre, la mutilación de los miembros, y otros de este género. La diferencia de estos defectos consiste en que los defectos comunes los recibimos de otro, a saber: de nuestro primer padre, que los contrajo por su pecado; y los defectos particulares, por el contrario, proceden en cada individuo de causas particulares. Cristo por sí mismo no tenía causa alguna de defecto, ni por parte del alma, que estaba llena de gracia y de sabiduría y unida al Verbo de Dios, ni por parte del cuerpo, que estaba muy bien organizado y dispuesto por la acción de la virtud omnipotente del Espíritu Santo; pero tomó algunos defectos por un acto de su voluntad, con el fin de procurarnos nuestra salvación. Cristo debió tomar aquellos defectos que pasan de uno a todos, a saber, los defectos comunes, y no los propios o particulares que existen en los individuos por causas especiales.

Como había venido principalmente a restaurar la naturaleza humana, debió tomar los defectos que se encontraban en la naturaleza entera. Es también evidente, según el pensamiento del Damasceno, que Cristo tomó de nuestros defectos aquellos que son indetractables, esto es, en los que no puede haber detracción. Si hubiera estado falto de ciencia o de gracia; si hubiera tenido lepra o hubiera sido ciego; si hubiera tenido cualquier otro defecto, cualquiera que hubiera tenido de esta clase, habría menoscabado su dignidad, y los hombres hubieran encontrado motivos para la detracción, la cual no podía recaer en los defectos pertenecientes a toda la naturaleza.

CCXXVII
Por qué Cristo quiso morir

De lo dicho anteriormente se deduce con la mayor evidencia que Cristo tomó algunos de nuestros defectos, no por necesidad, sino por algún fin, fin que no era otro que nuestra salvación. Toda potencia y hábito o habilidad está ordenada para el acto como al fin, y por esto la pasibilidad para satisfacer o merecer no basta sin la pasión en actos. En efecto: no se llama bueno o malo a un hombre porque pueda hacer el bien o el mal, y sí porque hace lo uno y lo otro. La alabanza y el vituperio no son debidos a la potencia, sino al acto; y esta es la razón por qué Cristo, además de tomar nuestra pasibilidad para salvarnos, quiso sufrir para satisfacer por nuestros pecados. Cristo sufrió por nosotros los sufrimientos que nosotros debíamos sufrir por el pecado de nuestro primer padre, y principalmente la muerte, a la cual están ordenadas todas las demás pasiones humanas como a su fin. Por esto, dice el Apóstol a los Romanos, VI: “La muerte es el estipendio del pecado". Por consiguiente, Cristo quiso sufrir la muerte por nuestros pecados para librarnos de la muerte, tomando sobre sí, siendo inocente, la pena que nosotros merecíamos; a la manera que un culpable se libraría de la pena que debía sufrir, si otro se sometiera por él a esta pena. Cristo quiso también morir, no sólo para que su muerte fuese para nosotros un remedio satisfactorio, sino un sacramento de salud, a fin de que, a imitación de su muerte, muramos en la vida carnal, pasando a una vida espiritual, según estas palabras de la primera carta de San Pedro III: “Cristo murió una vez por nuestros pecados, el justo por los culpables, para ofrecernos a Dios mortificados en la carne y vivificados en el espíritu". Y también quiso morir para dejarnos en su muerte un ejemplo de virtud perfecta.

Con respecto a la caridad, he aquí lo que leemos en San Juan, XV: “Nadie tiene mayor caridad que aquel que da su vida por su amigo". Tanto más se manifiesta el gran amor de alguno, cuanto más dispuesto está a sufrir por un amigo: es así que el mayor de todos los males humanos es la muerte que destruye la vida humana; luego la mayor prueba de amor es que el hombre sufra la muerte por un amigo suyo. La muerte de Cristo es también un ejemplo de fortaleza que la adversidad no puede alejar de la justicia, porque es propio principalmente de la fortaleza no abandonar la virtud por temor de la muerte. En consideración a esto, dice el Apóstol, hablando de la Pasión de Cristo, en su epístola a los Hebreos II: Para destruir por su muerte al que tenía el imperio de la muerte; es a saber, al diablo; y para librar a aquellos que por el temor de la muerte estaban en servidumbre toda la vida. En efecto: aceptando la muerte por la verdad, excluyó el temor de la muerte que la mayor parte de las veces aprisiona a los hombres con el yugo del pecado. La paciencia de que nos dejó ejemplo es una virtud que no deja que el hombre se entristezca en la adversidad, sino que brilla tanto más cuanto mayor es la adversidad. Siendo la muerte él mayor de los males, es el mayor ejemplo de paciencia sufrirla sin turbación de espíritu, como lo predijo el profeta Isaías cuando, hablando de Cristo, dice LIII: “Como cordero ante el esquilador enmudeció y no abrió su boca". También nos dejó un ejemplo perfecto de obediencia, virtud tanto más loable, cuanto más difíciles son las cosas a que se obedece, y no hay en verdad cosa más difícil que la muerte; así es que para hacer el Apóstol el elogio de la obediencia de Cristo, dice a los Filipenses: “Fue obediente a su Padre hasta la muerte".

CCXXVIII
Sobre la muerte de cruz

De lo dicho parece por qué quiso sufrir muerte de cruz. Quiso sufrir esta muerte porque así convenía como remedio de satisfacción, en atención a que convenía que el hombre fuese castigado por aquellas cosas en que había pecado. En efecto: en el libro de la Sabiduría, XI se lee: Para que supiesen que por las cosas en que uno peca, por las mismas es también atormentado. El pecado del primer hombre consistió en que contra la prohibición de Dios, comió del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, y Cristo en lugar suyo quiso ser enclavado en el árbol de la cruz para pagar una deuda que no había contraído, como dice el Salmista en el cap. LVIII. La muerte de cruz era también conveniente en cuanto al Sacramento, porque Cristo quiso demostrar con su muerte que debíamos morir a la vida carnal, de tal suerte, que nuestro espíritu se elevase a las cosas del cielo, y por esto dice por San Juan, cap. XII: “Y si yo fuere alzado de la tierra, todo lo atraeré a mí mismo". La muerte de cruz era también conveniente como ejemplo de virtud perfecta. Los hombres en muchas ocasiones no rehúsan menos lo vituperable de la muerte que lo acerbo de la muerte, y por lo mismo parecía conveniente, para la mayor perfección de la virtud, no rehusar un género de muerte, aunque fuera odiosa, para el bien de la virtud. El Apóstol, para hacer el elogio de la obediencia perfecta de Cristo, después de haber dicho que fue obediente hasta la muerte, añade: “Y hasta la muerte de cruz, la cual parecía la más, vergonzosa, según estas palabras de la Sabiduría: “Condenémosle a la muerte más vergonzosa".

CCXXIX
Sobre la la oración de Cristo

Como en Cristo hay tres substancias en una sola persona, a saber: el cuerpo, el alma y la divinidad del Verbo; dos de las cuales, esto es, el alma y el cuerpo, están unidas en una misma naturaleza, en la muerte de Cristo debía romperse la unión del alma y del cuerpo. Si así no hubiera sido, el cuerpo de Cristo no hubiera muerto en realidad, porque la muerte del cuerpo no es otra cosa que la separación del alma. Sin embargo, ni el uno ni la otra se separaron del Verbo de Dios, en cuanto a la unión de persona. De la unión del alma con el cuerpo resulta la humanidad, y por esta razón el alma, separada del cuerpo de Cristo por la muerte, no pudo ser llamada hombre durante los tres días que duró esta muerte.

Hemos dicho antes que, en virtud de la unión personal de la naturaleza humana con el Verbo de Dios, todo lo que se dice de Cristo hecho hombre, puede ser convenientemente atribuido al Hijo de Dios. Por consiguiente, como la unión personal del Hijo de Dios, tanto con el alma como con el cuerpo, permaneció durante la muerte, todo lo que se dice del uno y de la otra podía también decirse del Hijo de Dios. Por esta razón, hablando en el Símbolo del Hijo de Dios, se dice que “fue sepultado", supuesto que el cuerpo que a él estaba unido yació en el sepulcro y bajó a los infiernos con el alma. Debemos observar también que el género masculino designa a la persona, y el neutro a la naturaleza, y por lo mismo decimos en la Trinidad que el Hijo es otro que el Padre, pero no otra cosa. De lo dicho se deduce que Cristo, durante los tres días de su muerte, estuvo todo en el sepulcro, todo en los infiernos, y todo en el cielo, a causa de la persona que estaba unida a la carne yacente en el sepulcro, y al alma que arrebataba sus despojos al infierno, y que subsistía en la naturaleza divina reinando en el cielo. No puede, sin embargo, decirse que estuviese todo entero en el sepulcro o en los infiernos, porque no fue la naturaleza humana toda entera, sino una parte de ella, la que estuvo en el sepulcro o en los infiernos.

CCXXX
La muerte de Cristo fue voluntaria

La muerte de Cristo fue, pues, conforme a la nuestra, en lo que pertenece a la muerte, es decir, en cuanto a la separación del alma y del cuerpo; pero fue diferente de la nuestra bajo ciertos aspectos. Nosotros morimos como sujetos a la muerte, por la necesidad, o de nuestra naturaleza, o de alguna violencia que se nos ha inferido: y Cristo, por el contrario, murió, no por necesidad, y sí por su poder y propia voluntad. Por esta razón dice de sí mismo, por San Juan X: “Poder tengo para dejar mi alma y volverla a tomar". La razón de esta diferencia consiste en que las cosas de la naturaleza no dependen de nuestra voluntad: es así que la unión del alma y del cuerpo es una cosa natural; luego no está sometida esta unión a nuestra voluntad, ni respecto a la permanencia del alma en el cuerpo, ni respecto a su separación, porque esto debe ser obra de la virtud de otro agente. En Cristo todo lo que era natural bajo el aspecto de la naturaleza humana, estaba sometido a su voluntad, a causa del poder de la divinidad que domina a toda la naturaleza. Estaba, por consiguiente, en la potestad de Cristo hacer permanentemente, cuando y como quisiera, la unión de su alma a su cuerpo, y separarla también como y cuando quisiera. El Centurión que presenció la crucifixión de Cristo comprendió este indicio del poder divino cuando al espirar oyó su clamor: grito con que manifestaba evidentemente que no moría, como los demás hombres, por defecto de la naturaleza. En efecto: los hombres no pueden espirar dando gritos, supuesto que en aquel momento supremo apenas pueden palpitando mover la lengua. Por lo mismo que Cristo clamó al espirar, manifestó en sí el poder divino, y por lo mismo exclamó el Centurión: “Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios". No ha de decirse, sin embargo, que los judíos no mataron a Cristo, o que éste se dio a sí mismo la muerte, porque se dice que aquel mata a alguno que lleva a él la causa de su muerte; la muerte no se sigue, sin embargo, sino cuando esta causa de la muerte triunfa de la naturaleza que conserva la vida; y como estaba en la potestad de Cristo hacer, o que la naturaleza cediese a la causa que la combatía, o resistirla mientras quisiera, claro es que Cristo murió por su voluntad, y que sin embargo los judíos le dieron muerte.

CCXXXI
De la pasión de Cristo con respecto al cuerpo

Cristo, además de sufrir la muerte, quiso sufrir también las demás miserias que por el pecado del primer padre pasaron a sus descendientes, a fin de que, tomando íntegramente la pena del pecado, nos librase perfectamente del pecado por medio de su satisfacción. Algunas de estas enfermedades son anteriores a la muerte, y otras son subsiguientes. Preceden a la muerte las pasiones del cuerpo, ya naturales como el hambre, la sed, la fatiga y otras semejantes, ya violentas como las heridas, la flagelación y otras; cosas todas que Cristo quiso sufrir, como provenientes del pecado, porque si el hombre no hubiera pecado, no hubiera sentido ni hambre, ni sed, ni cansancio, ni frío, ni las invasiones violentas. Cristo sufrió todas estas pasiones de distinto modo que los demás hombres. En efecto: en los demás hombres no hay nada que pueda resistir a estas pasiones; en Cristo, por el contrario, había para resistirlas, además de la virtud divina increada, la beatitud del alma, cuya fuerza es tan grande, que hace decir a San Agustín que esta beatitud a su modo redunda en el cuerpo. Esta es la razón por qué después de la resurrección, por lo mismo que el alma será glorificada por la visión de Dios, por lo mismo el cuerpo unido a esta alma gloriosa será glorioso, impasible e inmortal. Como el alma de Cristo gozaba de la visión perfecta de Dios, necesario era, por consiguiente, en virtud de esta visión que su cuerpo se hiciera impasible e inmortal por la comunicación de gracia que se efectúa del alma al cuerpo; pero sucedió por disposición divina que su cuerpo fuera susceptible de sufrir, aun cuando el alma gozara de la visión de Dios por la supresión de esta comunicación de la gloria del alma al cuerpo; porque, según hemos dicho, lo que era natural en Cristo según la naturaleza humana dependía de su voluntad. Por consiguiente, podía ,cuando quisiera impedir esta comunicación de las partes superiores a las inferiores, dejando que cada parte sufriera o hiciera lo que le era propio, sin impedimento alguno de la otra parte, lo cual no puede suceder en los demás hombres. De aquí se deduce también que Cristo sufrió en la pasión dolores extremos corporales, porque los dolores corporales en nada eran mitigados por los goces superiores de la razón, del mismo modo que el dolor del cuerpo no era obstáculo para los goces de la razón. También aparece de lo dicho que sólo Cristo fue comprehensor y viador. En efecto: gozaba de la visión divina, que es propiedad del comprenhensor, sin embargo de que su cuerpo permanecía sujeto a las pasiones, lo cual pertenece al viador. Como es propio del viador, en virtud de los bienes que hace por la caridad, merecer por sí o por los demás, de ahí procede que Cristo, aun cuando fuese comprehensor, mereció, sin embargo, para sí y para nosotros en lo que hizo y sufrió. Mereció para sí, no la gloria del alma que tenía ya desde el instante de su concepción, sino la gloria del cuerpo, a la que llegó por medio de sus sufrimientos: y en cuanto a nosotros, cada una de sus pasiones y operaciones fue provechosa para nuestra salud, ya por vía de ejemplo, ya por vía de mérito, en cuanto que pudo alcanzar para nosotros la gracia, en razón a la abundancia de caridad y de gracia que había en Él, de tal suerte, que los miembros pudieran participar de la plenitud de la cabeza. Cualquiera de sus pasiones, aun la más pequeña, era bastante para rescatar al género humano, si se considera la dignidad del paciente. En efecto: cuanto más elevada en dignidad es la persona que sufre, tanto mayor es la injuria: por ejemplo, más grave es herir a un príncipe que a un hombre del pueblo. Siendo Cristo de una dignidad infinita, cada uno de sus sufrimientos tuvo un valor infinito, bastante para borrar pecados infinitos. A pesar de todo, la redención del género humano no se consumó por ninguno de estos sufrimientos, sino por la muerte, que quiso sufrir por las razones ya expuestas, con el fin de redimir al género humano de sus pecados. En toda compra, a la verdad, se requiere, además de la cantidad del valor, la especificación del precio y su aplicación.

CCXXXII
De la pasibilidad del alma de Cristo

Siendo el alma la forma del cuerpo, consiguiente es que cuando el cuerpo sufre, el alma sufra también de cierta manera y esta es la razón por qué en el estado en que Cristo tuvo un cuerpo pasible, su alma fue también pasible. La pasión del alma es de dos modos: primero, por parte del cuerpo; segundo, por parte del objeto, lo cual puede observarse en cualquiera de las potencias. En efecto: el alma es respecto al cuerpo, como una parte del alma a una parte del cuerpo. La potencia visiva sufre por parte del objeto, como cuando la vista es afectada por algún objeto brillante; y por parte del órgano, como cuando la vista es lastimada por una lesión de la pupila. Si se considera la pasión del alma de Cristo por parte del cuerpo, el alma toda sufría, sufriendo el cuerpo. En efecto: el alma es la forma del cuerpo, según su esencia: es así que todas las potencias radican en la esencia del alma; luego sufriendo el cuerpo, sufren de cierta manera todas las potencias del alma. Si consideramos la pasión del alma por parte del objeto, no sufrirían todas las potencias del alma en cuanto que la pasión propiamente dicha implica alguna cosa dolorosa, porque por parte del objeto de una potencia cualquiera nada podía ser nocivo. Ya hemos dicho antes que el alma de Cristo gozaba de la visión perfecta de Dios, y, por consiguiente, la razón superior del alma de Cristo, entregada a la contemplación y a la meditación de las cosas eternas, no tenía nada que pudiera dar lugar a la acción en ella de alguna pasión de dolor. Las potencias sensitivas, empero, que tienen por objeto las cosas corporales, podían ser impresionadas por la pasión del cuerpo, y por esta razón Cristo experimentó un dolor sensible en su cuerpo. Como la lesión del cuerpo es sensiblemente nociva a los sentidos, como nociva es también percibida por la imaginación, resultando una tristeza interior, aun cuando el dolor no se haga sentir al cuerpo; y esta impresión de tristeza es la que decimos que sintió el alma de Cristo. No es solamente la imaginación, sino la razón inferior también, la que percibe las cosas nocivas al cuerpo, y, por consiguiente, por sólo la aprensión de la razón inferior ejercida en las cosas temporales podía tener lugar en el alma de Cristo la pasión de la tristeza, en cuanto que la razón inferior percibía la muerte y otra lesión corporal como nociva y contraria al apetito natural. Sucede por la eficacia del amor que hace en cierto modo de dos hombres un solo hombre, que pueda alguno experimentar tristeza, no sólo por las cosas que la imaginación o la razón inferior percibe como ofensivas a sí mismo, sino también por las cosas que percibe como ofensivas a las personas a quienes se ama. Por esta razón Cristo experimentó tristeza por causa del conocimiento que tenía del peligro de la culpa o de la pena que amenazaba a aquellos a quienes por caridad amaba, y, por consiguiente, no sólo sufrió por sí, sufrió también por los demás. Aun cuando el amor del prójimo pertenezca en cierto modo a la razón superior, en cuanto que el prójimo es amado por caridad en consideración a Dios, la razón superior de Cristo no pudo, sin embargo, entristecerse por los defectos del prójimo, como puede suceder entre nosotros. En efecto: gozando la razón superior de Cristo de la visión plena de Dios, percibía por lo mismo todo lo que pertenece a los defectos de los demás, según se contiene en la sabiduría divina, o según está convenientemente ordenado, y percibía también cómo se permite a uno pecar, y cómo es castigado por haber pecado. Esta es la razón por qué ni el alma de Cristo, ni santo alguno que goce de la visión de Dios, puede entristecerse por los defectos de los hombres. No sucede así en los que son viadores, los cuales no pueden conocer la razón de la sabiduría. En efecto: éstos, aun según la razón superior, se entristecen por los defectos de los demás, considerando que interesa al honor de Dios ya la exaltación de la fe que algunos se salven los cuales, sin embargo, se condenan.

De las mismas cosas de que Cristo se dolía según el sentido, la imaginación y la razón inferior, de las mismas se regocijaba según la razón superior, en cuanto que las refería a la sabiduría divina. Como referir una cosa a otra es una operación propia de la razón, se acostumbra a decir que la razón de Cristo rehusaba la muerte considerada como naturaleza, porque la muerte es naturalmente odiosa, pero que sin embargo quería sufrirla considerada como razón. Así como en Cristo se encontró tristeza, así también se encontraron en Él las demás pasiones que se derivan de la tristeza, como el temor, la cólera, etc. En efecto: el temor se produce en nosotros por la influencia de las cosas que inspiran la tristeza, considerando los males futuros; y cuando nos entristecemos porque alguno nos ofende, nos irritamos contra él. Estas pasiones estuvieron en Cristo de distinto modo que en nosotros; en nosotros previenen ordinariamente el juicio de la razón, y otras veces exceden la medida de la razón. En Cristo jamás prevenían el juicio de la razón, ni traspasaban sus límites, sino que el apetito inferior, que está sujeto a la razón, no era movido más que en la medida prescrita por la razón. Podía suceder, por consiguiente, que según la parte inferior el alma de Cristo rehusara aquello que deseaba bajo la impresión de la parte superior, sin que por esto hubiera en Él contrariedad de apetitos, ni rebelión de la carne contra el espíritu; rebelión que se verifica en nosotros porque el apetito inferior traspasa el juicio o la medida de la razón. En Cristo era la razón la que le hacía mover, dejando que cada una de las fuerzas inferiores se moviera con su propio movimiento y como más convenía. De la consideración de todo lo dicho se deduce que la razón superior de Cristo gozaba toda entera y por comparación a su objeto: porque nada podía acontecerle que fuese causa de tristeza por parte de su objeto, pero también sufría toda entera por parte del sujeto, como ya dijimos. Este goce no disminuía la pasión, ni la pasión era impedimento para el goce, puesto que no había trasmisión de una potencia a otra, sino que cada potencia quedaba con su acción propia, como también se dijo antes.

CCXXXIII
Sobre la oración de Cristo

Siendo la oración la exposición de un deseo, puede encontrarse en la diversidad de los deseos la razón de la oración que hizo Cristo inmediatamente antes de su pasión, y se lee en el cap. XVIII De San Mateo: “Padre mío, apartad de mí este cáliz, si es posible, pero que no se haga mi voluntad, sino la vuestra". Por estas palabras “apartad de mí este cáliz", designa el movimiento del apetito inferior y del deseo natural por el cual cada uno rechaza naturalmente la muerte y desea la vida. Por las palabras “pero no se haga mi voluntad, sino la vuestra", expresa el movimiento de la razón superior, que considera todas las cosas según el orden dispuesto por la sabiduría divina. En el mismo concepto dice “si esto no puede ser", manifestando que no hay nada posible más que lo que procede según el orden de la voluntad divina. Aunque el cáliz de la pasión no haya sido apartado de Él, y aun cuando no haya estado exento de beberle, no debe decirse que no fue escuchada su oración, porque, según las palabras del Apóstol a los Hebreos, XI: “Fué oído en todo lo que concernía a su dignidad". En efecto: siendo la oración una exposición de un deseo, pedimos simplemente lo que simplemente queremos. Esta es la razón por qué el deseo y la oración de los justos produce su efecto cerca de Dios, según estas palabras del salmo IX: “El Señor oyó el deseo de los pobres". Nosotros queremos simplemente lo que deseamos, según la razón superior, a la cual pertenece solamente consentir en la obra. Cristo pidió simplemente que se cumpliera la voluntad de su Padre, porque esto es lo que quiso simplemente, y no que se apartara de Él el cáliz, porque no lo deseó simplemente, sino según la razón inferior, como se dijo ya.

CCXXXIV
Sobre la sepultura de Cristo

Los demás defectos, ya de cuerpo, ya de alma, siguen al hombre después de la muerte por causa del pecado. Respecto del cuerpo, porque es restituido a la tierra, de donde fue sacado. Este defecto del cuerpo puede ser considerado en nosotros bajo dos aspectos: según la posición, y según la disolución. Según la posición, porque el cuerpo muerto es puesto y sepultado en la tierra; según la disolución, porque el cuerpo se disuelve en los elementos de que fue formado. Cristo dejando que su cuerpo fuera puesto en la tierra, quiso sufrir el primero de dichos defectos; pero no sufrió el segundo, es decir, la disolución de su cuerpo en la tierra. Así dice el salmista hablando de Él. “Vos no permitiréis que vuestro santo vea la corrupción", es decir, la putrefacción del cuerpo. La razón de esto es que el cuerpo de Cristo tomó de la naturaleza humana la materia de que estaba formado; pero su formación fue operada por la virtud del Espíritu Santo, y no por la virtud humana; por consiguiente, a causa de la substancia de la materia, quiso sufrir la humillación de ser depositado en la tierra en un lugar en que se acostumbra a depositar los cuerpos muertos, porque los cuerpos deben colocarse en un lugar conforme a la materia del elemento predominante. Sin embargo, no quiso sufrir la disolución de un cuerpo formado por el Espíritu Santo, porque en cuanto a éste se diferenciaba de los demás hombres.

CCXXXV
Sobre la bajada de Cristo a los infiernos

Es una necesidad para el alma de los hombres después del pecado descender a los infiernos, no sólo en cuanto al lugar, sino en cuanto a la pena. Como el cuerpo de Cristo estuvo bajo la tierra según el lugar, no en cuanto a la disolución común, así también el alma de Cristo bajó a los infiernos en cuanto al lugar, no para sufrir en ellos una pena, sino para libertar de la pena a los que en los infiernos estaban retenidos por causa del pecado del primer padre, pecado por el cual había dado ya plena satisfacción sufriendo la muerte. Por consiguiente, Cristo después de la muerte nada tenía ya que sufrir, y descendió a los infiernos, sin experimentar pena alguna, para mostrarse libertador de los vivos y de los muertos. Por esto se dice también que Él fué el único libre entre los muertos, porque su alma no estuvo sujeta en el infierno a pena alguna, ni su cuerpo depositado en la tumba sufrió tampoco la corrupción. Aunque Cristo con su bajada a los infiernos libró a los que en ellos estaban retenidos por el pecado del primer padre, dejó, no obstante, en aquel lugar a los que estaban castigados por sus propios pecados, y por esto se dice que enfrenó al infierno, no que lo absorbió, porque libró a una parte de sus habitantes y dejó a la otra. A estos defectos de Cristo es a los que se refiere el Símbolo, cuando dice: “Sufrió bajo Poncio Pilato, fué crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos".

CCXXXVI
Sobre la resurrección de Cristo

Habiendo el género humano sido librado por Cristo de los males emanados del pecado del primer padre, necesario fué que así como tomó nuestros males para librarnos de ellos, se viesen en Él las primicias de la reparación humana que Él obró, a fin de que de ambos modos fuera propuesto a nosotros como signo de salvación, considerando en su pasión aquello en que incurrimos por el pecado y lo que debíamos sufrir para nuestro rescate, y al mismo tiempo considerando en su exaltación lo que debíamos esperar por Él. Por consiguiente, después de haber triunfado de la muerte que provenía del pecado del primer padre, resucitó Él primero a la vida inmortal, para que así como el pecado de Adán había producido la vida mortal, así también Cristo, por su satisfacción por el pecado, fuera el primero que abriera en Él la vida inmortal. Cierto es que antes de Cristo hubo otros que fueron resucitados por Él o por los Profetas; pero resucitaron para morir de nuevo. Cristo resucitando de entre los muertos no puede ya morir, y como Él fué el primero que salvó la necesidad de morir, con razón es llamado el príncipe de los muertos, primicias de los que duermen; porque es el primero que salió del sueño de la muerte rompiendo su yugo. La resurrección de Cristo ni debió empero retardarse, ni verificarse inmediatamente después de su muerte, porque si se hubiera efectuado inmediatamente después de su muerte, no hubiera sido comprobada la realidad de su muerte; y si se hubiera retardado mucho tiempo su resurrección, ni hubiera aparecido en Él un signo de su triunfo sobre la muerte, ni se hubiera dado a los hombres la esperanza de que por Él se librarían de la muerte. Por estas razones difirió su resurrección hasta el tercer día, tiempo que parecía suficiente para comprobar la verdad de su muerte, y tiempo que no era demasiado largo para quitar la esperanza de la libertad. Si su resurrección se hubiera diferido por más tiempo, la esperanza de los fieles hubiera sufrido dudas; así es que algunos al tercer día vacilando ya en su esperanza, decían, según se lee en San Lucas, capitulo último: “Esperábamos que Él redimiría a Israel". Cristo no estuvo muerto tres días enteros, y si se dice que estuvo en el seno de la tierra tres días y tres noches, es según aquel modo de hablar, que consiste en tomar el todo por la parte. En efecto: comprendiendo el día natural al día y a la noche, sea cual fuere la parte del día o de la noche que Cristo pasó en la muerte, se dice que ha estado muerto ese día todo entero. Según el uso de las Escrituras, la noche se computa con el día que la sigue, porque los hebreos arreglan el tiempo según el curso de la luna, que empieza a aparecer por la tarde. Cristo estaba en el sepulcro desde la última parte de la feria sexta, que si se la completa con la noche precedente, equivaldría a un día natural. Estuvo en el sepulcro la noche siguiente con todo el día del sábado, y por consiguiente son dos días; permaneció muerto la noche siguiente que precedió al domingo, en que resucitó, o hacía media noche, según San Gregorio, o al amanecer, según otros; computando, o la noche entera, o una parte, con el día siguiente, que era el domingo, resultará el tercer día natural, No sin una razón misteriosa quiso resucitar al tercer día, porque se propuso manifestar que su resurrección se operaba por el poder de toda la Trinidad, y por esto se dice algunas veces que el Padre fué el que le resucitó: otras que resucitó Él mismo por su virtud propia, lo cual no implica contradicción, supuesto que la virtud divina del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo es la misma. También se propuso demostrar que la reparación de la vida no se verificó ni en la primera época de los tiempos, bajo la ley natural, ni en la segunda, bajo la ley de Moisés, sino en la tercera, bajo la ley de la gracia. Hay aún otra razón por la que Cristo quiso estar en el sepulcro un día entero y dos noches enteras; y es que Cristo, por la deuda del hombre viejo que tomó sobre sí, a saber, la pena, destruyó en nosotros dos deudas antiguas, a saber, la de la culpa, y la de la pena significada por las dos noches.

CCXXXVII
Sobre las cualidades de Cristo resucitado

Cristo recuperó para el género humano, además de lo que Adán perdió por su pecado, lo que hubiera podido obtener por sus merecimientos, porque el poder de Cristo fué mayor para el mérito que el del hombre antes del pecado. Adán por su pecado incurrió en la necesidad de morir, perdiendo la facultad que tenía de no morir si no hubiera pecado; pero Cristo, no sólo destruyó la necesidad de morir, sino que conquistó la de no morir. Esta es la razón por qué el cuerpo de Cristo, después de la resurrección, se hizo impasible o inmortal, no en verdad como el primer hombre con la potencia de no morir, sino con la impotencia absoluta de morir, estado que es el objeto de nuestras esperanzas en lo futuro. Como el alma de Cristo era pasible antes de la muerte por causa de la pasión del cuerpo, se sigue que, habiéndose hecho impasible el cuerpo, también se hizo impasible el alma. Como ya estaba consumado el misterio de la redención humana por cuya virtud la gloria del goce estaba contenida en la parte superior del alma, para que no se difundiese a las partes inferiores y hasta al cuerpo y dejase a cada uno hacer o sufrir lo que le era propio, resultó de ahí que todo el cuerpo y las fuerzas inferiores debieron ser totalmente glorificados por la derivación de la gracia de la parte superior del alma; he ahí por qué Cristo, que antes de su pasión era comprehensor en cuanto al goce de su alma, y viador por causa de la pasibilidad de su cuerpo, no fué ya viador después de su resurrección, y sí sólo comprehensor.

CCXXXVIII
De qué modo se demuestra la resurrección de Cristo, con pruebas convenientes

Habiendo Cristo anticipado su resurrección para que fuese en nosotros una razón experimental que nos hiciera esperar nuestra resurrección, necesario fué, para inspirarnos esta esperanza, que su resurrección y todas las cualidades que son consecuencias suyas, se demostrasen con pruebas convenientes. Cristo no manifestó su resurrección indiferentemente a todos, como manifestó su humanidad y su pasión, sino solamente a testigos escogidos por Dios, es decir, a sus discípulos, elegidos por Él para obrar la salvación del género humano, porque el estado de la resurrección, como ya se dijo, pertenece a la gloria del comprehensor, cuyo conocimiento no es debido a todos, sino a los que se hacen dignos de Él. Cristo les manifestó la verdad de la resurrección, y la gloria que es consecuencia suya; la verdad de la resurrección, manifestando que Él mismo era el que había muerto, y que realmente había resucitado en cuanto a la naturaleza y en cuanto al supuesto. En cuanto a la naturaleza, porque demostró que era verdaderamente un cuerpo humano, dejándose ver y tocar por sus discípulos, a quienes dijo por San Lucas, XXIV: “Tocadme y vedme; un espíritu no tiene carne y huesos como Veis que yo los tengo". Lo manifestó también ejerciendo actos propios de la naturaleza humana, comiendo y bebiendo con sus discípulos; comiendo muchas veces y andando con ellos, cosas todas que son actos de un hombre vivo, aun cuando la acción de comer no fuera una necesidad. En efecto: los cuerpos, incorruptibles después de la resurrección, no tendrán necesidad de alimento, porque en ellos no habrá pérdidas que sea necesario reparar. Esta es la razón por qué los alimentos que Cristo tomó no se trasformaron en su cuerpo para nutrirle, sino que se resolvieron en la materia preyacente. Sin embargo, por lo mismo que comió y bebió, demostró que era verdadero hombre.

En cuanto al supuesto, probó también que Él era. el mismo que había muerto, haciéndoles ver en su cuerpo los indicios de su muerte, es decir, las cicatrices de sus heridas, y por esto dijo a Santo Tomás (San Juan, cap. XX) : “Mete tu dedo aquí, mira mis manos, dame la tuya, y métela en mi costado". En, el último capítulo de San Lucas dice: “Mirad mis manos y mis pies, porque soy el mismo". En virtud de una disposición particular, conservó en su cuerpo las cicatrices de sus heridas, para que fueran prueba de la verdad de la resurrección; porque los cuerpos incorruptibles deben tener después de la resurrección una integridad completa, aun cuando pueda decirse que ciertos indicios de las heridas que se infirieron antes a los mártires aparecerán en sus cuerpos con cierta gloria en testimonio de su valor. Cristo demostró también que era el mismo supuesto, ya por el modo de hablar, ya por otras acciones que dan a conocer al hombre; y en virtud de esto sus discípulos le reconocieron en la fracción del pan. Luc. XXIV. También se les apareció en Galilea, donde solía hablar con ellos. Además demostró la gloria de su resurrección entrando en el lugar en que estaban con las puertas cerradas, y desapareciendo a su vista, San Juan, XX, y San Lucas, cap. último. En efecto: pertenece a la gloria de un ser resucitado la facultad de aparecer o desaparecer, cuando quiera, en visión gloriosa. Sin embargo, como el fin de la resurrección ofrecía dificultad, demostró con muchos indicios, ya la verdad de la resurrección, ya la gloria de un cuerpo resucitado, porque si hubiera demostrado totalmente la condición inusitada de un cuerpo glorificado, hubiera perjudicado a la fe de la resurrección, en atención a que la inmensidad de esta gloria hubiera podido excluir la opinión de la misma naturaleza; así lo manifestó, no sólo con signos visibles, sino también con pruebas inteligibles, iluminando la inteligencia de aquellos para hacerles comprender las Escrituras, y demostrando que debía resucitar, según los Profetas.

CCXXXIX
Sobre la doble vida reparada en el hombre, por Cristo

Así como Cristo con su muerte destruyó nuestra muerte, así también con su resurrección reparó nuestra vida. La muerte y la vida son de dos clases en el hombre. La muerte del cuerpo, que consiste en su separación del alma, y otra que consiste en su separación de Dios. Cristo, en quien no tuvo lugar la segunda muerte por medio de la primera muerte que sufrió, esto es, la corporal, destruye en nosotros una y otra muerte. Del mismo modo, y en sentido inverso, hay dos vidas, una del cuerpo, que procede del alma, y es llamada vida de la naturaleza; otra, que procede de Dios, y es llamada vida de la justicia o vida de la gracia. Esta última vida se opera por la fe, mediante la cual Dios habita en nosotros, según estas palabras de Habacúc, II: “Mi justo vive en su fe". Por esta razón hay dos clases de resurrección: una corporal, por la cual el alma se reúne nuevamente al cuerpo, y otra espiritual, por la cual se une nuevamente con Dios. Esta segunda resurrección no tuvo lugar en Cristo, porque su alma jamás estuvo separada de Dios por el pecado. Por consiguiente, en virtud de su resurrección corporal es causa de nuestra doble resurrección, la corporal y la espiritual. Sin embargo, debemos observar que, como dice San Agustín super Joan.: “El Verbo de Dios resucita a las almas; pero el Verbo hecho carne resucita los cuerpos", porque sólo pertenece a Dios vivificar el alma. Pero como la carne es el instrumento de su divinidad, y como el instrumento obra por la virtud de la causa principal, nuestra doble resurrección corporal y espiritual se refiere a la resurrección corporal de Cristo como a su causa. En efecto: todo lo que operó en la carne de Cristo fué saludable para nosotros, por la virtud de la divinidad unida a Él, y esta es la razón por qué demostrando el Apóstol que la resurrección de Cristo es la causa de nuestra resurrección espiritual, dice en la epístola a los Romanos “que fué entregado por nuestros pecados, y que resucitó para nuestra justificación". Que la resurrección de Cristo es causa de nuestra resurrección corporal, se demuestra también por estas palabras de la epístola a los Corintios, XV: “Si decís que Cristo ha resucitado, ¿cómo es que algunos de entre vosotros dicen que no hay resurrección de los muertos?" Con razón admirable atribuye el Apóstol la remisión de los pecados a la muerte de Cristo, y nuestra justificación a su resurrección, para designar la conformidad y semejanza del efecto con la causa, porque así como se quita el pecado cuando es remitido, así también Cristo al morir dejó la vida pasible en que se encontraba la semejanza del pecado. Cuando uno es justificado adquiero una nueva vida, y por lo mismo, resucitando Cristo adquirió una nueva gloria. Así, pues, la muerte de Cristo es la causa de la remisión de nuestros pecados, efectiva como instrumento y ejemplar sacramentalmente y meritoria. La resurrección de Cristo fué causa de nuestra resurrección, causa efectiva, a la verdad, como instrumento, y ejemplar sacramentalmente; pero no meritoria, ya porque entonces Cristo no era viador para que pudiera merecer, ya porque la gloria de la resurrección fué el premio de la pasión, según se ve en la epístola de San Pablo a los Filipenses, II. Es evidente, pues, que Cristo pudo ser llamado primogénito de los que resucitaban de entre los muertos, no sólo en el orden del tiempo, porque fué el primero que resucitó, según las profecías, sino también en el orden de la causa, porque su resurrección es la causa de la resurrección de los demás: y además, en el orden de la dignidad, porque resucitó mucho más glorioso que los demás. Este es el dogma de la resurrección de Cristo que el Símbolo de la fe formula en estos términos: “Al tercer día resucitó de entre los muertos".

CCXL
Del doble premio de la humillación de Cristo: la resurrección y la ascensión

Siendo la elevación de Cristo, según el Apóstol, el precio de su humillación, a la doble humillación de Cristo debió corresponder una doble exaltación. En efecto: se humilló, primero, sufriendo la muerte en la carne pasible que había tomado, y, segundo, se humilló en cuanto al lugar, bajando su cuerpo al sepulcro y su alma a los infiernos. A la primera humillación correspondió la gloria de la resurrección, mediante la cual fué restituido de la muerte a una vida inmortal. A la segunda correspondió la gloria de la ascensión, y por esto dice el Apóstol a los de Efeso, IV: “El que descendió es el mismo que ascendió a los cielos". Del mismo modo que se dice del Hijo de Dios que nació, sufrió, fué sepultado y resucitó, no según la naturaleza divina, sino según la naturaleza humana, así también se dice que el Hijo de Dios subió a los cielos, no según la naturaleza divina, sino según la naturaleza humana. En efecto: según la naturaleza divina, nunca hubiera descendido del cielo, estando siempre en todo lugar; y por esto dice de sí mismo por San Juan, III: “Nadie ascendió al cielo, sino el que descendió del cielo, el Hijo de Dios que está en el cielo". Debe entenderse que se dice que bajó del cielo tomando la naturaleza humana, de tal suerte, que se entienda al mismo tiempo que siempre permaneció en el cielo, y por esto debemos considerar que Cristo sólo subió al cielo por su propia virtud. Este era el lugar que correspondía a Aquel que bajó del cielo por razón de su origen. Los demás no pueden subir al cielo por sí mismos, sino por la virtud de Cristo, de que son miembros. Como convenía al Hijo de Dios, según su naturaleza, subir al cielo, se añade otra cosa que le conviene según la naturaleza divina, a saber, que está sentado a la derecha del Padre. No debe entenderse esto como si allí hubiera una derecha o un lugar corporal, sino que como la derecha es la parte más noble del animal, debe entenderse en aquel modo de hablar, que el Hijo se sienta con el Padre en toda la plenitud de la igualdad, y sin que exista inferioridad alguna respecto de la naturaleza divina. Puede atribuirse también este lugar al Hijo de Dios, según la naturaleza humana, para que comprendamos, según la naturaleza divina, que el Hijo está en el Padre según la unidad de esencia, y que tiene con Él un mismo trono, es decir, un mismo poder. Pero como los reyes suelen sentar cerca de sí a alguno a quien comunican una parte del poder real, y es considerado como más honrado en el reino aquel a quien el rey hace sentar a su derecha, justamente, y aun según la naturaleza humana, se dice que el Hijo de Dios está sentado a la derecha del Padre, como elevado en el reino celestial sobre toda criatura. En uno y otro caso, estar sentado a la derecha es una prerrogativa de Cristo, y por esto dice el Apóstol a los Hebreos, I: “¿Cuál es aquel de los ángeles a quien alguna vez haya dicho siéntate a mi derecha?". Confesamos esta ascensión de Cristo, diciendo en el Símbolo: “Subió a los cielos, y está sentado a la derecha de Dios Padre".

CCXLI
Cristo juzgará al mundo según la naturaleza humana

De lo dicho antes se colige claramente que mediante la pasión de Cristo, su muerte y gloria de su resurrección y ascensión, hemos sido libertados del pecado y de la muerte, y hemos adquirido la justicia y la gloria de la inmortalidad; la primera en efecto, la segunda en esperanza. Todo lo que hemos expuesto, a saber, la pasión, la muerte, la resurrección y la ascensión, se han realizado en Cristo completamente, según la naturaleza humana; y por consiguiente, es necesario decir que, con respecto a aquellas cosas que Cristo sufrió o hizo en la naturaleza humana librándonos de los males, tanto espirituales como corporales, nos ha dirigido a los bienes espirituales eternos. Cuando se adquieren bienes por medio de alguno, es consiguiente que haga a estos dispensadores de aquellos: es así que la dispensación de bienes entre muchos exige juicio, para que cada uno reciba según lo que merece; luego era conveniente que Cristo fuera establecido por Dios juez sobre los hombres a quienes salvó, según la misma naturaleza humana, en la cual consumó los misterios de la humana salvación. Por esto dice San Juan, V: “Le dió poder para juzgarlos", a saber: “el Padre, al Hijo", porque “es el Hijo del hombre" aun cuando haya para esto otra razón. En efecto: es conveniente que los que han de ser juzgados vean a su juez: es así que es una recompensa decretada por el juicio ver en su naturaleza a Dios en quien reside la autoridad de juez; luego necesario fué que Dios fuese visto en su cualidad de juez, no en su naturaleza propia, sino en la naturaleza que tomó por los hombres que han de ser juzgados, ya sean buenos, ya malos; porque si los malos veían a Dios en la naturaleza de la divinidad, alcanzarían por lo mismo una recompensa de que no se habían hecho dignos. Esto es también una recompensa de gloria correspondiente a la humillación de Cristo, que quiso humillarse hasta sufrir un juicio injusto ante un juez humano; razón por la que, para expresar esta humillación, confesarnos en el Símbolo y de un modo especial: “Que sufrió bajo Poncio Pilato". Debido era también a Cristo, como premio de exaltación, ser establecido por Dios, según la naturaleza humana, juez de todos los hombres, muertos y vivos, y así se ve por estas palabras de Job: “Tu causa fué juzgada como la de un impío; tú recibirás la justicia que mereces". Como el poder judicial pertenece a la exaltación de Cristo, del mismo modo que la gloria de la resurrección, Cristo aparecerá en su judicatura, no con la humildad que pertenecía al mérito, sino con la forma gloriosa conveniente a la remuneración. Por esto se lee en el Evangelio: “Que verán al Hijo del Hombre venir en nubes, con gran poder y majestad". La vista de su brillante gloria será un motivo de alegría para los elegidos suyos que le amaron, y a quienes fué hecha esta promesa, Isaías, XXXIII: “Verán al Rey en su esplendor". Respecto de los impíos, será para ellos un motivo de confusión y de duelo, porque la gloria y el poder del juez inundan de tristeza y de temor a los que temen ser condenados. Por esto se dice en Isaías, XXVI: Vean y sean confundidos los que envidian a tu pueblo, y fuego devore a tus enemigos; y aun cuando aparezca en una forma gloriosa, sin embargo, se reconocerán en Él las huellas de su pasión, no defectuosas, sino esplendentes y llenas de gloria, para que al verlas se colmen de alegría los elegidos, que reconocerán deber su libertad a la pasión de Cristo, y se llenen de tristeza los pecadores que hayan despreciado tan inmenso beneficio. Por esto se dice en el cap. I del Apocalipsis: Y le verá todo ojo, y los que le traspasaron, y se herirán los pechos al verde todos los linajes de la tierra.

CCXLII
El que conoce la hora del juicio dio a su Hijo todo poder judicial

Como el Padre dió al Hijo todo poder judicial, según se lee en San Juan, V: “Y como actualmente la vida humana está gobernada por el justo juicio de Dios porque Él es el que juzga a toda la tierra" según dijo a Abraham, Génesis, XVIII, no puede dudarse que este juicio que se ejerce sobre los hombres en este mundo pertenezca al poder judicial de Cristo, y así es que en el salmo CIX se le aplican estas palabras que le dirige su Padre: Siéntate a mi derecha, hasta que yo ponga a tus enemigos por escabel de tus pies.

En efecto: Cristo está sentado a la derecha de Dios, según la naturaleza humana, en cuanto que recibe de Él la potestad judicial, la cual ejerce también ahora antes de su manifestación sensible, por lo mismo que sus enemigos están humillados a sus pies. Por esta razón, después de su resurrección gloriosa dijo de sí mismo en el capítulo último de San Mateo: “Todo poder me ha sido dado en el cielo y en la tierra". Hay además otro juicio de Dios, mediante el cual en el momento de la muerte se da a cada uno con respecto al alma aquello que haya merecido, porque los justos después de su muerte permanecen en Cristo, como desea San Pablo; al pasó de los pecadores son sepultados en el infierno. En efecto: no ha de creerse que esta separación se verifica sin juicio de Dios, o que este juicio no pertenece al poder judicial de Cristo, diciendo, como Él mismo dice a sus discípulos, San Juan, XIV: Y si me fuere, y os aparejare lugar, vendré otra vez y os tomaré a mí mismo, para que en donde yo estoy estéis también vosotros.

Ser arrebatado no es otra cosa que morir para que podamos estar con Cristo, porque, como se dice en la segunda carta a los Corintios, V: “Mientras vivimos en nuestro cuerpo mortal, estamos alejados del Señor". Como la retribución del hombre consiste en los bienes del alma, y también en los del cuerpo, que debe ser nuevamente revestido por el alma en la resurrección; y como toda retribución requiere un juicio, necesario es que haya otro juicio, en cuya virtud los hombres sean remunerados según sus obras, tanto en el alma como en el cuerpo. Este juicio es también debido a Cristo, para que del mismo modo que murió por nosotros, y resucitó en la gloria, y subió a los cielos, así también haga por su propia virtud que resuciten nuestros humildes cuerpos, trasformándolos en el modelo de su cuerpo glorioso, para trasportarlos al cielo, en que nos precedió por su Ascensión, poniéndonos de manifiesto el camino, según predijo Micheas. La resurrección de todos los hombres se verificará al fin de los siglos, según dijimos ya. Este juicio será el juicio universal y final; y para celebrarle, se cree que Cristo vendrá por segunda vez con todo el esplendor de su gloria. Como en el salmo XXXV se lee: “Los juicios de Dios son un abismo sin fondo", y en la epístola a los Romanos, XI: “¡Cuán incomprensibles son sus juicios!" Hay en cada uno de dichos juicios algo de profundo y de incomprensible para la inteligencia humana. En efecto: en el primer juicio de Dios que rige la vida presente, el tiempo del juicio es claramente conocido por los hombres; pero no conocen la razón de las retribuciones, principalmente porque sucede las más veces en este mundo que los buenos sufren males, y los malos abundan en prosperidad. En los otros juicios de Dios será evidente la razón de la retribución, pero no el tiempo, porque el hombre desconoce el momento de su muerte, según estas palabras del Eclesiastés, IX: “El hombre ignora su fin, y nadie puede saber el fin de este, siglo". A la verdad, nosotros no conocemos las cosas futuras, sino aquellas cuyas causas comprendemos: es así que la causa del fin del mundo es la voluntad de Dios desconocida para nosotros; luego ninguna criatura puede conocer el fin del mundo sino sólo Dios, según estas palabras de San Mateo, XXIV: “Nadie conoce este día, ni esta hora, ni aun los ángeles del cielo, sino sólo el Padre". Pero como en San Marcos se lee: “Ni el Hijo", ha dado esto ocasión para que algunos incurran en el error de creer que el Hijo es inferior al Padre, en atención a que el Hijo ignora lo que el Padre conoce. Puede evitarse este error diciendo que el Hijo ignora esto bajo el aspecto de la naturaleza humana de que se revistió, pero no bajo el aspecto de la naturaleza divina, en la cual una sola es la sabiduría con el Padre, y, para hablar con más propiedad, es la sabiduría misma concebida en el seno del Padre. Parecería poco conveniente que el Hijo, según su naturaleza de adopción, ignorase el juicio de Dios, supuesto que su alma, como lo atestigua el Evangelista, está llena de la gracia y de la verdad de Dios, según se dijo antes. No parece tampoco razonable que Cristo, habiendo recibido el poder de juzgar, porque es hijo del hombre, ignorase, según la naturaleza humana, el tiempo de su justicia. En efecto: su Padre no le hubiera dado todo poder judicial si le hubiera quitado la facultad judicial de determinar el tiempo de su venida. Por consiguiente, según el modo de hablar de la Escritura, debe entenderse este pasaje en el sentido de que se dice que Dios sabe alguna cosa cuando manifiesta el conocimiento de esta cosa. Así vemos que dijo a Abraham, Génesis, XXII: “Ahora conocí que temes al Señor", no porque entonces empezara a conocerlo, conociendo como lo conoce todo desde toda eternidad, sino porque demostró su afección por este hecho. En este sentido es, pues, en el que se dice que el Hijo ignora el día del juicio, porque no dió conocimiento de él a sus discípulos, respondiéndoles en los Hechos de los Apóstoles: No toca a vosotros saber los tiempos o los momentos que puso el Padre en su propio poder. El Padre no lo ignora de este modo, porque al menos, en virtud de la generación eterna, dió a su Hijo conocimiento de ello. Hay algunos que dan una explicación más lacónica, diciendo que debe entenderse este pasaje del Hijo adoptivo. La razón que Dios tuvo para querer que permaneciera oculto el tiempo del juicio futuro, fué que los hombres velaran con atención para que no se encontraran desprevenidos al tiempo del juicio. Esta es también la razón que tuvo para querer que todos ignoraran el tiempo de la muerte, porque cada uno aparecerá en el juicio tal y como salió de este mundo por la muerte. Por esta razón dice el Señor, San Mateo, XXIV: “Vigilad, porque no sabéis la hora en que vendrá vuestro Señor".

CCXLIII
Sobre si serán o no juzgados todos los hombres

De lo dicho se deduce claramente que Cristo posee la potestad judicial sobre los vivos y sobre los muertos, porque ejerce la judicatura sobre los que viven en este mundo, y sobre los que en esta vida pasaron a la otra por la muerte. En el juicio final juzgará a un mismo tiempo a los vivos y a los muertos, ya se entienda por vivos a los justos que viven con la vida de la gracia, y por muertos a los pecadores que han perdido esta vida; ya se entienda por vivos a los que vivan al advenimiento de nuestro Señor Jesucristo, y por muertos a los que hubieren fallecido antes de este advenimiento. No debemos entender, sin embargo, que habrá algunos que serán juzgados vivos, porque no hayan sufrido la muerte corporal, como han creído algunos, porque el Apóstol dice claramente en la primera epístola a los Corintios XV: “Todos resucitaremos"; y según otra lección: “Todos dormiremos, es decir, moriremos"; o como se lee en algunos, libros: “No todos dormiremos", como dice San Jerónimo en la epístola a Minerio, sobre la resurrección de la carne; lo cual no es en verdad contrario a lo antes dicho, porque el Apóstol había expresado antes lo siguiente: “Del mismo modo que todos los hombres mueren en Adán, así también todos serán vivificados por Cristo"; y, por consiguiente, estas palabras “no todos dormiremos", no pueden aplicarse a la muerte del cuerpo que se trasmitió a todos los hijos por el pecado del primer padre, como se dice en la epístola a los Romanos. Este pasaje debe entenderse del sueño del pecado, de que se habla en la epístola a los de Efeso, V: “Levantaos los que dormís; salid de entre los muertos, y Cristo os iluminará". Los que estén vivos a la venida del Señor se distinguirán de los que han muerto antes, no porque no morirán, sino porque morirán en el rapto que los llevará a los aires delante de Cristo, resucitando inmediatamente, como dice San Agustín. Debemos considerar que para un juicio se necesitan tres cosas: primera, la presencia de alguna persona ante el juez; segunda, la discusión de sus méritos; tercera, el fallo o la sentencia. En cuanto a la primera, todos los hombres buenos y malos, desde el primero hasta el último, estarán sometidos al juicio de Cristo, porque, como se dice en la segunda epístola a los Corintios, V: “Todos debemos comparecer ante el tribunal de Cristo", en cuya generalidad no están excluidos los párvulos que mueren con bautismo o sin él, como dice la glosa en el mismo lugar. En cuanto a la discusión de los méritos, no serán juzgados todos, ya sean buenos o malos. En efecto: la discusión sólo es necesaria cuando el bien está confundido con el mal; pero no cuando el bien no tiene mezcla de mal, o el mal existe sin mezcla de bien. Entre los buenos habrá algunos que han despreciado completamente los bienes de este mundo, para no ocuparse más que de Dios y de las cosas de Dios. Por consiguiente, como el pecado se comete por el menosprecio que se hace del bien inmutable para adherirse a bienes pasajeros, parece que no hay en ellos mezcla de bien y mal, no porque vivan sin pecado, porque de ellos dice San Juan, en su primera carta: “Si decimos que no tenemos pecado, a nosotros mismos nos seducimos", sino porque los pecados leves que hay en ellos son en cierto modo consumidos por el ardor de la caridad y están como aniquilados. Esta es la razón por qué no serán juzgados por la discusión de sus méritos. Aquellos que en esta vida atendieron a las cosas de la tierra usando de ellas, no contra la voluntad de Dios, sino adhiriéndose a ellas más de lo conveniente, ofrecen una mezcla del mal con el bien, de la fe y de la caridad, en una cantidad notable, sin que sea fácil distinguir qué es lo que en ellos prevalece, y por lo mismo serán juzgados con la discusión de los méritos. En cuanto a los malos, debemos hacer notar que la fe es el principio generador de la unión con Dios, según estas palabras de la epístola a los Hebreos, XI: “El que quiere aproximarse a Dios, debe creer". El que no tiene fe, no presenta bien alguno cuya mezcla con los males pueda hacer dudosa su condenación, y por esta razón será condenado sin discusión de méritos. El que tiene fe sin caridad ni buenas obras, tiene alguna cosa que sirve para unirle con Dios, y respecto de éste es necesaria la discusión de méritos, para que aparezca con evidencia si prevalece el bien o el mal. Este culpable será condenado con la discusión de méritos, a la manera que un Rey de la tierra condena a un ciudadano presente con audiencia, y a un enemigo sin audiencia de ninguna clase. En cuanto al pronunciamiento de la sentencia, todos serán juzgados, porque en virtud de esta sentencia alcanzaremos gloria o castigo. Por esto se dice en la segunda carta a los Corintios, V: Para que cada uno reciba según lo que ha hecho, o bueno o malo, estando en el propio cuerpo.

CCXLIV
El examen en el juicio no será motivado por la ignorancia

No debe imaginarse nadie que la discusión del juicio sea necesaria para la instrucción del juez, como se verifica en los juicios humanos, porque “todas las cosas están manifiestas a sus ojos", según se dice en la epístola a los Hebreos, IV, sino que es necesaria esta discusión, para que cada uno conozca de qué pena o de qué gloria es cada uno digno, y se regocijen los buenos con la justicia que Dios ejerce con todos, y se irriten los malos contra sí mismos. Tampoco ha de creerse que esta discusión de los méritos se hará en todos los detalles, y como de palabra, porque sería necesario un tiempo infinito para exponer los pensamientos, las palabras y las buenas o malas acciones de cada uno. En esto, se engañó Lactancio, cuando supuso que el día del juicio duraría mil años, aunque este tiempo no sería aun suficiente para celebrar el juicio de cada uno de una manera completa, porque para cada uno se necesitarían muchos días. Sucederá, pues, en virtud del poder divino, que cada uno conocerá instantáneamente el bien o mal que haya hecho, y por el que merece castigo o recompensa, conocimiento que no será particular para las obras de cada uno, sino que será extensivo a todos los demás. Cuando el excedente de los bienes sea tal, que parezca que los males no son de importancia, o que no debe haber debate entre los bienes o los males, en este caso el castigo o la recompensa son decretados sin discusión. En este juicio, aun cuando. todos comparezcan ante Cristo, los buenos se distinguirán de los malos, no sólo en cuanto al mérito, sino en cuanto al lugar separado que habrán de ocupar. Los malos que por su amor a las cosas de la tierra se separaron de Cristo, quedarán sobre la tierra; y, por el contrario, los buenos que se adhirieron a Cristo, serán arrebatados en los aires, yendo delante de Él para que se conformen a Cristo, no sólo por la participación en el esplendor de su gloria de que gozarán, sino también porque serán admitidos en el mismo lugar que Cristo, según estas palabras de San Mateo, XXIV: Donde quiera que estuviere el cuerpo, allí se juntarán también las águilas. En la palabra águilas están designados los Santos. En lugar de cuerpo se lee en el Hebreo Joathan, que, según San Jerónimo, significa cadáver, para recordar la pasión de Cristo, por medio de la cual mereció la potestad judicial, y mediante la cual también los hombres que se asocian a esta pasión son admitidos a participar de su gloria, según estas palabras del Apóstol en su segunda carta a Timoteo, “Sufriendo con Él, con Él nos reuniremos". Esta es la razón por qué se cree que Cristo, para celebrar el juicio, bajará a los lugares en que sufrió su pasión, según estas palabras de Joel, III: “Yo congregaré todas las naciones; yo las conduciré al valle de Josafat, y yo discutiré sus obras allí", en el lugar situado en el monte de las Olivas, de donde Cristo subió a los cielos. Esta es también la razón por qué cuando el Señor venga a juzgar al mundo, el estandarte de la Cruz y los demás vestigios de su pasión aparecerán con Él, según estas palabras de San Mateo, XXIV: “Y entonces aparecerá en el cielo el estandarte del Hijo del hombre", para que viendo los impíos Aquel a quien crucificaron, se inunden de pesares y dolor, regocijándose con la gloria del Redentor los que se aprovecharon de la redención. Así como se dice que Cristo está sentado a la derecha de Dios según la naturaleza humana, como elevado al lugar más sublime cerca del Padre, así también se dice que los justos, en el día del juicio, se sentarán a la derecha, Ocupando cerca de Él el lugar más honroso.

CCXLV
Los santos estarán asociados a la celebración del juicio

Cristo no será el único juez en el día del juicio; habrá además otros, de los cuales, unos lo serán por comparación, como los buenos con respecto a aquellos que sean menos buenos, y los malos con respecto a aquellos que sean peores, según estas palabras de San Mateo, XII: “Los habitantes de Nínive se levantarán en el día del juicio con esta generación, y la condenarán". Otros juzgarán aprobando la sentencia, siendo todos los justos jueces de esta manera, según estas palabras del libro de la Sabiduría, III: “Los Santos juzgarán a las naciones". Algunos juzgarán por cierta delegación del poder judicial de Cristo, según estas palabras del salmo CXLIX: “En las manos tienen espadas de dos filos". Nuestro Señor prometió este poder judicial a los Apóstoles, cuando dice por San Mateo, XIX: “En verdad os digo, que vosotros que me habéis seguido en la regeneración, cuando se sentará el Hijo del hombre en el trono de su majestad, os sentaréis también vosotros sobre doce sillas para juzgar a las doce tribus de Israel". No ha de creerse que sólo los judíos que pertenecieron a las doce tribus de Israel serán juzgados por los Apóstoles, pues por las doce tribus de Israel debe entenderse todos los fieles que heredaron la fe de los Patriarcas. Los infieles no serán juzgados, porque lo fueron ya. Los doce Apóstoles que lo eran entonces, no juzgarán con Cristo, porque no juzgará Judas; y Pablo, que trabajó más que los demás, no estará privado de la potestad judicial, diciendo como dice: “¿Ignoráis que juzgaremos a los ángeles?" Esta dignidad pertenece propiamente a los que todo lo abandonaron por seguir a Jesucristo; y así fué prometido a San Pedro, que lo pedía, diciendo: “Todo lo hemos abandonado por seguirte, ¿qué recompensa nos darás?" Job dice también respecto de esto, XXXVI: “Dió la judicatura a los pobres", y lo dice con razón. En efecto: la discusión, como ya se dijo, recaerá sobre los actos de los hombres que hayan usado bien o mal de las cosas de este mundo: es así que para la rectitud del juicio es necesario que la mente del juez esté desembarazada de aquellas cosas que son objeto del juicio; luego por lo mismo que la mente es totalmente extraña a las cosas terrestres, hay mérito para la dignidad judicial. La predicación de los preceptos divinos es también meritoria de esta prerrogativa, y por esto se dice en San Mateo, XXV: “Cristo vendrá a juzgar con sus ángeles"; entendiendo por ángeles a los predicadores, como dice San Agustín en el libro de la Penitencia: “Conveniente es que los que han anunciado los preceptos de la vida, discutan los actos de los hombres relativos a la observancia de los preceptos divinos". Por consiguiente, serán jueces en cuanto cooperaron a que cada uno conociera la causa de su salvación o de su propia condenación, así como la de los demás, a la manera que los ángeles superiores se dice que iluminan a los inferiores, y aun a los hombres. Esta potestad judicial de Cristo es la que confesamos en el Símbolo de los Apóstoles cuando decimos: “y de allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos".

CCXLVI
De qué modo se distinguen los artículos de lo dicho anteriormente

Después de estas consideraciones pertenecientes a la verdad de la fe cristiana, es necesario saber que todo lo dicho se reduce a :ciertos artículos: doce, según unos; catorce, según otros. Como la fe tiene por objeto las cosas incomprensibles a la razón, es necesario un nuevo artículo siempre que ocurre alguna cosa nueva incomprensible a la razón. Hay un artículo perteneciente a la unidad de la divinidad. En efecto: aunque se pruebe por la razón que Dios es uno, es, sin embargo, de fe que gobierna inmediatamente todas las cosas, y que debe ser honrado por cada uno. Por consiguiente, hay tres artículos sobre las tres Personas divinas; hay otros tres sobre los efectos de Dios, es decir, de la creación, que pertenecen a la naturaleza de la justificación, a la gracia de la remuneración y a la gloria; y por consiguiente hay siete artículos sobre la divinidad en general. Hay otros siete artículos sobre la humanidad de Cristo: el primero, de la Encarnación y de la Concepción; el segundo, de la Natividad, que tiene una dificultad especial, en razón de su salida del seno cerrado de la Virgen; el tercero, de la muerte, pasión y sepultura; el cuarto, de la bajada a los infiernos; el quinto, de la resurrección; el sexto, de la ascensión; el séptimo, de su venida en el día del juicio, resultando en todo catorce artículos. Hay otros que con razón bastante comprenden en un solo artículo el dogma de las tres personas, porque no se puede creer en el Padre sin creer en el Hijo y en el amor, que es el bien recíproco, a saber, el Espíritu Santo. Estos distinguen el artículo de la resurrección del de la remuneración, y así resulta que hay dos artículos sobre Dios: uno de la unidad, otro de la trinidad, cuatro sobre los efectos, uno sobre la creación, otro sobre la justificación; el tercero es sobre la resurrección común; el cuarto sobre la remuneración. En cuánto el dogma de la humanidad de Cristo, comprenden en un mismo artículo la Concepción y la Natividad, como también la Pasión y la muerte, y por consiguiente, según este modo de contar, son doce los artículos. Basta lo dicho sobre la fe.

LIBRO II

I
Como el príncipe de los apóstoles nos invita a dar razón de nuestra esperanza

Es necesario considerar que el deseo del hombre puede descansar en un conocimiento cualquiera supuesto que naturalmente desea conocer la verdad cuya posesión le satisface. El deseo del hombre no descansa o reposa en el conocimiento de la fe. La fe es, en efecto, un conocimiento imperfecto, porque se cree lo que no se ve, y por eso la llama el Apóstol en la epístola de los Hebreos, XI: “La prueba de las cosas que no se ven". Cuando se tiene fe, aún reside en el alma un movimiento hacia alguna cosa, a saber: para ver perfectamente las cosas que se cree, y alcanzar los medios de llegar a esta verdad; pero como entre los principios de la fe hay uno en virtud del cual creemos que Dios gobierna las cosa humanas con su providencia, se levanta por esta razón en el corazón del hombre un movimiento de esperanza dirigido a obtener con los auxilios de la fe los bienes que naturalmente desea y que la fe le hace conocer. Esta es la razón por qué después de la fe es necesaria la esperanza para la perfección de la vida cristiana, según dijimos ya.

II
Sobre las diferentes oraciones con respecto a Dios y con respecto al hombre

Como en el orden de la divina Providencia cada cosa tiene un medio para llegar al fin conveniente a su naturaleza, el hombre ha recibido también un medio conveniente para alcanzar de Dios lo que desea, según las exigencias de la humanidad. En efecto: es propio de la condición humana valerse de la oración para alcanzar de alguno, y principalmente de un superior lo que se espera recibir de él; y por esto se recomienda al hombre de la oración, porque por su medio alcanza de Dios lo que de Dios espera. La necesidad de la oración es diferente para alcanzar alguna cosa de Dios o del hombre. En primer lugar, se emplea la oración ante el hombre, para dar a conocer el deseo y la necesidad del que ora; y segundo para que el ánimo de aquél a quien se ruega se incline a favor del que ora. No sucede esto en la oración que se dirige a Dios, porque orando no nos proponemos, ni es nuestra intención hacer que Dios conozca todas nuestras necesidades o deseos, que conoce perfectamente; y por esto, el salmista en el salmo XXXVII dice a Dios: “Señor, todos mis deseos os son conocidos", y en San Mateo, VI, se dice: “Vuestro padre sabe que necesitáis de todas estas cosas". La voluntad divina tampoco se determina por las palabras del hombre a querer lo que antes no quería, porque se dice en el libro de los números, XXIII: “No es Dios como el hombre que miente, ni como el hijo del hombre que se muda". En el libro primero de los Reyes, XV, se lee también: “Ni estará sujeto a arrepentimiento". La oración dirigida a Dios es necesaria en el hombre, y por causa del mismo hombre que ora, a fin de que considere sus defectos e incline su corazón, a desear eficaz y piadosamente lo que espera conseguir orando. Hay que notar también otra diferencia entre la oración que se dirige a Dios y la que se dirige al hombre. Para rogar a un hombre s necesaria cierta familiaridad previa, en virtud de la cual es uno admitido a la manifestación del ruego; pero, por el contrario, cuando la oración se dirige a Dios, elevando nuestro espíritu a Él; es una conversación afectuosa con Dios, adorándole en espíritu y en verdad; y esta familiaridad, producida por la súplica, dispone a orar nuevamente con más confianza. Por eso se lee en el Salmo LXXXVII: “Yo clame" orando con confianza “por que me oísteis, Dios mío"; como si, familiarizado por la primera oración, implorara los divinos auxilios más confiadamente en la segunda. En virtud de esto, la asiduidad o la frecuencia de las peticiones que se hacen en la oración a Dios, lejos de serle inoportuna, le es, por el contrario, agradable. Conviene orar siempre y sin desfallecer, como dice San Lucas, XVIII. El Señor nos invita también a orar, según leemos en San Mateo, VII: “Pedid y se os dará, llamad y se os abrirá". En los ruegos que se dirigen al hombre sucede, empero, que llega a ser inoportuna la reiteración de las peticiones.

III
Para la consumación de la esperanza convenía que Cristo nos diese la fórmula de la oración

Siendo, después de la fe, necesaria la esperanza para la salvación, conveniente era que nuestro Salvador, constituido autor y consumador de nuestra fe, reservándonos los sacramentos celestes, nos introdujera en la fuente viva de la esperanza, enseñándonos un modo de orar que excitase nuestra esperanza en Dios, en atención a que Él mismo es el que nos enseña lo que debemos pedirle. En efecto: no nos inducirá a pedir si no se propusiera oírnos, porque no se pide más que a aquél de quien se espera conseguir alguna cosa, ni tampoco se pide más que lo que se espera. Así, pues, enseñándonos a pedir a Dios alguna cosa, nos advierte que esperemos en Él, y nos hace conocer lo que debemos esperar, porque nos enseña a pedir. Por consiguiente, exponiendo las peticiones que están contenidas en la oración dominical, explicaremos todo lo que pertenece a la esperanza de los cristianos, es decir, en qué debemos poner nuestra esperanza, porque razón, y que es lo que debemos esperar de Dios. Nuestra esperanza debe estar en Dios, y a Él es a quién debemos orar, según estas palabras del Salmo LXI: Esperad en Él (en Dios) toda la congregación del pueblo derramando ante Él (orando) vuestros corazones.

IV
Razón por que debemos pedir a Dios mismo por medios de la oración las cosas que esperamos

La principal razón porque debemos esperar en Dios, es porque pertenecemos a Dios, como el efecto a la causa. Dios no hace nada en vano, sino siempre por un fin determinado. A la verdad, es propio de todo agente producir un efecto de tal modo, que nada le falte de lo que necesita par llegar a su fin, y por eso en las cosa que se hacen por los agentes naturales, la naturaleza jamás falta a las cosa necesarias, sino que, por el contrario, da a cada producto las cosas que pertenecen a la constitución de su ser y a la perfección de la operación que conduce al fin, a no ser que por acaso haya obstáculo por parte de la gente que le haga insuficiente con relación a estos medios. El agente en el orden intelectual al producir el efecto no da sólo a su efecto lo que necesita para el fin que se propone, porque además de la perfección de la obra dispone del uso de la obra, que es el fin de la misma obra. Por ejemplo: el obrero no se contenta con hacer el cuchillo; dispone también de su propiedad incisiva. El hombre ha sido hecha por la mano de Dios, como una obra por un artífice, y por esto leemos en el capítulo LXIV de Isaías: “Señor, tú eres nuestro hacedor; nosotros somos barro". Así como el vaso de tierra si tuviera sentido debería esperar ser bien atendido por el obrero, así también el hombre debe esperar de Dios ser sabiamente gobernado por Él. En consideración a esto se lee en Jeremías, XVIII: “Hijos de Israel, en mi mano estáis como el barro en manos del alfarero". Está confianza que el hombre tiene en Dios, debe ser certísima: En efecto: Hemos dicho que el agente jamás a la buena disposición de su obra, sino en virtud de algún defecto que se encuentre en él: es así que en Dios no puede haber defecto alguno, ni la ignorancia, porque “Todo está descubierto a sus ojos" (Epístola a los Hebreos, IV), ni la impotencia, porque “Su mano no se ha abreviado de modo que no pueda salvar" (Isaías, LIX); luego no puede haber en Dios falta de buena voluntad, porque “el Señor es bueno par los que esperan en Él, para el alma que le busca" (Trenos, III).Todo el que pone su confianza en Dios, jamás engañará (Epístola a los Romanos, V). Es necesario considerar también que aunque la divina Providencia abraza a todas las criaturas con suma vigilancia, sin embargo, cuida particularmente de los seres racionales, que están ennoblecidos con el carácter de su imagen, que pueden elevarse hasta conocerle y amarle, que son dueños de sus actos, como dotados de la facultad de discernir el bien y mal. por esta razón deben esperar con confianza en Dios, no sólo en que serán sostenidos en la existencia, según la condición de su naturaleza, lo cual pertenece también a las demás criaturas, sino en que podrán merecer de Él una recompensa, separándose del mal y practicando el bien. Por esta razón se dice en el salmo XXXV: “Salvarás, Señor, a los hombres y a las criaturas privadas de razón", en el sentido de que concede a los hombres y a las criaturas privadas de razón las cosa necesarias para el sostenimiento de la vida. El Salmista añade enseguida: “Pero los hijos de los hombres esperarán a la sombra de tus alas", como protegidos por un especial cuidado.

Aún debemos considerar que la agregación de una perfección cualquiera confiere al mismo tiempo la facultad de hacer o adquirir alguna cosa, a la manera que el aire, iluminado por el sol, tiene la facultad de llegar a ser el medio de la visión, y el agua, calentada por el fuego, la facultad de coser, y aún podría esperarlo si tuviera sentidos. El hombre, además de la naturaleza de su alma, tiene o se le agrega la perfección de la gracia, por cuyo medio llega a ser participante de la naturaleza divina, según se lee en la segunda Epístola de San Pedro, capítulo I, y de ahí es, y en virtud de esto decimos que somos regenerados en hijos de Dios, según estas palabras de San Juan, I: “Les dio potestad de hacerse hijos de Dios". Es así que los hijos pueden justamente esperar la herencia de su padre, según estas palabras de la epístola a los Romanos, VIII: “Si somos hijos suyos, también somos herederos suyos"; luego en virtud de esta regeneración espiritual, el hombre debe tener mayor esperanza en Dios, la esperanza de tener la herencia eterna; según estas palabras de la primera Epístola de San Pedro, I: “Que nos ha reengendrado para esperanza de vida por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos". Como en virtud del espíritu de adopción que hemos recibido exclamamos: “Abba, Padre nuestro", según se lee en la epístola a los Romanos, VIII, El Señor, para enseñarnos lo que debemos pedir en estas esperanzas empezó su oración por la invocación del Padre, diciendo: “Padre". De este modo también, y siendo el hombre “Padre", está afectuosamente dispuesto a orar con pureza y a obtener lo que espera. Los hijos deben imitar a sus padres, y, por consiguiente, el e que reconoce a Dios como Padre debe esforzarse por imitarle, evitando todas aquellas que no le hacen semejante a Dios, y buscando las que ha Dios nos asimilan. En Jeremías, III, se lee: “me llamarás Padre, y no cesarás de ir en pos de mi". Luego si, como dice San Gregorio Niseno, os ocupáis de las cosas del mundo o deseáis la gloria humana, o las miserias del apetito pasible, ¿Cómo viviendo una vida de corrupción podéis llamar vuestro Padre al ser regenerador de la incorruptibilidad?

V
En las oraciones que dirigimos a Dios debemos llamarle Padre nuestro, y no Padre mío

Entre los demás deberes que tiene el que se reconoce hijo de Dios, es el principal imitar al Señor en la Caridad, según estas palabras del Apóstol a los de Efeso, V: “Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos muy amados, y andad en caridad". El amor de Dios no es privado, es extensivo a todos, porque Dios ama todas las cosas que existen, según se lee en el libro de la Sabiduría, XI, y especialmente a los hombres, según estas palabras del Deuteronomio, XXXIII: “Amó a los pueblos". Por esto como dice San Cipriano, la oración entre nosotros es pública, y en común, y cuando oramos, no oramos por un solo individuo, oramos por todo el pueblo, por que todo el pueblo y nosotros somos uno. La necesidad dice San Juan Crisóstomo, nos obliga a orar cada uno por sí, y el amor fraternal nos impone el deber de orar por los demás. Así es que no decimos Padre mío, sino Padre nuestro.

Es necesario considerar también que si nuestra esperanza se funda principalmente en el auxilio divino, tenemos, sin embargo, en nuestros esfuerzos respectivos, un medio de conseguir más fácilmente aquello que imploramos. por esto se dice en la segunda epístola a los Corintios, I: Que aún nos librará, si vosotros nos ayudáis orando por nosotros, y en Santiago, V: “Orad los unos por los otros, para que seáis salvos"; porque, como dice San Ambrosio, “Reuniéndose y concertando sus esfuerzos los débiles, llegarán a ser poderosos", y es imposible que los que oran juntos no sean oídos, según estas palabras de San Mateo, XVIII: “Si dos de vosotros se convinieren sobre la tierra, de toda cosa que pidieren les será hecho por mi Padre, que está en los cielos". Por consiguiente, no dirigimos nuestra oración singular o particularmente, sino que, como unidos con unánime consentimiento, decimos: “Padre nuestro". Debemos considerar también que esperamos en Dios, por Cristo, según estas palabras de la Epístola a los Romanos, V: “Justificados, pues, por la fe, tengamos paz con Dios por nuestro señor Jesucristo; por el cual tenemos también la entrada por la fe a esta gracia, en la cual estamos firmes y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de los hijos de Dios"; y la razón de esto es que llegamos a ser hijos adoptivos de Dios, por el que es su Hijo único y natural, pues en la Epístola a los Gálatas se dice: “Dios envió a su hijo para que recibiéramos la adopción de hijos". Decimos invocar a Dios como nuestro Padre, de tal modo que no se menoscabe el privilegio del Hijo unigénito, y por esto dice San Agustín: “No te atribuyas nada de una manera especial. Dios es especialmente Padre de Cristo; sólo es Padre en común de todos nosotros, porque no engendró más que a sólo Cristo y nos crió a todos, y por eso se dice Padre nuestro".

VI
Donde se demuestra que Dios nuestro Padre está en los cielos

Sucede frecuentemente que la esperanza queda frustrada por la impotencia de aquel cuyo auxilio esperamos. En efecto: para la seguridad de la esperanza no basta que aquel en quien la fundamos tenga voluntad para socorrernos, sino también poder para prestarnos el socorro. Nosotros expresamos suficientemente la disposición pronta de la voluntad divina para socorrernos cuando decimos: “Padre nuestro"; pero para que no dudemos de la excelencia de su poder, añadimos: “Que estas en los cielos". No decimos que estas en los cielos como contenido de un lugar, sino en el sentido de que con su poder abarca los cielos, según este pasaje del Eclesiástico, XXIV: “Yo he recorrido sólo la circunferencia de los cielos". Su poder es mayor que la inmensidad de los cielos, según estas palabras del salmo VIII: “tu magnificencia, ¡oh Dios mío! está elevada sobre los cielos". Para dar a nuestra esperanza una seguridad firme y completa, confesamos el poder de Dios; poder que sostiene los cielos, y aún va mucho más allá.

Haciéndolo así excluimos de la oración de la oración un error funesto. Hay algunos que creen que las cosas humanas están bajo la influencia fatal de los astros, contrariando con su dicho este testimonio de Jeremías, X: “No temáis nada de los astros de cielo, como temen los gentiles". Este error destruye el fruto de la súplica, porque si nuestra vida está bajo la influencia de los astros, no puede verificarse en ella mutación alguna, y sería en vano que por medio de nuestras oraciones, imploráramos la consecución de algún bien, o librarnos de algún mal. Para que esta creencia no turbe la seguridad de nuestra esperanza en la oración, decimos: “Que estas en los cielos"; esto es que Dios es Señor de ellos, y el que les comunica movimiento. El auxilio que esperamos de Dios no puede por consiguiente, encontrar obstáculo en la acción de los cuerpos celestes. Par que la oración sea eficaz ante Dios es necesario, además, que el hombre implore lo que dignamente pueda esperar de Dios.

En efecto: leemos en Santiago, IV: “Pedís, y no recibiréis porque pedís mal". En efecto: malas peticiones son aquellas que están inspiradas o movidas por la sabiduría de la tierra, y no por la del cielo. Por esta razón dice San Juan Crisóstomo: “Cuando decimos: que estas en los cielos, no es en el sentido de que el que ora deja a la tierra para elevarse a las regiones superiores". Hay, además, otro obstáculo para la oración y para la confianza en Dios, y consiste en pensar que el que ora que la providencia divina no se ocupa de las cosa de este mundo, según este pasaje de Job, cap. XXII, puesto en boca de los impíos: “se esconde detrás de las nubes, no se ocupa de las cosa de este mundo, y se pasea en las profundidades de los cielos". En Ezequiel, VIII, leemos también: “El señor no nos ve, el señor dejo la tierra". El apóstol San Pablo nos enseña lo contrario cuando dice a los atenienses: “no está lejos de cada uno de vosotros, por que el es en quien vivimos, por quien somos y nos movemos". En efecto: ¿quién conserva nuestra existencia, quién gobierna nuestra vida y dirige nuestros movimientos ¿Según de estas palabras del libro de la sabiduría XIV: “Vuestra providencia, Oh Padre? Es la que todo lo gobierna desde el principio", porque aun los animales más pequeños son objeto de los cuidados de su providencia, según estas palabras de San Mateo, X: “Por ventura no se venden los pajarillos por un cuarto, y uno de ellos no caerá sobre la tierra sin vuestro padre? Aún los cabellos de vuestra cabeza están todos contados". La Divina Providencia cuida tan particularmente de los hombres que el apóstol dice hablando en ella: “Dios no se ocupa de los animales"; no porque no se ocupe de ellos, sino porque no se ocupa de ellos como de los hombres, a los cuales castiga o remunera por sus buenas o malas obras, y los destina a la vida eterna. Esta es la razón por qué después de las palabras citadas, añade el Señor: “pero todos los cabellos de vuestra cabeza están contados". Como si todo lo que pertenece al hombre debiera ser restaurado en la resurrección, sin que de ello deba existir duda alguna, por que enseguida añade: “No temáis, por que vosotros valéis más que muchos pájaros". Por esto, como dijimos antes, se lee en el salmo XXXV: “Los hijos de los hombres esperarán a la sombra de vuestras alas". Aún cuando se diga que Dios esta cerca de todos los hombres por el cuidado particular que de ellos tiene se dice, sin embargo, de un modo especial que esta cerca, de los buenos, porque estos mediante su fe y su amor, se esfuerzan más por acercarse a Él. Según estas palabras de Santiago; IV: “Acercaos a Dios y se acercará a vosotros"; y por esto se dice también en el Salmo CXLIV: “Dios esta cerca de todos los que le invocan en verdad". No solamente esta cerca de ellos, sino que habita en ellos por su gracia, según estas palabras de Jeremías, XIV: “Tu estás en nosotros, Señor. Por consiguiente, para aumentar la esperanza de los santos se dice: “Que estas en los cielos", es decir, en los santos como explica San Agustín, porque, como dice este mismo, parece que hay tan gran diferencia espiritual entre los justos y pecadores, como la que hay entre el cielo y la tierra. Para significar esto, al orar nos volvemos hacia el oriente, que es en donde el cielo se levanta. Lo que también aumenta la esperanza de los santos y su confianza en oración además de su proximidad a Dios, es el pensamiento de la dignidad que han recibido de Dios, haciendo de ellos un cielo por Cristo, Según estas palabras de Isaías, LI: “Para establecer el cielo y fundar la tierra". En efecto: el que hizo los cielos no les rehusará los bienes celestiales.

VII
Cuáles son las cosas que debemos esperar de Dios. Razón de la esperanza

Después de haber hablado de las cosa que inspira a los hombres las cosas de Dios, vamos a hablar ahora de las cosas que debemos esperar de Dios. Es necesario considerar, que la esperanza presupone el deseo, y, por consiguiente, que para que una cosa sea objeto de la esperanza, se requiere ante todo que sea deseada. En efecto: no se dice que esperamos las cosas que no deseamos; se dice que las tenemos o las despreciamos. En segundo lugar, se requiere que lo que se espera sea posible de conseguir, porque el hombre no puede desear las cosas que no tiene esperanza de poder conseguir, y por lo mismo no puede esperarlas. Se requiere en tercer lugar, que lo que se espera sea una cosa difícil, porque las cosas fáciles o pequeñas, las despreciamos, mas bien que las esperamos, o si las deseamos, teniéndolas casi en le momento, más bien que desearlas como futuras, parece que las poseemos como presentes.

Debemos considerar también que entre las cosas arduas que esperamos conseguir, hay unas que esperamos conseguir por nosotros mismos y otras con el auxilio de un tercero. Entre estas cosas hay la diferencia que para las cosas que esperamos conseguir, por nosotros mismos, nos valemos de nuestras propias fuerzas, al paso que para conseguir las cosas que esperamos de un tercero, hay que echar mano a la petición, llamada propiamente así cuando se dirige a un hombre, y denominada oración cuando se dirige a Dios, Según estas palabras de San Juan Damasceno. “La oración es una súplica a Dios de las cosas que nos están bien". La esperanza que tenemos o en nosotros mismos o en un hombre cualquiera, no pertenece a la virtud de la esperanza, por que la esperanza tiene a Dios sólo por objeto. Por esto dice Jeremías, XVII: “Maldito el hombre que confía en otro hombre y que se apoya en un brazo de carne". Y después añade: “Bendito el hombre que funda su confianza en el Señor: el Señor será objeto de su confianza". Por consiguiente, el hombre debe considerar como posible s aquellas cosas que el señor le enseño a pedir en su oración, que aún cuando sean difíciles, pueden conseguir con el auxilio divino, pero no con la fuerza humana.

VIII
Primera petición, que se nos enseña a desear que el conocimiento de Dios llegue a hacerse perfecto

Conviene examinar ahora el orden del deseo que procede de la caridad, a fin de poder determinar, según este orden, las cosas que debemos, esperar y pedir a Dios: es así que el orden de la caridad exige que Dios sea amado sobre todas las cosas; luego la caridad dirige nuestros primeros deseos hacia las cosas de Dios; pero como el deseo tiene siempre por objeto el bien futuro, y como Dios, considerado en sí mismo, nada puede adquirir, sino que permanece eternamente inmutable, nuestro deseo no puede dirigirse hacia las cosas de Dios consideradas en sí mismas, es decir, en el sentido de que Dios pueda adquirir bienes que no tiene, y por lo mismo nuestro amor se dirige hacia estas cosas como hacia un objeto actualmente existente.

Sin embargo, podemos, desear respecto a Dios que su gloria, que es permanente en Él, se extienda por la estimación y el respeto de todos, lo cual no debe ser reputado como imposible. En efecto: habiendo sido el hombre creado para conocer la grandeza de Dios, si no pudiera llegar a conocerla, parecería que su existencia no tenía fin, y esto está en oposición :con lo que se dice en el salmo LXXXVIII: “¿Acaso habéis dado al hombre una existencia inútil?". Tampoco habría objeto en los deseos de la naturaleza, que mueven naturalmente a todos los hombres a desear conocer alguna cosa de las perfecciones divinas, y de ahí procede que nadie esté totalmente privado del conocimiento de Dios, según estas palabras de Job, XXXVI: “Todos los hombres le ven"; lo cual es en verdad difícil y muy superior a toda facultad humana, según este pasaje de Job, XXXVI: “Ciertamente Dios es grande, que sobrepuja nuestro saber". Esta es la razón por qué el conocimiento de la grandeza y bondad divina, no pueden ser adquiridos por el hombre más que por la gracia de la revelación divina, según estas palabras de San Mateo, XI: Y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni conoce ninguno al Padre sino el Hijo, y aquel a quien lo quisiere, revelar el Hijo. Esto obligó a decir a, San Agustín, comentando a San Juan: Nadie conoce a Dios, si Él mismo no se lo revela. En efecto: Dios da a los hombres cierto conocimiento natural de sí mismo, concediendo a todos las luces de la razón, y creando como creó criaturas en las que brillan ciertos reflejos de su bondad y de su sabiduría, según estas palabras de la epístola a los Romanos, I: Puesto que lo que se puede conocer de Dios (naturalmente) les es manifiesto a ellos (a saber, a los gentiles). Dios se les ha revelado por la luz de la razón y por las criaturas que son obras suyas, y por esto añade el Apóstol: Porque las cosas de Él invisibles se ven después de la creación del mundo, considerándolas por las cosas criadas, aun su virtud eterna y su divinidad. Sin embargo, este conocimiento es imperfecto, porque el hombre no puede aún ver a una criatura perfecta, porque una criatura nunca representa perfectamente a Dios, en atención a que la virtud de semejante causa excede al efecto de una manera infinita. En consideración a esto se lee en el cap. XI de Job: ¿Darás acaso alcance a las huellas de Dios y encontrarás perfectamente al Todopoderoso? Y en el XXXVI, después de haber dicho: Todos los hombres le ven, añade: Cada uno le ve de lejos. Es, pues, un resultado de la imperfección de este conocimiento, el que los hombres, apartándose de la verdad, hayan caído en varios errores sobre el conocimiento de Dios, porque, como dice el Apóstol a los Romanos, I: Se desvanecieron en sus pensamientos, y se oscureció su corazón insensato. Porque teniéndose ellos por sabios, se hicieron necios. Fundaron la gloria del Dios incorruptible en semejanza de figura de hombre corruptible, y de aves, y de cuadrúpedos, y de sierpes.

Por consiguiente, para sacar a los, hombres de este error, Dios en la ley antigua se dio a conocer de una manera más explícita, y los hombres, en virtud de esta ley, fueron atraídos al culto de un Dios único, según estas Palabras del Deuteronomio, VI: Escucha, Israel: el Señor, tu Dios, es uno. Este conocimiento de Dios estaba oscurecido por las tinieblas de las figuras y circunscripto a la nación judía, según estas palabras del salmo LXXV: Dios es conocido en Judea, y su nombre es grande en Israel. Para que todo el género humano pudiera disfrutar de este verdadero conocimiento de Dios, Dios Padre envió al mundo al Verbo, generación única de su poder, y por medio del cual iniciaba al mundo entero en el verdadero conocimiento de Dios Nuestro Señor; principió esta obra por medio de sus discípulos, según estas palabras de San Juan, XVII: He manifestado tu nombre a los hombres que me diste del mundo. Su intención no se limitaba a ellos solos en esta difusión de la luz; quería también que la difundiesen por todo el universo, y por esto añade: Para que el mundo crea que Vos sois el que me habéis enviado. Esto es precisamente lo que hace por el ministerio de los Apóstoles y sucesores suyos, atrayendo a todos los hombres al conocimiento de Dios, para que sea honrado y glorificado el santo nombre de Dios en todo el universo, según lo predijo el profeta Malaquías, I: Porque desde donde nace el sol hasta donde se pone, grande es mi nombre entre las gentes, y en todo lugar se sacrifica y ofrece a mi nombre ofrenda pura. Para consumar lo que ya está principiado hacemos esta petición: Santificado sea tu nombre. “No hacemos esta petición, dice San Agustín, porque el nombre de Dios no sea santo, sino para que todos los hombres le reconozcan por tal, y tengan a Dios por sumamente santo". Entre otros medios de que Dios se vale para manifestar su santidad a los hombres, el más evidente es la santidad de los hombres, que son santificados al habitar Dios en ellos; porque como dice San Gregorio Niseno, ¿Quién es tan estúpido que viendo en los creyentes una vida pura, no glorifique el nombre que invocan los que tienen semejante vida? Según lo que dice el Apóstol en la primera Epístola a los Corintios, XIV: Pero si todos profetizaren, y entrare algún infiel o idiota, de todos será convencido, de todos será juzgado. Y después añade: Y así postrado sobre el rostro adorará a Dios, declarando que Dios verdaderamente está en nosotros. Por consiguiente, como dice San Juan Crisóstomo por medio de estas palabras: Santificado sea tu nombre, ordena al que ora, pida que sea glorificado por medio vida, como si dijera, haced que vivamos de tal suerte, que seamos causa de que todos los hombres os glorifiquen. Dios es, pues, por nuestro medio glorificado en los espíritus de los demás, en proporción que nosotros somos santificados por Él; y por esta razón, al decir Santificado sea tu nombre, deseamos, como dice San Cipriano, que su nombre sea santificado en nosotros, porque efectivamente Cristo dijo: Sed santos, porque yo soy santo. Pedimos perseverar en el estado de santidad en que fuimos constituidos por el bautismo; pedimos también todos los días ser santificados y borrar con una expiación incesante las faltas que diariamente cometemos. Esta es la razón por que esta petición es la primera, porque, como dice San Juan Crisóstomo: Digno es que el que pide a Dios, nada pida antes de pedir la gloria del Padre, posponiéndolo todo a su alabanza y gloria.

IX
Segunda petición, por la que pedimos ser participantes de la gloria

Después del deseo y petición de la gloria de Dios, natural es que el hombre desee y pida llegar a ser participante de esta gloria. Por consiguiente, la segunda petición está formulada así: Venga a nos el tu reino. En cuanto a esta petición, como en cuanto a la precedente, es necesario considerar que conviene desear el reino de Dios; en segundo lugar, que el hombre puede adquirir esta dicha; en tercer lugar, que no puede conseguirla por su propia virtud, sino sólo con el auxilio de la divina gracia, y por lo mismo es necesario considerar, en cuarto lugar, cómo pedimos que el reino de Dios venga a nosotros. En cuanto a lo primero, conviene observar que cada cosa encierra un bien propio, naturalmente, apetecible, y por esto se define justamente el bien, diciendo que es lo que todo el mundo desea: es así que el bien propio de cada cosa es lo que le da su perfección, porque decimos que una cosa es buena cuando recibió su perfección propia, pues carece de bondad en proporción el que carece de proporción propia; luego naturalmente se deduce que cada cosa aspira a su perfección propia; luego el hombre naturalmente suspira por la perfección; y como hay muchos grados de perfección humana, claro es que el apetito del hombre tiene naturalmente por principal objeto aquello que contribuye a su suprema perfección. Indicio es de este bien que el deseo natural del hombre repose en su consecución.

En efecto: no dirigiéndose el deseo natural del hombre más que hacia el bien propio, que consiste en alguna perfección, se sigue que, en tanto que una cosa sea objeto de su deseo, el hombre no llegue a su perfección suma. De dos modos puede ser una cosa objeto de los deseos. Primero, cuando lo que se desea, se desea por alguna otra cosa, y esta es la razón por qué después de haberla obtenido, no se aquieta el deseo, y se dirige hacia la otra cosa. Segundo, cuando la cosa que se desea no basta para colmar el deseo del hombre, a la manera que un poco de comida no es bastante para la nutrición de la naturaleza, y por lo mismo no satisface el apetito natural. El bien que es el principal deseo del hombre, debe ser tal, que no sea solamente un medio de llegar a otro bien, sino que sea un bien suficiente para el hombre. Este bien se llama comúnmente felicidad, porque es el principal bien del hombre. En efecto: llamamos felices a aquellos que creemos que están bien. Este bien se llama también beatitud, en cuanto designa cierta excelencia, y puede también ser llamado paz, en cuanto que pone al apetito en reposo, porque el reposo del apetito parece es la paz interior, y por esto se dice en el salmo CXLVII: El que puso por tus términos la paz. De lo dicho aparece claramente que la felicidad del hombre o la beatitud, no pueden consistir en los bienes corporales: primero, porque éstos no son buscados por sí mismos, sino como medio de conseguir otra cosa, y convienen al hombre bajo el aspecto del cuerpo: es así que el cuerpo del hombre está subordinado al alma como a su fin, ya porque el cuerpo es el instrumento del alma que le da movimiento, y todo instrumento está hecho para el arte que de él hace uso, ya porque el cuerpo es comparado al alma, como la materia a la forma, y la forma es el fin de la materia, como el acto es el fin de la potencia; luego la felicidad suprema del hombre no consiste ni en las riquezas, ni en los honores, ni en la salud, ni en la hermosura, ni en otras cosas semejantes. Segundo, porque es imposible que los bienes corporales basten al hombre, por muchas razones:

Primera, porque existiendo en el hombre una doble fuerza apetitiva, a saber, la fuerza intelectual y la fuerza sensitiva, y, por consiguiente, un doble deseo, el deseo del apetito intelectual se dirige principalmente a los bienes intelectuales, a los cuales no pueden llegar los bienes corporales.

Segunda, porque los bienes corporales, en cuanto ínfimos en el orden de las cosas, no reciben una bondad colectiva, sino diseminada; de tal modo, que uno posee una especie de bondad, a saber, el placer; otro la salud corporal, y así todos los demás; y en virtud de esto, el apetito humano, que naturalmente se dirige al bien universal, no puede encontrar en ellas nada que le satisfaga. Tampoco puede conseguirlo en un gran número, por más multiplicado que sea, porque los bienes corporales están privados del infinito del bien universal. Por esta razón se lee en el cap. V del Eclesiastés: El avaro nunca se sacia con el dinero.

Tercera, porque comprendiendo el hombre por medio de su inteligencia el bien universal, que no admite ni límite, ni tiempo, ni lugar, claro es que el apetito humano desea el bien del modo que conviene a la acción del entendimiento; esto es, que no esté circunscrito por el tiempo; y así es natural en el hombre desear la estabilidad perpetua, la cual no puede encontrarse en las cosas corporales sujetas a la corrupción y a variaciones innumerables. Es, pues, conveniente que el apetito humano no pueda encontrar en las cosas, corporales la satisfacción que busca, y por lo mismo no puede consistir en ésta la suprema felicidad del hombre. Pero como las fuerzas sensitivas tienen operaciones corporales, supuesto que obran por medio de órganos corporales que ejercen su acción sobre las cosas corporales, se sigue que la felicidad suprema del hombre tampoco puede encontrarse en las operaciones de la parte sensitiva, es decir, en los placeres corporales, sean los que fueren.

El entendimiento humano ejerce también cierta acción sobre las cosas corporales; porque el hombre conoce los cuerpos por medio del entendimiento especulativo, y pone en obra las cosas corporales por medio del entendimiento práctico. De aquí resulta que no puede consistir la suprema felicidad y perfección del hombre en la operación propia del entendimiento especulativo o práctico, que tiene por fin las cosas corporales. No puede consistir tampoco en la operación del entendimiento humano, mediante la cual el alma se refleja en sí misma; y esto por dos razones. Primera, porque el alma, considerada en sí misma, no es feliz, porque de otro modo no tendría necesidad de trabajar para conseguir la bienaventuranza; no alcanza, pues, la beatitud contemplándose solamente a sí misma. Segunda, porque, como ya se ha dicho, la felicidad es la perfección suprema del hombre; y como la perfección del alma consiste en su propia operación, se sigue que su perfección suma está determinada por la bondad de su operación, la cual es relativa a la bondad de su objeto, porque las operaciones están especificadas por sus objetos. El alma no es el objeto más perfecto de sus operaciones, porque comprende que hay alguna cosa que vale más que ella, y, por consiguiente, es imposible que la beatitud suprema del hombre consista en la operación que tiene por objeto, o a él mismo o a otras substancias superiores, siempre que haya alguna cosa mejor que ellas que pueda ser objeto de la operación del alma humana. La operación del hombre se dirige hacia toda clase de bien, porque el bien universal es lo que el hombre desea, puesto que por el entendimiento abarca el bien universal. Esta es la razón por qué en cualquier grado que se presente el bien, la operación del entendimiento humano, y por consiguiente de la voluntad, se extiende hasta él. Es así que el bien se encuentra eminentemente en Dios, que es bueno por esencia y principio de toda bondad; luego la perfección última del hombre y su bien final es unirse a Dios, según estas palabras del salmo LXXII: Bueno, es para mí unirme a Dios. Esta verdad se hace evidente si se considera el modo de participación de las otras cosas. En efecto: cada hombre recibe la realidad de esta calificación, por lo mismo que participa de la esencia misma de la especie. De nadie se dice que es hombre porque se parezca a otro hombre, sino solamente porque participa de la esencia de la especie, participación a la que los hombres están asociados uno a otro por la vía de la generación, como, por ejemplo, el padre y el hijo. La beatitud o la felicidad no es otra cosa que el bien perfecto; luego necesario es que sólo por la participación de la beatitud divina, que es la bondad esencial del hombre, sean felices todos los, que participan de esta beatitud, aun cuando sean ayudados los unos por los otros en la inquisición de esta beatitud. Por esto dice San Agustín, en su libro De la verdadera Religión: “Que no somos felices viendo a los ángeles, sino viendo la verdad que hace que los amemos y nos congratulemos con ellos". Sucede que el espíritu humano se dirige a Dios de dos modos: primero, por sí mismo; segundo, por otra cosa. Por sí mismo, como, cuando, es en sí mismo visto, y por sí mismo amado; segundo, por otra cosa, como cuando el espíritu se eleva a Dios por medio de sus criaturas, según estas palabras de la epístola a los Romanos, I: Las cosas invisibles de Dios son comprendidas y vistas por medio de las cosas creadas. No es posible que la beatitud perfecta consista en dirigirse a Dios por medio de otra cosa; en primer lugar, porque significando la beatitud el fin de todos los actos humanos, la verdadera y perfecta beatitud no puede consistir en lo que no tiene la cualidad de término, sino más bien la cualidad de mutación que conduce al fin. El conocimiento y el amor de Dios, obrados de una manera mediata, se producen por cierto movimiento del espíritu humano, en cuanto que. se va a una cosa por medio de otra. La verdadera y perfecta beatitud no puede encontrarse en esto.

En segundo lugar, si la beatitud del espíritu humano consiste en unirse a Dios, se sigue que la beatitud perfecta exige una adhesión perfecta a Dios. No es posible que el espíritu humano se una perfectamente a Dios por medio de una criatura cualquiera, ni por el conocimiento, ni por el amor, porque toda forma creada está en una incapacidad infinita de representar la esencia divina; luego así como no es posible que las cosas de un orden superior sean conocidas por una forma de un orden inferior, verbi gracia, una, substancia espiritual por un cuerpo, o un cuerpo celeste por un elemento, mucho menos posible es aún que la esencia de Dios sea conocida por una forma creada, cualquiera que sea. Pero como nosotros percibimos de un modo negativo la naturaleza de los cuerpos superiores, considerando los inferiores, por ejemplo, que no son ni pesados ni ligeros; y como observando a los cuerpos concebimos la idea negativa de que son inmateriales o incorporales, de este modo también lo que nosotros conocemos de Dios por medio de las criaturas, no es lo que Dios es, sino lo que no es. Además, la bondad de una criatura, sea la que fuere, es una cosa mínima respecto a la bondad divina, que es una bondad infinita. Esta es la razón por qué las buenas cualidades de las cosas que proceden de Dios, y que son beneficios de Dios, no elevan la mente hasta el amor perfecto de Dios. Por consiguiente, no es posible que la beatitud verdadera y perfecta consista en la unión del espíritu a Dios por medio de otra cosa.

En tercer lugar, la verdadera beatitud no consiste en dirigirse a Dios mediatamente, porque las cosas menos conocidas llegan a ser conocidas por aquellas que lo son más, y del mismo modo las cosas que no son mejores se hacen amar por las que lo son más. Como Dios es la verdad misma, la suma bondad, eminentemente susceptible de ser conocido y amado en sí mismo, el orden natural exige que todo sea conocido y amado por Él. Si es necesario dirigir el espíritu de alguno al conocimiento y amor de Dios por medio de las criaturas, es porque esto procede de su imperfección, pues no ha llegado aún a conseguir la beatitud perfecta, que es la que excluye toda imperfección.

Réstanos, pues, deducir que la beatitud perfecta consiste en la unión del alma a Dios por sí mismo, conociéndole y amándole. Como pertenece al rey gobernar a sus súbditos, se dice que reina en el hombre, o que rige y gobierna aquello que rige y gobierna lo demás. En virtud de esto, el Apóstol nos amonesta en la epístola a los Romanos, VI: Que el pecado no reine en vuestro cuerpo mortal.

Por lo mismo que se requiere para la beatitud perfecta que Dios sea conocido y amado por sí mismo, para que por medio de Él el espíritu se eleve a las cosas superiores, por lo mismo Dios reina perfecta y verdaderamente en los buenos. Así se lee en Isaías, XLIX: Porque el que de ellos se apiada, los gobernará y los abrevará en las fuentes de las aguas; es decir, que por Él están llenos de todos los bienes más excelentes. En efecto: es necesario observar que concibiendo el entendimiento todo lo que conoce por medio de una especie cualquiera, o de una forma, como la vista exterior ve una piedra por medio de la forma de la piedra, no es posible que el entendimiento vea a Dios en su esencia, por medio de una especie creada, o de una forma que sea como representante de la esencia divina. En efecto: vemos que una cosa de un orden superior no puede ser representada en cuanto a su esencia, por la especie de las cosas de un orden inferior. Como Dios aventaja y sobrepuja a todo orden de la criatura, mucho más que una substancia espiritual aventaja al orden de las cosas corporales, es imposible que Dios sea visto en su esencia por medio de alguna especie corporal. Así aparece con evidencia, considerando lo que es ver una cosa cualquiera en su esencia. No es ver la esencia del hombre ver alguna cosa de lo que conviene esencialmente al hombre, así como no conoce la esencia del hombre el que conozca al animal, y no la cualidad de racional Todo lo que se dice de Dios le conviene esencialmente; pero no es posible que una especie creada represente a Dios, según todo lo que de Él se dice; porque en el entendimiento creado hay otra especie, por medio de la cual concibe la vida, la sabiduría, la justicia y todas, las demás cosas semejantes, que son la esencia de Dios. No es posible, pues, que el entendimiento creado reciba la forma de una especie cualquiera que represente la esencia divina, de tal suerte que Dios pueda ser visto en ella en su esencia.

Si se quisiera admitir muchas, sufriría menoscabo la unidad, que no es otra cosa que la esencia de Dios. No es, por consiguiente, posible que el entendimiento creado se eleve a la vista de Dios en sí mismo y en su esencia, ni por medio de una especie creada, ni por medio de muchas. De todo debemos deducir, que para que Dios sea visto en su esencia por el entendimiento creado, es necesario que la esencia divina sea igualmente vista por sí misma, y no por otra especie, y esto en virtud de cierta unión del entendimiento creado con Dios. Por esto dice Dionisio, en el capítulo I: De los nombres de Dios, que cuando lleguemos a la beatitud suma por la manifestación de Dios, estaremos completamente satisfechos por cierto conocimiento sobrenatural de Dios. Es así que es un privilegio particular de la esencia divina que el entendimiento pueda estar unido a ella sin semejanza alguna, porque la esencia divina es su propio ser, lo cual no conviene a ninguna otra forma; luego necesario es que toda forma esté en el entendimiento.

Por consiguiente, si una forma cualquiera existente por sí misma no puede ser informativa del entendimiento, v. gr., la substancia de un ángel, que debe ser conocida por el entendimiento de otro, necesario es que esto se verifique por medio de alguna semejanza de ella misma que sea informativa del entendimiento, lo cual no se requiere en la esencia divina, que es su propio ser. Así, pues, el espíritu llega a ser feliz con la visión misma de Dios por medio de la asociación a la inteligencia divina. Es necesario que el ser que comprende y el ser comprendido estén en cierto modo unificados, y esta es la razón por qué estando establecido el reino de Dios en los Santos, sucederá que los Santos estarán asociados a su reino. En efecto: de ellos se dice en el cap. V del Apocalipsis: Nos habéis hecho reyes y sacerdotes con nuestro Dios, y reinaremos sobre la tierra. Se llama, a la verdad, reino de los cielos al reino de Dios en los Santos, y al de los Santos en Dios, según estas palabas de San Mateo, IV: Haced penitencia, porque se acerca el reino de los cielos, en el sentido de que Dios está en el cielo; no porque esté contenido en cielos materiales, sino para designar su elevación sobre toda criatura, a la manera que decimos que los cielos están sobre toda criatura material, según este pasaje del salmo CXII: El Señor excelso sobre todas las naciones, y sobre los cielos su gloria. En este sentido se llama reino de los cielos a la beatitud de los Santos, no porque su recompensa esté en cielos materiales, sino porque su recompensa consiste en la contemplación de la naturaleza sobrecelestial. Por esto se dice de los ángeles en el cap. XVIII de San Mateo: Sus ángeles en el cielo ven siempre la faz de mi Padre que está en el cielo. Y por esto dice San Agustín, en el libro sobre el sermón de la montaña, exponiendo estas palabras del capítulo V de San Mateo: Abundante es vuestra recompensa en el cielo. “Yo no creo, dice el Santo, que sea necesario entender por cielo en este pasaje las regiones superiores del mundo visible, porque nuestra recompensa no debe consistir en cosas sujetas a mutación, y si creo que es necesario entender por cielos el firmamento espiritual en que habita la Justicia eterna 1?7. Se llama también vida eterna al bien final que reside en Dios, en el sentido en que se llama vida a la acción del alma que vivifica, y por lo mismo son tantos los modos de vida, cuantos son los géneros de acciones del alma, entre las cuales es acción suprema la operación del entendimiento, y, según el Filósofo, la acción del entendimiento es la vida. Por lo mismo que el acto recibe la especie de su objeto, por lo mismo se llama a la visión de Dios vida eterna, según estas palabras de San Juan, XVII: La vida eterna consiste en conoceros a Vos, que sois el único Dios verdadero.

Este bien final es también llamado comprehensión, según estas palabras de la epístola a los Filipenses, III: Mas voy siguiendo por si de algún modo podré alcanzar aquello para lo que fui tomado de Jesucristo, lo cual no debe entenderse en el sentido de que en la comprehensión vaya incluída la inclusión. En efecto: lo que está incluido en una cosa está todo entero y en totalidad contenido en ella. No es posible que el entendimiento creado vea en totalidad la esencia divina, de tal modo, que llegue a conseguir el modo completo y perfecto de la visión divina, es decir, a ver a Dios todo cuanto es visible; porque Dios es visible, según el esplendor de su verdad, que es infinita; y como en virtud de esto es infinitamente visible, no puede convenir esta visión completa a un entendimiento creado, cuya potencia inteligente es limitada. Por consiguiente, Dios solo, que se concibe a sí mismo de una manera infinita por la virtud infinita de su inteligencia, se comprende en totalidad por su concepción. Empero la comprehensión está prometida a los Santos, en cuanto que por esta palabra se concibe cierta posesión. En efecto: cuando perseguimos a alguno creemos haberle cogido cuando ya le hemos echado la mano. Así, pues, mientras que estemos en nuestro cuerpo, como se dice en la segunda epístola a los Corintios, V: Estamos alejados de Dios, porque nosotros caminamos por la fe y no por la especie, y así vamos a Él como a una cosa distante; luego que su presencia se haga sensible a nosotros por la especie, nosotros le poseeremos en nosotros, y por eso vemos en el Cántico de los Cánticos, III, que la esposa, buscando al amado de su alma, después de haberle encontrado, dice: “Ya le tengo, y no le dejaré". En efecto: la esposa posee el bien final eterno y la alegría completa de que hemos hablado. En consideración a esto dice Nuestro Señor por San Juan, XVI: Pedid y recibiréis, para que sea plena vuestra alegría. La alegría completa no puede proceder de criatura alguna, sino de Dios solo, en quien reside la plenitud de la bondad: por esto Nuestro Señor dice también al siervo fiel: Entra en la alegría de tu Señor, para que goces de tu Señor, según estas palabras de Job, XXII: Encontraréis vuestras delicias en el Todopoderoso. Como Dios saca principalmente su alegría de sí mismo, se dice que el siervo fiel entra en la alegría de su Señor, porque participa de la alegría de su Señor, según las promesas que Nuestro Señor hizo a sus discípulos, San Lucas, XXII: y por esto dispongo yo del reino para vosotros, como, mi, Padre dispuso de él para mí. Para que comáis y bebáis a mi mesa en mi reino. No debe entenderse este pasaje en el sentido de que los Santos, gozando de este bien material, y estando ya en posesión de la incorruptibilidad, hagan uso de alimentos :corporales, porque la palabra festín está empleada para significar que serán saciados de la alegría que Dios encuentra en sí mismo, y los Santos en Dios solo. Debemos considerar la plenitud de la alegría, no sólo en cuanto e. su objeto, sino también relativamente a la disposición del sujeto que goza ;de la alegría, que debe tener presente al objeto de su alegría, y que todo el efecto del que goza de la alegría se refiera y cifre en la causa de esta alegría. Ya hemos demostrado que un espíritu creado goza de la presencia de Dios por la visión de la esencia divina, y esta visión inflama completamente el afecto en el fuego del amor divino. En efecto: si una cosa es amable en razón directa de su bondad y de su belleza, es imposible, según dice Dionisio, cap. IV De los nombres divinos, “ver a Dios sin amarle, porque Dios es la, esencia misma de la bondad y de la belleza". Por consiguiente, la visión perfecta de Dios produce el amor perfecto; y en atención a esto, dice San Gregorio sobre Ezequiel: La llama del amor divino que empieza a arder en la tierra, llegará a ser hoguera inmensa por la visión de su objeto. La alegría que uno experimenta a la vista del ser a quien ama es tanto más grande, cuanto mayor es el amor que le profesa, y por esta razón esta alegría recibe su perfección, no sólo de su objeto, sino también de su sujeto. Esta alegría es la consumación de la bienaventuranza humana; porque, como dice San Agustín en el libro X de sus Confesiones, la beatitud es la alegría producida por la verdad.

Debemos considerar, además, que siendo Dios la esencia misma de la bondad, es por lo mismo el bien de todo bien, y de ahí se sigue que, viendo a Dios, se ve todo lo que es bueno, según estas palabras que el Señor dirigió a Moisés, Exodo, XXXIII: Yo te, mostraré todo lo bueno. Poseyendo, pues, a Dios, se poseo todo lo bueno, según estas palabras del libro de la Sabiduría, VII: Y me vinieron todos los bienes juntamente con ella. En la posesión de este bien final, mediante la visión de Dios, poseeremos plenamente todos los bienes, por cuya razón promete el Señor al siervo fiel, San Mateo, XXIV, que le constituirá sobre todos sus bienes. Como el mal es opuesto al bien, la presencia del bien universal y absoluto excluirá necesariamente al mal; porque se dice en la segunda epístola a los Corintios, VI: Entre la justicia y la iniquidad no hay participación, ni sociedad entre la luz y las tinieblas. Así, pues, en este bien final quedará la posesión de todo bien, no habrá solamente una satisfacción perfecta, habrá también un reposo completo y la plena seguridad de estar exento de todo mal, como leemos en los Proverbios, I: El que me oiga descansará sin terror y gozará de la abundancia sin temor alguno a los males. Es también una consecuencia de esta posesión el disfrutar de una paz absoluta y universal. En efecto: obstáculo son para la paz del hombre, o los cuidados interiores cuando desea alguna cosa que no tiene, o la molestia que le causan los males que espera o teme; pero en el estado de que hablamos, nada tendrá que temer. La inquietud de los deseos cesará por la posesión completa de todo bien, y la molestia exterior por el alejamiento de todo mal, no resultando más que una tranquilidad pacífica y perfecta. Con alusión a esto dice Isaías, XXXIII: Mi pueblo reposará en la hermosura de la paz; palabras que expresan la perfección de la paz. Para demostrar la causa de esta paz, añade: Bajo las tiendas de la confianza; confianza que será el resultado del alejamiento del temor de los males en una tranquilidad opulenta, parte integrante de la afluencia plena de todo bien. La perfección de este bien final tendrá una duración perpetua, que no será alterada por defecto de los bienes de que gozará el hombre, porque son eternos e incorruptibles, por cuya razón dice Isaías, XXXIII: Tus ojos verán a Jerusalén, ciudad opulenta, tabernáculo que no podrá ser trasladado. Y en seguida da la razón, diciendo: Porque será la morada especial de nuestro gran Rey y Dios nuestro. Toda la perfección de este estado consistirá en el goce de la eternidad divina. Este estado tampoco puede ser alterado por la corrupción de los que de él gocen, porque, o serán naturalmente incorruptibles como los ángeles, o habrán obtenido la incorruptibilidad como los hombres. En efecto: el Apóstol dice en la I epístola a los Corintios, XV: Es necesario que nuestra naturaleza corruptible esté revestida de la incorruptibilidad. En el Apocalipsis, III, leemos también: Al que venza le haré columna en el templo de mi Dios, y jamás saldrá de él. Tampoco podrá cesar este estado por disgusto de la voluntad humana, porque cuanto más se ve a Dios, que es la esencia de la bondad, tanto más es uno impulsado a amarle, y tanto más se desea gozar de Él, según estas palabras del Eclesiástico, XXIV: Los que me comen a mí tendrán hambre, y los que me beben aún tendrán sed. En consideración a esto, se dice en la epístola primera de San Pedro, I, de los ángeles que ven a Dios: En quien desean mirar los ángeles. Este estado no será destruido por los ataques de un enemigo cualquiera, porque en él cesará la molestia de todo mal, según estas palabras de Isaías, XXXV: No habrá allí león (esto es, diablo que acometa), y bestia feroz (esto es, hombre malo), no subirá por él ni será hallada allí. Por esta razón dice Nuestro Señor Jesucristo, en San Juan, X, hablando de sus ovejas: Que no perecerán jamás, y que nadie las arrebatará de su mano. Tampoco cesará este estado porque Dios excluya de él a algunos. En efecto: no los excluirá por falta alguna, porque no puede haber falta en un lugar en que no puede haber mal, y por esto dice Isaías, LX: Tu pueblo todos los justos. Tampoco sucederá por la elevación a un bien superior, como sucede algunas veces en este mundo, en que Dios priva a los justos de los consuelos espirituales y de otros beneficios suyos, para que los busquen con más avidez y reconozcan su debilidad, porque este estado no es un estado de enmienda o progreso sino de perfección final, y por esto dice Nuestro Señor en el cap. VI de San Juan: Yo no rechazaré al que venga a mí. Este estado pondrá en posesión perpetua de todos estos bienes, según las siguientes palabras del salmo V: Exaltados serán eternamente, y habitarás en ellos. El reino de que hablamos es, por consiguiente, la beatitud perfecta, supuesto que comunica el goce inmutable de todos los bienes; y como los hombres desean naturalmente la felicidad, es una consecuencia necesaria que todos deseen el reino de Dios.

X
Cómo es posible conseguir este reino

Ahora debemos probar que el hombre puede conseguir este reino, pues de otro modo sería inútil esperar y pedir. Que es posible, lo confirma la promesa divina, pues Nuestro Señor dice en San Lucas, XII: No temáis, pequeña grey, porque a vuestro Padre plugo daros el reino. El beneplácito divino es eficaz para llegar al fin que se propone, según estas palabras de Isaías, XLVI: "Mis designios son inmutables, y toda mí voluntad se cumplirá. ¿Quién resistirá mi voluntad?".

En segundo lugar, puede demostrarse la posibilidad de conseguir el reino de Dios con un ejemplo evidente: "...".

Hasta aquí llegó Santo Tomás escribiendo este Compendio de Teología; pero arrebatado por la muerte, lo dejó incompleto.