FRANCISCO DE ASÍS
Cartas

CARTA I
A LAS AUTORIDADES

A todos los podestas y cónsules, jueces y gobernantes de toda la tierra y a todos los demás a quienes lleguen estas letras, el hermano Francisco, vuestro pequeñuelo y despreciable siervo en el Señor Dios, os desea a todos vosotros salud y paz.

Considerad y ved que el día de la muerte se aproxima (Gén 47,29). Os ruego, por tanto, con la reverencia que puedo, que no echéis en olvido al Señor ni os apartéis de sus mandamientos a causa de los cuidados y preocupaciones de este siglo que tenéis, porque todos aquellos que lo echan al olvido y se apartan de sus mandamientos, son malditos (Sal 118,21), y serán echados por él al olvido (Ez 33,13). Y cuando llegue el día de la muerte, todo lo que creían tener, se les quitará (Lc 8,18). Y cuanto más sabios y poderosos hayan sido en este siglo, tanto mayores tormentos sufrirán en el infierno (Sab 6,7).

Por lo que os aconsejo firmemente, como a señores míos, que, habiendo pospuesto todo cuidado y preocupación, recibáis benignamente el santísimo cuerpo y la santísima sangre de nuestro Señor Jesucristo en santa memoria suya. Y tributad al Señor tanto honor en medio del pueblo que os ha sido encomendado, que cada tarde se anuncie por medio de pregonero o por medio de otra señal, que se rindan alabanzas y gracias por el pueblo entero al Señor Dios omnipotente. Y si no hacéis esto, sabed que tendréis que dar cuenta ante el Señor Dios vuestro, Jesucristo, en el día del juicio (Mt 12,36).

Los que guarden consigo este escrito y lo observen, sepan que son benditos del Señor Dios.

CARTA II
A LOS CLÉRIGOS

Consideremos todos los clérigos el gran pecado e ignorancia que tienen algunos acerca del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, y de sus sacratísimos nombres, y de sus palabras escritas que consagran el cuerpo. Sabemos que no puede existir el cuerpo, si antes no es consagrado por la palabra. Nada, en efecto, tenemos ni vemos corporalmente en este siglo del Altísimo mismo, sino el cuerpo y la sangre, los nombres y las palabras, por las cuales hemos sido hechos y redimidos de la muerte a la vida (1 Jn 3,14).

Por consiguiente, todos aquellos que administran tan santísimos misterios, y sobre todo quienes los administran indebidamente, consideren en su interior cuán viles son los cálices, los corporales y los manteles donde se sacrifica el cuerpo y la sangre del mismo. Y hay muchos que lo colocan y lo abandonan en lugares viles, lo llevan miserablemente, y lo reciben indignamente, y lo administran a los demás sin discernimiento. Así mismo, sus nombres y sus palabras escritas son a veces hollados con los pies; porque el hombre animal no percibe las cosas que son de Dios (1 Cor 2,14). ¿No nos mueven a piedad todas estas cosas, siendo así que el mismo piadoso Señor se entrega en nuestras manos, y lo tocamos y tomamos diariamente por nuestra boca? ¿Acaso ignoramos que tenemos que caer en sus manos?

Por consiguiente, enmendémonos de todas estas cosas y de otras pronta y firmemente; y dondequiera que estuviese indebidamente colocado y abandonado el santísimo cuerpo de nuestro Señor Jesucristo, que se retire de aquel lugar y que se ponga en un lugar precioso y que se cierre. Del mismo modo, dondequiera que se encuentren los nombres y las palabras escritas del Señor en lugares inmundos, que se recojan y se coloquen en lugar decoroso. Todos los clérigos están obligados por encima de todo a observar todas estas cosas hasta el fin. Y los que no lo hagan, sepan que tendrán que dar cuenta ante nuestro Señor Jesucristo en el día del juicio (Mt 12,36). Quienes hagan copiar este escrito, para que sea mejor observado, sepan que son benditos del Señor Dios.

CARTA III
A LOS CUSTODIOS

A todos los custodios de los hermanos menores a quienes lleguen estas letras, el hermano Francisco, vuestro siervo y pequeñuelo en el Señor Dios, os desea salud con los nuevos signos del cielo y de la tierra, que son grandes y muy excelentes ante Dios, pero que son estimados en muy poco por muchos religiosos y por otros hombres.

Os ruego, más que si se tratara de mí mismo, que, cuando os parezca bien y veáis que conviene, supliquéis humildemente a los clérigos que veneren sobre todas las cosas el santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo y sus santos nombres y sus palabras escritas que consagran el cuerpo. Los cálices, los corporales, los ornamentos del altar y todo lo que concierne al sacrificio, deben tenerlos preciosos. Y si el santísimo cuerpo del Señor estuviera colocado en algún lugar paupérrimamente, que ellos lo pongan y lo cierren en un lugar precioso según el mandato de la Iglesia, que lo lleven con gran veneración y que lo administren a los otros con discernimiento. También los nombres y las palabras escritas del Señor, dondequiera que se encuentren en lugares inmundos, que se recojan y que se coloquen en un lugar decoroso.

Y en toda predicación que hagáis, recordad al pueblo la penitencia y que nadie puede salvarse, sino quien recibe el santísimo cuerpo y sangre del Señor (Jn 6,54). Y cuando es consagrado por el sacerdote sobre el altar y cuando es llevado a alguna parte, que todas las gentes, de rodillas, rindan alabanzas, gloria y honor al Señor Dios vivo y verdadero. Y que de tal modo anunciéis y prediquéis a todas las gentes su alabanza, que, a toda hora y cuando suenan las campanas, siempre se tributen por el pueblo entero alabanzas y gracias al Dios omnipotente por toda la tierra.

Y sepan que tienen la bendición del Señor Dios y la mía todos mis hermanos custodios a los que llegue este escrito y lo copien y lo tengan consigo, y lo hagan copiar para los hermanos que tienen el oficio de la predicación y la custodia de los hermanos, y prediquen hasta el fin todo lo que se contiene en este escrito. Y que esto sea para ellos como verdadera y santa obediencia. Amén.

CARTA IV
A LOS CUSTODIOS

A todos los custodios de los hermanos menores a quienes lleguen estas letras, el hermano Francisco, el más pequeño de los siervos de Dios, os desea salud y santa paz en el Señor.

Sabed que a los ojos de Dios hay algunas cosas extremadamente altas y sublimes, que a veces son estimadas entre los hombres como viles y abyectas; y otras, que ante Dios son tenidas como vilísimas y abyectas, son apreciadas y extraordinarias entre los hombres. Os ruego ante el Señor Dios nuestro, cuanto puedo, que deis a los obispos y a los otros clérigos las letras que tratan del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor; y que retengáis en la memoria lo que os recomendamos acerca de esto.

De las otras letras que os envío para que las deis a los podestas, cónsules y gobernadores, y en las que se contiene que se publiquen por pueblos y plazas las alabanzas de Dios, haced en seguida muchas copias, y con gran diligencia ofrecédselas a aquellos a quienes deban darse.

CARTA V
A LOS FIELES

A los que hacen penitencia

Todos los que aman al Señor con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente, con todas las fuerzas, y aman a sus prójimos como a sí mismos (Mc 12,30), y odian a sus cuerpos con sus vicios y pecados, y reciben el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo, y hacen frutos dignos de penitencia: ¡Oh cuán bienaventurados y benditos son ellos y ellas, mientras hacen tales cosas y en tales cosas perseveran!, porque descansará sobre ellos el espíritu del Señor (Is 11,2) y hará en ellos habitación y morada (Jn 14,23), y son hijos del Padre celestial (Mt 5,45), cuyas obras hacen, y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo (Mt 12,50).

Somos esposos cuando, por el Espíritu Santo, el alma fiel se une a nuestro Señor Jesucristo. Somos para él hermanos cuando hacemos la voluntad del Padre que está en los cielos (Mt 12,50); madres, cuando lo llevamos en nuestro corazón y en nuestro cuerpo (1 Cor 6,20), por el amor divino y por una conciencia pura y sincera; y lo damos a luz por medio de obras santas, que deben iluminar a los otros como ejemplo (Mt 5,16). ¡Oh cuán glorioso, santo y grande es tener un Padre en los cielos! ¡Oh cuán santo, consolador, bello y admirable, tener un tal esposo! ¡Oh cuán santo y cuán amado, placentero, humilde, pacífico, dulce, amable y sobre todas las cosas deseable, tener un tal hermano y un tal hijo: Nuestro Señor Jesucristo!, quien dio la vida por sus ovejas (Jn 10,15) y oró al Padre diciendo:

Padre santo, guarda en tu nombre a los que me has dado en el mundo; tuyos eran y tú me los has dado (Jn 17,11 y 6). Y las palabras que tú me diste, se las he dado a ellos, y ellos las han recibido y han creído de verdad que salí de ti, y han conocido que tú me has enviado (Jn 17,8). Ruego por ellos y no por el mundo (Jn 17,9). Bendícelos y santifícalos, y por ellos me santificó a mí mismo (Jn 17,17.19). No ruego sólo por ellos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, han de creer en mí (Jn 17,20), para que sean santificados en la unidad (Jn 17,23), como nosotros (Jn 17,11). Y quiero, Padre, que, donde yo esté, estén también ellos conmigo, para que vean mi gloria (Jn 17,24) en tu reino (Mt 20,21). Amén.

A los que no hacen penitencia

Pero todos aquellos y aquellas que no viven en penitencia, y no reciben el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo, y se dedican a vicios y pecados, y que andan tras la mala concupiscencia y los malos deseos de su carne, y no guardan lo que prometieron al Señor, y sirven corporalmente al mundo con los deseos carnales y las preocupaciones del siglo y los cuidados de esta vida: Apresados por el diablo, cuyos hijos son y cuyas obras hacen (Jn 8,41), están ciegos, porque no ven la verdadera luz, nuestro Señor Jesucristo. No tienen la sabiduría espiritual, porque no tienen al Hijo de Dios, que es la verdadera sabiduría del Padre; de ellos se dice: Su sabiduría ha sido devorada (Sal 106,27), y: Malditos los que se apartan de tus mandatos (Sal 118,21). Ven y conocen, saben y hacen el mal, y ellos mismos, a sabiendas, pierden sus almas.

Ved, ciegos, engañados por vuestros enemigos, por la carne, el mundo y el diablo, que al cuerpo le es dulce hacer el pecado y le es amargo hacerlo servir a Dios; porque todos los vicios y pecados salen y proceden del corazón de los hombres, como dice el Señor en el Evangelio (Mc 7,21). Y nada tenéis en este siglo ni en el futuro. Y pensáis poseer por largo tiempo las vanidades de este siglo, pero estáis engañados, porque vendrá el día y la hora en los que no pensáis, no sabéis e ignoráis; enferma el cuerpo, se aproxima la muerte y así se muere de muerte amarga. Y dondequiera, cuando quiera, como quiera que muere el hombre en pecado mortal sin penitencia ni satisfacción, si puede satisfacer y no satisface, el diablo arrebata su alma de su cuerpo con tanta angustia y tribulación, que nadie puede saberlo sino el que las sufre. Y todos los talentos y poder y ciencia y sabiduría (2 Par 1,12) que pensaban tener, se les quitará (Lc 8,18). Y lo dejan a parientes y amigos; y ellos toman y dividen su hacienda, y luego dicen: Maldita sea su alma, porque pudo darnos más y adquirir más de lo que adquirió. Los gusanos comen el cuerpo, y así aquéllos perdieron el cuerpo y el alma en este breve siglo, e irán al infierno, donde serán atormentados sin fin.

A todos aquellos a quienes lleguen estas letras, les rogamos, en la caridad que es Dios (1 Jn 4,16), que reciban benignamente, con amor divino, las susodichas odoríferas palabras de nuestro Señor Jesucristo. Y los que no saben leer, hagan que se las lean muchas veces; y reténganlas consigo junto con obras santas hasta el fin, porque son espíritu y vida (Jn 6,64). Y los que no hagan esto, tendrán que dar cuenta en el día del juicio (Mt 12,36), ante el tribunal de nuestro Señor Jesucristo (Rom 14,10).

CARTA VI
A LOS FIELES

A todos los cristianos religiosos, clérigos y laicos, hombres y mujeres, a todos los que habitan en el mundo entero, el hermano Francisco, su siervo y súbdito: obsequio con reverencia, paz verdadera del cielo y sincera caridad en el Señor.

Puesto que soy siervo de todos, estoy obligado a serviros a todos y a administraros las odoríferas palabras de mi Señor. Por eso, considerando en mi espíritu que no puedo visitaros a cada uno personalmente a causa de la enfermedad y debilidad de mi cuerpo, me he propuesto anunciaros, por medio de las presentes letras y de mensajeros, las palabras de nuestro Señor Jesucristo, que es la Palabra del Padre, y las palabras del Espíritu Santo, que son espíritu y vida (Jn 6,64).

El altísimo Padre anunció desde el cielo, por medio de su santo ángel Gabriel, esta Palabra del Padre, tan digna, tan santa y gloriosa, en el seno de la santa y gloriosa Virgen María, de cuyo seno recibió la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad. Él, siendo rico (2 Cor 8,9), quiso sobre todas las cosas elegir, con la beatísima Virgen, su Madre, la pobreza en el mundo. Y cerca de la pasión, celebró la Pascua con sus discípulos y, tomando el pan, dio las gracias y lo bendijo y lo partió diciendo: Tomad y comed, éste es mi cuerpo (Mt 26,26). Y tomando el cáliz dijo: Ésta es mi sangre del Nuevo Testamento, que será derramada por vosotros y por muchos para remisión de los pecados (Mt 26,27). Después oró al Padre diciendo: Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz (Mt 26,39). Y se hizo su sudor como gotas de sangre que caían en tierra (Lc 22,44).

Puso, sin embargo, su voluntad en la voluntad del Padre, diciendo: Padre, hágase tu voluntad (Mt 26,42); no como yo quiero, sino como quieras tú (Mt 26,39). Y la voluntad del Padre fue que su Hijo bendito y glorioso, que él nos dio y que nació por nosotros, se ofreciera a sí mismo por su propia sangre como sacrificio y hostia en el ara de la cruz; no por sí mismo, por quien fueron hechas todas las cosas (Jn 1,3), sino por nuestros pecados, dejándonos ejemplo, para que sigamos sus huellas (1 Pe 2,21). Y quiere que todos nos salvemos por él y que lo recibamos con nuestro corazón puro y nuestro cuerpo casto. Pero son pocos los que quieren recibirlo y ser salvos por él, aunque su yugo sea suave y su carga ligera (Mt 11,30).

Práctica de la vida cristiana

Los que no quieren gustar cuán suave sea el Señor (Sal 33,9) y aman las tinieblas más que la luz (Jn 3,19), no queriendo cumplir los mandamientos de Dios, son malditos; de ellos se dice por el profeta: Malditos los que se apartan de tus mandatos (Sal 118,21). Pero, ¡oh cuán bienaventurados y benditos son aquellos que aman a Dios y hacen como dice el mismo Señor en el Evangelio: Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón y con toda la mente, y a tu prójimo como a ti mismo (Mt 22,37).

Por consiguiente, amemos a Dios y adorémoslo con corazón puro y mente pura, porque él mismo, buscando esto sobre todas las cosas, dijo: Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad (Jn 4,23). Pues todos los que lo adoran, lo deben adorar en el Espíritu de la verdad (Jn 4,24). Y digámosle alabanzas y oraciones día y noche (Sal 31,4) diciendo: Padre nuestro, que estás en el cielo (Mt 6,9), porque es preciso que oremos siempre y que no desfallezcamos (Lc 18,1).

Ciertamente debemos confesar al sacerdote todos nuestros pecados; y recibamos de él el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo. Quien no come su carne y no bebe su sangre (Jn 6,55), no puede entrar en el reino de Dios (Jn 3,5). Sin embargo, que coma y beba dignamente, porque quien lo recibe indignamente, come y bebe su propia condenación, no distinguiendo el cuerpo del Señor (1 Cor 11,29), esto es, que no lo discierne. Además, hagamos frutos dignos de penitencia (Lc 3,8). Y amemos al prójimo como a nosotros mismos (Mt 22,39). Y si alguno no quiere amarlo como a sí mismo, al menos no le cause mal, sino que le haga bien.

Y los que han recibido la potestad de juzgar a los otros, ejerzan el juicio con misericordia, como ellos mismos quieren obtener del Señor misericordia. Pues habrá un juicio sin misericordia para aquellos que no hayan hecho misericordia (Sant 2,13). Así pues, tengamos caridad y humildad; y hagamos limosnas, porque la limosna lava las almas de las manchas de los pecados (Tob 4,11; 12,9). En efecto, los hombres pierden todo lo que dejan en este siglo; llevan consigo, sin embargo, el precio de la caridad y las limosnas que hicieron, por las que tendrán del Señor premio y digna remuneración.

Debemos también ayunar y abstenernos de los vicios y pecados (Ecl, 3,32), y de lo superfluo en comidas y bebida, y ser católicos. Debemos también visitar las iglesias frecuentemente y venerar y reverenciar a los clérigos, no tanto por ellos mismos si fueren pecadores, sino por el oficio y administración del santísimo cuerpo y sangre de Cristo, que sacrifican en el altar, y reciben, y administran a los otros. Y sepamos todos firmemente que nadie puede salvarse sino por las santas palabras y por la sangre de nuestro Señor Jesucristo, que los clérigos dicen, anuncian y administran. Y ellos solos deben administrar, y no otros. Y especialmente los religiosos, que han renunciado al siglo, están obligados a hacer más y mayores cosas, pero sin omitir éstas (Lc 11,42).

Debemos tener odio a nuestro cuerpo con sus vicios y pecados, porque dice el Señor en el Evangelio: Todos los males, vicios y pecados salen del corazón (Mc 7,23). Debemos amar a nuestros enemigos y hacer bien a los que nos tienen odio (Mt 5,44). Debemos observar los preceptos y consejos de nuestro Señor Jesucristo. Debemos también negarnos a nosotros mismos (Mt 16,24) y poner nuestro cuerpo bajo el yugo de la servidumbre y de la santa obediencia, como cada uno lo haya prometido al Señor. Y que ningún hombre esté obligado por obediencia a obedecer a nadie en aquello en que se comete delito o pecado.

Mas aquel a quien se ha encomendado la obediencia y que es tenido como el mayor, sea como el menor (Lc 22,26) y siervo de los otros hermanos. Y haga y tenga para con cada uno de sus hermanos la misericordia que querría se le hiciera a él, si estuviese en un caso semejante (Mt 7,12). Y no se irrite contra el hermano por el delito del mismo hermano, sino que, con toda paciencia y humildad, amonéstelo benignamente y sopórtelo.

No debemos ser sabios y prudentes según la carne, sino que, por el contrario, debemos ser sencillos, humildes y puros. Y tengamos nuestro cuerpo en oprobio y desprecio, porque todos, por nuestra culpa, somos miserables y pútridos, hediondos y gusanos, como dice el Señor por el profeta: Yo soy gusano y no hombre, oprobio de los hombres y desprecio de la plebe (Sal 21,7). Nunca debemos desear estar por encima de los otros, sino que, por el contrario, debemos ser siervos y estar sujetos a toda humana criatura por Dios (1 Pe 2,13).

Bienaventuranza de la vida teologal

Y sobre todos ellos y ellas, mientras hagan tales cosas y perseveren hasta el fin, descansará el espíritu del Señor (Is 11,2) y hará en ellos habitación y morada (Jn 14,23). Y serán hijos del Padre celestial (Mt 5,45), cuyas obras hacen. Y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo (Mt 12,50). Somos esposos cuando, por el Espíritu Santo, el alma fiel se une a Jesucristo. Somos ciertamente hermanos cuando hacemos la voluntad de su Padre, que está en el cielo (Mt 12,50); madres, cuando lo llevamos en nuestro corazón y en nuestro cuerpo (1 Cor 6,20), por el amor y por una conciencia pura y sincera; y lo damos a luz por medio de obras santas, que deben iluminar a los otros como ejemplo (Mt 5,16).

¡Oh cuán glorioso y santo y grande, tener un Padre en los cielos! ¡Oh cuán santo, consolador, bello y admirable, tener un esposo! ¡Oh cuán santo y cuán amado, placentero, humilde, pacífico, dulce, amable y sobre todas las cosas deseable, tener un tal hermano y un tal hijo!, que dio su vida por sus ovejas (Jn 10,15) y oró al Padre por nosotros diciendo: Padre santo, guarda en tu nombre a los que me has dado (Jn 17,11). Padre, todos los que me has dado en el mundo eran tuyos y tú me los has dado (Jn 17,6). Y las palabras que tú me diste se las he dado a ellos; y ellos las han recibido y han reconocido verdaderamente que salí de ti, y han creído que tú me has enviado (Jn 17,8); ruego por ellos y no por el mundo (Jn 17,9); bendícelos y santifícalos (Jn 17,17). Y por ellos me santifico a mí mismo, para que sean santificados en (Jn 17,19) la unidad, como también nosotros (Jn 17,11) lo somos. Y quiero, Padre, que, donde yo esté, estén también ellos conmigo, para que vean mi gloria (Jn 17,24) en tu reino (Mt 20,21).

Y a aquel que tanto ha soportado por nosotros, que tantos bienes nos ha traído y nos traerá en el futuro, y a Dios, toda criatura que hay en los cielos, en la tierra, en el mar y en los abismos rinda alabanza, gloria, honor y bendición (Ap 5,13), porque él es nuestro poder y nuestra fortaleza, y sólo él es bueno, sólo él altísimo, sólo él omnipotente, admirable, glorioso y sólo él santo, laudable y bendito por los infinitos siglos de los siglos. Amén.

Práctica de la penitencia

Pero todos aquellos que no viven en penitencia, y no reciben el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo, y se dedican a vicios y pecados; y los que andan tras la mala concupiscencia y los malos deseos, y no guardan lo que prometieron, y sirven corporalmente al mundo con los deseos carnales, los cuidados y preocupaciones de este siglo y los cuidados de esta vida, engañados por el diablo, cuyos hijos son y cuyas obras hacen (Jn 8,41), están ciegos, porque no ven la verdadera luz, nuestro Señor Jesucristo. No tienen la sabiduría espiritual, porque no tienen en sí al Hijo de Dios, que es la verdadera sabiduría del Padre; de ellos se dice: Su sabiduría ha sido devorada (Sal 106,27). Ven, conocen, saben y hacen el mal; y ellos mismos, a sabiendas, pierden sus almas. Ved, ciegos, engañados por nuestros enemigos, a saber, por la carne, el mundo y el diablo, que al cuerpo le es dulce hacer el pecado y amargo servir a Dios, porque todos los males, vicios y pecados salen y proceden del corazón de los hombres, como dice el Señor en el Evangelio (Mc 7,21). Y nada tenéis en este siglo ni en el futuro. Pensáis poseer por largo tiempo las vanidades de este siglo, pero estáis engañados, porque vendrá el día y la hora en los que no pensáis y no sabéis e ignoráis.

Enferma el cuerpo, se aproxima la muerte, vienen los parientes y amigos diciendo: Dispón de tus bienes. He aquí que su mujer y sus hijos y los parientes y amigos fingen llorar. Y mirando alrededor los ve llorando, se mueve por un mal movimiento, y pensando dentro de sí dice: He aquí mi alma y mi cuerpo y todas mis cosas, que pongo en vuestras manos. Verdaderamente es maldito este hombre, que confía y expone su alma y su cuerpo y todas sus cosas en tales manos; por eso el Señor dice por el profeta: Maldito el hombre que confía en el hombre (Jer 17,15). Y al punto hacen venir al sacerdote; el sacerdote le dice: ¿Quieres recibir la penitencia de todos tus pecados? Responde: Quiero. ¿Quieres satisfacer según puedes, con tus bienes, por tus pecados y por aquello en que defraudaste y engañaste a la gente? Responde: No. Y el sacerdote le dice: ¿Por qué no? Porque lo he dejado todo en manos de los parientes y amigos. Y comienza a perder el habla, y así muere aquel miserable.

Y sepan todos que dondequiera y como quiera que muera el hombre en pecado mortal sin satisfacción (si podía satisfacer y no satisfizo), el diablo arrebata su alma de su cuerpo con tanta angustia y tribulación, cuanta ninguno puede saberlo, sino el que las sufre. Y todos los talentos y poder y ciencia que pensaba tener (Lc 8,18), se le quitará (Mc 4,25). Y lo deja a parientes y amigos, y ellos tomarán y dividirán su hacienda, y luego dirán: Maldita sea su alma, porque pudo darnos más y adquirir más de lo que adquirió. Los gusanos comen el cuerpo; y así aquél pierde el cuerpo y el alma en este breve siglo, e irá al infierno, donde será atormentado sin fin.

Despedida

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén. Yo, el hermano Francisco, vuestro menor siervo, os ruego y os conjuro, en la caridad que es Dios (1 Jn 4,16) y con la voluntad de besaros los pies, que recibáis con humildad y caridad éstas y las demás palabras de nuestro Señor Jesucristo, y que las pongáis por obra y las observéis. Y a todos aquellos y aquellas que las reciban benignamente, las entiendan y envíen copia de las mismas a otros, y si en ellas perseveran hasta el fin (Mt 24,13), bendígalos el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. Amén.

CARTA VII
A FRAY LEÓN

Hermano León, tu hermano Francisco te desea salud y paz. Así te digo, hijo mío, como una madre, que todo lo que hemos hablado en el camino, brevemente lo resumo y aconsejo en estas palabras, y si después tú necesitas venir a mí por consejo, pues así te aconsejo: Cualquiera que sea el modo que mejor te parezca de agradar al Señor Dios y seguir sus huellas y pobreza, hazlo con la bendición del Señor Dios y con mi obediencia. Y si te es necesario en cuanto a tu alma, para mayor consuelo tuyo, y quieres, León, venir a mí, ven.

CARTA VIII
A UN MINISTRO DE LA ORDEN

A fray N., ministro: El Señor te bendiga (Núm 6,24). Acerca del caso de tu alma, te digo, como puedo, que todo aquello que te impide amar al Señor Dios, y quienquiera que sea para ti un impedimento, trátese de frailes o de otros, aun cuando te azotaran, debes tenerlo todo por gracia. Y así lo quieras y no otra cosa. Y tenlo esto por verdadera obediencia al Señor Dios y mí, porque sé firmemente que ésta es verdadera obediencia. Y ama a aquellos que te hacen esto. Y no quieras de ellos otra cosa, sino cuanto el Señor te dé. Y ámalos en esto; y no quieras que sean mejores cristianos. Y que esto sea para ti más que el eremitorio. Y en esto quiero conocer si tú amas al Señor y a mí, siervo suyo y tuyo, si hicieras esto, a saber, que no haya hermano alguno en el mundo que haya pecado todo cuanto haya podido pecar, que, después que haya visto tus ojos, no se marche jamás sin tu misericordia, si pide misericordia. Y si él no pidiera misericordia, que tú le preguntes si quiere misericordia. Y si mil veces pecara después delante de tus ojos, ámalo más que a mí para esto, para que lo atraigas al Señor; y ten siempre misericordia de tales hermanos. Y, cuando puedas, haz saber a los guardianes que, por tu parte, estás resuelto a obrar así.

Y de todos los capítulos de la Regla que hablan de los pecados mortales, con la ayuda del Señor, en el capítulo de Pentecostés, con el consejo de los hermanos, haremos un capítulo de este tenor: Si alguno de los hermanos, por instigación del enemigo, pecara mortalmente, esté obligado por obediencia a recurrir a su guardián. Y todos los hermanos que sepan que ha pecado, no lo avergüencen ni lo difamen, sino tengan gran misericordia de él, y mantengan muy oculto el pecado de su hermano; porque no necesitan médico los sanos sino los que están mal (Mt 9,12). De igual modo, estén obligados por obediencia a enviarlo a su custodio con un compañero. Y el custodio mismo que lo atienda con misericordia, como él querría que se le atendiera, si estuviese en un caso semejante (Mt 7,12). Y si cayera en un pecado venial, confiéselo a un hermano suyo sacerdote. Y si no hubiera allí sacerdote, confiéselo a un hermano suyo, hasta que tenga un sacerdote que lo absuelva canónicamente, como se ha dicho. Y éstos no tengan en absoluto potestad de imponer otra penitencia sino ésta: Vete, y no quieras pecar más (Jn 8,11).

Para que este escrito sea mejor observado, tenlo contigo hasta Pentecostés; allí estarás con tus hermanos. Y, con la ayuda del Señor Dios, procuraréis completar estas cosas y todas las otras que se echan de menos en la Regla.

CARTA IX
A TODA LA ORDEN

En el nombre de la suma Trinidad y de la santa Unidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo. Amén.

A todos los reverendos y muy amados hermanos, a fray A., ministro general de la religión de los Hermanos Menores, su señor, y a los demás ministros generales que lo serán después de él, y a todos los ministros y custodios y sacerdotes de la misma fraternidad, humildes en Cristo, y a todos los hermanos sencillos y obedientes, primeros y últimos, el hermano Francisco, hombre vil y caduco, vuestro pequeñuelo siervo, os desea salud en aquel que nos redimió y nos lavó en su preciosísima sangre (Ap 1,5); al oír su nombre, adoradlo con temor y reverencia, rostro en tierra (2 Esd 8,6); su nombre es Señor Jesucristo, Hijo del Altísimo (Lc 1,32), que es bendito por los siglos (Rom 1,25).

Oíd, señores hijos y hermanos míos, y prestad oídos a mis palabras (Hch 2,14). Inclinad el oído (Is 55,3) de vuestro corazón y obedeced a la voz del Hijo de Dios. Guardad en todo vuestro corazón sus mandamientos y cumplid perfectamente sus consejos. Confesadlo, porque es bueno (Sal 135,1), y ensalzadlo en vuestras obras (Tob 13,6); porque por esa razón os ha enviado al mundo entero, para que de palabra y de obra deis testimonio de su voz y hagáis saber a todos que no hay omnipotente sino él (Tob 13,4). Perseverad en la disciplina (Heb 12,7) y en la santa obediencia, y lo que le prometisteis con bueno y firme propósito cumplidlo. Como a hijos se nos ofrece el Señor Dios (Heb 12,7).

Así pues, os ruego a todos vosotros, hermanos, besándoos los pies y con la caridad que puedo, que manifestéis toda reverencia y todo honor, tanto cuanto podáis, al santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, en el cual las cosas que hay en los cielos y en la tierra han sido pacificadas y reconciliadas con el Dios omnipotente (Col 1,20).

A los hermanos sacerdotes

Ruego también en el Señor a todos mis hermanos sacerdotes, los que son y serán y desean ser sacerdotes del Altísimo, que siempre que quieran celebrar la misa, puros y puramente hagan con reverencia el verdadero sacrificio del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, con intención santa y limpia, y no por cosa alguna terrena ni por temor o amor de hombre alguno, como para agradar a los hombres (Col 3,22); sino que toda la voluntad, en cuanto la gracia la ayude, se dirija a Dios, deseando agradar al solo sumo Señor en persona, porque allí solo él mismo obra como le place; porque, como él mismo dice: Haced esto en memoria mía (Lc 22,19); si alguno lo hace de otra manera, se convierte en Judas el traidor, y se hace reo del cuerpo y de la sangre del Señor (1 Cor 11,27).

Recordad, hermanos míos sacerdotes, lo que está escrito de la ley de Moisés, cuyo transgresor, aun en cosas materiales, moría sin misericordia alguna por sentencia del Señor (Heb 10,28). ¡Cuánto mayores y peores suplicios merecerá padecer quien pisotee al Hijo de Dios y profane la sangre de la alianza, en la que fue santificado, y ultraje al Espíritu de la gracia! (Heb 10,29). Pues el hombre desprecia, profana y pisotea al Cordero de Dios cuando, como dice el Apóstol, no distingue (1 Cor 11,29) ni discierne el santo pan de Cristo de los otros alimentos y obras, y o bien lo come siendo indigno, o bien, aunque sea digno, lo come vana e indignamente, siendo así que el Señor dice por el profeta: Maldito el hombre que hace la obra de Dios fraudulentamente (Jer 48,10). Y a los sacerdotes que no quieren poner esto en su corazón de veras los condena diciendo: Maldeciré vuestras bendiciones (Mal 2,2).

Oídme, hermanos míos: Si la bienaventurada Virgen es de tal suerte honrada, como es digno, porque lo llevó en su santísimo seno; si el Bautista bienaventurado se estremeció y no se atreve a tocar la cabeza santa de Dios; si el sepulcro, en el que yació por algún tiempo, es venerado, ¡cuán santo, justo y digno debe ser quien toca con sus manos, toma en su corazón y en su boca y da a los demás para que lo tomen, al que ya no ha de morir, sino que ha de vivir eternamente y ha sido glorificado, a quien los ángeles desean contemplar! (1 Pe 1,12).

Ved vuestra dignidad, hermanos sacerdotes (1 Cor 1,26), y sed santos, porque él es santo (Lev 19,2). Y así como el Señor Dios os ha honrado a vosotros sobre todos por causa de este ministerio, así también vosotros, sobre todos, amadlo, reverenciadlo y honradlo. Gran miseria y miserable debilidad, que cuando lo tenéis tan presente a él en persona, vosotros os preocupéis de cualquier otra cosa en todo el mundo. ¡Tiemble el hombre entero, que se estremezca el mundo entero, y que el cielo exulte, cuando sobre el altar, en las manos del sacerdote, está Cristo, el Hijo del Dios vivo (Jn 11,27)! ¡Oh admirable celsitud y asombrosa condescendencia! ¡Oh humildad sublime! ¡Oh sublimidad humilde, pues el Señor del universo, Dios e Hijo de Dios, de tal manera se humilla, que por nuestra salvación se esconde bajo una pequeña forma de pan! Ved, hermanos, la humildad de Dios y derramad ante él vuestros corazones (Sal 61,9); humillaos también vosotros para que seáis ensalzados por él (1 Pe 5,6). Por consiguiente, nada de vosotros retengáis para vosotros, a fin de que os reciba todo enteros el que se os ofrece todo entero.

Amonesto por eso y exhorto en el Señor que, en los lugares en que moran los hermanos, se celebre solamente una misa por día, según la forma de la santa Iglesia. Y si en un lugar hubiera muchos sacerdotes, que el uno se contente, por amor de la caridad, con oír la celebración del otro sacerdote; porque el Señor Jesucristo colma a los presentes y a los ausentes que son dignos de él. El cual, aunque se vea que está en muchos lugares, permanece, sin embargo, indivisible y no conoce detrimento alguno, sino que, siendo uno en todas partes, obra como le place con el Señor Dios Padre y el Espíritu Santo Paráclito por los siglos de los siglos. Amén.

A todos los hermanos

Y, porque el que es de Dios oye las palabras de Dios (Jn 8,47), debemos, en consecuencia, nosotros, que más especialmente estamos dedicados a los divinos oficios, no sólo oír y hacer lo que dice Dios, sino también custodiar los vasos y los demás libros litúrgicos, que contienen sus santas palabras, para que nos penetre la celsitud de nuestro Creador y nuestra sumisión al mismo. Por eso, amonesto a todos mis hermanos y los animo en Cristo para que, en cualquier parte en que encuentren palabras divinas escritas, las veneren como puedan, y, por lo que a ellos respecta, si no están bien guardadas o se encuentran indecorosamente esparcidas en algún lugar, las recojan y las guarden, honrando al Señor en las palabras que habló (3 Re 2,4). Pues muchas cosas son santificadas por las palabras de Dios (1 Tim 4,5), y el sacramento del altar se realiza en virtud de las palabras de Cristo.

Además, yo confieso todos mis pecados al Señor Dios, Padre e Hijo y Espíritu Santo, a la bienaventurada María, perpetua virgen, y a todos los santos del cielo y de la tierra, a fray H., ministro de nuestra religión, como a venerable señor mío, y a los sacerdotes de nuestra Orden y a todos los otros hermanos míos benditos. En muchas cosas he pecado por mi grave culpa, especialmente porque no he guardado la Regla que prometí al Señor, ni he rezado el oficio como manda la Regla, o por negligencia, o con ocasión de mi enfermedad, o porque soy ignorante e iletrado. Por tanto, a causa de todas estas cosas, ruego como puedo a fray H., mi señor ministro general, que haga que la Regla sea observada inviolablemente por todos; y que los clérigos recen el oficio con devoción en la presencia de Dios, no atendiendo a la melodía de la voz, sino a la consonancia de la mente, de forma que la voz concuerde con la mente, y la mente concuerde con Dios, para que puedan aplacar a Dios por la pureza del corazón y no recrear los oídos del pueblo con la sensualidad de la voz. Pues yo prometo guardar firmemente estas cosas, así como Dios me dé la gracia para ello; y transmitiré estas cosas a los hermanos que están conmigo para que sean observadas en el oficio y en las demás constituciones regulares.

Y a cualesquiera de los hermanos que no quieran observar estas cosas, no los tengo por católicos ni por hermanos míos; tampoco quiero verlos ni hablarles, hasta que hagan penitencia. Esto lo digo también de todos los otros que andan vagando, pospuesta la disciplina de la Regla; porque nuestro Señor Jesucristo dio su vida para no perder la obediencia de su santísimo Padre (Fil 2,8).

Yo, el hermano Francisco, hombre inútil e indigna criatura del Señor Dios, digo por el Señor Jesucristo a fray H., ministro de toda nuestra religión, y a todos los ministros generales que lo serán después de él, y a los demás custodios y guardianes de los hermanos, los que lo son y los que lo serán, que tengan consigo este escrito, lo pongan por obra y lo conserven diligentemente. Y les suplico que guarden solícitamente lo que está escrito en él y lo hagan observar más diligentemente, según el beneplácito del Dios omnipotente, ahora y siempre, mientras exista este mundo.

Benditos vosotros del Señor (Sal 113,13), los que hagáis estas cosas, y que el Señor esté eternamente con vosotros. Amén.

Despedida

Omnipotente, eterno, justo y misericordioso Dios, danos a nosotros, miserables, hacer por ti mismo lo que sabemos que tú quieres, y siempre querer lo que te place, para que, interiormente purificados, interiormente iluminados y abrasados por el fuego del Espíritu Santo, podamos seguir las huellas (1 Pe 2,21) de tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo, y por sola tu gracia llegar a ti, Altísimo, que, en Trinidad perfecta y en simple Unidad, vives y reinas y eres glorificado, Dios omnipotente, por todos los siglos de los siglos. Amén.

CARTA X
A SANTA CLARA

Ya que por divina inspiración os habéis hecho hijas y siervas del altísimo y sumo Rey, el Padre celestial, y os habéis desposado con el Espíritu Santo, eligiendo vivir según la perfección del santo Evangelio, quiero y prometo tener siempre, por mí mismo y por mis hermanos, un cuidado amoroso y una solicitud especial de vosotras como de ellos.

Yo, el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza del altísimo Señor nuestro Jesucristo y de su santísima Madre, y perseverar en ella hasta el fin; y os ruego, mis señoras, y os doy el consejo de que siempre viváis en esta santísima vida y pobreza. Y protegeos mucho, para que de ninguna manera os apartéis jamás de ella por la enseñanza o consejo de alguien.