SAN
BERNARDO
Apología
Al
venerable padre Guillermo, el hermano Bernardo, inútil siervo de los hermanos
que viven en Claraval, le saluda en el Señor.
I
1.
Hasta ahora, siempre
que me has pedido redactar algo, me he negado o lo he aceptado a la fuerza. Y no
por menosprecio, sino por cierta timidez para meterme en ámbitos desconocidos
para mí. Pero esta vez hay una razón que me impele a hacerlo y disipa todos
mis temores. Y, bien que mal, me siento obligado a desahogar mi propio dolor
alentado por la misma necesidad de tener que hacerlo. Porque me resulta
insoportable estar oyendo las quejas que tenéis contra nosotros y callarme.
2.
Se nos acusa de que somos los hombres más miserables, vestidos de andrajos y ceñidos
con un vulgar cordón y, sin embargo, nos permitimos juzgar al mundo desde
nuestras cavernas, como alguien se deja decir. Pero entre todas las acusaciones
hay una que no podemos tolerar que estamos desacreditando incluso a vuestra
gloriosísima Orden; que llegamos hasta el descaro de difamar a sus santos
monjes, que en ella llevan una vida encomiable; que insultamos desde las sombras
de nuestra indignidad a los que son faros del mundo.
3.
¿Será posible? ¡Que nosotros andemos propalando no ya la explosión de la
invectiva, sino el susurro de la detracción! Como si, más que lobos
voraces camuflados con pieles de ovejas, fuéramos pulgas molestas o, peor todavía,
carcomas demoledoras que no tenemos el coraje de dar la cara y solapadamente
corroemos la vida de unos monjes ejemplares.
4.
Si todo esto fuera verdad, ¿de qué nos valdría que nos mortifiquemos en vano
todo el día y se nos tenga por ovejas para el matadero? Pienso que, si con esta
jactancia de fariseos despreciáramos a los demás y, lo que todavía es mayor
soberbia, a quienes son mejores que nosotros, ¿de qué nos serviría una
sobriedad tan austera en nuestras comidas, una pobreza tan notable en el hábito
que vestimos, tantos sudores en el diario trabajo manual, tanto rigor de ayunos
y vigilias constantes, una vida monástica tan especial y tan dura, si al fin
todo lo hacemos para ser admirados por los hombres? Cristo mismo nos juzga: En
verdad os digo, ya recibieron su recompensa. Y si tenemos puesta la confianza en
Cristo sólo para este mundo, ¿no somos entre todos los hombres los más dignos
de lástima? Porque sólo esperamos en Cristo para esta vida si es que únicamente
buscamos como recompensa por el servicio de Cristo la gloria
temporal.
II
1.
Desgraciado de mí, que con esfuerzos inauditos me las ingenio para no ser, o,
al menos, aparentar que no soy como los demás. Total para merecer una
remuneración o hasta un castigo más duro que cualquier otro hombre. Como para
pensar que fuimos incapaces de encontrar otro camino más cómodo para
precipitarnos en el infierno. Y si tuviéramos que caer en él sin remedio, ¿por
qué no suavizar más aún ese mismo camino por el que tantos van caminando? Me
refiero al camino ancho que lleva a la muerte. Así, por lo menos, iríamos
desde el placer y no desde el llanto a las penas eternas. ¡Cuánto más felices
son los que no piensan en la muerte, están sanos y orondos, no pasan las
fatigas humanas ni sufren como los demás! Son pecadores, y aunque están
condenados a perpetuo tormento por sus placeres temporales, siquiera gozaron ya
en este mundo de copiosas riquezas. ¡Desgraciados los que llevan la cruz, no
como llevó el Salvador la suya, sino como el cireneo aquel la ajena! ¡Pobres
aquellos citaristas que tocan sus cítaras, no como los del Apocalipsis, que
tocaron las suya; propias, sino, como unos hipócritas, las ajenas! ¡Desgraciados
una y mil veces los que llevan la cruz de Cristo y no siguen a Cristo, porque
participan efectivamente de sus sufrimientos, pero se resisten a imitar su
humildad!
III
1.
Con doble aflicción se verán afligidos los que así obran: aquí,
angustiándose humanamente con la gloria temporal; en el futuro, viéndose
arrastrar al suplicio eterno por su soberbia interior. Sufren con Cristo, pero
no reinan con Cristo. Siguen a Cristo en su pobreza, pero no lo acompañarán a
la gloria. En su camino beberán del torrente, pero no levantarán la cabeza en
la Patria. Lloran ahora, pero no serán consolados mañana.
2.
Y se lo ganaron. Pues ¿cómo podrán coexistir la soberbia y los pañales de la
humildad de Jesús? ¿Es que no tiene otra cosa con qué cubrirse la malicia
humana sino con los fajos de la infancia del Salvador? Una arrogancia que
siempre está fingiendo, ¿cómo podría acurrucarse en la estrechez del pesebre
del Señor, para que allí sólo se oiga la maldad de su corazón y no los
vagidos de la inocencia? Aquellos hombres tan soberbios del salmo, de cuyas
carnes les rezuma la maldad, revestidos de su malicia y de su impiedad, ¿no están
mucho más seguros que nosotros, agazapados en realidad tras una santidad ajena?
¿Quién es más impío: el que lo es públicamente o el que finge la santidad.
Este último porque al añadir la mentira, duplica la impiedad. ¿Para qué
seguir?
3.
Me temo que también sospechen de mí. Por supuesto, tú no, padre querido. Sé
que me conoces bien; tan bien como un hombre puede darse a conocer en este lugar
de tinieblas. Y además me consta que tú conoces cuál es mi opinión personal
en todo este asunto. Te escribo esto pensando en aquellos que no me conocen como
tú, ni me han escuchado nunca lo que desde hace tiempo venimos hablando los dos
a solas. Y como yo no puedo andar justificándome ante cada uno, tú, de mi
parte, y porque lo sabes de fuente directa por mí mismo, podrás convencerles
con estas razones tan válidas que te doy-. No tengo reparo alguno en redactar y
hacer públicos los temas de mis conversaciones íntimas contigo.
IV
1.
¿Quién ha podido sorprenderme jamás en una sola polémica o en una murmuración
privada contra vuestra Orden? Ha sido para mí una gran alegría cuantas veces
he tenido ocasión de encontrarme con cualquiera de vuestra Orden. Le he acogido
con todo honor, le he tratado con gran deferencia y le he exhortado con toda
sencillez. Siempre lo he dicho y la sostengo: lleváis una forma de vida santa,
honesta, dechado de castidad, singular por su discreción, fundada por los
Padres, inspirada en el Espíritu Santo, especialmente idónea para la salvación
de las almas. ¿Y voy a condenar yo lo que así elogio? Recuerdo con agrado la
acogida que se me dispensó como huésped en algunos monasterios vuestros. Que
Dios recompense a sus siervos la bondad con que me abrumaron, enfermo como
estoy, dispensándome más agasajos de los necesarios y una veneración sin duda
mayor que la merecida por mí. Me encomendé a sus oraciones. Asistí a sus
reuniones. Conversé con muchos, más de una vez, sobre las Escrituras y otros
temas espirituales, comunitariamente en la sala capitular y privadamente en los
locutorios.
2.
Pero nunca, ni en público ni en privado, he provocado a nadie para que
abandonara su Orden y se pasara a la nuestra. Incluso puse gran afán, como bien
lo sabéis, para que volviera a ella el hermano Nicolás, del monasterio de San
Nicolás, y otros de los vuestros. Es más, disuadí con mis consejos y así
impedí a dos abades de vuestra Orden que no depusieran sus cargos; voy a
silenciar sus nombres, porque tú mismo los conoces y sabes la íntima amistad
que me une con ellos. ¿Cómo pueden pensar y afirmar que condeno vuestra Orden,
cuando a mis amigos les convenzo para que entren en ella, cuando le devuelvo los
monjes que vienen a la nuestra y les pido con tanta insistencia que oren por mí,
cosa que la cumplen tan devotamente?
V
1.
¿O tenéis que pensar mal de mí por el mero hecho de ser monje en otra Orden?
Pues por esa misma razón todos los que vivís según observancias distintas a
las nuestras estáis lacerando también a nuestra Orden. Y, por lo mismo, tendríamos
que creer que continentes y cónyuges se enfrentan mutuamente porque, al cumplir
leyes distintas en el seno de la Iglesia, profesan estados de vida distintos. O
habría que decir que monjes y clérigos regulares se desacreditan entre sí
sólo porque les separan sus observancias correspondientes. E incluso deberíamos
suponer que Noé, Daniel y Job no podrán convivir juntos en un mismo reino,
pues sabemos que llegaron a él por caminos muy distintos. En fin, que en el
caso de Marta y María, o las dos o una de las dos necesariamente tuvieron que
desagradar al Señor Salvador, pues ambas pretendieron complacerle sirviéndole
de forma tan distinta. Con estos argumentos tendríamos que pensar que ni la
Iglesia podría gozar de paz y concordia por la gran variedad de Ordenes tan
distintas que la cortejan, como a aquella reina del salmo vestida de perlas y
brocados.
2.
Efectivamente, sería imposible vivir en ella con una paz tranquila, ni
encontrar un estado de vida seguro, si cuantos se deciden por una Orden
desprecian a todos los que viven en otra cualquiera o sospechan que son
despreciados por las demás. Sólo cabría una solución imposible: que una
misma persona entrara en todas las Ordenes o todos fueran a una misma Orden.
3.
Mas no soy tan corto como para no reconocer la túnica de José; no la del que
libró a Egipto, sino la del que salvó al mundo; y no del hambre corporal, sino
de la muerte material y espiritual. Porque se la reconoce desde muy lejos. Está
tejida de hilos muy distintos por su color, y su preciosa variedad la hace
inconfundible. Además viene teñida de sangre; no de cabrito, que
simboliza el pecado, sino de cordero, que representa la inocencia. Y la sangre
es suya, no ajena. Se trata del mansísimo Cordero, que enmudece no ante el
esquilador, sino ante el verdugo. El no cometió pecado, pero arrancó los
pecados del mundo.
4.
Recordáis cómo enviaron emisarios a Jacob para decirle: Esto hemos encontrado.
Mira a ver si es la túnica de tu hijo. Mira tú también, Señor, si ésta es
la túnica de tu Hijo predilecto. Reconoce, Padre todopoderoso, la túnica de
tantos colores que tejiste para tu Cristo, haciendo a unos apóstoles. a otros
profetas, a otros evangelistas, a otros pastores y maestros, con otras muchas
riquezas que acumulaste en sus preciosos atavíos para perfección consumada de
los santos, hasta llegar a la edad adulta, a la medida de madurez de la plenitud
de Cristo. Dígnate también, Dios mío, reconocer la púrpura que salpicó su
preciosísima sangre con la que fue empapada, y admira en esta púrpura la noble
señal y la impronta más victoriosa de la obediencia. ¿Por qué están rojos
tus vestidos? Es que yo solo he pisado el lagar, y de otros pueblos nadie me ha
ayudado.
VI
1.
Todo esto sucedió cuando se hizo obediente a su Padre hasta el extremo de
entrar en el lagar de la cruz donde pisó las uvas él solo. Pues sólo su brazo
le hizo valeroso, como él mismo lo dice: Yo logré escapar incólume. Levántale
ya, Dios mío, sobre todos los seres, y concédele el Nombre que sobrepasa a
todo nombre, de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo,
en la tierra y en el abismo. Que suba a lo más alto llevando cautivos; que
derrame sus dones sobre los hombres. ¿Qué dones son ésos? Dejará a su Esposa
la Iglesia una prenda de su herencia definitiva: su miseria túnica. La túnica
de varios colores, la túnica sin costuras, tejida de una pieza de arriba abajo,
de colores muy vivos por la pluralidad de Ordenes que en ella hay,
diferentes por mil matices, pero sin costura por su indivisible unidad en el
amor.
2.
Si alguien se pregunta: ¿Quién nos separará del amor de Cristo? Que escuche
la respuesta que le da la túnica de tantos colores. Hay diversidad de dones,
pero el Espíritu es el mismo. Hay diversidad de servicios, pero el Señor es
uno. Y después de enumerar los distintos carismas, como si fueran los diversos
colores, para ver cómo está entretejida y demostrar que no tiene costura,
porque es de una pieza, añade: Pero eso lo realiza el mismo Espíritu, que a
cada uno le da lo que le parece.
3.
El amor inunda nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado. Que
no se divida la Iglesia; que permanezca íntegra por derecho hereditario. Por
eso, pensando en ella, quedó escrito: De pie a tu derecha está la reina con un
vestido bordado en oro, enriquecido con diversas galas.
4.
Y así, hemos recibido todos diversos dones, unos uno, otros otro. Los
cluniacenses, los cistercienses, los clérigos regulares, todos los fieles del
laicado, lo mismo que toda Orden, toda lengua, toda edad, todo sexo, todo estado
de vida, en todo lugar y tiempo, desde el primer hombre hasta el último. Refiriéndose
el profeta a esta túnica que llega hasta los talones, afirmó: Nada se libra de
su calor; está a la medida exacta del que la va a llevar. Por eso dice en otro
lugar la Escritura: Llega con vigor de extremo a extremo y todo lo alcanza con
acierto.
VII
1.
Formemos todos la misma túnica, para que sólo tengamos una, tejida por todos.
Sí, una única entre todos. Aunque seamos muchos y muy distintos, para él sólo
existe una paloma mía, hermosa mía y sin defecto. Por lo demás, ni yo solo ni
tú sin mí, ni el otro sin nosotros dos, sino todos a la vez, tejemos esa túnica,
si de verdad nos empeñamos en guardar la verdad con el vínculo de la paz.
2.
No se puede decir que sólo nuestra Orden, ni sólo la vuestra exclusivamente,
hacen esa unidad, sino la nuestra y la vuestra juntas. A menos que, Dios no lo
quiera, con envidias y mutuas porfías nos mordamos unos a otros hasta
destrozarnos. Si procedemos así, no podrá Pablo presentarnos juntos como una
virgen intacta, para desposarnos con el único Esposo, Cristo. Por lo demás, la
esposa sigue pidiéndonos en el Cantar de los Cantares: Poned un poco de orden
en mi amor. Y aunque ya es una por el amor, está dividida en sus funciones.
3.
De lo contrario, ¿qué podríamos deducir? ¿Que soy cisterciense? ¿Y por eso
tengo que condenar a los cluniacenses? De ninguna manera, sino todo lo
contrario: los amo, los alabo, les estimo en mucho. Quizá me repliques, ¿y por
qué no abrazas esa Orden si tanto la alabas? Escúchame. Por aquello que dice
el Apóstol: Porque todo está permitido, pero no todo conviene. No precisamente
porque no sea una Orden noble y santa, sino porque yo era carnal y vendido al
pecado; me sentía tan débil, que necesitaba una poción medicinal más fuerte.
A las diversas enfermedades corresponden diversos remedios, y cuanto más
fuertes sean ellas, éstos han de ser más eficaces.
4.
Imagínate dos hombres enfermos, uno de fiebres tercianas, y otro de cuartanas.
Y que el de las cuartanas le dijese al de las tercianas que tome agua, peras y
otras cosas siempre frías, mientras él se abstiene de todo esto; sabe que el
vino y todo lo demás debe tomárselo siempre caliente, porque así le va mejor
para su enfermedad; ¿se podría censurarle porque le aconseja de esta manera? Y
si el otro le dijera: ¿por qué no bebes tú agua cuando tanto me la
recomiendas? Podría contestarle con toda razón: te la recomiendo noblemente,
pero yo me abstengo de ella; no me conviene.
VIII
1.
Si me preguntasen por qué recomiendo todas las Ordenes y no las profeso todas,
respondería que amo y alabo a todas, porque en todas se vive en el seno de la
Iglesia justa y santamente. Pero sólo puedo abrazar una por la profesión; a
todas las demás, con el amor. Con toda confianza puedo asegurar que este amor
conseguirá que no me vea privado de los frutos de aquellos institutos en los
que no vivo. Y más te diré. Anda con cautela, porque podría suceder que tú
lucharas en vano. Pero siempre será imposible que yo ame inútilmente todo el
bien que tú haces en tu Orden. Así es de confiado el amor. Uno puede trabajar
en balde sin amor, y el otro amar sin esfuerzo alguno. El primero pierde todo lo
que hace; el segundo, por su amor, nunca fracasa. No tiene por qué extrañarnos.
Pues en este exilio en el que todavía peregrina la Iglesia tiene que haber en
su seno, a la vez, como cierto pluralismo en la unidad, y cierta unidad en el
pluralismo, ya que cuando lleguemos al reino de la Patria, encontraremos también
como cierta disparidad en la igualdad. Por eso está escrito: la casa de mi
Padre tiene muchos aposentos. Como allí hay muchas habitaciones en la misma
casa, aquí hay muchas Ordenes en la misma Iglesia. Hay diversidad de dones,
pero un mismo Espíritu; allí hay diversidad de glorias, pero una misma casa.
Aquí y allí, la unidad radica en que el amor es el mismo. Pero aquí hay
diversidad de Ordenes, con una desigualdad notoria de observancia y obras, y allí
subsiste una distinción clarísima de méritos, pero justa.
2.
La misma Iglesia reconoce esta especie de concordia discordante o de discordia
concorde cuando dice: me guía por senderos de justicia, haciendo honor a su
nombre. Al decir senderos en plural y justicia en singular, tuvo presente la
diversidad de obras y la unidad de quienes las realizan. Y presintiendo también
la distinta unidad futura de la gloria, canta alegre y devota: todas sus
calles serán enlosadas de oro purísimo; en todos sus barrios se oirá cantar
Aleluya. Porque donde leemos calles y barrios, se refiere a la diversidad de
galardones y premios. Mas por el oro único metal que menciona para describir la
belleza de la ciudad futura y por el único aleluya que allí se canta, debes
pensar en la análoga hermosura de formas tan diversas y en la identidad de
tantos espíritus por su igual adoración.
IX
1.
Además, a esa ciudad no se llega por un solo camino, porque tampoco es una sola
la mansión a la que nos dirigimos, Cada uno verá por dónde se encamina, no
sea que por la diversidad de sendas se desvíe de la única santidad. Pero
en cualquier aposento al que llegue recorriendo su camino, no se sentirá
excluido de la casa del Padre, a no ser que se desvíe del camino que escogió.
Cada estrella difiere de todas las demás por su esplendor. Lo mismo pasa en la
resurrección de los muertos. Los justos resplandecerán todos como el sol en el
reino del Padre. Y según la diferencia de sus méritos, unos brillarán más
que otros. Méritos que no se han de medir como aquí, donde el hombre apenas
los puede discernir por no ver más que lo exterior de las obras. Pero allí
nada podrá impedir que se contemplen también los corazones, que han de quedar
al descubierto en sus intenciones, cuando nazca el sol de justicia. Y así como
ahora nadie se libra de su calor, tampoco entonces podrá esconderse nadie de su
esplendor. Por otra parte, las obras externas casi siempre se juzgan
peligrosamente por carecer de criterios ciertos. Muchas veces los que más cosas
hacen no son los más santos. Aquí termina mi defensa.
SOBRE
LOS DETRACTORES
X
1.
Todo esto me obliga a pensar que algunos de nuestra Orden se olvidan de este
mandato: No juzguéis nada antes de tiempo, esperad a que venga el Señor. El
sacará a la luz lo que esconden las tinieblas y pondrá al descubierto las
intenciones del corazón. Me refiero a los que, según se dice, condenan a otras
Ordenes, pretendiendo defender su propia santidad, cuando ellos no viven
conforme a la santidad de Dios. Si es cierto, sepan que no son de nuestra Orden
ni de ninguna otra. Porque vivirán materialmente conforme a la Regla, pero por
su arrogante manera de hablar son ciudadanos de Babilonia, es decir, de la
confusión. Aún más, son hijos de las tinieblas y del mismo infierno, donde no
hay orden ninguno, sino horrores sempiternos.
2.
Me dirijo a vosotros, mis hermanos, que, aun después de escuchar la parábola
del fariseo y el publicano, presumís de vuestra santidad y despreciáis a los
demás. Según dicen, aseguráis que sólo vosotros sois justos y más perfectos
que nadie; que sois los únicos monjes que viven según la Regla, pues fuera de
vosotros todos son transgresores de la misma.
XI
1.
En primer lugar, ¿qué os importa a vosotros lo que hagan los demás siervos?
Si se mantienen en pie o si caen, es cosa de su Señor. ¿Quién os ha nombrado
jueces suyos? Además, si como dicen, presumís así de vuestra Orden, ¿qué
clase de Orden es esa en la que, antes de quitar la viga de vuestro propio ojo,
andáis rebuscando escrupulosamente la paja en el ojo del hermano? Los que os
preciáis de guardar la Regia, ¿por qué murmuráis incumpliendo esa misma
Regla? ¿Por qué contra lo que dicen el Evangelio y el Apóstol, juzgáis antes
de tiempo a los otros siervos? ¿Acaso la Regla no coincide ni con el Evangelio
ni con el Apóstol? Porque, en ese caso, la Regla dejaría de ser una regla,
pues no sería justa. Escuchad y aprended lo que es la observancia, vosotros,
los que contra toda observancia condenáis a los que pertenecen a otras
observancias: Hipócrita, quítate primero la viga de tu ojo, y entonces podrás
ver para sacar la paja del ojo de tu hermano. ¿Me preguntas qué viga? Esa viga
larga y gruesa es tu soberbia. Te crees algo y no eres nada; te engríes
insensatamente como si fueras sensato, pero insultas frívolamente a los demás
por sus insignificantes motas; y tú con tu viga a cuestas.
2.
Llegas a decirle al Señor: Te doy gracias porque no soy como los demás,
avaros, injustos, adúlteros. Sigue, sigue y ten valor para decirlo también: y
detractores. No pienses que la detracción es la brizna más insignificante que
llevas dentro de tu ojo. ¿Por qué has enumerado las otras tan pronto y te has
callado ésta? Si crees que no es importante, escucha al Apóstol: Tampoco los
detractores entrarán en el reino de los cielos. Oye también al mismo Dios
amenazándote en el salmo: Te acusaré, te lo echaré en cara. Por el contexto
anterior está muy claro que aquí se dirige contra el detractor. Al que
apartando la vista de sus faltas se pone a escudriñar con toda curiosidad los
vicios ajenos y no los propios, hay que hacerle volver su cabeza y obligarle a
que se mire a sí mismo.
XII
1.
No obstante, se preguntan cómo pueden observar la Regla haciendo cosas que las
prohíbe. Abrigarse con pellizas, tomar sin necesidad carne o grasa de carne,
comer tres o cuatro veces al día, no dedicarse al trabajo manual, como está
prescrito. Y otras muchas cosas que a su arbitrio cambian, añaden o mitigan.
Todo eso está a la vista y no podemos negar que lo hagan. Pero escuchad la
regla de Dios con la que no pueden discrepar las normas de San Benito. El reino
de Dios está dentro de vosotros, es decir, no está en lo exterior, como son
los alimentos corporales o los vestidos, sino en las virtudes del hombre
interior. Por eso dice el Apóstol: No reina Dios por lo que uno come o bebe,
sino por la honradez, la paz y la alegría que da el Espíritu Santo. E insiste:
Dios no reina cuando se habla, sino cuando se actúa.
2.
Levantáis calumnias contra los hermanos a cuenta de sus observancias externas,
y prescindís vosotros de lo que en la Regla tiene más importancia: las
actitudes espirituales. Os tragáis un camello y coláis un mosquito. ¡Qué
desfachatez! Os preocupáis hasta el máximo de cubrir el cuerpo según la
Regla, y, en cambio, os importa muy poco que el alma ande desnuda, contra el espíritu
de la Regla. Mucho afán por llevar túnica y cogulla sobre el cuerpo, cómo si
el que no las llevara dejase de ser monje, para prescindir luego
interiormente de la comprensión y de la humildad, que son las verdaderas
prendas del alma.
3.
Inflados de orgullo por nuestras túnicas, aborrecemos las pellizas. Bastante
mejor es la humildad cubierta con ellas que la soberbia bajo una simple túnica.
El mismo Dios les hizo unas túnicas de piel a los primeros padres, y Juan en el
desierto se vistió de pieles. Quien introdujo el uso de la túnica en la
soledad se vistió también con pieles. Y por abstenernos de alimentos
condimentados nos hinchamos de legumbres los estómagos y de soberbia los espíritus.
Cuando sería preferible comer sobriamente manjares guisados que hartarse, hasta
reventar, de flatulentas legumbres.
4.
Tampoco a Esaú se le recriminó el que comiera carnes, sino lentejas. Adán fue
condenado no por comer carne, sino fruta. A Jonatán no le condenaron a muerte
por probar carne, sino por saborear miel. Y al revés, Elías comió carne
impunemente. Abrahán les obsequió a los ángeles sirviéndoles carne, y el
mismo Dios mandó que se le ofrecieran sacrificios de animales.
5.
Es mejor tomar algo de vino para bienestar del estómago que ahogarse en agua
por pura ansiedad. Ya Pablo aconsejaba a Timoteo que bebiera vino, y el mismo Señor
lo tornaba, puesto que le acusaron de bebedor, y se lo dio a beber a los apóstoles
e incluso con él instituyó el sacramento de su sangre. Ni tampoco consintió
que en unas bodas tuvieran que pasarse con agua. Junto a las aguas de la
contradicción castigó terriblemente la murmuración del pueblo. David temió
beber el agua que tanto había anhelado. Los soldados de Gedeón, que por avidez
se tumbaron para beber el agua del torrente, se hicieron indignos de participar
en la batalla.
6.
¿Y cómo os enorgullecéis tanto por vuestro trabajo manual, cuando Marta fue
reprendida por afanarse de aquella manera, mientras María salía alabada por su
quietud? ¿O no dice el Apóstol que el trabajo corporal es útil para poco
tiempo y que, en cambio, la piedad es útil para siempre? Maravilloso trabajo
aquel que hacía exclamar al profeta: He trabajado en mi llanto. Cuando me
acuerdo de Dios me lleno de alegría y cobro aliento. Estas frases no puedes
aplicarlas al trabajo corporal porque no es el cuerpo del profeta el que
desfallece, sino su espíritu, pues se trata de un esfuerzo espiritual.
XIII
1.
Quizá me estéis preguntando ya: ¿Tratas ahora de ponderar tanto el esfuerzo
del espíritu, que vas a condenar el trabajo manual impuesto por la Regla? En
absoluto. Esto hay que hacerlo, pero sin descuidar lo otro. Y si es necesario
dejar uno de los dos, habremos de quedarnos con lo espiritual y abandonar lo
corporal. Por la superioridad del espíritu sobre el cuerpo, es más provechoso
el ejercicio espiritual que el corporal. Y si tú, ensoberbecido por la
observancia del trabajo, desprecias a los que no la cumplen, ya te estás
delatando como inobservante, pues das importancia a lo secundario y eludes lo
principal. Escucha al Apóstol: Ambicionad los dones más valiosos.
2.
Al condenar a los hermanos por ensalzarte, en eso mismo estás perdiendo la
humildad; por despreciarlos, te quedas sin amor. Y éstos sí que son los dones
más valiosos. Tú castigas tu cuerpo con duros trabajos y mortificas sus
miembros con los rigores de la Regla. Está muy bien. Pero ¿por qué juzgas al
que no trabaja como tú? Si aunque se fatigue mucho menos por el esfuerzo
corporal, útil, mas para poco tiempo, trabaja mucho más que tú en los
ejercicios del espíritu. Y este trabajo es útil para todo. ¿Quién crees que
cumple mejor la Regla? Pues el mejor monje. ¿Y quién es mejor: el más humilde
o el más cansado? Será el que aprendió a ser sencillo y humilde como el Señor.
El que, con María, escogió la mejor parte, que no se le quitará.
XIV
1.
Tú sostienes que la Regla debe cumplirse al pie de la letra por todos los que
la han profesado. Y no toleras la más mínima exención. Pero yo me atrevo a
decirte que hasta ese extremo ni tú ni él la observáis. Porque,
efectivamente, él la quebranta muchas veces en lo referente a las observancias
corporales; pero es imposible que tú la cumplas hasta en sus mínimos detalles.
Y ya sabes que quien la viola en algo se hace reo de su totalidad. ¿Admites la
posibilidad de ser dispensado de algo? Entonces la observáis los dos, aunque de
distinta manera. Tú, con más rigor; el, quizá, con más discreción. Y con
esto no pretendo que deban descuidarse las tareas corporales. Ni que por el
hecho de no practicarlas ya sea uno, sin más, espiritual. Porque resulta todo
lo contrario. Los valores espirituales, aunque sean de orden superior, apenas se
pueden conseguir ni alcanzarlos nunca sino a través del esfuerzo corporal. Así
está escrito: No es primero lo espiritual y luego lo corporal; lo espiritual
viene después. Jacob no pudo colmar su sueño de abrazar a Raquel hasta
después de haber conocido a Lía. Por eso dice el salmista: Entonad salmos y
tocad los panderos. Como si dijese: Escoged lo espiritual, pero dedicaos antes a
lo corporal. Será perfecto aquel que discreta y oportunamente hace las dos
cosas.
XV
1.
Para que esta carta sea eso, una carta, debería rematarla ya. Pues creo, padre
mío, que ya he reprendido cuanto pude a los nuestros, de quienes te quejas,
porque murmuran de tu Orden. Y yo también me he defendido ya, pues debía
hacerlo, de las falsas sospechas sobre mi proceder.
2.
Mas podría parecer que por no perdonar nada a los nuestros, estoy
condescendiendo demasiado con alguno de los vuestros en cosas que no se pueden
aprobar. Por eso he creído necesario tratar de algunas cosas más que sé te
disgustan. Cuantos deseen ser rectos deberán tener cuidado con ellas, sin
olvidar que son cosas que suceden en la Orden, pero que en modo alguno son
propias de ella. Todo orden excluye el desorden. Donde encontremos desorden no
podremos decir que haya orden.
3.
Pero nadie piense que voy a luchar contra la Orden, sino en su favor; porque no
censuro a la Orden, sino los vicios de sus miembros. Estoy absolutamente seguro
de que por esto no voy a molestar a nadie si la ama de verdad. Todo lo
contrario; me lo acogerán con agrado, puesto que al fin luchamos contra lo que
también ellos abominan. Y si alguien se da por ofendido, con ello se descubre a
sí mismo de que no ama mucho a su Orden, pues no soporta que se condene su
corrupción o sus vicios. Y a éstos les diría aquello de San Gregorio:
Es preferible provocar el escándalo a abandonar indefensa a la verdad.
Hasta aquí contra los detractores.
SOBRE
LA SUPERFICIALIDAD
XVI
1. Se asegura, y así lo creemos, que fueron santos los Padres que instituyeron vuestro género de vida. Con el fin de que en ella fueran muchos los que se salvaran, mitigaron, mirando a los más débiles, el rigor de la Regla, pero sin destruirla. A mí no me entra en la cabeza, por otra parte, que llegaran a legislar o condescender con tanta cosa inútil o superflua como veo en muchos monasterios. No me explico cómo pudo arraigar semejante inmoderación entre los monjes a la hora de comer y de beber, en su modo de vestirse y en el aderezo de sus lechos, en sus cabalgaduras y en la construcción de los edificios. Se ha llegado al extremo de pensar que allí donde se busca todo esto con mayor afán, complacencia y profusión, allí se vive mejor el espíritu de la Orden y es mayor a entrega a Dios.
2.
Y así, a la moderación la tienen por avaricia, la sobriedad pasa por rigidez,
al silencio lo consideran melancolía. Y al revés, a la relajación la llaman
discreción, al despilfarro generosidad, alegría al bullicio, decoro al lujo en
el vestir y la fastuosidad en las monturas; llaman aseo al innecesario
desvelo por la comodidad de los lechos. Y facilitar todo esto a los demás es
caridad. Una caridad que mata a la caridad. Una discreción que desfigura
a la discreción. Misericordias semejantes rebosan crueldad. Desde luego que
halagan el cuerpo, pero estrangulan el alma. ¿Qué clase de caridad es esa que
ama la carne y desprecia el espíritu? ¿Puede llamarse discreción el dárselo
todo al cuerpo para negárselo al alma? ¿Será misericordia recrear a la
esclava y matar a la señora? Que nadie espere alcanzar misericordia por
semejante misericordia, al menos aquella misericordia prometida en el Evangelio
por boca de la Verdad: Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán
misericordia.
3.
Más bien pueden estar ciertos del castigo que les espera, como aquel impío
misericordioso (por así llamarlo) a quien el santo Job interpela más por espíritu
de profecía que por dureza imprecatoria: No quedará ni recuerdo de él y será
cortado como árbol inútil. E inmediatamente daba la razón convincente a tan
merecido castigo: Porque maltrató a la estéril sin hijos y no socorrió a la
viuda.
XVII
1.
Desordenada y totalmente insensata misericordia la que se desvive por satisfacer
los deseos de la carne estéril e infructuosa que, en palabras del Señor, no
sirve para nada y, según el Apóstol, tampoco puede heredar el reino de Dios.
Descuida por completo el consejo del sabio sobre la atención vigilante de
nuestra alma cuando nos amonesta: Ten compasión de tu alma si quieres agradar a
Dios. Excelente misericordia es compadecerte de tu alma, pues por ella merecerás
la otra misericordia, gracias a la cual puedes complacer a Dios. De lo
contrario, como ya dije, no será misericordia, sino crueldad. No habrá caridad
sino iniquidad. No es discreción, sino su falsificación, volcarse con la estéril
(que no engendra); o, lo que es igual, esclavizarse ante las concupiscencias de
la carne insensible y no hacer nada por la viuda; esto es, no preocuparse lo más
mínimo por fomentar las virtudes del alma, que se encontraría así viuda del
Esposo celestial. Aunque eso no le impide concebir del Espíritu Santo y dar a
luz sentimientos inmortales, capaces de reportarle una herencia incorruptible y
celestial, pero si encuentran a alguien que los cultive con interés y
delicadeza.
XVIII
1.
Es tan grande la influencia de estos abusos, que va casi en todas partes se
toman como normas, hasta el extremo de que todo el mundo lo hace sin que nadie
se lamente ni lo reprenda, pero por razones diferentes. Algunos lo hacen como si
no lo hiciesen, sin conciencia alguna de falta o, al menos, muy amortiguada. La
mayoría lo hacen por pura sencillez, o por caridad, o por necesidad. Son tan
sencillos que se comportan así sólo porque se lo mandan, siempre
dispuestos a cambiar de conducta si les indicaran otra cosa. Otros lo hacen por
no vivir en discordia con los que conviven, no buscando su complacencia
personal, sino la paz con los demás. Y otros porque son incapaces de
enfrentarse con los que no piensan como ellos, que son los más, y defienden
hasta con alarde que estos desórdenes son verdaderas observancias de la Orden.
Y siempre que intentan cambiar o restringir alguna cosa, inmediatamente se les
resisten los otros con toda la oposición de su influencia.
XIX
1.
¿Quién iba a pensar, cuando se instituyó el orden monástico, que se iba a
llegar a semejante relajación? ¡Qué lejos nos encontramos de los monjes que
vivieron en tiempos de Antonio! Cuando les llegaba el tiempo de visitarse unos a
otros, impulsados por el amor, iban tan ávidos de compartir el pan del alma
que, olvidándose de comer, se pasaban a veces el día en ayunas por enfrascarse
de lleno en las cosas del espíritu.
2.
Ellos sí que vivían la verdadera Regla, dándole prioridad a lo más noble.
Ellos sí que poseían la máxima discreción, entregándose a lo más
importante. Ellos sí que amaban la verdad, saciándose con tanta ansia en sus
almas, por cuyo amor había muerto Cristo. Pero nosotros, para decirlo con
palabras del Apóstol: Cuando nos reunimos, no lo hacemos para comer la cena del
Señor. Ni uno siquiera pide el pan celestial, aunque tampoco encontraría quien
se lo quisiera dar. Nadie conversa sobre las Escrituras, ni se alude para nada a
la salvación del alma. Todo se reduce a chistes y frivolidades, risas y
palabras que se lleva el viento. Y sentados a la mesa comemos como glotones,
mientras los chistes acaparan toda nuestra atención y así nos olvidamos de la
debida moderación a la hora de comer.
SOBRE
LA COMIDA
XX
1.
En este ambiente se sirven platos y más platos. Y a falta de carne, de la que
todavía se guarda abstinencia, se repiten los más exquisitos pescados. Cuando
ya te has saciado de los primeros platos, si pruebas los siguientes, creerías
que no has comido aun ningún pescado. Porque es tal el esmero y el arte con que
lo preparan todo los cocineros, que, devorados ya cuatro o cinco platos, aún
puedes con otros más, y la saciedad no mata el apetito. Seducido el paladar por
nuevos, condimentos, vas olvidando el sabor de lo anterior. Y como si estuvieras
en ayunas, se excita de nuevo la voracidad con las salsas más extrañas. Claro
que, al final y sin caer en la cuenta, va uno atiborrándose, aunque la variedad
del menú alivie el empalago. Normalmente nos cansan los alimentos servidos al
natural, tal como nos los da la tierra. Pero combinándolos de mil maneras se
les quita el sabor que les dio el Creador, se excita la gula con sabores
falsificados y se sobrepasa excesivamente la raya de lo necesario, e incluso la
del deleite.
2.
¿Y quién es capaz de escribir, sin aludir a otros platos, las más
diversas maneras de componer o, mejor, de descomponer unos simples huevo?
Con qué escrúpulo se baten y se revuelven, se preparan para tomarlos pasados
por agua, o se cuecen para comerlos duros, se salpican en trocitos, o se fríen,
los meten al horno o los rellenan, los presentan solos o con guarnición. ¿Para
qué tanto esmero sino para matar su monotonía? Tampoco descuidan su presentación
en las fuentes, para que la vista pueda deleitarse también como después lo hará
el paladar. Así, para cuando el estómago comienza a demostrar su saturación,
ya los ojos han quedado satisfechos. Pero, a pesar de la vistosidad que ofrecen
a las miradas y la seducción con que complacen al gusto, el pobre estómago,
que no entiende de colores ni saborea los manjares, es condenado a recibir todo
lo que le echen, y en su opresión se siente no precisamente satisfecho, sino
como enterrado bajo la comida.
SOBRE
LA BEBIDA
XXI
1.
No puedo ni sugerir que nos contentemos con beber agua, cuando ni siquiera
soportamos beber el vino mezclado con agua. Porque todos sin excepción, en
cuanto nos hicimos monjes, por lo visto comenzamos a padecer del estómago, a
juzgar por nuestra fidelidad en cumplir el consejo tan oportuno del Apóstol
acerca del vino. Pero no sé por qué nos olvidamos del adverbio con que matiza
su frase: módiramente. Y ojalá nos limitáramos a beber el vino sin mezclarlo,
por selecto que sea. Vergüenza da decirlo; pero más bochornoso es hacerlo que
decirlo. Y si nos sonroja el escucharlo, avergoncémonos también de no
enmendarnos.
2.
Cuando te sientes a la mesa, podrás observar cómo un monje devuelve tres o
cuatro tazas medio llenas, después de haber olfateado diversos vinos sin
beberlos, pero probados ya casi sin rozarles los labios, como un consumado
catador que con experta rapidez elige al fin el más fuerte y exquisito. Los días
de solemnidad ha llegado a imponerse en algunos monasterios la costumbre de
beber en el refectorio vinos rociados de miel y espolvoreados con especias. ¿También
esto lo hacen por debilidad del estómago? Seamos sinceros; se trata solamente
de poder beberlo en abundancia y paladearlo con mayor deleite.
3.
Cuando ya las venas se hinchan con tanto vino y el pulso martillea en las
sienes, ¿qué puede hacer el que se levanta de la mesa en esas condiciones sino
echarse a dormir? Pero luego no le obligues a que se levante a vigilias, porque
no arrancarás de él melodía alguna, sino suspiros.
4.
Vuelvo a la cama, y si me preguntan qué me pasa, me quejo de que no me
encuentro bien y de que no tengo ganas de comer; pero soy incapaz de confesar
que he bebido demasiado.
SOBRE
LA ENFERMERÍA
XXII
1.
Más ridículo todavía resulta lo que muchos me han contado dándolo por
cierto; por eso no me parece justo dejarlo pasar por alto. Aseguran,
efectivamente, que monjes aún jóvenes, sanos y robustos, abandonan la vida de
comunidad para instalarse en la enfermería sin estar enfermos. Así pueden
comer carne habitualmente, cosa que la sobriedad de nuestra Regla se lo permite
solamente y a duras penas a los enfermos y verdaderamente débiles, para que se
repongan. Ellos no; no es que necesiten reparar los achaques de un organismo que
ya está arruinándose; sólo desean satisfacer sus ansias de comer carne. Yo me
pregunto, ¿qué seguridad puede tener el que abandona las armas, como si ya
hubiese acabada la guerra con el triunfo sobre el enemigo, cuando en pleno
combate deslumbra el fulgor de las lanzas y vuelan en todas direcciones las
flechas del contrario? ¿Con qué garantía pueden contar los que se pasan las
horas muertas comiendo y revolcándose desnudos sobre mullidos lechos? ¡Qué
valientes sois, cobardes! Mientras vuestros compañeros, cubiertos de sangre,
pelean con la muerte, vosotros a comer los más exquisitos manjares y a dormir
hasta media mañana. Los demás, no; que velen día y noche sin descanso
estrujando hasta el límite su tiempo, porque corren días malos. Pero vosotros
os pasáis toda la noche durmiendo a placer y dejáis que corran las horas
del día charlando y sin dar golpe.
2.
Encima diréis que hay paz cuando no hay paz. ¿Cómo no os morís de vergüenza,
al escuchar la indignada reprensión que os lanza el Apóstol? Todavía no habéis
luchado hasta derramar sangre. ¿No os asusta este espantoso trueno con que os
amenaza? Cuando están diciendo que hay paz y seguridad, entonces les caerá
encima de improviso el exterminio, como los dolores a una mujer encinta, y no
podrán escapar. Es una medicina demasiado melindrosa vendarse antes de ser
herido, quejarse de las llagas que aún no han aparecido, parar el golpe que aún
no nos han dado, poner pomadas donde no nos duele, aplicar emplastos donde no
hay herida.
XXIII
1.
Y para colmo, con el fin de distinguir a los santos de los enfermos, han de
llevar unos bastones que no los necesitan, sino como señal de una enfermedad
inexistente, ya que carecen de esos síntomas comunes que son la delgadez del
cuerpo o la palidez del rostro. ¿Qué podremos hacer? ¿Reírnos u llorar por
tanta insensatez? ¿Fue así como vivió Macario? ¿Es esto lo que nos enseñó
Basilio? ¿Fue esto lo que instituyó Antonio? ¿Sería ésa la vida que
llevaron nuestros Padres en Egipto? Y los santos Odón, Mayolo, Odilón y Hugo,
de quienes ellos se ufanan por considerarlos como insignes maestros suyos y de
su orden, ¿vivieron así o establecieron algo semejante? Ninguno de ellos, si
fueron santos o, mejor, porque lo fueran, pudo disentir del Apóstol cuando nos
dice: Teniendo qué comer y con qué vestirnos, podemos estar contentos. Mas
para nosotros, comer es hartarnos, y vestirnos es andar siempre elegantísimos.
SOBRE
EL VESTIDO
XXIV
1.
Otros se afanan por vestirse no con lo más común, sino con lo más rebuscado.
Y no para abrigarse mejor, sino por pura ostentación. No se sigue el criterio
de la Regla comprando lo más barato, sino lo que se pueda llevar con más lujo
y afectación. ¡Qué desgracia, puede pensar cualquiera que se tenga por monje,
tener que vivir el espectáculo que ha llegado a dar nuestra Orden! Una Orden
que fue la primera en toda la Iglesia. Con ella precisamente nació la Iglesia.
No había en la tierra otra como ella, tan parecida a los coros angélicos.
Ninguna más próxima a la Jerusalén celestial, nuestra Madre, por la nitidez
se su pureza y por el fuego de su amor, pues sus fundadores fueron los Apóstoles
y a sus iniciadores les llama santos muchas veces el apóstol Pablo. Nadie en
aquella comunidad guardaba para sí lo que era suyo; todo lo distribuían según
lo que necesitaba cada uno, y no para satisfacer sus pueriles caprichos. Como
nadie recibía más que lo necesario, no tenían ni siquiera ocasión de poseer
nada superfluo o especial, y menos aun nada singularmente llamativo.
2.
Aplicando la frase según lo que necesitaba cada uno a las prendas de vestir,
significa que eran las imprescindibles para cubrirse y abrigarse. ¿O piensas
que para vestirse compraban telas de seda y para ir a caballo montaban mulas de
doscientos sueldos de oro? ¿Crees que cubrían sus lechos con pieles de
animales raros o con edredones de variados colores? No. Justamente se le daba a
cada uno lo necesario. No podrían preocuparse demasiado del precio, de la
calidad o del color de la ropa si pusieran toda su alma en la mutua concordia,
en su unidad espiritual y en el cultivo de la virtud. En el grupo de los
creyentes todos pensaban y sentían lo mismo.
XXV
1.
Y hoy, ¿dónde encontramos aquella unanimidad y concordia? Dispersos en lo
exterior y desviados de los bienes auténticos y eternos del reino, que está
dentro de nosotros, buscamos fuera la compensación vacía de las vanidades y
falsas locuras, hasta llegar a perder lo más genuino de la primitiva religión
y sus mismos signos externos. Porque incluso el hábito (y lo digo con dolor),
que era una prenda clarísima de humildad, es ahora en nuestros monjes un
testimonio de arrogancia. Por eso difícilmente podremos encontrar en nuestra
región tejidos como para poder vestirnos nosotros. Monjes y soldados,
indistintamente, llevan su cogulla o su clámide de la misma calidad. Y
cualquier seglar, por muy distinguida que sea su posición, aunque sea el rey o
el mismo emperador, aceptaría nuestra ropa por su uso, simplemente arreglándola
y adaptándola a su estado de vida.
XXVI
1.
Me diréis que la religión no depende del alma, porque radica en el corazón.
De acuerdo. Pero tú vas de ciudad en ciudad a comprar tela para las cogullas y
recorres los mercados, te metes por las feria, miras en todos los puestos,
revisas todas sus existencias, obligas a que te muestren todas las piezas, las
tocas con los dedos, las miras a la luz del sol y vas rechazando una tras otra,
o porque son demasiado gruesas o porque no te gusta el color; hasta que al fin
encuentras la que te agrada por la calidad de su tejido y por el matiz de su
tinte; y te quedas con ella sin que te asuste su precio, por exagerado que sea.
Dime. ¿Haces esto con toda sencillez o porque ahí está todo tu corazón?
Cuando, contra lo que dice la Regla, no te limitas a comprar lo más barato, y
rebuscas afanosamente hasta dar con lo mejor, comprando lo más caro, ¿cómo lo
haces: sin advertirlo o con deliberada intención? Porque sabemos muy bien que
todos nuestros vicios salen al exterior de lo que se almacena en el corazón. Un
corazón vanidoso deja en el porte exterior la marca de su vanidad. La afectación
exterior es un indicio de la vanidad interior. Las ropas refinadas indican
molicie de espíritu. No se preocuparía tanto de engalanar su cuerpo quien
antes no hubiera descuidado cultivar su espíritu con las virtudes.
SOBRE
LOS ABADES
XXVII
1.
La Regla dice que el maestro se hace responsable de todos los delitos de sus
discípulos, y el Señor amenaza por su profeta a los pastores con pedirles
cuenta de la sangre de los que mueren en pecado. Por eso me asombra ver que
nuestros abades consientan tantas cosas. Pero es que, por otra parte, y lo digo
con toda franqueza, ¿quién puede tener coraje para reprender a otros cuando
tampoco él se ve irreprochable? Efectivamente, comprendo que es muy humano no
enfrentarse a los demás por cosas en las que uno condesciende consigo mismo.
Pero lo voy a decir, sí; me parece muy duro, mas debo decir la verdad. ¿Será
posible que la luz del mundo se haya hecho tiniebla? ¿Cómo es que la sal se ha
vuelto sosa? Los que con su vida debieran haber sido sendero hacia la vida, han
pasado a ser ciegos que guían a otros ciegos por el ejemplo de soberbia que
brindan con sus obras.
2.
Voy a callar muchas cosas. Pero ¿qué ejemplo de humildad nos pueden dar ellos
cuando viajan haciendo ese alarde de séquitos majestuosos y de nutrida caballería,
acompañados y servidos por tantos criados de acicaladas pelucas, hasta el grado
de que el acompañamiento de un solo abad podría muy bien ser suficiente para
dos obispos?
3.
Miento si no vi con mis propios ojos a un abad que llevaba en su comitiva más
de sesenta caballos. Dirías, al verlos pasar, que no son padres de un
monasterio, sino señores de un castillo; que no parecen maestros espirituales,
sino dueños de provincias enteras. Ordenan llevar consigo manteles, vasos,
platos, candelabros y maletas que revientan, no porque vayan llenas de simples
colchas, sino de lujosos adornos para sus lechos. Son incapaces de alejarse
apenas cuatro leguas de sus casas sin movilizar todo su equipaje; como si se
pusiera en marcha un ejército o tuvieran que atravesar un desierto en el que no
iban a encontrar ni lo más indispensable. ¿Es que no pueden usar el mismo vaso
para beber el vino y para echar agua en sus manos? ¿Es que no vas a pegar ojo
si no te acuestas sobre varios colchones y no te cubres con los cobertores más
caprichosos? ¿Es que no puede servirte un mismo criado para atar el caballo,
servir la mesa y preparar las camas? ¿Por qué no llevamos con nosotros todo lo
necesario para esa caterva de criados y caballos? Así aliviaríamos al menos la
sobrecarga de tanta molestia para nuestras hospederías.
SOBRE
EL ARTE Y LOS AJUARES
XXVIII
1.
Esto no es nada. Vayamos a cosas más graves, pero que pasan inadvertidas por lo
frecuentes que son. No me refiero a las moles inmensas de los oratorios, a su
desmesurada largura e innecesaria anchura, ni a la suntuosidad de sus
pulimentadas ornamentaciones y de sus originales pinturas, que atraen la atención
de los que allí van a orar, pero quitan hasta la devoción.
2.
A mí me hacen evocar el antiguo ritual judaico. Claro que todo esto es para la
gloria de Dios. ¡No faltaba más! Pero yo, monje, pregunto a los demás monjes
aquello que un pagano preguntaba a otros paganos: Decidme, pontífices, qué
hace el oro en el santuario. Pero lo planteo de otra manera, porque no me fijo
en la letra del verso, sino en su espíritu: Decidme, pobres, si es que lo sois,
¿qué hace el oro en el santuario? Porque una es la misión de los obispos
y otra la de los monjes. Ellos se deben por igual a los sabios y a los
ignorantes, y tienen que estimular la devoción exterior del pueblo mediante la
decoración artística, porque no les bastan los recursos espirituales.
3.
Pero nosotros, los que ya hemos salido del pueblo, los que hemos dejado por
Cristo las riquezas y los tesoros del mundo con tal de ganar a Cristo, lo
tenemos todo por basura. Todo lo que atrae por su belleza, lo que agrada por su
sonoridad, lo que embriaga con su perfume, lo que halaga por su sabor, lo que
deleita en su tacto. En fin, todo lo que satisface a la complacencia corporal.
4.
¿Y podemos pretender ahora que estas cosas exciten nuestra devoción? ¿Qué
finalidad perseguiríamos con ello? ¿Que queden pasmados los necios o que nos
dejen sus ofrendas los ingenuos? Quizá sea que vivimos aún como los paganos y
hemos asimilado su conducta rindiéndonos ante sus ídolos. O hablando ya con
toda sinceridad y sin miedo, ¿no nacerá todo esto de nuestra codicia, que es
una idolatría? Porque no buscamos el bien que podamos hacer, sino los donativos
que van a enriquecernos. Si me preguntas, ¿de qué manera? Te respondería: de
una manera originalísima. Hay un habilidoso arte que consiste en sembrar dinero
para que se multiplique. Se invierte para que produzca. Derrocharlo equivale a
enriquecerse. Porque la simple contemplación de tanta suntuosidad, que se
reduce simplemente a maravillosas vanidades, mueve a los hombres a ofrecer
donaciones más que a orar. De este modo, las riquezas generan riquezas. El
dinero atrae al dinero, pues no sé por qué secreto, donde más riquezas se
ostentan, más gustosamente se ofrecen las limosnas. Quedan cubiertas de oro las
reliquias y deslúmbranse los ojos, pero se abren los bolsillos. Se exhiben
preciosas imágenes de un santo o de una santa, y creen los fieles que es más
poderoso cuanto más sobrecargado esté de policromía. Se agolpan los hombres
para besarlo, les invitan a depositar su ofrenda, se quedan pasmados por el
arte, pero salen sin admirar su santidad. No cuelgan de las paredes simples
coronas, sino grandes ruedas cuajadas de pedrerías, rodeadas de lámparas
rutilantes por su luz y por sus ricas piedras engarzadas. Y podemos contemplar
también verdaderos árboles de bronce, que se levantan en forma de inmensos
candelabros, trabajados en delicados filigranas, refulgentes por sus numerosos
cirios y piedras preciosas.
5.
¿Qué buscan con todo esto? ¿La compunción de los convertidos o la admiración
de los visitantes? Vanidad de vanidades. ¿Vanidad o insensatez? Arde de luz la
iglesia en sus paredes y agoniza de miseria en sus pobres. Recubre de oro sus
piedras y deja desnudos a sus hijos. Con lo que pertenece a los pobres, se
recrea a los ricos. Encuentran dónde complacerse los curiosos y no tienen con
qué alimentarse los necesitados. Y encima, ni siquiera respetamos las imágenes
de los santos que pululan hasta por el pavimento que pisan nuestros pies. Más
de una vez se escupe en la boca de un ángel o se sacude el calzado sobre el
rostro de un santo. Si es que llegamos a no poder prescindir de imágenes en el
suelo, ¿por qué se han de pintar con tanto esmero? Es embellecer lo que en
seguida se va a estropear. Es pintar lo que se va a pisar. ¿Para qué tanta
imagen primorosa empolvándose continuamente? ¿De qué le sirve esto a los
pobres, a los monjes y a los hombres espirituales?
6.
A no ser que respondamos a aquella pregunta del poeta con las palabras del
salmo: Señor, yo amo la belleza de tu casa, el lugar donde reside tu gloria. En
ese caso lo toleraría, pues aunque son nocivas las riquezas para los
superficiales y los avaros, no lo son para los hombres sencillos y devotos.
XXIX
1.
Pero en los capiteles de los claustros, donde los hermanos hacen su lectura, ¿qué
razón de ser tienen tantos monstruos ridículos, tanta belleza deforme y tanta
deformidad artística? Esos monos inmundos, esos fieros leones, esos horribles
centauros, esas representaciones y carátulas con cuerpos de animal y caras de
hombres, esos tigres con pintas, esos soldados combatiendo, esos cazadores con
bocinas... Podrás también encontrar muchos cuerpos humanos colgados de una
sola cabeza, y un solo tronco para varias cabezas. Aquí un cuadrúpedo con cola
de serpiente, allí un pez con cabeza de cuadrúpedo, o una bestia con
delanteros de caballo y sus cuartos traseros de cabra montaraz. O aquel otro
bicho con cuernos en la cabeza y forma de caballo en la otra mitad de su cuerpo.
Por todas partes aparece tan grande y prodigiosa variedad de los más diversos
caprichos, que a los monjes más les agrada leer en los mármoles que en los códices,
y pasarse todo el día admirando tanto detalle sin meditar en la ley de Dios. ¡Ay
Dios mío! Ya que nos hacemos insensibles a tanta necedad, ¿cómo no nos duele
tanto derroche?
XXX
1.
Un tema tan complejo como éste me da pie para entenderme mucho más. Pero me
apremian mis propias ocupaciones, bastante absorbentes, y tu prisa para
marcharte, querido Ogerio, pues no estás dispuesto a demorarte más ni quieres
irte sin este nuevo opúsculo. Por eso voy a satisfacer tu doble deseo. Te dejo
partir y resumo lo que aún me falta. Por otra parte, es mejor decir poco con
paz que mucho con escándalo. Y ojalá que ese poco lo haya escrito sin
escandalizar a nadie. Pues sé muy bien que fustigando vicios se ofende a sus
autores. Aunque también podría suceder, con el querer de Dios, que algunos a
quienes yo temo exasperar, quizá lo lean a gusto, si es que se corrigen de sus
vicios.
2.
Concretando. Todo dependerá de que los monjes más rigurosos dejen de murmurar
y los más relajados corten con lo superfluo. Así, cada uno conservaría el don
que posee, sin juzgar al que no lo tiene; si el que ya optó por lo mejor no
envidia a los que son mejores y el que cree obrar mejor no desprecia la bondad
del otro; si los que pueden vivir más rigurosamente no vilipendian a los que
no pueden hacerlo y éstos admiran a los primeros, pero sin pretender imitarlos
temerariamente. A los que ya profesaron una vida más rigurosa no les está
permitido descender a otra menos exigente sin caer en la apostasía. Lo cual no
quiere decir que haya que llegar a la conclusión de que todos deberían pasarse
de observancias menores a otras mayores, no sea que caigan en la ruina.
SOBRE
LOS MONJES QUE CAMBIAN DE ORDEN
XXXI
1. Me consta que algunos, procedentes de otras congregaciones e institutos, se dieron demasiada prisa para acudir e ingresar en nuestra Orden. Pero entre los suyos sembraron el escándalo y a nosotros nos perjudicaron. A ellos por su temeraria huida y a nosotros porque nos perturbaron con su pobre manera de vivir como monjes. Además, despreciaron altivamente lo que ya tenían e intentaron temerariamente lo que les superaba; al fin Dios les hizo descubrir su equivocación acabando como tenían que acabar. Efectivamente, terminaron abandonando descaradamente lo que imprudentemente abrazaron y vergonzosamente se volvieron a lo que habían dejado sin verdaderas razones. Sólo buscaban nuestros claustros porque eran incapaces de de vivir pacientemente dentro de su Orden, y no porque deseasen la nuestra. Ahora se muestran tal como son, yendo y viniendo de vuestros monasterios a los nuestros, y de los nuestros a los vuestros con una veleidad tan inestable, que nos escandalizan a nosotros, a vosotros y a todos los hombres de sentido común. Es verdad que también hemos conocido a otros que, con la gracia de Dios, comenzaron con toda decisión y, con su ayuda, perseveran con mayor tesón todavía. Sin embargo, es mucho más seguro continuar allí donde comenzamos que volver a empezar en otra Orden donde no vamos a perseverar. De todas maneras, lo que unos y otros hemos de intentar es cumplir lo que nos aconseja el Apóstol: Todo lo que hagáis, que sea con amor. Esto es lo que yo pienso a propósito de esa polémica entre vuestra Orden y la nuestra. Esto es lo que suelo decir a los nuestros y a los vuestros; lo que me gusta no sólo comentar sobre vosotros, sino manifestaros directamente a vosotros mismos, y esto lo sabes tú muy bien, porque nadie me conoce como tú. Todo lo que en vosotros considero laudable, lo alabo y lo elogio. Y en lo que me parece menos recto, trato de exhortaros a ti y a otros amigos míos para que lo enmendéis. Esto no es detracción, sino atracción. Te ruego y suplico que procedáis siempre con nosotros de la misma manera. Saludos.