¿Materia o Energía?
Zamora,
1 mayo 2024 Sin energía no es posible la realidad en ninguna de sus formas, y mucho menos la vida en cualquiera de sus manifestaciones. De ahí que se llame a la energía el corazón de la materia, como punto de apoyo del orden universal. Unos dicen que la energía es el canal en que se expresa la voluntad y el poder de Dios. Para otros, la energía es un elemento físico cuyo efecto de virtualidades e interacciones químicas equivale a “movimiento, hermano inseparable de la materia”. Pero lo cierto es que por el movimiento (o energía) y su constitución, la materia cobra, progresivamente, multiplicidad y perfección. Aunque a ello se aferren los que niegan a Dios, el aparente auto-perfeccionamiento de la materia no contra dice la existencia de un “punto omega” (o principio activo derivado de la voluntad de un supremo Creador), dada la improbable autosuficiencia de la materia. A lo que habrían que sumar las preguntas clave de la existencia humana: ¿De dónde viene lo que me rodea, y de la que yo formo parte? ¿Adónde voy o puedo ir? Y todo ello, ¿por qué? En definitiva, hoy no cabe en el cerebro humano la idea del caos o desorden absoluto, que los antiguos presentaban como entidad primigenia. Se sabe ya que orden, materia y energía son como una tríada inseparable. Para la ciencia más actual la energía es de un carácter tal que, estando en el trasfondo (o corazón) de toda realidad material, sugiere como necesaria una dependencia extramaterial. Es decir, es en el corazón de la propia materia donde se encuentra una evidente prueba de la existencia de Dios. Por decirlo de otro modo, sin la existencia de un Dios (o ente superior) no es posible explicar la marcha hacia la convergencia universal de cuanto existe. En cuanto al proceso de evolución, vendría a resultar el larguísimo y apasionante camino entre el principio y el fin de todo. Principio y fin que son como los polos de la esfera que todo lo envuelve. Dentro de esa fantástica esfera (el espacio) cabe la eternidad y cabe el tiempo (al que Bergson llama durée, lit. duración) a la estrecha relación entre espacio y tiempo). También cabe una lógica que muestra como necesario un más allá de lo que ahora es. En la ciencia actual tienen cabida 2 muy elocuentes apreciaciones, o posibles experiencias: 1ª Primera: Todo, desde el ínfimo corpúsculo a la más compleja realidad material, acusa la presencia de la energía, tanto que, en el límite de lo más elemental, materia y una parte y forma de energía (interior) están compenetradas en un grado tal que parecen fundirse o confundirse la una en la otra. Es creíble el que esa energía interior sea reflejo (efecto) de una más poderosa energía exterior cuya fuente sería lo que los clásicos llamaron motor inmóvil. 2ª Segunda: En el campo del espacio-tiempo (la duración) se manifiesta constantemente la tendencia de lo simple a lo complejo. Partiendo de una reducida serie de elementos que, a su vez, tienen su origen en infinitesimales expresiones de materia-energía, un larguísimo proceso de complejización ha hecho posible la innumerable gama de realidades físicas hasta dar lugar a la única realidad físico-espiritual terrena capaz de pensar y de amar en libertad. Ambas elocuentes apreciaciones (posibles experiencias) presentan como muy respetable la Teoría de la Evolución desde un principio (el “punto omega”) eterno, creador y autosuficiente. Ello muestra como infinitamente improbable un momento de desorden en la configuración del universo: el inconmensurable mar de polvo cósmico o de partículas elementales (en el supuesto que ello constituyera la primigenia realidad material) requirió, desde el principio, la presencia de la energía en cuya propia razón de ser hubo de incluir el sentido del orden o de precisa orientación hacia algo. Carece de sentido, pues, imaginar un cosmos invadido por una materia absolutamente amorfa y a expensas de que le preste un sentido el caos, que algunos han pintado como azar providente (los torbellinos de átomos de que, recordando a Demócrito, habla el fundamentalismo materialista). Los materialistas, desde Demócrito hasta nuestros agnósticos, han pretendido salvar la encrucijada presentando a ese azar como una especie de dios abstracto capaz de acertar con la única salida en el laberinto de lo inconmensurable con millones de escapadas de las cuales una sola sería la probablemente eficiente para, en el paso siguiente, reanudar el ilimitado juego de lo inconmensurable. Hasta ahora la ciencia no ha prestado base alguna a tal aventuradísima suposición. Confluyen, en cambio, 2 creencias que antaño se presentaron como antagónicas: -la
creation ex nihilo, En una atrevida extrapolación de lo apuntado por el libro del Génesis y sin ningún atropello a la lógica, cabe (apuntamos) una historia del universo al estilo de: “En el principio, el universo era expectante y vacío, y las tinieblas cubrían todo lo imaginable mientras el espíritu de Dios aleteaba sobre la superficie de lo inmenso. Entonces dijo Dios: Haya luz, y hubo luz”. Fue entonces cuando tuvo lugar el 1º (o 2º) acto de la creación: el acto en que la materia primigenia, ya actual o aparecida en el mismo momento, fue impulsada por una inconmensurable energía, para comenzar la fundamental etapa de su evolución, en que lo ínfimo y lo múltiple se convirtieron en millones de formas precisas y consecuentes. Lo que había sido expresión de la realidad física más elemental, probablemente, logró sus primeras individualizaciones a raíz de un centro o eje que, al parecer, ya han captado los ingenios humanos de exploración cósmica: un momento de compresión o explosión, que hizo posible la existencia de fantásticas realidades físicas inmersas en un inconmensurable mar de polvo cósmico o “energía granulada”. La decisiva 1ª etapa hubo de realizarse a una velocidad superior, incluso, a la de la misma luz, fenómeno físico que, según Einstein, produce en los cuerpos el efecto de aumentar (y acomplejar) su masa. Desde el 1º momento de la presencia de la más elemental forma de materia en el universo, se abre el camino a nuevas y cada vez más perfectas realidades materiales, todo ello obedeciendo a una necesaria voluntad y evolucionando o siguiendo un perfectísimo Plan de Cosmogénesis. Se trata del plan de aquel que ama infinitamente e imprime amor a cuanto crea, mantiene y anima. Y lo hace según una lógica y un orden que él mismo se compromete a respetar. En consecuencia con los respectivos caracteres, con el estilo de acción y con las etapas y caminos que requiere el Plan de Cosmogénesis, superan barreras y logran progresivas parcelas de autonomía las distintas formas de realidad. En ese intrincado y complejísimo proceso son precisas sucesivas uniones (¿reflejo de ese amor universal que late en cuanto existe?) o elementales expresiones de afinidad, primero, química, luego física, biológica más tarde y espiritual al fin. Desde los primeros pasos, hay en todo lo que se mueve una tendencia natural que podría ser aceptada como “embrión de libertad” y que se gesta en armonía y orientación precisas hacia la cobertura de la penúltima etapa de la evolución, que habrá de protagonizar el hombre. Éste, hijo de la tierra y del aliento divino, está invitado a colaborar en la inacabada obra de la creación. Habrá de hacerlo en plena libertad, única situación en que es posible corresponder al amor que preside todo el desarrollo de la realidad. Podemos creer, pues, que son expresión de amor tanto la energía que aglutina la potencialidad y evolución de cuanto existe como los más fecundos actos en la historia de los hombres. Obviamente, y al margen de los ríos de tinta en que se defiende otra cosa, el carácter excepcional del hombre cobra efectividad porque materia y espíritu viven y actúan en armonía, porque mira hacia lo alto y dispone de una conciencia y de un complejo soporte material, frutos ambos del encauzamiento (previsión, proyección y realización) de las más valiosas virtualidades de la realidad. * * * Cuando los sabios bucean con sus estudios en el magma material de la Tierra, nos ofrecen la hipótesis de que “ya por su propia composición química inicial era, por sí misma y en su totalidad, el germen increíblemente complejo de cuanto necesitamos”. Tal como si todo estuviera dentro de un plan en el que entrara la plena suficiencia de recursos materiales para el desarrollo de millones y millones de aventuras personales. Con todo el tiempo necesario por delante, esa composición química inicial se tradujo en materia orgánica como soporte de la vida, multimillonaria en sus manifestaciones, y unas con otras entrelazadas, hasta constituir un comunidad de intereses a base de sus respectivas partículas elementales (que son lo que conforman la arquitectura de los átomos, considerados por los antiguos las “mínimas expresiones de la materia eterna”). Ahora podemos creer que el micro mundo que representa el átomo, pudo ser el resultado de la unión de ínfimas partículas elementales ensambladas por la energía exterior según un preciso Plan de Cosmogénesis o Plan de Arquitectura Cósmica, concebida y diseñada con inigualable precisión. Pudo suceder que, en un momento del proceso, esa energía exterior, manifestación de una voluntad creadora, empujara a las miríadas de átomos a la condensación hasta formar el núcleo o huevo del universo que sirve de base a la Teoría del Big-Bang. Vendría luego la irrefrenable marcha hacia el ser de innumerables cosas, de más en más complejas, de más en más artísticamente conjuntadas y con clara vocación de allanar los caminos de una proyectada evolución. Desde esa perspectiva, y siguiendo a Teilhard de Chardin, es razonable admitir que, desde su propio nacimiento o creación, siguiendo específicas afinidades latentes en su misma razón de ser, los átomos cubrieron un superior estadio de evolución que fue la molécula, la cual, a su vez y siguiendo el impulso de secretas afinidades, se asoció a otras entidades materiales para formar la mega molécula, paso previo a los complejos orgánicos, que resultarán ser el soporte material de la vida. Este fantástico misterio de la vida, presente en una simple célula, aún no está suficientemente clarificado por la ciencia; tampoco es explicable la aparición del pensamiento, culminación de un largo proceso en que las virtualidades de los complejos orgánicos hubieron de conectar, adecuadamente y en el momento preciso, con un Plan de Cosmogénesis que el camino a la vida y al pensamiento de las más privilegiadas criaturas... de forma que ya pueda vivir, pensar y obrar en libertad. Efectivamente, la vida resultó como una sinfonía magistralmente orquestada pero necesitada de una cierta sublime nota: la libertad, tesoro inconcebible fuera del ámbito de la Inteligencia, a su vez, suprema expresión de vida. La Tierra se ha hecho moldeable a través de una Inteligencia que, incluso, puede llegar a destruirla. Pero la Tierra, la madre Tierra, es fuerte y previsora tanto que, con el necesario tiempo por delante y con el indudable concurso de la energía exterior, es capaz de enderezar los renglones que tuercen sus inquilinos y demostrar ser la suficiente despensa en recursos materiales. En los planes de la Tierra no entran ni las hambres ni las catástrofes artificiales (las épocas de penuria pudieron haber sido y pueden ser resueltas si el afán de acaparamiento, torcido hijo de la libertad, no se hubiere enseñoreado de tal o cual época o región hasta resultar el disparate de que menos de una décima parte de la humanidad acapare el ochenta por ciento de alimentos y otros recursos materiales). Pudiera pensarse que, paralela a la historia de la Tierra, se acusa el efecto de una voluntad empeñada en que los hijos de la misma Tierra aprendan a valerse por sí mismos en un irreversible camino de autorrealización. Los sabios aseguran que tal proceso de autorrealización se hace ya evidente en los diversos estadios de la evolución química, resultado de tal particular y constructiva reacción entre éste y aquel otro elemento. Tanto más en la tendencia que a cumplir un preciso destino manifiestan los seres vivos a los que, ya sin rebozo, se les puede aceptar como protagonistas de una fantástica y coherente intercomunicación planetaria. * * * En esta apreciación general, y considerando materia a la res extensa o cosa medible en función de su forma (lo que, según Aristóteles, le da a esa cosa una diferenciada entidad, en cuerpos de distintas magnitudes), hablan los cartesianos que, en lugar de una forma constituyente, lo que hay que hacer es asociar dicha res extensa con la res cogitans (lit. cosa pensante), de la que ya había hablado Descartes. A lo más pequeño los antiguos lo llamaron átomo, cuya masa las nuevas tecnología nos muestran como un conjunto de partículas subatómicas singularmente asociadas en un conjunto (masa bariónica) de lo que los científicos llaman bariones, a su vez compuestos por quarks (o partículas elementales). El citado Descartes habría identificado con su res extensa a esa materia bariónica de la que, al parecer, están constituidos todos los seres visibles o medibles, desde la partícula elemental a una estrella, pasando por todos los integrantes de nuestros mundos mineral, vegetal y animal, pequeña parte de un universo del que conocemos tan poco puesto que se nos presenta en lo que un Teilhard de Chardin calificó de 3 misteriosas infinitudes: lo infinitamente grande, lo infinitamente pequeño y lo infinitamente complejo. Se trata, pues, de una deslumbrante maravilla de una ingeniería cósmica, en la cual resulta absolutamente bobo y pretencioso apuntar la posibilidad de cualquier efecto sin una previa causa, o prescindir llegar hasta el Uno eterno e infinitamente poderoso, principio y fin de cuanto existe. Puesto que no es de lugar extendernos en un terrenos en el que nos sentimos absolutamente bisoños, sí que nos toca apuntar que es ahí en donde se inicia una maravillosa realidad cuya totalidad mantiene un secreto que la más avanzada ciencia no llega más que a suponer. Son las teorías de aquí y de allá que nos llevan hasta la Filosofía de la Cosmología, que viene a ser el arte de pensar sobre lo absolutamente desconocido dejando adivinar el punto de destino a cada uno de nosotros, lo que obviamente es como si hubiéramos de ir a ninguna parte. Desde el principio de los tiempos, los más curiosos de los humanos se han preguntado sobre si toda la materia o sustrato material tenía un principio único o tenía diversas fuentes. Que dicho sustrato sea uno o varios principios materiales (aire, fuego, tierra y agua) fue cuestión planteada por algunos de los antiguos filósofos de los que se tiene noticia; diversidad de criterios que, en el ámbito de la perenne discusión académica, llevó a otros a defender la suposición de que el principio de la materia era algo indeterminado e inconsistente, una especie de no-ser (es decir, la nada). Marginando lo que no deja de ser un antiquísimo anticipo de no pocas estériles confrontaciones académicas de la actualidad, a efectos de centrar la cuestión en lo que se dice o se cree actualmente de la realidad material, fijamos nuestra atención en la llamada Teoría Atomista de la antigüedad, puesta de actualidad por el mecanicismo racionalista de los s. XVII y XVIII, que algunos toman como base de ciertas modernas teorías sobre el principio y fin del universo tomando como perspectiva para explicar la realidad como “conjunto de materia, leyes materiales, movimiento y determinismo”. Para llegar a tal suposición han obviado cualquier referencia a una energía primordial e, incluso, al apunte aristotélico de que la característica fundamental de la materia es la receptividad de la forma. La materia puede ser todo aquello capaz de recibir una forma. Por eso, ante todo, la materia es potencia de ser algo, siendo el algo lo determinado por la forma. En función de este concepto hay tantas clases de materias como clases de formas capaces de determinar a un ser. Puesto que el movimiento consiste en un cambio de forma de la sustancia, el movimiento se explica en función de la materia como potencia y el acto como forma de determinación de la sustancia. El materialismo, es decir, la doctrina que otorga a la materia una absoluta autosuficiencia, pretende convencernos de que todo lo que percibimos por los sentidos e, incluso, apreciamos por nuestra capacidad de entendimiento y reflexión tiene su indiscutible base en esa masa o materia que:
Poner las observaciones, más o menos razonadas, al servicio de nuestros propios fines es lo que hoy se entiende como Principio Antrópico, cuyo significado, en interpretación corriente, viene a ser: “Todo lo que se ve es del color del cristal con que se mira”. A lo que un científico de la talla de Weinberg (Premio Nobel de Física en 1979), objeta con conocimiento de causa y buen sentido común:
Respecto a la Teoría Cuántica de la Gravedad, es importante resaltar que, de ella, se ha hecho la introducción a los más acreditados estudios y observaciones, tanto sobre lo inmensamente grande (el universo) como sobre lo inconcebiblemente pequeño cual es el mundo de las llamadas “partículas elementales”. Fue el científico alemán Planck quien descubrió un extraño paralelismo entre las leyes cósmicas y las que rigen en los campos atómicos y subatómicos, en cuya composición e interacciones observó “formas de energía” que mueven y objetivan a las más elementales entidades físicas a los que llamó cuantos y presentó como objetivo fundamental de una parte de la física: la Mecánica Cuántica, revolucionaria novedad científica que facilita el conocimiento de la compleja fenomenología del átomo, de su núcleo y de todas y cada una de las partículas elementales, cuyo estudio sigue constituyendo un apasionante desafío para los científicos de vocación. Estos científicos de vocación son los mismos para los que carece de sentido imaginar un cosmos invadido por una materia absolutamente amorfa y a expensas de que le preste un sentido el caos, que algunos han pintado como “azar providente” (los torbellinos de átomos de los que, recordando a Demócrito, habla el fundamentalismo materialista). Los materialistas, desde Demócrito hasta nuestros agnósticos, han pretendido salvar la encrucijada presentando a ese azar como una especie de Dios abstracto capaz de acertar con la única salida en el laberinto de lo inconmensurable con millones de escapadas, de las cuales una sola sería la probablemente eficiente para (en el paso siguiente) reanudar el ilimitado juego de lo inconmensurable. Hasta ahora la ciencia no ha prestado base alguna a tal aventurada suposición. Confluyen, en cambio, 2 creencias que antaño se presentaron como antagónicas: la creation ex nihilo y la evolución de lo simple a lo complejo (en un elaboradísimo, y casi milagroso, proyecto de cosmogénesis). En una atrevida extrapolación de lo apuntado por el libro del Génesis, y sin ningún atropello a la lógica, cabe apuntarse a una historia del universo al estilo de:
Es entonces cuando tiene lugar el 1º (o 2º) acto de la creación: el acto en que la materia primigenia, ya actual o aparecida en el mismo momento, es impulsada por una inconmensurable energía a realizar una fundamental etapa de su evolución: lo ínfimo y lo múltiple se convierten en millones de formas precisas y consecuentes. Lo que había sido (si es que así fue) expresión de la realidad física más elemental, probablemente, logra sus primeras individualizaciones a raíz de un centro o eje que, al parecer, ya han captado los ingenios humanos de exploración cósmica: un momento de compresión o explosión, que hizo posible la existencia de fantásticas realidades físicas inmersas en un inconmensurable mar de polvo cósmico o de energía granulada. La decisiva 1ª etapa hubo de realizarse a una velocidad superior, incluso, a la de la misma luz (fenómeno físico que, según Einstein, produce en los cuerpos el efecto de aumentar y acomplejar su masa). Desde el 1º momento de la presencia de la más elemental forma de materia en el universo, se abre el camino a nuevas y cada vez más perfectas realidades materiales, todo ello obedeciendo a una necesaria Voluntad y siguiendo un perfectísimo Plan de Cosmogénesis. Se trata del plan de Aquel que ama infinitamente e imprime amor a cuanto crea, mantiene y anima. Y lo hace según una lógica y un orden que él mismo se compromete a respetar. En consecuencia, y con sus respectivos caracteres, la acción y etapas que requiere dicho Plan de Cosmogénesis supera barreras y logran progresivas parcelas de autonomía en las distintas formas de realidad. En ese intrincado y complejísimo proceso son precisas sucesivas uniones (¿reflejo de ese Amor universal que late en cuanto existe?) o elementales expresiones de afinidad, primero, química, luego física, biológica más tarde y espiritual al fin. Al respecto, conviene recordar la respuesta al periodista Sullivan del propio Planck, a la pregunta de “¿cree usted que la conciencia puede ser explicada en términos de la materia y sus leyes?”. En efecto, como explicó el mismo Max Planck, fundador de la Física Cuántica:
Desde la misma perspectiva, y con plena conciencia de lo mucho que falta para desentrañar cualquiera de los grandes misterios a los que se enfrenta el afanoso observador, el matemático y físico alemán Max Born (Premio Nobel de Física en 1954) ha dejado escrito:
* * * Según apuntan sus más destacados discípulos, en contraposición a las ideas alma, mundo y Dios, básicas en la filosofía tradicional europea, Bueno Martínez propuso al mundo académico la doctrina empírico-trascendental de los 3 géneros de materialidad, consistente según López Rodríguez en: -materia
primo genérica (M1),
que representa a la materia físico química y orgánica además de las ondas
electro magnéticas; Respecto a esto último nos dice el citado profesor López Rodríguez:
Desde esa perspectiva, la supuesta conjunción de los 3 géneros de materia nos lleva a lo que Bueno llama “materia ontológico general”, idea que, dentro de la tradición filosófica, cobra relieve frente al apeiron de Anaximandro, al bien de Platón, al uno de Plotino, a la sustancia de Espinosa, a la cosa en sí kantiana, a la voluntad de Schopenhauer o al ser de Heidegger, a la par que tritura la idea de un único Dios inmaterial y creador de todas las cosas puesto que, según muestra el nuevo materialismo:
Según ese orden de cosas, Gustavo Bueno ha dejado dicho que “el campo del materialismo filosófico no es solamente la materia ontológico general, sino el universo, a la manera como el campo de la teología dogmática no es propiamente Dios, sino la revelación ofrecida por Dios a los hombres”. ¿Quiere ello decir que, desde esa idea, la materia es eterna, autosuficiente y con posibilidades de proyección infinita en múltiples formas relacionadas entre sí pero en nada dependientes de una entidad de carácter diferente al de la misma materia? El aferrarse a la concepción materialista de la realidad requiere una fe que el señor Bueno logró hacer muy firme en su ámbito cultural hasta el punto de que bien podemos decir que el materialismo filosófico, fenómeno con el que se distingue a la doctrina materialista por él impartida, ha cobrado en parte de los medios académicos españoles el carácter de una cerrada ideología aplicable a la actividad política con no menor fuerza que el marxismo-leninismo, tanto en la vertiente del llamado materialismo dialéctico como la del materialismo histórico. Al parecer, eso es lo que se pretende en un abierto afán por potenciar o superar a precedentes teorías sobre la realidad de que formamos parte y que ellos se afanan por presentarnos como absolutamente material o materializada según una síntesis que puede apreciarse en el siguiente cuadro, en el que nos hemos permitido añadir una referencia a Teilhard de Chardin, el científico jesuita que vio la realidad de muy distinta manera a la de los más recalcitrantes materialistas desde la creencia en Dios como “alfa y omega” (es decir, como principio y fin de todas las cosas). * * * Tras confundir espiritualismo con idealismo, decía Lenin que “espíritu y materia son las dos pautas fundamentales en la filosofía”, adoptadas por unos u otros en función de su carácter y circunstancias. En efecto, para el jerarca de todas las Rusias “materialismo es reconocer la existencia de los objetos en sí o fuera de la mente”, mientras que “las ideas y las sensaciones son copias o reflejos de estos objetos”. La doctrina opuesta (el idealismo) afirma que los objetos no existen fuera de la mente, y que los objetos son combinaciones de sensaciones (a forma de sustitución universal de toda la naturaleza física por lo psíquico), según las tendencias o líneas filosóficas de Demócrito y Platón. Bueno y sus discípulos no ven tal categórica diferencia entre el materialista Demócrito y el idealista Platón, puesto que:
Es decir, que según él se impone la revisión de la historia del materialismo a la luz de una idea de materia filosóficamente adecuada que sea capaz, por ejemplo, de plantear la cuestión de la reivindicación materialista de la Teoría de las Ideas de Platón. Para calificar a la materia como inteligible, además de aportar pruebas suficientes para desentrañarla en todas y cada una de sus manifestaciones, ha sido obligado partir de una capacidad de entendimiento cuyo origen nadie ha probado que sea de carácter material por lo que es infinitamente arriesgado atribuir a la materia, en cualquier de sus formas, la capacidad de entender por sí misma. Pero tomar la materia como inteligente es tanto como dotarla gratuitamente con una inteligencia que, aún siendo exclusiva de los seres humanos, ni mucho menos puede decirse que venga de una raíz material. Al respecto, creemos llegado el momento de requerir testimonios de acreditados científicos. En 1º lugar, al genial descubridor de la Teoría de la Relatividad. En efecto, Albert Einstein descubrió un peculiar efecto de lo que llamó una 4ª dimensión (el tiempo), que moldea el ser de los cuerpos (desde una partícula infinitesimal a una supernova) y que, por tanto, es parte esencial de la física. Ese descubrimiento le llevó a plantear la estrecha relación entre masa y energía en función de la velocidad de la luz, lo que expresó en la archiconocida fórmula E=mc2 (donde E representa a la energía, m a la masa y c a la velocidad de la luz). Por lo demás, con su Teoría General de la Relatividad pudo demostrar Einstein la complementariedad y matemática relación entre espacio, tiempo, materia, energía, gravitación e inercia, en un proceso en el que, ni mucho menos, cabía negar la acción de “Alguien que no jugó a los dados”. En aproximada línea de observación, el filósofo Henri Bergson, premio Nobel en 1927, popularizó el término durée (duración) según el cual el tiempo y el espacio, fundidos en un indisoluble fenómeno, constituyen el soporte de la evolución creadora. Fue el comienzo de la Teoría de la Evolución Creadora, que hizo mella en el jesuita Teilhard de Chardin, hasta llevarle a romper alguno de los esquemas del saber tradicional. En el campo de lo puramente intelectual, se esforzó Chardin por sustituir la creencia del motor inmóvil de Aristóteles (el Ser inmutable) por la dinámica de un Ser que, desde toda la eternidad y en línea de plena libertad y amor infinito, crea y sigue hasta sus definitivas consecuencias el progresivo desarrollo, y realización, de su obra, según un Plan de Cosmogénesis en parte identificable con lo que otros científicos llaman evolución. * * * Desde la supuesta incompatibilidad entre ciencia y religión se ha llegado al ciego culto a la materia, de la que se hacen derivar todas las luces y sombras que rodean a la humana existencia. Y tanto que ya podemos hablar de millones y millones de fanáticos por aprovechar de forma exclusiva y apasionada todo lo que brinda o creen que brinda lo estrictamente material. Se trata de un fenómeno al que señalamos como fanatismo materialista. Según ello ¿es infranqueable esa supuesta valla entre la ciencia y la religión? La creencia en el Dios de los judíos, cristianos y musulmanes ¿ha sido un rémora para profundizar en los secretos de la materia? Y el cristianismo, ¿es realista? Para algunos biólogos los sentidos de los animales son como tentáculos de un cerebro cerrado sobre sí mismo, pues les basta para cumplir las funciones anejas a su condición. Cuando pretenden extender tal forma de sensibilidad a todos los vivientes no aciertan a explicarse una evidente y extrasensorial puerta de recepción-impulsión que constituye la peculiaridad fundamental del cerebro del animal-hombre, centro de control de su hambre de libertad, de su pensamiento y de su acción. Es esa peculiaridad fundamental la que abre las puertas a las dudas y creencias de los humanos. Ciertamente, estos mismos biólogos son los científicos que, todavía no han logrado comprender el paso de lo inerte a lo animado, de lo muerto a lo vivo. De hecho, no han llegado más allá de las primeras líneas de la primera página del libro de la ciencia. Dicho esto, no cabe ligereza alguna en la respuesta al ¿de dónde viene todo lo que, sin duda alguna, existe? ¿Qué quiso decir Einstein cuando exclamó: “Lo más incomprensible del universo es que sea tan comprensible, y que cuenta con un principio indudable aunque misterioso”. Eso quiso decir, ¿no creéis? La asociación entre materia y la energía que produce el movimiento (la fuerza nacida de la caída de los cuerpos, se dijo y se sigue diciendo) fue y es un socorrido recurso de los materialistas de antaño y hogaño. A ello replican los físicos que no comulgan con ruedas de molino ¿Cómo puede un flujo de energía que se derrama sin objetivo esparcir la vida y la conciencia por el mundo? ¿Por qué la naturaleza produce orden? La pereza mental no justifica el que demos por improbables una mínima alteración en leyes físicas o constantes universales como la Ley de la Gravitación Universal, la velocidad de la luz o la constante de Planck, tan reveladora en la física cuántica. Una mínima alteración en ese inexplicable orden de la naturaleza habría hecho imposible la fantástica concatenación de las realidades materiales y, más aún, la aparición y desarrollo de la vida y del pensamiento. Reconozcamos algo que entra dentro de la más rigurosa lógica: que el universo ha sido planificado, y es regulado hasta el mínimo detalle, con el propósito de que materia y energía mantengan un riguroso orden en el que sea posible la aparición de los seres vivos y, entre ellos, la de un ser inteligente. Por supuesto, cuando le damos vueltas al porqué de las cosas, la pereza mental o la pedantesca presunción de valernos por nosotros mismos para dogmatizar sobre todo lo divino y humano puede llevarnos a despreciar la humana lógica de personajes como Gandhi, quien ha dejado escrito:
De Teilhard de Chardin se dice que, desde muy niño, sentía dentro de sí mismo la profunda simbiosis entre lo palpable o visible y lo impalpable a la vez que acuciante por imperativo de una conciencia que empieza a hacerse preguntas y busca respuestas sin tirar por los cómodos atajos seguidos por una buena parte de teorizantes que, gozando del fervor popular, dogmatizan gratuitamente sobre todo lo que les sale al paso. Entre ese fervor popular y la pedantería congénita de tantos ídolos de carne y hueso nace y crece una forma de simbiosis ideológica que lleva a dogmatizar sobre lo que conviene a la tranquilidad de la masa. De ahí nacen presupuestos de vida y de pensamiento que nunca han podido ser demostrados pero que, indudablemente, han marcado y marcan cauces de acción a reyes y súbditos, a tribus y pueblos enteros. Tal ha ocurrido desde la noche de los tiempos y, para nuestra ilustración, tal queda reflejado en una buena parte de los testimonios de las viejas y nuevas culturas. Según los vaivenes que marca el péndulo de la historia, si a la tranquilidad de la masa conviene la idea fuerza de un dios tiránico que no permite la menor discrepancia respecto a la voluntad del que manda por presunta delegación de ese mismo Dios. Teorizantes habrá para mostrar las extraordinarias similitudes entre el que delega y el delegado. Y si este delegado pierde autoridad y sobreviene la anarquía, lloverán teorizantes encargados de ridiculizar viejas creencias hasta confundir a la nada con el principio esencial de todo lo visible e invisible. Algunos ilustrados de esos ideólogos dirán que, al menos, sí que existían los ladrillos antes que el edificio. ¿Cómo? Porque la nada absoluta es inconcebible, dicen ellos, pero con porciones de algo el azar puede hacer algo, y los átomos, bien hilvanados, pueden construir un mundo y todo lo que encierra. ¿Cómo? Por las afinidades electivas de esos mismos átomos, siguen respondiendo ellos. ¿Y quiere ello decir que lo infinitamente pequeño tiene por sí mismo capacidad de decisión? Según ellos, sí. Pero... ¡no digamos tonterías!, pues la materia inerte es materia inerte, y no genera ni nunca podrá generar vida. Esto último es la fuerza convincente para dar el paso desde el supuesto de la nada a la creencia en la materia esencial y autosuficiente. Por supuesto, en lugar de la autosuficiencia de lo inerte, y de los caprichos de un Dios tiránico que delega en el poderoso de turno, admitimos la posibilidad de Alguien superior a todo lo imaginable, libre y enamorado de todo lo que es capaz de hacer un infinito poder. Con ello, fácil es encontrar la adecuada respuesta a nuestras esenciales preocupaciones: ¿de dónde vengo?, ¿qué he de hacer?, ¿adónde voy? Es tan viejo como nuestra cultura tradicional el paso del patético nihilismo (nada existe ni nada puede existir) al materialismo ateo, llámese o no materialismo filosófico puesto que la inventada autosuficiencia de la materia condena por innecesaria la fe en un Dios creador y providente. ¿Pruebas de esto último? ¿Por qué he de buscarlas si mi falta de curiosidad me ayuda a descansar en la nada existencial? Es así como vamos, hasta el infinito, del nihilismo al materialismo, del materialismo al nihilismo, etc. Por supuesto, tal como nos dice Teilhard (en su Medio Divino) “la muerte es la encargada de practicar hasta el fondo de nosotros mismos la abertura requerida. Nos hará experimentar la disociación esperada. Nos pondrá en el estado orgánico que se requiere para que penetre en nosotros el fuego divino. Y su poder nefasto de descomponer y disolver se hallará puesto al servicio de la más sublime de las operaciones de la vida”. En otro de sus geniales ensayos (su Corazón de la Materia), nos dice Chardin que “materia y espíritu no son dos cosas, sino dos estados, dos rostros de una misma trama cósmica, según se la vea, o se la prolongue, en el sentido en que se hace o por el contrario, en el sentido en que se deshace”. .
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