Llegan los idealistas, y oscurecen la razón

Zamora, 11 julio 2022
Antonio Fernández, licenciado en Sociología

         En el llamado Idealismo se confunde a la razón con una proyección del hombre (hacia atrás y hacia adelante) de su propia historia, y con una especie de abstracta derivación del Absoluto (de lo Indefinido). Una razón que, para el discurso idealista, se desarrolla por sí misma como "una etérea ameba que se alimenta de la nada, y que llegará a ser más poderosa que su propia fuente". Pero lo más sorprendente de esta doctrina idealista, del s. XVIII y XIX, es que esa abstracción, que ellos llaman razón, tiene por sí misma "capacidad de concretarse".

         Veamos. Ya Nicolás de Cusa había esbozado la Teoría de la Razón Infusa en el acontecer cósmico, un fenómeno en que el hombre iría tomando conciencia de sí mismo a través del tiempo, para (por la gracia del Creador) ir tomando parte activa en el perfeccionamiento de lo real.

         Cierto que el hombre ha de aplicar su razón (y específicas virtualidades) a la irrenunciable tarea de amorizar la tierra. Pero esto es algo que el hombre hace en uso de su libertad, y desde su genuina personalidad (no como célula de un ente, o magma inmaterial que anima todo lo existente). Porque este animal racional que se llama hombre es criatura de Dios, y no parte de Dios.

         Desde parecida óptica a la de Nicolás de Cusa, y usando un lenguaje aun más cabalístico y ambiguo, Giordano Bruno llegó a hablar también del hombre micro-cosmos, como de la quinta esencia del macro-cosmos. Era algo parecido a lo sugerido tiempo atrás por el esotérico alquimista Paracelso, para quien la materialidad del hombre era la síntesis de la materialidad del universo.

         Tal mística de estos alumbrados protestantes inspiró a Jacob Böhme, a la hora de elaborar fantasías como la de que "he llegado a poseer la esencia del saber y el íntimo fundamento de las cosas". En efecto, llegó a decir Böhme que "no soy yo el que ha subido al cielo para conocer el secreto de las obras de Dios, sino que es el propio cielo el que se ha revelado en mi espíritu, para que yo sea capaz de conocer el secreto de las obras de Dios".

         Tales supuestos tuvieron el efecto de desorientar a no pocos intelectuales de la época, entre ellos Imanuel Kant, a quien el poeta Heine vio como "el viejo solterón de costumbres arregladas mecánicamente".

         En efecto, Kant vivió prisionero de una educación basada en la abundancia de sistemas que permitían los gratuitos vuelos de la imaginación de mil reputados maestros, de quienes no se esperaba otra cosa que geniales edificios de palabras al hilo de tal o cual novedosa fantasía.

         Sincero buceador de la realidad, pero incapaz de desprenderse de la herencia cartesiana (en la época, grave dificultad de los profesionales de la filosofía), Kant buscó su propio camino a través de la crítica. Desconfió así de las ideas innatas y de "todos los dictados de la razón pura", para tratar de encontrar la luz a través del "imperativo categórico" que nace de la razón práctica.

         El imperativo categórico fue la genial ambigüedad que salvó a Kant del más angustioso escepticismo, y le brindó una fe russoniana a la hora de decir que contaba con el juicio de la mayoría. Un imperativo categórico que, para Kant, venía ser el inapelable dictado de lo universal: "Obra de tal suerte que las llamadas de tu conciencia puedan convertirse en máxima de conducta general".

         Sin salir del mundo de las ideas, y para contar con firmes asideros a que aferrarse en el mar de la especulación, Kant presentó como inequívoca referencia otro de sus celebrados inventos: los "juicios sintéticos y a priori" (concluyentes desde el principio, y sin análisis racional previo), ingenioso contra-sentido que hará escuela y permitirá admitir el supuesto de que la verdad circula por ocultos pasadizos de privilegiados cerebros. El que "mucho piensa, mucho sabe", pudo deducir Fichte de su maestro Kant.

         Interpretando a su manera el imperativo categórico de Kant, y por virtud de un papirotazo académico, el pastor luterano Fichte llegó a afirmar que la "razón es omnipotente, aunque desconozca el fondo de las cosas".

         Desde su juventud, Fichte ya se consideró muy capaz de anular a su maestro, y en 1790 escribe a su novia: "Kant no manifiesta más que el final de la verdadera filosofía: descubrir la verdad, sin mostrar el principio". Para escribir muy poco después: "Es éste un principio, que no cabe probar ni determinar, sino que ha de ser aceptado como esencial punto de partida". Por lo que se ve, dicho principio debió haberlo encontrado Fichte por sí mismo, en su peculiaridad de ser pensante.

         Como se ve, si el cogito era para Descartes el punto de partida de su sistema, para Fichte es la "cúspide de la certeza absoluta" (expresión de Hegel), que está en el 1º término del "yo pienso" (je pense) y del "yo pensante" (Ich denke). Y lo más importante de la fórmula "yo pienso" no es el hecho de pensar, sino la presencia de un yo, que se sabe a sí mismo y "tiene la conciencia absoluta de sí". Por lo demás, y ya sin rebozo, Fichte defenderá el postulado de que "emitir juicio sobre una cosa es tanto como crearla".

         Desde esa ciega reafirmación en el poder trascendente del yo, Fichte proclama estar en posesión del núcleo de la auténtica sabiduría, y para ello elabora una Teoría de la Ciencia con giros tan rebuscados y grandielocuentes, que su propio alumno Schelling, no se recatará a la hora de afirmar: "Fichte eleva la filosofía a una altura tal, que los más celebrados kantianos nos parecen como simples colegiales".

         En paralelo con ese "laberinto de egoísmo especulativo" elaborado por Fichte (en expresión de Jacobi), tuvo lugar la Revolución Francesa, y su aparente apoteosis de la libertad. Y no pocos profesores fueron los que surgieron, ávidos de tener la más genial, racional y espontánea parida de la historia. Fue el caso de Hegel, el mismo que no dudó en proclamar que "en Napoleón Bonaparte ha cobrado realidad concreta el alma del mundo".

         En efecto, superó Hegel a su maestro Fichte en egoísmo especulativo, así como a la hora de sintonizar con una época obsesionada por los nuevos valores. Por su sintonía con esa circunstancia, fue siempre Hegel fiel a una notable "conciencia burguesa", en pro de ser reconocido como el "padre de la intelectualidad progresista". En ese sentido, llegó a decir Hegel que "Napoleón expresó el contenido sustancial de la voluntad del Espíritu Universal".

         Desde esa premisa, ¿quién se atreverá a dudar de que Guillermo Federico Hegel estaba en posesión de la verdad? Porque si Napoleón (enseña Hegel) era el alma inconsciente del mundo (la encarnación del movimiento inconsciente hacia el progreso), Hegel había sido el descubridor de tal acontecimiento, personificando al "espíritu del mundo" y haciendo certera la conciencia del Absoluto. Escuchemos sus propias palabras, que en 1806 enunció a sus propios alumnos:

"Vosotros sois testigos del advenimiento de una nueva era. El espíritu del mundo ha logrado, al fin, alzarse como Espíritu Absoluto. La conciencia de sí contingente ha dejado de ser contingente, y la conciencia de sí absoluta ha adquirido la realidad que le ha faltado hasta ahora".

         Como se ve, si Kant enseñaba que la capacidad cognoscitiva del hombre estaba encerrada en una especie de torre que le aislaba de la verdadera esencia de las cosas (sin otra salida que el detallado y objetivo estudio de los fenómenos), Hegel se considera capaz de romper por sí mismo tal alienación, despreciando el análisis de las categorías del conocimiento para, sin más armas que la propia intuición, adentrarse en el meollo de la realidad.

         Se apoya Hegel en la autoridad de Spinoza, uno de sus pocos reconocidos maestros para afirmar que "se da una identidad absoluta entre el pensar y el ser; en consecuencia, el que tiene una idea verdadera lo sabe y no puede dudar de ello". La conclusión es que un simple profesor universitario puede erigirse en indiscutible intérprete de la más recóndita realidad.

         Sin recato alguno, presenta Hegel su sistema como "la explicación básica y contundente de cuanto existe en la inmensidad del universo", y a sí mismo como sujeto incapaz de equivocarse: "Si lo real es racional, lo racional (es decir, lo que pare su privilegiado cerebro) es real". Y apoya Hegel su pretensión haciendo uso del lenguaje matemático: "Si A=B y B=A, igualmente lo real es racional, y lo racional es real". Realmente, ¿quién podría atreverse a plantear Hegel que lo racional es lo que sale de mi pensamiento, y que lo que sale de mi pensamiento es racional?

         Al decir de Hegel, hasta que él apareció en el mundo "lo racional era prisionero de la contingencia". Es lo que quiere demostrar con su Fenomenología del Espíritu: "el conocimiento humano, dependiente del conjunto de leyes que rigen su evolución natural, se eleva desde las formas más rudimentarias de la sensibilidad hasta el saber absoluto".

         De hecho, para Hegel, el pasado es como un gigantesco espejo en el que se refleja su propio presente y en el que, gradualmente, se desarrolla el embrión de un ser cuya plenitud culminará en sí mismo. La demostración que requiere tan atrevida (y estúpida) suposición dice haberla encontrado en el descubrimiento de las leyes porque se rige la totalidad de lo concebible que es, a un tiempo (no olvidemos la famosa "idealista ecuación"), la totalidad de lo existente.

         Como se ve, si Kant había señalado que "se conoce de las cosas aquello que se ha puesto en ellas", Hegel se atreve a llamar "figuras de la conciencia" a lo que "la razón pone en las cosas". Lo que significa que, en último término, todo es reducible a la idea.

         La idea de Hegel ya no significa uno de esos elementos que vagaban por la "llanura de la verdad" de que habló Platón: el carácter de la idea hegeliana está determinado por el carácter del cerebro que la alberga y es, al mismo tiempo, determinante de la estructura de ese mismo cerebro, el cual ha ido evolucionando hasta convertirse en lo mas excelente del universo con capacidad para encontrarle sentido a cualquier imaginable realidad.

         Volviendo a las "figuras de la conciencia", de que nos habla Hegel, según la mal disimulada intencionalidad de éste, habremos de tomarlas tanto como previas reproducciones de sus propios pensamientos como factores determinantes de todas las imaginables realidades.

         Para Hegel esas realidades van sucediéndose unas a otras por los peculiares caminos que abre lo que él llama Dialéctica, o ciencia de las contradicciones (según calificación de sus discípulos), cajón de sastre en el que caben todas las deseables demostraciones. Esto de la dialéctica de Hegel resulta ser el "descubrimiento" más apreciado por no pocos de nuestros teorizantes. Por virtud de la dialéctica, el Absoluto (lo que fue, es y será) es "un Sujeto que cambia de sustancia en el orden y medida que determinan las leyes de su evolución".

         Si tenemos en cuenta que la expresión última del Absoluto descansa en el cerebro de un pensador de la categoría de Hegel, el cual, por virtud de sí mismo, es capaz de conocer y sistematizar las leyes o canales por donde discurre y evoluciona su propio pensamiento, estamos obligados a reconocer que ese tal pensador es capaz de interpretar las leyes a las que ha estado sujeto el Absoluto en todos los momentos de su historia.

         El meollo de la dialéctica hegeliana gira en torno a una peculiarísima interpretación del clásico silogismo "dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí" (si A=C y B=C, A=B). Luego de interpretar a su manera los tradicionales principio de identidad y de contradicción, Hegel introduce la síntesis como elemento resolutivo y, también, como principio de una nueva proposición.

         Soslaya Hegel las dificultades que le plantea el principio de identidad para hacerse fuerte en el de contradicción al que, aplicado al razonamiento ordinario, ve discurrir así: una proposición (tesis) requiere su contraria (la antítesis), y de la oposición entre ambas nace una sintetización (síntesis), convertida a su vez en una nueva proposición (tesis), a la que se habrá de enfrentar la correspondiente antítesis para alcanzar una nueva proposición.

         Hegel considera inequívocamente probado el carácter certero de su peculiar forma de razonar, la presenta como única válida para desentrañar el meollo de cuanto fue, es o puede ser y dogmatiza: la explicación del todo y de cada una de sus partes es certera si se ajusta a tres momentos: tesis, antítesis y síntesis.

         La operatividad de tales tres momentos resulta de que la tesis tiene la fuerza de una afirmación, la antítesis el papel de negación (o depuración) de esa previa afirmación y la síntesis la provisionalmente definitiva fuerza de "negación de la negación", lo que es tanto como una reafirmación que habrá de ser aceptada como una nueva tesis "más real porque es más racional". Según esa pauta, seguirá el ciclo.

         No se detiene ahí el dogmatismo de la dialéctica hegeliana: quiere su promotor que sea bastante más que un soporte del conocimiento: es el exacto reflejo del movimiento que late en el interior y en el exterior de todo lo experimentable (sean leyes físicas o entidades materiales):

"Todo cuanto nos rodea, dice, ha de ser considerado como expresión de la dialéctica, que se hace ver en todos los dominios y bajo todos los aspectos particulares del mundo de la naturaleza y del Espíritu".

         Lo que Hegel presenta como demostrado en cuanto se refiere a las "figuras de la conciencia" es extrapolado al tratamiento del Absoluto, el cual, por virtud de lo que dice Hegel, pudo, en principio: ser nada que necesita ser algo, que luego es pero no es. Este algo se revela como abstracto que necesita ser concreto. Lo concreto se siente inconsciente pero con necesidad de saberse lo que es... Y así hasta la culminación de la sabiduría, cuya expresión no puede alcanzar su realidad más que en el cerebro de un genial pensador.

         Sabemos que para Hegel el Absoluto estaba alienado en cuanto no había alcanzado la "consciencia de sí", en cuanto no era capaz de "revelarse como concepto que se sabe a sí mismo". Y esto es un calvario a superar, dice Hegel al final de su Fenomenología del Espíritu:

"La historia y la ciencia del saber que se manifiesta constituyen el recuerdo interiorizante y el calvario del Espíritu absoluto, la verdad y la certidumbre de su trono. Si ese recuerdo interiorizante, sin ese calvario, el Espíritu absoluto no habría pasado de una entidad solitaria y sin vida. Pero "desde el cáliz de este reino de los espíritus hasta él mismo sube el hálito de su infinitud".

         En razón de ello, la historia, dogmatiza Hegel, "no es otra cosa que el proceso del espíritu mismo: en ese proceso el espíritu se revela, en principio, como conciencia obscura y carente de expresión hasta que alcanza el momento en que toma conciencia de sí, es decir, hasta que cumple con el mandamiento absoluto de conócete a ti mismo".

         En este punto y sin que nadie nos pueda llamar atrevidos por situarnos sobre tales ideaciones, podemos referirnos sin rodeos a la suposición fundamental que anima todo el sistema hegeliano: el espíritu absoluto, que podría ser un dios enano producido por el mundo material, precisa de un hombre excepcional para llegar a tener conciencia de sí, para "saberse ser existente".

         Esa necesidad es para Hegel el motor de la propia evolución de ese limitado Dios que, en un 1º momento, fue una abstracción (lo que, con todo el artificio de que es capaz, Hegel confunde con "propósito de llegar a ser"), luego resultó ser naturaleza material en la que "la inteligencia se halla como petrificada" para, por último, alcanzar su plenitud como Idea con pleno conocimiento de sí.

         No se entiende muy bien si, en Hegel, la Idea es un ente con personalidad propia o es, simplemente, un producto dialéctico producido por la forma de ser de la materia. Pero Hegel se defiende de incurrir en tamaño panteísmo con la singular definición que hace de la naturaleza: ésta sería "la idea bajo la forma de su contraria" o "la idea revestida de alteridad: algo así como lo abstracto que, en misteriosísima retrospección, se diluye en su contrario, lo concreto, cuyo carácter material será el apoyo del "saber que es".

         Aun así, para Hegel la Idea es infinitamente superior a lo que no es idea. Según ello, en la naturaleza material, todo lo particular, incluidas las personas, es contingente: todo lo que se mueve cumple su función o vocación cuando se niega a sí mismo o muere, lo que facilita el paso a seres más perfectos hasta lograr la genuina personificación de la Idea o Absoluto (para Hegel ambos conceptos tienen la misma significación) cual es el espíritu.

         Esto del espíritu es, en Hegel, una especie de retorno a la abstracción (la eterna rueda de Heráclito, que había dicho que "todo vuelve a ser lo que era o no era"), y en ese retorno el espíritu es "el ser dentro de sí" de la Idea (la idea retornada a sí misma, con el valor de una negación de la naturaleza material que ha facilitado su advenimiento).

         Esta peculiar manifestación de la idea coincide con la aparición de la inteligencia humana, cuyo desarrollo, según Hegel, se expresa en 3 sucesivas etapas coincidentes con otras tantas formas del mismo espíritu:

-el espíritu subjetivo, pura espontaneidad que reacciona en función del clima, la latitud, la raza, el sexo...
-el espíritu objetivo, ya capaz de elaborar elementales figuras de la conciencia,
-el espíritu absoluto, infinitamente más libre que los anteriores y, como tal, capaz de crear el arte, la religión y la filosofía.

         Este espíritu absoluto será, para Hegel, la síntesis en que confluyen todos los "espíritus particulares", y el medio de que se servirá la Idea para tomar plena conciencia de sí. Y los "espíritus particulares" serán tanto los que animan a los diversos individuos como los encarnados en las diversas civilizaciones. Podrá, pues, hablarse, del espíritu griego, del espíritu romano, del espíritu germánico...

         Por lo expuesto, y al margen del cómico egocentrismo del gran idealista Hegel, podemos deducir que, según la óptica hegeliana, es "históricamente relativo" todo lo que se refiere a las creencias (religión, moral, derecho, arte...), cuyas manifestaciones pasadas serán siempre inferiores a su posterior manifestación (porque la dialéctica así lo exige). Por lo mismo, cualquier manifestación de poder actual es más real (y más racional) que su antecesor poder, y sobre él ha de triunfar. Es la famosa Dialéctica del Amo y del Esclavo, que tanto apoyo intelectual y moral prestó a los marxistas en su "suprema redención" a la URSS.

         Como se ve, no encontramos nada sustancial en Hegel que no hubiera podido decir Maquiavelo, o cualquiera de aquellos sofistas (como Zenón de Elea), que se entretenían en confundir lo negro con lo blanco, el antes con el después y lo bueno con lo malo, al mismo tiempo y en un mismo lugar. No obstante, Hegel añadió a todo eso los artificios de la más alocadas de las épocas intelectuales. Y construyó así un soberbio edificio de palabras y suposiciones (o ideas) cuya retorcida apariencia podía ser aprobada, o desaprobada, por el árbitro de turno.

         Una consideración final a este ya largo capítulo: Si toda la obra de Hegel no obedeció más que a su deliberada pretensión de redondear una brillante carrera académica, o si el propio Hegel formulaba conceptos sin creer en ellos (sino porque solamente ése era su oficio), ¿por qué no dar a su sistema de palabras (el ideológico) el mismo respeto que él le tenía?

.

  Act: 11/07/22        @enseñanzas de la vida            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A