ANTIGUO EGIPTO
Cuento del Náufrago

I
Preámbulo

Por aquel tiempo dijo a su señor un compañero excelente:

Queda tranquilo, príncipe. Hemos llegado a casa; ha sido cogido el mazo, la estaca ha sido golpeada, la amarra delantera reposando ya sobre el suelo. Se dan gracias, se glorifica a Dios y cada uno abraza a su camarada. Nuestra tripulación ha vuelto sana y salva, sin que haya habido pérdida alguna en nuestro grupo. Hemos alcanzado el extremo del país de Uauat, y hemos sobrepasado la isla de Senmut. He aquí que volvemos en paz; nuestra tierra, la hemos alcanzado. Escúchame, príncipe, estoy exento de exageración. Lávate, pon agua en tus dedos, de manera que puedas responder cuando se dirijan a ti. Habla al soberano en plena posesión de ti mismo, y contesta sin balbucear. La boca de un hombre puede salvarlo, su palabra puede proporcionarle la indulgencia. Actúa como te parezca, y no es preciso decirlo.

II
Comienzo del relato

Voy a contarte algo similar, que me aconteció a mí mismo, cuando yo iba a las minas del soberano, habiendo descendido al Gran Verde a bordo de un navío de ciento veinte codos de largo por cuarenta codos de ancho. Lo ocupaban ciento veinte marinos, de la elite de Egipto, y ya vigilasen el cielo, ya vigilasen la tierra, su corazón era más resuelto que el de los leones. Podían predecir una tormenta antes de que llegara y una tempestad antes de que se produjera.

III
La tempestad y el naufragio

Una tormenta estalló cuando estábamos en el Gran Verde, antes de que pudiéramos alcanzar tierra. Se continuó navegando, pero la tormenta se acentuó, levantando una ola de ocho codos. Un trozo de madera me lo allanó a fuerza de golpes. Después el navío pereció, y de los que a bordo estaban no quedó ni uno solo. Y fui depositado en una isla por una ola del Gran Verde.

Pasé tres días solo, no teniendo por compañero más que a mi corazón; yaciendo inerte bajo el abrigo formado por un árbol, alcancé la sombra. Después estiré las piernas en busca de alguna cosa que llevarme a la boca. Encontré allí higos y uvas, legumbres magníficas de todo tipo, frutos del sicómoro sin entalle y otros con entalle, y pepinos, como si estuvieran cultivados. También había allí peces y pájaros. Nada había que no se encontrara allí. Me sacié entonces y tiré por tierra una parte de estos víveres, pues tenía demasiado para llevar. Después, habiendo cogido un palo de fuego, encendí una hoguera y ofrecí un holocausto a los dioses.

IV
Aparición de la serpiente

Entonces escuché el ruido de un trueno: supuse que sería una ola del Gran Verde. Los árboles se agitaban y la tierra tembló. Cuando descubrí mi rostro, me di cuenta de que se trataba de una serpiente, que venía avanzando. Medía treinta codos, su barba sobrepasaba los dos codos, sus miembros estaban chapados en oro, y sus cejas eran de auténtico lapislázuli. La serpiente avanzaba prudentemente.

Abrió la boca hacia mí, en tanto que yo estaba sobre mi vientre ante ella, diciéndome: «¿Quién te ha traído aquí, quién te ha traído, pequeño? ¿Quién te ha traído? Si tardas en decirme quién te ha traído a esta isla, haré que te veas reducido a cenizas, convertido en algo que no se puede ver más». Yo respondí: «Tú me hablas y yo no entiendo esto que me dices. Estoy delante de ti y he perdido el conocimiento».

Entonces me puso en su boca, me llevó a su refugio y me depositó sin hacerme daño, de manera que estaba sano y salvo, sin que me hubiera quitado nada. Abrió su boca hacia mí, en tanto que yo estaba sobre mi vientre delante de ella, y entonces me dijo: «¿Quién te ha traído aquí, quién te ha traído, pequeño?, ¿Quién te ha traído hasta esta isla del Gran Verde, cuyas dos orillas dan a las olas?».

V
Relato del náufrago

A esto le respondí, con los brazos extendidos ante él, diciéndole: «He aquí que yo bajaba hacia las minas, en misión del soberano, a bordo de un navío de ciento veinte codos de largo por cuarenta codos de ancho. Ciento veinte marinos lo ocupaban, de la elite de Egipto. Ya vigilasen el cielo, ya vigilasen la tierra, su corazón era más resuelto que el de los leones. Podían anunciar una tormenta antes de que llegara, una tempestad antes de que se desencadenara. Cada uno de ellos rivalizaba con su camarada en bravura y en fuerza, y no había ningún inepto entre ellos. Una tormenta estalló entonces cuando estábamos en el Gran Verde, antes de que hubiéramos alcanzado tierra. Se continuó navegando, pero la tormenta se intensificó, levantando una ola ocho codos: una pieza de madera me la allanó a fuerza de golpes. Luego el navío pereció, y de los que estaban a bordo no quedó ni uno solo, salvo yo, y heme aquí en tu compañía. Fui entonces llevado a esta isla por una ola del Gran Verde».

VI
Las promesas y el relato de la serpiente

Entonces ella me dijo: «No temas, pequeño, ni tengas el rostro atormentado ahora que has llegado hasta mí. Dios ha permitido ciertamente que vivas, pues te ha traído hasta esta Isla del Ka en la que nada hay que no se encuentre, y que esta repleta de todo tipo de buenas cosas. He aquí que pasarás, mes tras mes, hasta que hayas completado cuatro meses en esta isla. Después vendrá un barco del hogar, ocupado por marinos a los que tú conoces; volverás con ellos al hogar y morirás en tu ciudad. ¡Que afortunado es aquél que puede relatar lo que ha vivido, una vez que han pasado los episodios difíciles! Así pues voy a contarte algo, similar a lo que aconteció en esta isla, donde yo estaba con mis parientes, entre los cuales había niños. Éramos en total setenta y cinco serpientes, tanto mis niños como mis otros congéneres. Sin mencionarte a una hija de corta edad que había logrado gracias a las oraciones. Una estrella cayó, y se quemaron por su causa. Ello sucedió cuando yo no estaba con ellos; se quemaron sin que estuviera en medio de ellos. Yo creí morir a causa de ellos cuando los encontré en un único montón de cadáveres. Si eres fuerte, domina tu corazón: acogerás en tu seno a tus hijos, abrazarás a tu mujer, volverás a ver tu casa, y esto vale más que nada. Volverás al país en que vivías en medio de tus hermanos».

VII
Diálogo

Habiéndome tendido sobre mi vientre, toqué con la frente el suelo delante de ella, diciéndose: «Hablaré de tu poder al soberano, y haré que esté informado de tu grandeza. Te haré traer perfumes idi, hekenu, iudeneb y kbesayt, así como incienso de los templos por medio del cual se regocijan todos los dioses. Contaré lo que ha sucedido en esta isla, teniendo presente lo que he visto por obra de tu poder. Se darán gracias a ti en la ciudad, ante los notables de todo el país. Sacrificaré para ti toros en holocausto, en tu honor retorceré el cuello a aves. Haré que vengan para ti navíos cargados con todos los productos preciosos de Egipto, como ha de hacerse para un dios que ama a los hombres en un país lejano que la gente desconoce».

Entonces se rió de mí por lo que yo había dicho, y empezó a considerarme un insensato diciéndome: «No tienes bastante olíbano, habiendo nacido como poseedor de resina de terebinto. Pero en cuanto a mí, que soy el príncipe del país del Punt, el olíbano me pertenece; y en cuanto a este perfume hekenu que tú pensabas traer, es el producto principal de esta isla. Por otra parte, sucederá que, cuando hayas abandonado este lugar, no volverás a ver esta isla, que se habrá transformado en olas».

VIII
El retorno al hogar

Al final de todo el navío llegó, tal como había predicho. Fui, me encaramé a un árbol alto y reconocí a la gente que estaba a bordo. También marché a anunciar esta noticia a la serpiente, pero encontré que ya lo sabía. Y me dijo: «Vuelve con salud, pequeño, a tu casa, vuelve a ver a tus hijos. Haz que mi nombre sea bueno en tu ciudad: esto es todo lo que reclamo de ti».

Entonces me tendí sobre mi vientre, con los brazos extendidos ante él, y me dio un cargamento que incluía olíbano, perfumes hekenu, iudeneb, khesayt, tichepes y chaasekh, colirio negro, colas de jirafa, una gran porción de resina de terebinto, colmillos de marfil, perros de caza, mandriles, babuinos y todo tipo de productos preciosos de calidad. Cargué todo sobre el navío.

Después, cuando me tendí sobre mi vientre para agradecerle, me dijo: «Llegarás al hogar en dos meses, acogerás en tu seno a tus hijos, rejuvenecerás en el país, y allí serás enterrado». Después de esto, bajé a la orilla cerca de este navío y llamé a la tripulación que estaba en este barco. Di gracias, sobre la orilla, al señor de esta isla e igualmente a aquellos que estaban a bordo.

Nos pusimos entonces en marcha, en dirección norte, hacia la corte del soberano, y llegamos al hogar en dos meses, exactamente como ella había dicho. Fui introducido ante el soberano y le ofrecí estos presentes que había traído de esa isla. El me dio las gracias delante de los notables de todo el país, y después fui elevado al rango de compañero y gratificado con siervos de su propiedad.

IX
Conclusión

Querido príncipe, mírame, después de haber tocado tierra, después de haber visto lo que he experimentado. Escúchame, pues, pues es benéfico para un hombre escuchar». Pero él me respondió: «No seas ladino, amigo mío. ¿Quién querría dar, al despuntar el día, agua a un ave que debe ser degollada por la mañana?».

He venido a término completo, desde el comienzo hasta el final, conforme a lo que ha sido encontrado escrito en el manuscrito del escriba hábil de dedos, Ameno, hijo de Ameny, que viva, que sea próspero y tenga salud.