27 de Julio

Sábado XVI Ordinario

Equipo de Liturgia
Mercabá, 27 julio 2024

a) Jer 7, 1-20

         Hacia el 608 a.C, a principios del reinado de Joaquín I de Judá, y teniendo en cuenta que la Reforma de Josías no había calado demasiado, Jeremías pronunció un discurso en la puerta del Templo de Jerusalén, con gruesas consecuencias (Jr 26).

         Se trata de 2 oráculos diferentes, a pesar de ser uno solo el tema de fondo. El 1º oráculo trata directamente del templo y de la falsa seguridad que produce al pueblo (vv.1-15), y el 2º oráculo de la inutilidad del ruego profético en favor del pueblo, cuando éste actúa de manera idolátrica (vv.16-20).

         Así pues, el punto de partida es la falsa seguridad en que vive el pueblo de Judá, fundamentada en la posesión del templo y en las intercesiones de los profetas. De hecho, existía una base real para esta seguridad: el templo era el lugar privilegiado de la presencia divina, y cuando Senaquerib I de Asiria había intentado apoderarse de Jerusalén (ca. 701 a.C), fracasó estrepitosamente y los jerosolimitanos creyeron en la protección de Dios, presente en su templo..

         A pesar de ello, ahora se presenta Jeremías y habla sobre aquellas 2 realidades. Pero en vez de alabarlas critica duramente la actitud de falsa seguridad, y la vana confianza del pueblo. De nada les servirá tener entre ellos la casa de Dios, pues con el templo pasará como con el Santuario de Siló, completamente destruido. Eso sí, si el pueblo continúa como hasta ahora: hurtando, matando, adulterando, jurando en falso, quemando incienso a Baal y yendo detrás de dioses extranjeros (v.9).

         La clave de la seguridad no consiste en afirmar que Dios está en medio de ellos (en su templo), sino en obrar de acuerdo con esta presencia de Dios: haciendo justicia y no oprimiendo al viandante, al huérfano y a la viuda, no derramando sangre inocente y no siguiendo dioses extranjeros (vv.5.6).

         La religión siempre ha tenido el peligro de ser utilizaada para tranquilizar las conciencias, para dar seguridad, producir confianzas y justificar ciertas maneras de vivir. En cambio, debería servir para intranquilizar, mantener al hombre en actitud de búsqueda, y moverlo a un compromiso serio de fidelidad al Señor. Este sería el papel de una religión contra la cual no hablaría Jeremías ni ningún profeta.

Rafael Sivatte

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         "Me fue dirigida la palabra del Señor", nos dice hoy Jeremías, que continúa diciendo en qué consistió esa palabra: "Párate en la puerta del templo del Señor, y proclama allí esta palabra: Vosotros que entráis por estas puertas para adorar al Señor, emprended el buen camino, rectificad vuestra conducta, y Yo habitaré con vosotros en este lugar. Pero no os fiéis de las palabras engañosas, diciendo: Es el templo del Señor, el templo del Señor, el templo del Señor".

         Jeremías reacciona contra una falsa seguridad que el templo suscitaba. Isaías había lanzado ya la idea de que Jerusalén no sería destruida por los asirios (de Senaquerib I de Asiria), porque era el lugar de la presencia divina (Is 37,10-20; 33-35), y de ahí se deducía que esa protección existiría de nuevo, 110 años después, ante la llegada de los caldeos (de Nabucodonor II de Baiblonia). Y la gente repetía como un talismán: "¡El templo, el templo, el templo!", como una fórmula mágica para librarse del peligro.

         Podemos imaginarnos, en este contexto, el escándalo que supuso la intervención de Jeremías. Como si alguien, a las mismas puertas del Vaticano, anunciase su destrucción. Pero Dios puede hacer lo que quiera, incluso abandonar su templo (de hecho, Ezequiel verá la gloria de Dios evadirse de su santuario (Ez 11, 23). ¿Cuáles son, pues, mis seguridades?

         No obstante, Jeremías deja una puerta abierta, como forma de escapar a esa calamidad: "Si emprendéis el buen camino, si rectificáis vuestra conducta, si realmente hacéis justicia tanto a unos como a otros, si no oprimís al forastero, al huérfano y a la viuda, y si no corréis en pos de dioses extranjeros". Pero ¿qué sucedió? Lo responde el propio Jeremías: "Os dedicáis a robar, a matar, a cometer adulterio, a jurar en falso, a incensar a Baal", y luego "¿venís a postraros ante mí, en esta casa que lleva mi nombre?", e incluso ¿decís: Estamos salvados?".

         De nuevo, un profeta condena el culto formalista de Israel, como constante repetitiva. No el culto en cuanto tal (pues sacerdocio y profetismo no se oponen forzosamente) pero sí el que no cuenta primero con la vida. Hoy en día se está prestando demasiado el oído, equivocadamente, a las diatribas anti-cultuales, porque la Iglesia ha puesto el acento en el compromiso por la vida. Pero si se escucha al profeta hasta el final, resulta que es precisamente una vida moral auténtica la que lleva al culto verdadero, una vez cumplidas las exigencias más elementales de la conciencia: respetar los bienes del prójimo, respetar la vida, respetar la sexualidad, respetar la verdad...

         San Pablo hablará del "culto espiritual", a la hora de hablar de aquel hombre que ofrece a Dios la rectitud de su vida (Rm 12,1; 15,16; Fil 3,3). Te ofrezco mi vida, Señor, y todo lo que trataré de hacer será según la conciencia que tú nos has dado. Incluso Jesús citará explícitamente estas frases de Jeremías, cuando también él trate de purificar el Templo de Jerusalén (Mt 21,12-13). ¿Cuál es mi relación entre culto y vida?

         Mis gestos y actitudes religiosas ¿se corresponden a un esfuerzo de conversión verdadera en mi vida ordinaria? ¿Salgo de la misa cada vez más convencido de mejorar mis comportamientos concretos con los demás? Cada una de mis oraciones y plegarias, ¿me remite a mis responsabilidades y a mi deber de estado? Sólo entonces el culto adquirirá todo su valor, en el núcleo de la existencia.

Noel Quesson

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         Jeremías es el campeón, sin duda, a la hora de enfrentarse abiertamente al culto formalista del Templo de Jerusalén (ca. 608 a.C), y poco después será detenido por los dirigentes judíos por haber, según ellos, blasfemado (como también lo será Jesús por un motivo semejante; Mt 26,39-61).

         Pero Jeremías tenía razón, a la hora de dudar de la calidad del culto ofrecido a Dios, mientras al mismo tiempo se estaban entregando esos adoradores al pecado. Jeremías sienta las bases de la teología del culto espiritual, no oponiéndose al templo ni a la función sacerdotal;, pero sí criticando las prácticas llevadas a cabo.

         Sería una sinrazón decir que profetismo y sacerdocio, en el AT, son irremediablemente opuestos. Es cierto que los profetas eran hombres de lo absoluto, mientras los sacerdotes eran hombres de lo pasajero, pero nunca los primeros desearon la desaparición de los segundos.

         Lo único que hacen los profetas, como hoy Jeremías, es poner un límite a las desviaciones de la liturgia. Y lo hacen con todas sus fuerzas, para que se tenga en cuenta la justicia moral. De hecho, Jeremías reacciona contra la falsa seguridad que el templo estaba haciendo florecer en el pueblo (Miq 3,11; 2Cr 13,10-11), como si eso pudiese dispensar de toda búsqueda del conocimiento de Dios, o como si la acción litúrgica pudiera dispensar de un contacto personal, vivo y auténtico con Dios y con los hombres.

Maertens-Frisque

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         La 1ª lectura de hoy nos invita a revisar nuestra autenticidad, y en ella Dios nos hace ver, a través del profeta Jeremías, que no tiene mucho sentido nuestro culto si éste no viene acompañado de una vida comprometida por la justicia, y realmente centrada en Dios. Algo que, aunque a todos nos parezca obvio, no es tan sencillo de llevar a la práctica.

         En medio de una sociedad cada vez más secularizada, van surgiendo pequeños baales, que nos van atrapando casi sin darnos cuenta y a los que vamos siguiendo con una fe ciega. Y por eso necesitamos que vengan esos verdaderos profetas, los realmente "amigos de Dios", "fieles al amor" y "sufridos voceros de la conciencia", que una y otra vez recuerden el amor creador y providente de Dios, y el desamor e ingratitud de las criaturas.

         A Jeremías no le complacía reabrir la llaga del hombre enfermo por el pecado, pero tuvo que hacerlo para que las personas volvieran una y otra vez al redil del Padre, al hogar del Espíritu que se hace presente donde se actúa con justicia y respeto, con solicitud y compromiso, con ternura y cercanía, con prudencia y vigor.

         Algo que no sólo fue la verdad del ayer, sino que lo es también lo es hoy, y lo será mañana, pues cada generación de hombres tiene que ser continuamente creadora de su historia.

Miren Elejalde

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         Realmente fue valiente Jeremías, a la hora de denunciar las falsas seguridades y señalar los pecados del pueblo. Seguramente se vio obligado a hacerlo ante la decadencia generalizada que colmó el reinado de Joaquín I de Judá, en la que los decadentes judíos se atrevía a confiar, incluso, en su aprecio (mal entendido) hacia el Templo de Jerusalén.

         El profeta les grita que no deben considerarse a salvo porque visiten el templo, pues ¿es acaso un talismán el que va a librar del mal?: "Os fiáis de palabras engañosas, que no sirven de nada".

         Lo que tienen que hacer los judíos, viene a decir Jeremías, es vivir la existencia de cada día según lo que pide la Alianza: "Juzgar rectamente a los demás, no explotar a los débiles, no derramar sangre inocente, no robar, no cometer adulterio, no adorar a dioses falsos y no quemar incienso a Baal". Sin esas premisas de la Alianza, el templo no sirve de nada. 

         Cuando Jesús arrojó a los vendedores del Templo de Jerusalén, citó esta misma frase de Jeremías: "¿Creéis que esta cueva de bandidos, en que habéis convertido este templo, va a llevar mi nombre?".

         Nosotros no nos escudamos en el templo para buscar seguridades. Pero sí podemos tener otras tapaderas ante nuestra conducta poco coherente. Porque el ser creyentes, o cristianos, no es garantía de fidelidad ni de salvación. Como tampoco el decir unas oraciones, o llevar una serie de medallas, nos salvarán por sí mismas. Jesús nos dijo que "no seamos como el que dice, sino como el que cumple".

         Jeremías nos advierte que la prueba de nuestra fidelidad a Dios no está en las visitas al templo (que no son malas, ¡faltaría más!), sino en la caridad, en la justicia, en el trato con el prójimo y en el rechazo al "incienso de Baal", que en cada uno tiene su propio nombre.

         Dios pidió a los judíos que se convirtieran y cambiaran de conducta, y que entonces sí que él estaría a su lado: "Enmendad vuestra conducta, y habitaré con vosotros en este lugar". Algo que podríamos aplicar a nuestra eucaristía, a nuestra comunión con Cristo y a su presencia continuada en el sagrario.

         ¿Nos sentimos denunciados por nuestra excesiva seguridad y conformismo? ¿Entendemos la oración y la eucaristía como algo que se acaba en el "podéis ir en paz"? ¿O nos comprometemos con nuestra conducta a lo largo de la jornada? Porque esto no consiste en ser cristianos, sino en vivir como cristianos, llegando a la síntesis entre la fe y la vida.

José Aldazábal

 Act: 27/07/24     @tiempo ordinario         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A