Maternidad
divina de María Dándonos a Jesús, María es la verdadera fuente de esperanza para el mundo entero. En este capítulo veremos cómo la Virgen, pobre y humilde, ha llegado a ser la Madre de Dios por obra del Espíritu Santo. María no es una diosa, sino una criatura del Señor, hecha por Dios para ser su Madre. Nunca la Iglesia ha considerado a María como una diosa. Esto jamás.
Por
eso, antes de reflexionar acerca de esta gran verdad de la maternidad divina de
María, es bueno recordar brevemente la principal virtud de la Virgen, que es su
profunda humildad. Jesús es “manso y humilde de corazón”[1]. También la Virgen de Nazaret es sencilla y humilde, discreta y prudente, pobre y amable, sincera y natural, agradable y cercana, enemiga de toda soberbia y vanidad. María siempre se sintió pequeña ante la grandeza del Señor. Es la evidencia de sentirse pequeño ante el Infinito. Así lo proclama María: “Dios ha mirado la pequeñez de su esclava”[2].
Fíjate
que toda la vida de María es modelo de obediencia y humildad para nosotros.
Ella es la Reina del cielo, pero se llama a sí misma “la esclava del
Señor”[3].
Ella es la Madre de Dios, pero obedece, igual que san José, a las leyes
civiles del emperador que ordena hacer el censo y tienen que viajar lejos hasta
Belén[4].
Ella es la Virgen Purísima, pero se somete a las normas religiosas de la
ley de Moisés “cumpliendo todo lo prescrito por la ley del Señor”[5].
De este modo, José y María veían en la autoridad una señal de la
voluntad de Dios. También este ejemplo de la Virgen tiene consecuencias para tu
vida cristiana.
El cántico del Magníficat de María es reflejo del corazón humilde de
Nuestra Señora. Como afirmó el Papa
Pablo VI, el Magníficat de la Virgen es “el himno más valiente e
innovador que se ha pronunciado jamás… María es el espejo de las esperanzas
de los hombres de nuestro tiempo. No defrauda las aspiraciones más profundas
del corazón humano”[6].
Y
continúa afirmando Pablo VI: “María de Nazaret, lejos de ser pasivamente
remisa o de una religiosidad alienante, fue una mujer que no dudó en proclamar
que “él hace proezas con su brazo, dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos
los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos”[7].
Incluso
las bienaventuranzas enseñadas por
Jesucristo, pueden ser consideradas como un verdadero retrato del Corazón
de María[8].
Como enseña el Concilio Vaticano II, “María sobresale entre los humildes y
los pobres del Señor, que esperan confiados de Él la salvación”[9].
Precisamente es muy abundante toda la doctrina del Vaticano II acerca de la
Virgen, a la que dedica todo un largo capítulo VIII de la constitución Lumen Gentium, que presenta a la persona de María perfectamente
bien centrada “en el misterio de Cristo y de la Iglesia”.
Pero
pasemos ahora al tema central de este capítulo: la Maternidad
divina de María. Lógicamente se basa en la verdad de la divinidad de Jesucristo. Así lo definió el I Concilio de Nicea en el año 325, con la aprobación del Papa San Silvestre. En efecto, Jesucristo es Dios, su persona es divina. Su “Yo” es eterno. Por eso, el Concilio de Éfeso del año 431 definió que “la Virgen es verdadera Madre de Dios”, como explicó muy bien San Cirilo de Alejandría. Poco más tarde, el Concilio de Calcedonia del año 451 confesaba las dos naturalezas de Jesucristo: divina y humana, puesto que Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre, “perfecto en la divinidad y perfecto en la humanidad”. Ya desde el principio del Evangelio de Juan se afirma claramente la divinidad de Cristo. Puedes leerlo en el prólogo, cuando se afirma que “en el principio ya existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios”[10]. Más adelante afirma que “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria”[11]. Así, Jesús es el Verbo hecho carne, la Palabra encarnada, el Hijo eterno del Padre (Juan utiliza el término griego Logos, Verbo o Palabra eterna). Hay textos muy claros en el Evangelio de Juan, en que “Jesús llamaba a Dios su Padre, haciéndose igual a Dios”[12]. Por eso, la Virgen es la Madre de Dios, la Mujer elegida por Dios para Madre suya o, mejor, la Mujer hecha expresamente por Dios para ser su Madre. Toda la sabiduría, el cariño y el poder de Dios se construyó su propia Madre. Los hombres no hemos podido construirnos a nuestra madre, nos la hemos encontrado ya hecha. Pero Dios existe antes que su Madre: María sólo tiene que darle a Dios-Hijo el Cuerpo de hombre. El Verbo existía siempre como Dios, pero el cuerpo de hombre no lo tiene hasta que lo recibe de la Virgen. Ya sabes que la maternidad es una relación personal. En este caso, de la persona de María a la persona de Cristo. Y como en Jesús hay una sola persona que es divina, por eso y con toda razón llamamos a María la Madre de Dios (claro está que Madre de Dios-Hijo, no de Dios-Padre ni del Espíritu Santo, evidentemente). Por eso, María es aclamada por Isabel bajo el impulso del Espíritu Santo como la Madre de mi Señor, la Madre del Señor, nuestro Dios: “Pero, ¿quién soy yo para que me visite la Madre de mi Señor?”[13].
Así
recordaba Juan Pablo II el sentido real de esta verdad de la Encarnación: “De
modo virginal, sin intervención de varón y por obra del Espíritu Santo, María
ha dado la naturaleza humana al Hijo eterno del Padre. De modo virginal ha
nacido de María un cuerpo santo, animado de un alma racional, al que el Verbo
se ha unido hipostáticamente, desde el primer instante de la concepción en el
seno de la Virgen”[14]. Éste es el resumen más breve de la Cristología: En Cristo hay dos naturalezas, divina y humana, unidas sin confusión, en la Persona Divina del Verbo.
Un
día Dios quiso bajar del cielo a la tierra y empezó viviendo 9 meses dentro
del seno de la Virgen María. Así, Jesús fue creciendo dentro de las entrañas
de la Virgen. Jesús iba recibiendo la sangre y la vida del Corazón de María y
se iba formando perfectamente el cuerpo humano del Hijo de Dios. La Virgen puede
decir con toda razón que Jesús es “carne de mi carne y sangre de mi
sangre”. Además, Jesús es la nueva Alianza de Dios con los hombres y, por eso, María es la nueva Arca de la Alianza, recubierta por dentro y por fuera con el oro más puro del amor y caridad[15], lugar del encuentro feliz de la humanidad con la Divinidad. María es el mejor sagrario, la custodia viva de nuestro Señor. La Virgen santísima fue formando en sus entrañas el Corazón de Cristo, el corazón humano del Salvador. Y después de nacer su Hijo en Belén, María estuvo siempre atenta a los pasos de Jesús. Treinta años viviendo con Jesús, escuchando a Jesús, hablando con su Hijo.
Por
eso, María, como Madre que es de Jesucristo, conoce bien el Corazón de su
Hijo, conoce muy bien el Corazón de Dios, su bondad y misericordia infinita con
todos los pecadores.
Por
esta razón, María te lleva al Corazón de Cristo y te anima a confiar siempre
en Él. Ya sabes que Cristo te ama y ha dado la vida por ti en la Cruz. Recuerda
que Jesucristo es el Amigo que nunca falla. Seguro que te dará mucha fuerza para todos los momentos más difíciles de tu vida, decirle de veras al Señor: Corazón de Jesús, en ti confío.
Te
ofrezco esta breve oración, que he oído recitar a muchos amigos míos,
fortaleciendo su esperanza. En
las alegrías y en las penas,
Volviendo a la Mariología, no olvidemos la gran belleza y hermosura que
Dios plasmó en su Madre. Como escribió el Papa
Pablo VI, “en la Virgen María todo es referido a Cristo y todo depende de
Él”. Por eso, todos los motivos que encontramos en María para tributarle
culto son don de Cristo.
Así
lo vio y escribió la Venerable María de
Jesús de Ágreda, a quien hasta los Reyes pedían consejo: “A María,
Dios le dio todo lo que quiso darla, y quiso darla todo lo que pudo, y pudo
darla todo lo que no era ser Dios, pero lo más inmediato a su divinidad y lo más
lejos del pecado”[16].
Una vez, un catequista preguntaba a unos niños:
-“¿Quién
es la mujer que está más lejos del pecado, pero más
cerca del pecador?”.
-“La
Virgen”, respondieron.
Y
añadió:
-“Por
eso podemos confiar siempre en Ella; María es la esperanza y el refugio seguro
de los pecadores”.
Desde los primeros siglos, los cristianos han invocado a María con esta
bella oración: “Bajo
tu protección nos acogemos,
Efectivamente,
los cristianos se dieron pronto cuenta de la necesidad de recurrir al amparo
y protección de la Madre de Dios, como demuestra esta oración recitada ya
como algo normal en los primeros siglos del Cristianismo. De esta plegaria
mariana se conserva incluso un papiro muy antiguo, anterior al Concilio de Éfeso[17]. Es interesante ver la fe de la Iglesia desde los primeros tiempos, pues como dice la Biblia la fe es seguridad, seguridad de lo que se espera y prueba, de lo que no se ve[18]. Así, la fe unida al amor cristiano, unida al amor fraterno, es testimonio para el mundo. “En esto conocerán que sois mis discípulos, si os amáis unos a otros”, dice el Señor[19].
Precisamente
vamos a recordar, como final de este capítulo, uno de los muchos ejemplos de
caridad heroica de los santos que han dado la vida por los demás, movidos por
su gran amor a la Madre de Dios.
Era
el año 1218, y las cárceles de Argel, en el norte de África, se llenaban de
pobres cristianos apresados y hechos rehenes. Y eran tratados bárbaramente como
esclavos. Es entonces cuando un hombre de Barcelona, San
Pedro Nolasco, concibe la idea de redimirlos y funda una orden de
religiosos, llamada Orden de la Madre de Dios de la
Merced para la redención de los cautivos. Estos frailes van hasta Argel con
las monedas necesarias de oro y plata para pagar su rescate.
Pero
con el voto de redención que habían hecho, llegan al heroísmo de quedarse
ellos mismos en lugar de los cautivos, en los casos en que no tengan el dinero
exigido por los sarracenos. Así, algunos de estos heroicos hermanos de la
Virgen de la Merced, se entregaron a cambio de cautivos, quedándose en las
mazmorras de África, como por ejemplo, hizo el famoso San
Ramón Nonato. Lo mismo hicieron los frailes trinitarios, llenos de inmensa
caridad, y fundados por San Juan de Mata
también en el siglo XIII.
Ya
recordarás que, siglos después, Miguel
de Cervantes estuvo apresado en Argel, al volver de la Batalla de Lepanto,
donde quedó manco. Al final, fue liberado con una fuerte cantidad de escudos de
oro por fray Juan Gil, trinitario español. Por eso Cervantes supo muy bien lo que eran las cárceles argelinas y quedó siempre muy agradecido al desde entonces inolvidable amigo religioso. De éste dejó escritas estas palabras el genial Cervantes en su comedia El Tratado de Argel: “Es llegado un navío de España, y todos dicen que es de limosna, cierto, en el cual viene un fraile trinitario, cristianísimo, amigo de hacer bien y conocido, porque ha estado otra vez en esta tierra rescatando cautivos, y dio ejemplo de una gran cristiandad y prudencia. Su nombre es fray Juan Gil”[20].
Terminemos
rezando, si quieres, el Ángelus a la Virgen, pidiéndole nos llene también a nosotros
de amor a Dios y al prójimo: -El
Ángel del Señor anunció a María. Oremos:
Infunde, Señor, tu gracia en nuestras almas, Gustavo
Johansson _______ [1]
cf. Mateo 11, 29. [2]
cf. Lucas 1, 48. [3]
cf. Lucas 1, 38. [4]
cf. Lucas 2, 1-4. [5]
cf. Lucas 2, 22-24, 39. [6]
cf. Pablo VI, Marialis cultus, n. 74. [7]
cf. Lucas 1, 51-53. [8]
cf. Mateo 5, 1-12. [9]
cf. Vaticano II, Lumen Gentium, n.
55. [10]
cf. Juan 1, 1. [11]
cf. Juan 1, 14. [12]
cf. Juan 5, 18. [13]
cf. Lucas 1, 43. [14]
cf. Juan Pablo II, Alocución en
Zaragoza, 6 noviembre 1982. [15]
cf. Éxodo 25, 10-16, 22. [16]
cf. María Jesús de Ágreda, Mística Ciudad de Dios, I, 252. [17]
cf. Papiro de Manchester, n. 470. [18]
cf. Hebreos 11, 1. [19]
cf. Juan 13, 34; 15, 12-17. [20] cf. Miguel de Cervantes, El Tratado de Argel, Jornada 5. |